jueves, 1 de septiembre de 2016
CAPITULO 20: (QUINTA HISTORIA)
Al final prepararon la cena juntos, un proceso agradable que se alargó bastante gracias al ambiente bromista que habían establecido. Ella le dijo que prefería Princesa a Ricitos de oro. Él se metió aún más en su corazón al preguntarle cómo la había llamado Pappy.
—Princesa —admitió ella. Después, para aligerar la súbita tensión, se puso seria y añadió—. O por mi título completo: Princesa Paula de las Charcas Chaves.
—Eso encaja con las botas de agua y la caña de pescar.
—Exactamente.
Siguieron preparando la cena, bromeando y discutiendo.
Debatieron sobre la combinación óptima de hierbas para el pescado al horno, probaron los ingredientes de la ensalada mientras cortaban y trituraban, se disputaron la prensa de ajos, pero no la tarea de cortar las cebollas.
Pero bajo la superficie yacía la bestia de su atracción, esperando el momento de atraparlos. Por ejemplo, cuando Paula rechazó una copa de vino.
—Después de anoche… no, me abstendré —dijo. Y el recuerdo del beso fue obvio en los ojos de él.
O cuando se le deshizo la trenza mientras batía los huevos para las natillas.
—Yo la arreglaré —dijo. Puso las manos en su pelo y volvió a trenzar los mechones, haciendo que ella deseara mucho más. Después, ella lo miró y vio que miraba con anhelo sus pezones erectos.
Su cuerpo se sentía atraído al de él como si fuera un imán.
Una atracción intensa y necesaria.
Pero, de repente, el crujido de un tronco partiéndose puso fin al momento. Paula soltó un gritito y dejó caer el bol sobre la encimera. Pedro corrió hacia la puerta.
CAPITULO 19: (QUINTA HISTORIA)
Paula solo estuvo en la ducha el tiempo necesario para entrar en calor. No podía entretenerse para no rememorar esa mirada una y otra vez. No quería pensar en él empapado, con la camiseta pegada al torso… ni quitándosela.
No. No iba a pensar en Pedro Alfonso desnudándose. No lo haría.
Cerró el grifo de la ducha, pero siguió oyendo el ruido del agua, justo al lado. Se lo imaginó alto, moreno y desnudo.
Saber que estaba al otro lado de la fina pared la dejó sin aliento unos segundos.
Después agarró una toalla para correr escaleras arriba y encerrarse en su dormitorio hasta que pasara la tormenta, o al menos la que se libraba en su cuerpo. Al salir del cuarto de baño encontró ropa limpia sobre la cama, sin duda elegida por él para ella, dado que nadie utilizaba esa habitación.
La recogió y corrió escaleras arriba hasta su dormitorio.
Echó el cerrojo y apoyó la espalda en la puerta. Jadeaba, y no solo por la carrera. La suave tela de algodón de la camiseta y de los calzones blancos que sujetaba contra su pecho le parecía increíblemente íntima.
Estaban limpias, pero él había llevado esas prendas contra su piel desnuda antes. Si tuviera el más mínimo sentido común, las descartaría y usaría su propia ropa interior, ya lavada, que se secaba en el toallero de su cuarto de baño.
Si tuviera sentido común se recordaría que la había atrapado allí en contra de su voluntad, que era su prisionera y que no tenía ningún derecho a regañarla por estar fuera cuando empezó la tormenta. Tenía docenas de razones para estar molesta con él, pero no podía estarlo porque entendía su motivación.
«¿Hay alguna persona en tu vida por la que harías cualquier cosa?».
La noche anterior, cuando ella apeló al respeto, la había dejado marchar. Esa mañana había salido a buscarla, para asegurarse de que regresaba sana y salva. Luego le había dejado ropa limpia.
Comprendió, con fatalismo, que esas cosas suponían mayor peligro para su resolución que imaginar sus músculos fuertes y húmedos.
