jueves, 8 de septiembre de 2016

CAPITULO 11: (SEXTA HISTORIA)





Paula se despertó al oír un golpecito en la puerta y frunció el ceño al oír que Hawk la llamaba.


—Paula.


—Estoy despierta —contestó, preguntándose por qué había ido Hawk, y no Pedro, a despertarla. Se pasó los dedos por el cabello y encendió la luz de la mesilla.


—El café está recién hecho.


—Dame un par de minutos —retiró el edredón y Boyo levantó la cabeza—. Hola, bonito —lo acarició—. Duérmete, no hace falta que te levantes todavía.


Evidentemente, Boyo no pensaba dormir más. Se estiró y saltó de la cama, luego se quedó esperando a que Paula abriera la puerta.


El pasillo estaba iluminado, igual que el salón. Sonriendo, Paula se preguntó si Hawk habría encendido todas las luces de la casa. Hasta que entró en el baño.


Al ver la luz del sol se sobresaltó. ¿Qué hora era? ¿No le había dicho Pedro que quería que se marchasen muy temprano?


Asombrada, se dio una ducha rápida y regresó a la habitación para mirar el reloj. Las nueve menos cuarto. Perpleja, corrió las cortinas y dejó que entrara el sol por la ventana.


Sospechando lo peor, se vistió deprisa, se cepilló el pelo y se dirigió a la cocina.


Hawk estaba junto a los fogones. Boyo estaba comiendo de su plato. No había rastro de Pedro, ni de las cosas que habían preparado la noche anterior.


—¿Dónde está Pedro? —preguntó con frialdad.


—Se ha ido… Salió sobre las cinco —contestó él, y la miró de manera cálida.


—¿Se ha ido? —repitió ella, alzando el tono de voz—. ¿Se ha marchado sin mí? Ese hijo de…


—Paula —la interrumpió Hawk en tono calmado—. Ven a desayunar y te lo explicaré todo.


—No me hables como si fuera una niña, Hawk.


—No —dijo él—. Te hablo como si fueras una mujer madura e inteligente. Por favor, ven a sentarte.


A pesar de la rabia que sentía hacia el cretino de Pedro, Paula se acercó a la mesa y se sentó. ¿Qué otra cosa podía hacer?


Hawk le sirvió un plato de huevos revueltos con beicon y tostadas, acompañado de una taza humeante de café.


Ella miró la comida y bebió un sorbo de café.


Estaba demasiado enfadada para comer.


—Sé que estás enfadada —dijo Hawk, y se sentó frente a ella—. Y supongo que tienes derecho a estarlo. Pero no comer no va a solucionar nada. Cuando comas un poco, te explicaré los motivos de Pedro para marcharse sin ti.


—Ya conozco sus motivos. No me quiere a su lado, ni a ninguna otra persona, para ir de cacería con él —cambió el tono de voz e imitó a Pedro—. Te guste o no, siempre voy solo de cacería.


—Sí, ése es Pedro —admitió Hawk, sorprendiéndola—. Bueno, ahora que estamos de acuerdo en eso, supongo que te comerás el desayuno.


Pau respiró hondo y se contuvo para no decirle lo que podía hacer con el desayuno, pero al hacerlo, inhaló el aroma de la comida y notó que le rugía el estómago. Cedió inmediatamente.


Cuando se terminó el café y todo lo que tenía en el plato, Hawk le rellenó la taza.


—Gracias. El desayuno estaba delicioso —dijo ella, y bebió un sorbo—. Ya estoy lista para escuchar los motivos que tenía Pedro para dejarme tirada.


Hawk sonrió.


—Primero de todo, Paula, has de saber que no estás tirada. Segundo, él no te ha engañado.


—¿Qué quieres decir? Me ha dejado aquí cuando me dijo que me llevaría con él.


—Y lo ha hecho, a su manera —contestó Hawk—. Te sacó de Durango y te trajo aquí.


—No tiene gracia —empezaba a enfadarse de nuevo—. ¡Maldita sea! No dijo que fuera a traerme aquí. Dijo que me llevaría a buscar a ese hombre con él.


—No podía hacerlo, Paula.


