miércoles, 7 de septiembre de 2016

CAPITULO 5: (SEXTA HISTORIA)





Sin duda, llevaba unos tacones exagerados.


Pedro la miró sorprendido cuando detuvo su coche frente al hotel. Era temprano y todavía estaba oscuro, aunque comenzaba a clarear en el horizonte. Pero el recibidor del hotel estaba bien iluminado y él podía ver los inapropiados zapatos de tacón.


En cualquier otro momento, aquellos zapatos, que consistían en dos tiras que pasaban por los dedos y rodeaban los tobillos, una suela fina y un tacón de aguja, le habrían parecido sexys. Combinados con unos pantalones vaqueros, una chaqueta y una blusa verde, formaban un conjunto ridículo… y sexy.


Paula estaba esperándolo con el equipaje en el suelo, junto a su pierna izquierda, y la correa de la funda del rifle en su mano derecha. Para su disgusto, ella llevaba la melena color caoba recogida dentro de una gorra de béisbol. Pedro se sintió un hombre corriente, vestido con unos pantalones vaqueros negros, una chaqueta de cuero negro y unas botas. 


Bajó del coche y se dirigió a la parte trasera para abrir el maletero. El portero del hotel le acercó el equipaje y, antes de que Pedro pudiera darle algo de propina, Paula le entregó un par de billetes y le dio las gracias.
—Buenos días —le dijo Pedro a ella.


—Mmm —contestó ella, y se sentó en el asiento del copiloto.


Parecía que todavía estaba enfadada con él. Pedro suspiró y se sentó al volante. Se alejó del hotel y se dirigió hacia las afueras de Durango.


—Me encantan tus zapatos —comentó—. Puedo imaginarte recorriendo terrenos montañosos con ellos puestos.


Ella se rio.


—Confiaba en que te gustaran.


—Me gustan. Son espectaculares, y el color es perfecto. Las cintas doradas quedan muy bien con los vaqueros, la chaqueta y la gorra.


—Eso pensaba —se rio ella, al ver que él sonreía—. Siento tener que decepcionarte, pero no me los pondré para caminar por terrenos difíciles. He traído mis botas de montaña.


—Vaya, ¡qué lástima! —dijo él—. Confiaba en verte tratando de mantener mi ritmo —la miró un instante—. Aun así, probablemente vea cómo tratas de seguir mi ritmo.


—Ni lo sueñes —soltó Paula—. Probablemente, lo que veas será mi espalda.


Pedro no pudo evitar soltar una carcajada. Estaba tan segura de sí misma, y era tan batalladora que él no podía evitar admirarla. Decidió que probablemente era porque le recordaba a sí mismo.


—Ya veremos —dijo él, sin dejar de reír.


—Sí, ya lo veremos —repuso ella, y continuó mirando por la ventanilla, observando cómo el paisaje montañoso se transformaba en desierto—. ¿Dónde vamos? —preguntó.


—No muy lejos de Mesa Verde.


—¿Mesa Verde? Creía que habías dicho que nuestra presa se encontraba en la Montaña de San Juan.


—Lo que dije fue que había oído rumores de que él se dirigía hacia allí —la miró un momento—. Antes de ir a las montañas, quiero comprobar el rumor por mí mismo.


—¿Y con quién vas a comprobarlo? ¿Con los fantasmas de los indios que vivieron allí? —dijo en tono sarcástico.


—Muy lista —dijo él, y suspiró—. De hecho, no he dicho que fuéramos a Mesa Verde. El rumor que he oído decía que lo habían visto cerca de Mesa Verde antes de que se largara a las montañas. Me dirijo hacia el pueblo de donde salió el rumor.


—Ah, bueno —contestó Paula—. No me importaría parar en Mesa Verde.


Sorprendido por su comentario, Pedro estuvo a punto de perder el control del vehículo.


—¿Qué quieres hacer allí? ¿Echar un vistazo a Mesa Verde?


—¿Qué hay de malo en ello?


—Paula —dijo Pedro, apretando los dientes—. Creía que habíamos venido a buscar a un asesino, no a hacer turismo.


—Por supuesto —dijo ella—. Quería decir que algún día me gustaría explorar las moradas de las montañas.