La tormenta rugía con furia y los cristales de las ventanas temblaban. Se vistió rápidamente, con su propia ropa. Y a pesar de haber hecho voto de recluirse allí, sabía que el aullido del viento la haría bajar a la seguridad y calidez de la planta baja. No tenía sentido retrasar lo inevitable.
Abajo encontraría algo con lo que entretenerse… o al menos redirigir sus pensamientos. La casa contaba con una biblioteca bien surtida, música y juegos de mesa tradicionales.
«¿A quién quieres engañar? Abajo está Pedro, él será tu entretenimiento».
Se le tensó el estómago con aprensión mientras bajaba las escaleras. No había tardado en vestirse; había renunciado a domesticar su rebelde cabello, recogiéndolo en una trenza suelta. Se había puesto una crema hidratante con algo de color, pero nada más.
Aun así, él ya estaba en el salón. En cuclillas ante la chimenea, aplicó una cerilla a las astillas y el fuego prendió con un chisporroteo. Paula sintió esa misma sensación en su interior cuando las llamas iluminaron su perfil con luz dorada.
No sabía qué la llamaba tanto de ese hombre, de su belleza masculina. Sentía con él una conexión, un profundo entendimiento y deseo.
Él se giró, la vio y estiró su largo cuerpo de más de un metro ochenta, impactándola. La tormenta aullaba, instigándolos a refugiarse, a estar seguros. La mente de ella clamaba lo mismo, pero el tronar de su corazón apagó el grito.
—Has vuelto a ponerte tu ropa —dijo él, mirando su falda, suéter, medias y botas—. Espero que estés cómoda.
—En realidad no —admitió ella. Tras el beso de la noche anterior, no tenía mucho sentido negar la atracción que había entre ellos—. Pero tus cosas… gracias. Si el tiempo sigue así, puede que las necesite mañana —instintivamente, se abrazó.
—¿Tienes frío? Ven a sentarte junto a…
—No, no tengo frío —aseguró ella—. Es la tormenta. El viento. No me gusta que tiemblen los cristales.
—¿Por una mala experiencia?
—Uno de esos viajes a la cabaña de mi abuelo. Es una cabaña auténtica, una habitación y un baño exterior. Rústica y sin comodidades modernas. Era el método de Pappy para seguir en contacto con sus raíces.
—¿Un hombre que se hizo a sí mismo?
—Sí —por fin abandonó la escalera y entró en la sala—. Propiedades, desarrollo, inversiones. El caso es que un fin de semana que estábamos en la cabaña hubo una gran tormenta y derribó un árbol enorme, que cayó al borde del porche. Por un momento creí que no cumpliría los nueve años.
—Eso habría sido una lástima —dijo él—. Imagino que los cumpleaños en casa de los Chaves deben haber sido muy especiales.
—Oh, sí. Grandes espectáculos —su voz sonó más cínica de lo que había pretendido y él lo notó. Soltó una risita desdeñosa—. Como ves, sobreviví sin sufrir daños. Supongo que la tormenta no debió ser tan terrible como yo la recuerdo. Seguramente una brisa, comparada con esto. Arriba, con ese ventanal tan grande… he pensado que media isla acabaría dentro de mi habitación.
Como si quisieran darle la razón, el viento y la lluvia golpearon con fuera la pared este. Paula se estremeció, pero Pedro siguió impertérrito.
—Este refugio, nada rústico, ha sido construido para soportar mucho más que esto.
—Si tú lo dices.
—Lo sé. Aunque no recuerde haber venido, tenía todos los informes y tasaciones. Sabía exactamente lo que estaba comprando —le dirigió una mirada tranquilizadora—. Aquí estás a salvo.
—¿Lo estoy?
La noche anterior, cuando le hizo esa pregunta, él había contestado marchándose. Esa noche, antes de acomodarse, antes de confiar, necesitaba que le diera su palabra.
—Yo te he traído aquí, Paula. Te mantendré a salvo.
