martes, 23 de agosto de 2016

CAPITULO 15: (CUARTA HISTORIA)





Cuando el sol se alzaba en el cielo, Pedro seguía perfectamente despierto. Y excitado. Se había pasado las seis últimas horas maldiciéndose a sí mismo por haber incitado a Paula a hacer algo para lo que mentalmente no había estado preparada.


Nunca en toda su vida se había mostrado tan deseoso de dar placer a una mujer sin recibirlo a su vez. La intensidad con la que había ansiado hacerle gozar se había impuesto a cualquier incomodidad física propia, a cualquier frustración. 


Saber que quizá había estropeado cualquier posibilidad de acostarse con ella le dolía mucho más que su entumecida espalda, después de haber pasado toda la noche sentado y apoyado contra la pared, al pie de la colchoneta. Sí, la había visto dormir mientras se devanaba los sesos pensando en cómo podría hacerle comprender que no tenía nada de qué avergonzarse. Y sí mucho que descubrir.


Se levantó, recogió las botas y abrió la puerta, cuidadoso de no despertarla. Se sentó en el primer escalón y se calzó. 


Todavía era temprano: los obreros no llegarían hasta dentro de una hora. De ahí su sorpresa cuando un pequeño utilitario entró de pronto en el aparcamiento del recinto, levantando grava. Un hombre alto y de pelo oscuro bajó del coche. 


Había algo en su persona que le resultaba familiar, aunque estaba seguro de no haberlo visto nunca antes.


—Buenos días —lo saludó el recién llegado mientras cerraba la puerta del coche—. No esperaba ver a nadie tan pronto, a excepción de mi hija. Es una madrugadora nata.


Su hija. Así que aquél era el padre de Paula. Pedro lo odió de inmediato a la vez que se preguntaba qué diablos podía estar haciendo allí.


—¿Tú trabajas para Paula?


Cruzó los brazos sobre el pecho, arrepintiéndose de no haber despertado a Paula para que al menos estuviera preparada para una visita tan sorpresiva.


—Técnicamente es ella la que trabaja para mí. Soy el arquitecto, Pedro Alfonso.


No le tendió la mano. No tenía ningún deseo de estrechar la mano del hombre que de manera tan evidente había hecho tanto daño a Paula.


—¿Dónde está? —le preguntó entrecerrando los ojos, con las manos en las caderas


Antes de que Pedro pudiera responder, se abrió la puerta del remolque y Paula apareció en el primer escalón. De repente sus ojos, que habían empezado a escrutar el horizonte, se quedaron helados. Se apartó el pelo de la cara, cuadró los hombros y alzó la barbilla.


—Pasaba por aquí y me dije: voy a ver a mi hija.


Paula puso los ojos en blanco y apoyó las manos en las caderas.


—Ya me has visto, pero estoy segura de que no has venido para saber si estoy bien o no. ¿De cuánto dinero se trata esta vez? ¿Y qué es lo que estás haciendo en Miami?


Pedro vio que los ojos del hombre se convertían en dos rendijas hostiles.


—¿No podemos hablar en privado?


Volviéndose hacia Pedro, Paula negó con la cabeza.


Pedro no se marchará mientras no quiera. Si tú quieres algo de mí, ¿por qué no me lo dices directamente? ¿Cuánto debes esta vez?


—No me hables así, jovencita —dio un paso adelante, con lo que Pedro se puso inmediatamente en alerta—. Sigo siendo tu padre.


—Tú nunca has sido un padre para mí —le espetó en un tono que Pedro jamás le había oído antes. Su voz destilaba puro veneno—. Me alegro de que mamá entrara en razón y te abandonara. Aunque evidentemente le dejaste muy poca elección después de haber despilfarrado hasta el último céntimo de su patrimonio.


—Seguro que te llamó llorando. Mira, Paula…


—No —alzó una mano mientras terminaba de bajar los escalones—. Simplemente te enfada que me haya llamado y me lo haya contado… —se acercó a él—, porque sabes que ahora ya no cuentas con ella para convencerme de que te pague tus vicios.