—Lo siento —mintió él—. Pensé que querías que parara hoy para ver las ruinas, y no podemos perder tiempo.


—Pero ayer perdiste todo el día —protestó ella.


Pedro estaba al borde de la impaciencia.


—Paula, te dije que ayer tenía muchas cosas que hacer. Además de realizar varias llamadas, tenía que conseguir la comida necesaria, que he pagado yo.


—De acuerdo, explicación aceptada.


—Qué generosa eres —masculló él.


—Lo sé —dijo ella—. Y, por supuesto, te devolveré el dinero que te hayas gastado.


—Claro que lo harás, cariño —dijo él, en un tono que no le gustó. «Contente, Alfonso, antes de que pierdas el trabajo y la compañía de la estupenda pero desquiciante Paula», se recordó.


—No te pongas así conmigo, como si fueras un depredador. No soy una de tus presas —soltó ella—. Y no me llames cariño.


¿Un depredador? ¿Ella lo consideraba un depredador? 


Pedro frunció el ceño. Los depredadores mataban a sus presas, y a veces se las comían. Él se esforzaba mucho para no matar a las suyas, ni siquiera a las que se lo merecían. Y desde luego, no se las comía.


Aunque pensándolo bien, no le importaría probar un mordisquito de la suave piel de Paula. Solo la idea hacía que se revolviera por dentro. «Céntrate en el trabajo, Alfonso», se ordenó. Aquella mujer, independiente y altanera, no era para él.


—Haré un trato contigo —dijo él, y se movió en el asiento para aliviar cierto dolor en la zona más sensible de su cuerpo—. No me llames «depredador» y yo no te llamaré «cariño». ¿De acuerdo?


—De acuerdo —dijo ella, y le estrechó la mano que él le ofrecía.


—¿Qué tal si te llamo «corazón»?


Pedro Alfonso —dijo Paula, antes de empezar a reírse—. Eres un…


—¿Diablo? —preguntó él sonriendo, y encantado de haberla hecho reír.


—Está bien —dijo ella, y alzó las manos a modo de rendición—. Tú ganas… Por ahora.


—Más bien parece un empate —dijo él, y aminoró la marcha—. Y en buen momento. Hemos llegado.


—Ya lo veo —dijo Paula, y miró por la ventanilla—. ¿Es esto?


—Sí, lo sé, no hay mucho que ver.


—Es un poco más grande que los otros pueblos que hemos pasado —se echó hacia delante todo lo que le permitía el cinturón de seguridad—. ¿Estaremos el tiempo suficiente como para que me dé tiempo a buscar una cafetería? Necesito cafeína.


Él aparcó el coche frente a un café.


—¿Quieres ir por ahí con eso? —miró sus zapatos.


—Por supuesto que no —dijo, fingiendo sorpresa—. No podría aparecer en público con este modelito. Nunca soñé con meter la pata con algo así.


¿Hablaba en serio? Pedro la miró un instante y luego se rio.


Paula se rio también.


—Supongo que es hora de cambiarse ¿no? —le dedicó una amplia sonrisa.


Pedro experimentó una sensación extraña, algo que no había sentido jamás. Era como si algo cobrara vida en su interior. Era extraño. Otras veces había sentido deseo, pero aquello era diferente. Y estaba relacionado con la mujer que tenía sentada a su lado. Pedro tuvo que tragar saliva y humedecerse los labios antes de contestar.


—Sí, supongo que sí —suspiró—. Los echaré de menos —abrió la puerta y trató de hablar con normalidad—. No tardaré mucho. Espérame dentro —salió del coche y señaló hacia el café—. Quizá sea mejor que comamos aprovechando que estamos aquí. Así no tendremos que volver a parar —arqueó una ceja—. ¿De acuerdo?


—Bien —asintió ella, y al ver que se alejaba, añadió—: Necesito sacar mis botas del maletero.


Él ya había abierto el maletero antes de que ella terminara la frase.


—Lo sé.


Paula se soltó el cinturón y lo miró. Él sonrió y se puso un sombrero vaquero en la cabeza.


—Yo también necesitaba el sombrero.


Pau notó que se le cortaba la respiración al verlo sonreír. 