Paula confió en él. Esa noción, sorprendente, agradable, aterradora, tiñó el ambiente según pasaba el tiempo. Ella se negó a sentarse junto al fuego sin hacer nada mientras él le servía; él no podía estarse quieto.
No hacía falta explicación; era parte de su naturaleza activa y del espíritu inquieto que lo mantenía siempre en marcha, buscando nuevos retos empresariales. Otra de las razones por las que no necesitaba un hogar.
Colocó otra pieza del rompecabezas en el que llevaba trabajando media hora y después fue a buscarlo a la cocina.
—No, no —le dijo—. Hoy me toca hacer la cena.
—¿Cocinas?
—Bastante bien, de hecho.
Él apoyó la cadera en la isla de la cocina, cruzó los brazos sobre el pecho y sonrió.
—No me digas.
—¿A qué viene la sonrisa? —preguntó ella, suspicaz.
—A ti.
Sus ojos se encontraron. Pedir explicaciones era puro masoquismo, pero ella no pudo evitarlo.
—A mí… ¿en qué sentido?
—Eres una sorpresa constante. Cuando te vi por primera vez, incluso antes de verte, te había imaginado como una princesa.
—¿Con botas de agua y una tiara?
La sonrisa de él se amplió en sus labios; profundizó en su corazón.
—Ésa es una buena imagen.
—Siempre he estado más cómoda con botas de agua —admitió ella, con acento de clase alta—. La tiara se me enreda en el pelo.
—Hay mucho donde enredarse —dijo él, mirando la trenza deshilachada—. ¿El color es natural?
Se lo había preguntado antes. La primera noche. Antes de descubrir la verdad a su manera.
Sintió un cálido cosquilleo en la piel, y recordó la sensación de sus dedos bajo la falda, acariciando su muslo. Y, su maldita complexión de pelirroja se tiñó de rubor, permitiendo que él adivinara las imágenes que pasaban por su mente.
—Sí —dijo ella, ronca—. Todo es natural.
—¿Y los rizos? —preguntó él, entornando los párpados mientras consideraba su respuesta.
—Lo que ves es lo que soy.
—Sin ayuda ni artificio —murmuró él con voz sedosa y apreciativa, y una mirada que hizo revivir cada nervio del cuerpo de Paula—. Eso no es muy de princesa.
—No todo es por elección. Esto… —se echó la trenza a la espalda—… normalmente estaría alisado con la ayuda de un secador. Llevaría maquillaje. Sara dice que debo arreglarme y embellecerme para Australia.
—No lo necesitas.
—Oh, sí. Una princesa que crece con pelo pelirrojo y rebelde, piernas desgarbadas y pecas, ¡aprende a embellecerse!
Él emitió una risa profunda que resonó en cada célula del cuerpo de Paula. Se dio cuenta de que en todo el tiempo que había pasado con él, era la primera vez que oía esa risa.
Apenas había empezado a paladear la novedad, cuando él habló.
—Creciste fantásticamente, princesa.
CAPITULO 18: (QUINTA HISTORIA)
Pedro no tenía argumentos contra eso. Si forzaba el tema, perdería su respeto y, en algún momento de las últimas veinticuatro horas, su respeto había adquirido una importancia vital.
Sin embargo, todo en él se rebelaba a la idea de rendirse.
Había estado paralizado casi dos meses. Impaciencia, impotencia, deseo reprimido y una docena más de aborrecibles ingredientes fermentaban en su estómago. La larga noche de insomnio, durante la que había oído a Paula, en la planta superior, dar vueltas hasta el amanecer, no había mejorado su perspectiva.
Tampoco ayudaron las nubes tormentosas que oscurecían el cielo. Llegaron de repente a media mañana, como si su turbulento estado de ánimo las hubiera convocado. Había intentado relajarse corriendo por la playa. Pero el efecto solo había durado hasta que regresó a la casa.
Pensando en la comida que iba a preparar tras darse una larga ducha, empezó a quitarse la camiseta húmeda de sudor en cuanto entró. Paula estaba acurrucada en el sofá. Había un libro abierto sobre su regazo, pero tenía la mirada perdida hasta que oyó sus pasos.