—Solo necesito diez mil y te dejaré en paz —le pidió de pronto su padre, cambiando de tono—. Sé que tienes dinero; siempre has ahorrado hasta el último céntimo y llevas mucho tiempo en este negocio. Además, llevo varias semanas en Miami. Aquí es donde vienen los grandes jugadores. Sé que sacaré una buena tajada.


—No pienso darte ni diez céntimos —lo apuntó con el dedo, alzando cada vez más la voz—. Y ahora sal de aquí antes de que llame a la policía y te denuncie por haber entrado en una propiedad ajena.


Se hizo un prolongado silencio. La tensión hacía saltar chispas en el ambiente.


—No puedo creer que me estés haciendo esto…


—Si al menos por una vez hubieras simulado que mamá y yo te importábamos algo… te habría dado todo lo que me hubieras pedido —se le quebró la voz. El autoritario tono de hacía unos instantes se había desvanecido mientras afloraba su vulnerabilidad—. Si me hubieras dicho que me querías, si me hubieras demostrado que yo te importaba, te habría entregado todo lo que tengo sin dudarlo. Pero no solo te has jugado y perdido todo nuestro dinero y nuestro patrimonio: has hecho exactamente lo mismo con nuestras vidas. Ni mamá ni yo superaremos nunca que hayas destruido esta familia.


Se aclaró la garganta y Pedro supo que estaba a punto de llorar. Quiso acercarse a ella, abrazarla y reconfortarla. Pero no sabía cómo, no sabía qué decirle. Aquél era un territorio completamente nuevo para él. Sabía una cosa, sin embargo: quería que el padre de Paula se marchara de una vez y la dejara en paz.


—Muy bien. Espero que puedas vivir contigo misma sabiendo que me has dado la espalda. Me quedaré en Miami otra semana mientras espero a que cambies de idea. Yo no te eduqué para que fueras tan egoísta, Paula.


—No, claro. Tú no me educaste. Punto.


Su padre dio media vuelta, se subió al coche y abandonó el recinto, levantando una nube de polvo.


—Mi intención era levantarme antes —explicó Paula, volviéndose hacia Pedro. Sacó una goma de un bolsillo y se recogió la melena con un nudo—. Necesito ir a mi apartamento para cambiarme y estar de vuelta antes de que lleguen los obreros. ¿Te importaría llevarme?


—¿Vas a fingir que estás bien cuando no lo estás? —arqueó una ceja.


—Tú no sabes nada sobre mí, Pedro.


Consciente de que estaba pisando un terreno peligroso, intentó forzar la situación. No era un movimiento inteligente, pero siempre le había encantado correr riesgos.


—Eso no es cierto —rodeó la motocicleta y hundió las manos en los bolsillos, como para demostrarle que no pretendía hacerle nada—. Sé que estás dolida. Sé que te sientes vulnerable y que te arrepientes de lo que pasó anoche. Sé que lo último que necesitabas era despertarte para encontrarte con tu padre pidiéndote dinero.


Se la quedó mirando fijamente. Paula cerró entonces los ojos y una solitaria lágrima resbaló por su cremosa mejilla. 


Aquella tácita súplica le desgarró el corazón.


—Mis asuntos personales no te interesan —le espetó ella, con los ojos todavía cerrados como si quisiera reunir el coraje necesario para abrirlos—. ¿Te importa llevarme a mi apartamento?


Dado que se había estado muriendo de ganas de tocarla desde que apareció su padre, Pedro dio un paso adelante y con la yema del pulgar le enjugó delicadamente el húmedo rastro de la mejilla. Vio que abría los ojos de golpe y se mordía el labio inferior.


—Sé que no quieres apoyarte en nadie, pero si quieres hablar, ya sabes que estoy a tu disposición.


Paula escrutó su rostro. Por un instante pareció como si fuera a abrirse, a desahogar lo que tenía acumulado dentro. Pero al final se retrajo, apartándose.


—Lo único que necesito de ti es que me lleves a mi apartamento.