¿Qué diablos le pasaba con aquel hombre? ¿Qué tenía para hacer que se le acelerara el corazón, se quedara sin respiración y le temblaran las piernas? Lo que sentía era mucho más intenso de lo que había sentido con… Se obligó a dejar de pensar en ello. No quería ni acordarse de aquel canalla.


—¿Paula?


—¿Qué? —pestañeó confusa.


—¿Estás bien?


—Sí, por supuesto —contestó ella—. ¿Por qué no iba a estar bien?


—Me has asustado —negó con la cabeza—. De pronto parecía que estabas… No sé… Como perdida.


—Estaba pensando.


—¿Sobre? —preguntó con el ceño fruncido.


—Sobre que quizá debería ir contigo —dijo ella.


—Piénsalo bien.


—¿Eh?


—Paula, no voy a llevarte conmigo para hablar con un confidente. De algún modo, creo que el confidente actuará como si no me conociera. ¿Lo comprendes?


—Sí… Sí, por supuesto —dijo ella, sintiéndose cada vez más ridícula. Se agachó para quitarse los zapatos y los dejó en el asiento trasero—. Si haces el favor y me das mi bolsa, me cambiaré e iré a tomarme un café.


—¿No sería más fácil si me dijeras dónde tienes las botas para que pueda dártelas?


—Hay una bolsa de plástico atada a mi mochila. Están ahí.


—Ahora vamos bien —soltó él, con una sonrisa.


Pau notó un cosquilleo en los labios y permitió que saliera la risa que se agolpaba en su garganta. No sabía por qué reaccionaba así cuando él sonreía o reía.


Oyó que Pedro cerraba el maletero. Momentos más tarde, él abrió la puerta y dijo:
—Tus zapatillas, Cenicienta.


—Gracias —recogió las botas que él le entregaba—. Y si pretendes que te llame Príncipe Azul, tendrás que esperar.


Pedro se rio, levantó el sombrero como gesto de respeto y se marchó.


«Eso ha sido un gesto encantador», pensó ella.


Y peligroso… Paula no era una niña ni una idiota. Era una mujer inteligente y bien educada. Una mujer con los mismos deseos que cualquier ser humano. Se sentía atraída por Pedro Alfonso y él se sentía atraído por ella. No hacía falta ser muy inteligente para darse cuenta.


Se puso los calcetines que tenía dentro de las botas y decidió que debía tener cuidado. Iban a pasar mucho tiempo juntos, y solos, en las montañas.


Ya le habían hecho daño en otra ocasión y no estaba dispuesta a sufrir otra vez. Emocionalmente, no podía permitirse liarse con Pedro Alfonso, el cazador de recompensas.


Se quejó para sí, se puso las botas, agarró el bolso y salió del coche.


Respiró hondo y decidió dejar para más tarde sus pensamientos. Pero enseguida se encontró pensando en las diferentes posibilidades.


Pau las conocía bien, y sabía que se reducían a una sola. Su imaginación le presentó la vivida imagen de Pedro y ella, con los cuerpos entrelazados, las bocas unidas…


«Espera», se dijo, y pestañeó para borrar la explícita imagen de su cabeza. Tenía la respiración acelerada. Miró a su alrededor para ver si alguien se había percatado de que tenía las mejillas sonrojadas y la frente sudorosa. Si alguien le comentaba algo, diría que era a causa del sol del mediodía. Con la chaqueta que llevaba, era normal que estuviera acalorada.


Se quitó la chaqueta y entró en el café. Necesitaba beber algo frío para calmar su ardor.


Cuando Pedro entró en el café, la encontró sentada a una mesa con una taza de café humeante y un vaso de agua helada. Él se sentó frente a ella, se quitó el sombrero y lo dejó en el banco de al lado.


—Hola.


El tono de su voz hizo que ella se estremeciera.


—Hola —contestó ella, esforzándose por emplear un tono impersonal.


—El café tiene buena pinta —dijo él, y señaló la taza con un movimiento de cabeza—. Afuera hace calor.


—Ya me he dado cuenta —contestó ella—. Por eso he pedido el agua con hielo.


—Hmm… y yo estoy muerto de sed.


«¿A mí me lo vas a contar?», pensó ella, y bebió un sorbo para humedecer su garganta reseca.