Miró su torso desnudo y la relajación de Pedro se evaporó bajo el escrutinio.
Cuando los ojos verde mar miraron su rostro, ella debió leer el significado de su expresión. Mujer inteligente, no dijo una palabra de las cicatrices, pero él notó que esos ojos seguían cada uno de sus pasos de camino al dormitorio.
—¿Vendrá Gilly hoy? —preguntó ella.
—No —su mal humor lo llevó a detenerse con la mano en el pomo de la puerta—. Si te preocupa el mal tiempo que se avecina, hay una lancha pequeña en el cobertizo. Podemos irnos ahora.
—¿Cómo de pequeña?
Él se dio la vuelta. Sus dedos aferraban el libro, pero aún alzaba la barbilla con orgullo. A pesar de su miedo, estaba considerando la opción. Mientras Pedro se duchaba, recordó la conversación de la tarde anterior: su abuelo había salido a pescar y no había regresado nunca.
Salió del dormitorio un cuarto de hora después, con una disculpa preparada, pero ella se había ido. Desde el porche la vio junto al cobertizo. Se preguntó si estaría comprobando el tamaño de la lancha y se maldijo por haberla mencionado.
Dos horas después, aún no había regresado. Lo atenazó la preocupación. No podía haber hecho algo tan estúpido. No solo no le gustaban los barcos, la aterraban.
Entonces vio un movimiento en el camino. El blanco de la camisa que, con unos pantalones cortos, había dejado junto a la puerta de su dormitorio esa mañana. Volvía, pero sin prisa.
Su pecho se tensó con una contradictoria mezcla de alivio y enfado. Si no aceleraba el paso, la tormenta la atraparía.
Justo en ese momento, se oyó un trueno y empezaron a caer las primeras gotas. Pedro bajó las escaleras al trote.
La encontró un par de minutos después, justo cuando empezaba a diluviar. Llegaron a la casa empapados y Pedro tenía ganas de pelea. El terreno de la isla era abrupto en el mejor de los casos. Habría sido fácil que se perdiera o cayera.
—¿Es que no tienes instinto de supervivencia? —atacó, ya a cubierto bajo el porche.
—Creo que sí —dijo ella, recogiéndose el pelo mojado con la mano—. No me fui en la lancha.
«Diablos. Se lo había planteado en serio», pensó Pedro. El miedo lo paralizó un momento. Cuando se reunió con ella en la puerta, vio que tiritaba de frío. Abrió la puerta e hizo que entrara.
—Estás helada —cerró y señaló el dormitorio vacío con la cabeza—. Esa ducha es la más cercana. Ve a calentarte bajo el agua. Te buscaré ropa seca.
—Puedo usar…
—No discutas, o te levantaré en brazos y te meteré en la ducha yo mismo.
Al ver que apretaba los labios, testaruda, dio un paso hacia ella. Ella retrocedió y alzó las manos para que se detuviera.
Le temblaban.
—Ya voy. Puedo hacerlo sola.
Pedro no estaba tan seguro. Estrechó los ojos y la observó. A pesar del temblor de sus manos, empezó a desabrocharse la camisa por el camino.
—¿Puedes con los botones? —preguntó.
Ella se dio media vuelta en la puerta y él notó lo que antes no había visto. La lluvia había calado el tejido, que se pegaba a su piel y transparentaba la forma de su sujetador de encaje y las generosas curvas de sus senos. Sintió tal oleada de deseo entre los muslos que se quedó clavado en el sitio.
Una imagen destelló en su cerebro. Sus manos desabrochando los botones, la sombra de la aureola de un pezón bajo el encaje, el beso de su piel sedosa bajo la lengua.
Lentamente, alzó la vista. Sus ojos se encontraron. Ella se le encaró con orgullo y contestó a la pregunta que él ya había olvidado.
—Sí, puedo con ellos.
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