CAPITULO 14: (CUARTA HISTORIA)




Los nervios torturaban a Paula mientras esperaba a que volviera Pedro. ¿Sería aquélla la manera que tenía el destino de atormentarla… ofreciéndole en bandeja la oportunidad de acostarse con un hombre que sabía que podría enseñarle todo lo que necesitaba saber y mucho más sobre el sexo y la intimidad física? Se quitó las chanclas y se dispuso a preparar la cama. Su cama. La de los dos. Pero no. No había manera de que compartiera con Pedro aquella colchoneta. Nunca había compartido una cama con nadie, y menos con un hombre. Era una mala, malísima idea. ¿Por qué Matias había tenido que traer una sola colchoneta?


Acababa de colocar las sábanas en la colchoneta cuando apareció Pedro con unos papeles en la mano y una expresión indescifrable en el rostro. Extraña.


—¿Qué pasa?


—Supongo que serás consciente de que los dos no podemos dormir ahí —dejó los papeles sobre el escritorio.


Sí que lo sabía. Solo que le sorprendía que él se lo recordara.


—Mira, tomaré esta manta y dormiré en el suelo, al lado de la puerta —le dijo al tiempo que recogía la manta ligera de algodón de la silla del escritorio.


—No estoy cansada —todavía no quería ocuparse de los preparativos para dormir. Tenía los nervios demasiado destrozados—. Estudiemos esos papeles que has traído.


Pedro extendió la manta sobre el suelo y volvió con ella, que mientras tanto se había dedicado a colocar los papeles sobre la mesa del escritorio, en un esfuerzo por distraerse de su presencia. La oficina ya era de por sí pequeña, pero ahora que sabía que iban a pasar horas allí, el espacio parecía cerrarse por momentos en torno a Paula. Se quedó mirando fijamente los papeles, apoyadas las manos en el borde del escritorio, muy cerca de las de Pedro. No había un solo nombre o dato en el cual pudiera concentrarse para distraerse. ¿Cómo habría podido cuando solamente podía pensar en sí debería o no aprovechar aquella oportunidad?


—… y dado que vamos a seguir adelante con la idea de la degustación de helados, la distribución de los asientos no será ningún problema…


Paula se obligó a concentrarse en el tema que tenía entre manos. Obligándose a escucharlo, asintió con la cabeza. 


Pedro parecía haber resuelto el problema. Quien ahora tenía el problema era ella.


—Los nombres señalados en rojo son los de la gente que asistirá —le indicó una columna de nombres—. Los de verde todavía no han respondido a la invitación.


Paula se aclaró la garganta. Si él podía sobreponerse a la tensión casi eléctrica del ambiente, ella también. Recogió un pequeño cuaderno de su escritorio y se acercó a la colchoneta. Sentándose en ella, cruzó las piernas y se dedicó a tomar notas, esforzándose al mismo tiempo por guardar las distancias con Pedro. No tuvo suerte, porque él se quitó las botas y se sentó a su lado, en la cama.


—¿Qué estás escribiendo ahora? —se acercó para echar un vistazo.


—Solo algunas ideas para Karen. Yo…


—Estás temblando —le cubrió la mano con la que empuñaba el bolígrafo.


Paula mantenía la mirada clavada en el papel, prohibiéndose a sí misma mirar aquellos ojos de color chocolate que vigilaban cada uno de sus movimientos. De repente, Pedro alzó la otra mano para acercarla a la base de su cuello, allí donde le latía el pulso.


—El corazón te late muy rápido. ¿Estás asustada?


—Sería una estúpida si no lo estuviera —cerró los ojos, disfrutando de su sensual caricia—. Prometiste que no me presionarías.


—Yo creo que no te estoy presionando —sonrió—. Se diría más bien que tú estás disfrutando de mi persuasión.


Aquellos dedos viajeros subieron hacia su mejilla, para concentrarse en sus labios levemente entreabiertos.


—Te gusta que te toque, ¿verdad?


—Sí —susurró ella.


El bolígrafo escapó de su mano, rodando hasta su regazo. El cuaderno siguió el mismo camino.


—¿Por qué no dejas que tu cuerpo tome el mando? —musitó él, acercándose aún más.


Nada le habría gustado más que cederle el completo control de aquella situación… Pero no podía. Si cedía, por poco que fuera, temía que Pedro la dejara anhelando algo de su persona que sabía nunca podría darle. Se levantó bruscamente de la colchoneta, casi tropezando.


—Esto no está sucediendo. No puede ser.