—¿Tienes hambre? —le preguntó ella.


Pedro la miró de arriba abajo y contestó:
—Er… Sí.


No hizo falta que dijera nada más, Pau sabía perfectamente a qué se refería. «Oh, cielos», pensó al ver cómo se le oscurecían los ojos mientras ella se humedecía los labios sin darse cuenta. Sin duda, estaba metida en un lío.


—¿Y tú?


—¿Qué? —preguntó sin conseguir evitar que le temblara la voz.


—Te he preguntado que si tienes hambre.


—Sí —no pensaba mirarlo de arriba abajo, por mucho que lo deseara—. Y como dijiste, será mejor que comamos ahora. Tengo las cartas —le entregó una.


—Gracias —sonrió él.


«Maldito seas», pensó ella. Abrió la carta y fingió leer el menú, a pesar de que ya había decidido.


Durante la comida no hablaron demasiado y, tres cuartos de hora después, ya estaban de nuevo en la carretera.


Pau consiguió contenerse hasta que se encaminaron hacia las montañas.


—¿Y qué te ha contado tu confidente? —preguntó al fin.


—Pensaba que no ibas a preguntármelo nunca. Me ha sorprendido que hayas aguantado tanto tiempo.


—No tienes ni idea de cuánto puedo aguantar —soltó ella.


Él la miró de reojo y le preguntó:
—¿Eso es un reto?


Pau arqueó las cejas y batió las pestañas, con expresión de inocencia.


—Señor Alfonso, una mujer tendría que ser muy valiente para proponerle un reto.


Él soltó una carcajada.


—Sí, a eso me refería.


—¿Crees que soy una mujer valiente?


—Oh, sí, lo eres —dijo él, y la miró de nuevo—. Eres valiente, un poco temeraria y, me temo, que muy peligrosa.


Su última observación la dejó helada. ¿Peligrosa? ¿Ella? ¿En qué sentido? Jamás en su vida había intimidado o herido a alguien a propósito.


—¿Peligrosa para quién? —preguntó.


Pedro sonrió y ella se estremeció.


—Diría que eres peligrosa para cualquier hombre que tenga entre quince y ciento quince años.


Pau no pudo contener una carcajada.


—¿No lo crees?


—Por supuesto que sí —dijo ella—. Estoy segura de que cualquier hombre de esa edad tiembla de miedo al pensar en la posibilidad de encontrarse conmigo. Sé realista, Alfonso —dijo ella—. No soy peligrosa para nadie.


Él aminoró la marcha para mirarla fijamente.


—¿Eso incluye al hombre al que vamos a buscar?


—Eso es diferente.


—¿En qué sentido?


—En el sentido evidente —contestó ella con nerviosismo—. Él es diferente. Es un asesino.


—Sí, es un asesino y un violador —admitió él—. Pero hay muchos asesinos y violadores en el mundo y tú no vas a cazarlos.


—No —soltó ella enfadada—. Porque no soy una asesina ni una cazadora de recompensas. Pero si agarramos a ese monstruo, no dudaré ni un instante en usar mi arma.


—Espera un minuto —Pedro pisó el freno y detuvo el vehículo—. Tú, yo, ninguno de los dos va a disparar para matarlo. ¿Entendido? —no esperó a que contestara—. Te lo advierto, Paula, si no me lo prometes, daré media vuelta, regresaré a Durango y te dejaré en el Strater. No he matado a un hombre en mi vida y no voy a empezar ahora, y tú tampoco, mientras estés conmigo. ¿Lo has entendido?


Pau no sabía si reír o llorar. Al final, contestó con calma.


—Nunca me he planteado la idea de matar a ese hombre, Pedro. Solo quería decir que utilizaría mi arma para reducirlo, si fuese necesario. No quiero matarlo. Eso es demasiado fácil.


Él frunció el ceño.


—Entonces, ¿qué quieres?


—Quiero ver cómo se pudre en la cárcel durante el resto de su vida, viviendo con cargo de conciencia, sí es que tiene, y el recuerdo de todas las mujeres a las que ha herido o matado. Espero que viva hasta los cien años y que pase cada uno de sus días aterrorizado por algún otro recluso que decida imponerle su propio castigo.



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