—Esto sucederá, Paula. Porque tú lo deseas tanto como yo y yo no pienso seguir privándote de ello. En una de estas ocasiones en que volvamos a quedarnos solos, perderás el control. Y yo estaré dispuesto y esperando.


—¿Siempre estás tan seguro de ti mismo?


—Siempre —su sonrisa era amenazadora, casi agresiva. 


Excitante.


Retrocedió otro paso cuando él se levantó y le tendió una mano.


—Vamos —le dijo de pronto—. Tengo una idea.


—¿De qué se trata? —lo miró, manteniendo las manos pegadas a los costados.


—Ya lo verás —se calzó las botas, le acercó las chanclas y recogió las llaves de su moto—. Alguna vez tendría que ser la primera, ¿no?


—No puedes hablar en serio —exclamó Paula una vez que salieron del remolque, al calor sofocante de la noche de Miami. Aunque era casi medianoche y nadie podía verlos, la idea resultaba sencillamente absurda.


Pedro sonrió, cruzó los brazos sobre su amplio pecho y sacudió la cabeza.


—Este es el lugar perfecto para que aprendas a montar en moto.


—No hay manera de que pueda subirme a ese trasto, y menos aún conducirlo…


—¿Por qué no? Para todo en este mundo hay una primera vez —le tomó una mano y le cerró los dedos sobre el manillar. La cálida sensación del metal bajo su palma nada hizo para apaciguar sus nervios.


—¿Hay algo que debería saber antes de montar?


Pedro soltó una carcajada y le plantó un beso en la mejilla antes de rodear la moto para colocarse al otro lado.


—¿Montar? No, no hay gran cosa que necesites saber, aparte de cómo sentarte en ella antes de arrancarla. 
Acostumbrarte a sentir todo ese poder entre tus piernas.


—¿Vas a empezar otra vez con los dobles sentidos? —arqueó una ceja.


—Es la única manera que se me ocurre de que te relajes —se encogió de hombros—. Ahora sube.


—¿No necesito pantalones largos o botas?


Pedro miró sus piernas desnudas y sus chanclas.


—Bah, no hace falta. El motor no se calentará apenas en el poco tiempo que pases conduciéndola. Eso si llegas a arrancarla y te mantienes en ella.


—Ya. ¿Tan difícil es sentarse con esta cosa entre las piernas? —bromeó, en alusión a lo que le había dicho antes de los dobles sentidos.


Pedro se limitó a sonreír. Y la visión de aquellos blanquísimos dientes contrastando con su tez bronceada y la negra sombra de su barba la dejó aturdida. Agarrando firmemente el manillar, cruzó la pierna derecha sobre al asiento.


—De acuerdo, ¿y ahora qué?


Pedro se hallaba de pie frente a ella, con los brazos cruzados sobre su impresionante pecho, el tatuaje de su bíceps asomando bajo la manga de su camiseta negra. Paula no pudo evitar preguntarse cuántos tatuajes más escondería su cuerpo.


—Intenta equilibrar la moto entre las piernas. Apoya bien tu peso sobre los dos pies.


Agarró con fuerza el manillar mientras lo hacía, pero sintió que basculaba hacia un lado… con la moto.


—Oh, no…


Inmediatamente apareció a su lado, sosteniéndole las manos y evitando que cayera.


—Dios mío… —jadeó Paula, y no solo por lo que había estado a punto de ocurrir—. No imaginaba que pesara tanto. No me lo pareció cuando antes me senté en ella detrás de ti.


Alzó la mirada para encontrarse con su rostro apenas a unos centímetros de distancia, la mirada clavada en sus labios entreabiertos.


—Eso es porque yo hacía todo el trabajo —le dijo con voz ronca.


—Ya no estamos hablando de motos, ¿verdad?


Pedro sonrió, acercándose todavía más. Sus labios estaban ya apenas a un suspiro de los suyos.


—Me gusta el rumbo que estaban tomando tus pensamientos…


Ya no le dejó pensar más. Se apoderó de sus labios en un beso con el que Paula había estado soñando durante días. Y ya no se le ocurrió resistirse. Quería sentir aquella boca sobre la suya. No retiró las manos del manillar: Pedro había entrelazado los dedos con los suyos. Su hombro todavía reposaba contra la dura pared de su pecho.


Con un ligero movimiento de lengua, la obligó suavemente a entreabrir los labios, aumentando el grado de intimidad del beso. ¿Cómo podía ser tan avasallador y exigente, y al mismo tiempo tan tierno y apasionado? De repente, para su sorpresa, le mordisqueó suavemente el labio inferior antes de apartarse. Paula abrió los ojos al tiempo que se humedecía los labios, como si quisiera memorizar su sabor.


Pedro, yo…


En esa ocasión alzó las manos para acunarle el rostro mientras volvía a apoderarse de su boca. Y Paula perdió por completo la noción de lo que había estado a punto de decirle. Quizá había querido pedirle que no fuera más allá de unos pocos y ardientes besos… o tal vez suplicarle que no se detuviera.


—No puedo parar, Paula. No puedo dejar de tocarte. No quiero presionarte, pero al menos tengo que tocarte, acariciarte…


Le subió la blusa con una mano, y ella solo pudo gruñir un «sí» cuando sintió su cálida palma deslizándose primero por su abdomen y después por el sujetador de encaje.


—Esto es para ti —murmuró mientras recorría su piel con los labios, acercándose de nuevo a su boca.


Paula no tenía la menor idea de lo que quería decir, y él tampoco se lo aclaró mientras continuaba asaltando sus hombros, su cuello y sus labios con la boca. Al mismo tiempo, le desabrochó rápidamente el pantalón corto y le bajó la cremallera. ¿Estaba todo aquello sucediendo en realidad? ¿Estaría ella realmente preparada? Si no era así, temía que en cualquier momento fuera ya demasiado tarde y…


Pedro


Se montó en la moto, detrás de ella.


—Shhh. Apóyate en mí, Paula.


Dejándose caer contra aquel duro pecho por el que habría dado lo que fuera para ver desnudo, Paula intentó relajarse. 


Pero las manos de Pedro terminaron de abrirle el pantalón y una de ellas se deslizó en su interior.


Se tensó de inmediato, pero Pedro le murmuró tranquilizadoras y cariñosas palabras al oído mientras le alzaba la blusa con la otra mano. Paula no sabía dónde poner las manos, así que las apoyó en sus muslos y se los apretó en el instante en que sintió la caricia de sus dedos en su entrepierna.


—Relájate, Paula. Todo esto es para ti.


Echó las caderas hacia adelante mientras se aferraba a sus musculosas piernas. Separando los muslos, hizo lo que le decía.


Pedro utilizó las dos manos para hacerle cosas que ella jamás había creído posibles: de repente no supo ya si la estaba torturando o dando placer. Estaba segura de que no podría soportar ni un segundo más de agonía cuando empezó a convulsionarse. Un inefable placer la atravesó de parte a parte, inundándola por entero. No llegó a escuchar lo que él le susurró al oído. La barba de su mandíbula le raspó la mejilla mientras sus temblores empezaban a desvanecerse. La vergüenza amenazó con asaltarla, pero él, como era habitual, le adivinó el pensamiento.


—Te has mostrado tan receptiva… —sacó la mano de su pantalón para apoyarla en la cara interior de uno de sus muslos—. Éste ha sido el momento más sensual de mi vida.


Paula cerró los ojos, deseosa de poder creer en sus palabras, pero consciente al mismo tiempo de que probablemente le diría lo mismo a todas las mujeres.


—Creo que ya he recibido suficientes lecciones —intentó apartarse, pero él se lo impidió.


—No te enfades.


—¿Con quién? —inquirió ella—. ¿Contigo o conmigo?


—Conmigo por haberte enseñado un aspecto más de tu propio cuerpo, y contigo por pensar que has perdido el control —le arregló la ropa, incluso le abrochó el pantalón—. Algunas veces perder el control es positivo, Paula. Y de verdad que mi verdadera intención era enseñarte a montar en moto.


Paula le retiró las manos de la cintura y se bajó de la motocicleta como buenamente pudo, que no fue con mucha elegancia.


—Sí, bueno, pero esto no volverá a suceder. No puede ser. 
Es cierto que me atraes. Es algo obvio. Pero no podemos tener una aventura mientras dure este proyecto para que luego cada uno siga su camino. Yo no soy mujer de aventuras, y sé que es eso lo que quieres de mí.


No esperó a que contestara. Con las piernas convertidas en pura gelatina y el corazón latiéndole a toda velocidad, volvió al remolque. Después de lanzar sus chanclas contra una esquina, se tumbó en la colchoneta y se cubrió con la sábana.


Él tenía razón. No sabía si estaba enfadada consigo misma por haber cedido tan fácilmente a su persuasión o por el hecho de que él le hubiera abierto los ojos a todo lo que se estaba perdiendo. Lo maldijo en silencio. Aquel hombre había derribado sus muros exteriores. Pero no lograría hacer lo mismo con el que rodeaba su corazón. Porque aquel muro era de puro acero.




CAPITULO 13: (CUARTA HISTORIA)




Matias y Tamara les habían llevado comida, una colchoneta, almohadas y un par de mantas ligeras. Después de que Pedro les asegurara que pasarían una noche perfectamente cómoda en el remolque, se marcharon por fin.


Cuando volvió al remolque, vio que Paula había estirado ya la colchoneta en el suelo. Todas las ventanillas estaban rotas. 


Habían tenido que taparlas con tablas para mantener la temperatura del aire acondicionado.


—Hogar, dulce hogar —sonrió ella, de rodillas en el suelo mientras terminaba de inflar la colchoneta.


Aunque intentó adoptar un tono ligero y desenfadado, Pedro detectó la pregunta que latía detrás de aquella frase. Cuando vio que desviaba la mirada hacia los cojines, las sábanas y las mantas que estaban sobre el escritorio, comprendió que estaba preocupada por los preparativos para dormir. Lógico: Matias solamente había traído una colchoneta.


—Paula, no tienes por qué quedarte aquí —cerró la puerta a su espalda, pero no se movió de donde estaba. No veía razón alguna para ponerla más nerviosa—. Puedo llamar a Matias para decirle que vuelva para recogerte y llevarte a casa.


Sacudiendo la cabeza, Paula se levantó.


—No seas absurdo. Ya te dije antes que no pensaba irme a ninguna parte.


—Estás nerviosa.


—Sí.


Sonrió al escuchar su rápida, honesta respuesta.


—Pues no lo estés. Yo tampoco te mentí cuando te dije que no pasaría nada entre nosotros mientras tú no estuvieras dispuesta. Yo jamás te presionaría, Paula.


—No eres tú quien me preocupa, Pedro —cruzó los brazos—. En realidad tengo miedo de mí misma.


—¿Perdón?


—Últimamente es como si no me reconociera a mí misma —le confesó, mirando sus chanclas plateadas, con las piernas extendidas—. Tú me haces desear cosas que jamás antes había deseado. Me haces pensar en otras cosas que no tienen que ver con el trabajo o la familia. Hasta ahora, jamás había pensado en… La verdad es que no sé cómo actuar, qué hacer al respecto…


Acercándose, Pedro se encogió de hombros.


—Casi no puedo creer que yo mismo esté diciendo esto, pero… tómate las cosas con tranquilidad. No quiero que te arrepientas de estar conmigo. Y dado que vamos a pasar la noche aquí, y que mi primera opción de actividad está descartada… trabajaremos con la lista de tareas de mi hermana.


—Contigo, nunca sé lo que harás o dirás a continuación —murmuró ella mientras se lo quedaba mirando fijamente—. No eres para nada quien yo creía que eras.


«Pues ya somos dos», pensó Pedro.


—Voy a buscar la lista —le dijo mientras retrocedía de nuevo, necesitado de ganar alguna distancia.


Salió al exterior y se dirigió hacia la motocicleta, en una de cuyas faltriqueras guardaba la lista. Mientras caminaba, no pudo evitar pensar en todo lo que quedaba por hacer para terminar la obra. Normalmente, cuando empezaba un proyecto, se daba prisa en ejecutarlo. Esa vez no, sin embargo. Porque cuando aquel centro turístico estuviera terminado, Paula se trasladaría a otra ciudad, a otra obra. 


¿Con otro hombre?