—Eso es ridículo —lo miró—. Eligió los caballos. Me enseñó la yegua que iba a montar yo. Dejó mis cosas cerca de las suyas, junto a la puerta. ¿Y ahora me dices que no podía llevarme? ¿Por qué no?


Pau se percató de que estaba a punto de perder el control. 


Respiró hondo y trató de calmarse.


—Me dijo que no quería exponerte al peligro de enfrentarse con un asesino.


—Y yo le dije que podía cuidar de mí misma. Y Pedro lo sabe.


—Estoy seguro —añadió Hawk—. Pero también estoy seguro de que le da igual. Aunque sé que a Pedro le gusta ir solo de cacería, en este caso hay algo más.


—¿El qué? —preguntó Pau con el ceño fruncido—. ¿Qué otro motivo tiene, aparte de su arrogancia y su cabezonería?


Hawk suspiró.


—Tu seguridad es muy importante para él, Paula. Muy importante.


Pau sintió un nudo en el estómago. ¿Hawk le estaba diciendo que Pedro se preocupaba por ella? Era consciente de que, entre ambos, había una fuerte atracción física. 


¿Pero sentiría él algo más fuerte que eso?


La idea hizo que se pusiera nerviosa. Después, trató de ser realista. Pedro no se preocupaba por ella. La trataba igual que trataría a cualquier mujer que quisiera ir en busca de un asesino.


Pero era una idea bonita…


Suspiró, y agachó la cabeza para que Hawk no pudiera ver el sentimiento de decepción en su mirada.


—De acuerdo —dijo él. Retiró la silla y se puso en pie—. Recogeré los platos y te llevaré a Durango.


—No voy a regresar a Durango —dijo ella, con decisión.


—¿Quieres esperar aquí a que regrese Pedro? —continuó antes de que ella pudiera contestar—. No es que me importe, compréndelo, pero…


—No, Hawk, voy a ir a buscarlo.


—¿Sola? —la miró—. Paula, deberías saber que no es seguro ir sola de cacería —negó con la cabeza—. Ese hombre es un asesino.


Pau pestañeó y negó con la cabeza.


—No, no voy a ir a buscar a Minnich. Voy a ir a buscar a Pedro.


—Es igual de peligroso.


—Tendré cuidado —le aseguró.


—¿Y si te pierdes?


Pau lo miró fijamente.


—Sé cómo marcar un camino, Hawk.


—Pero…


—Nada de peros —dijo ella, y negó con la cabeza—. Iré. ¿Me dejarás uno de tus caballos? Te pagaré el precio habitual.


—No.


—Muy bien. Iré caminando —se movió para ponerse en pie, pero Hawk levantó la mano para detenerla.


—No me has entendido. Quiero decir que no aceptaré que me pagues el caballo —le explicó—. Puedes llevarte el que quieras.


Pau pestañeó para contener las lágrimas de agradecimiento que se agolparon en sus ojos.


—Gracias, Hawk.


—También necesitarás un animal de carga.


—No, gracias. Otro caballo me haría ir más despacio. Quiero alcanzar a Pedro antes de que él encuentre a Minnich —se disponía a salir de la cocina, pero Hawk la detuvo.


—Paula, necesitarás comida y otras cosas. No puedes ir a buscar a Pedro sin ellas.


—Tengo comida desecada y cecina en la mochila —sonrió y decidió no mencionar las chocolatinas—. Mi padre me enseñó a que siempre debía llevar comida conmigo, por si acaso.


—Necesitarás algo más que eso —suspiró él—. En cuanto termine aquí, meteré comida y agua en tus alforjas —arqueó las cejas—. ¿Tienes todas tus cosas recogidas?


—Todo menos lo de última hora —dijo ella, y salió de la cocina—. Solo tardaré un minuto en recogerlas.


Consciente del paso del tiempo, tiempo que Pedro aprovechaba para alejarse cada vez más del rancho, Pau recogió sus cosas e hizo la cama. Después, salió al pasillo.


Hawk no estaba allí. Durante un instante, Pau se quedó de piedra, temiendo que la hubieran abandonado por segunda vez. Boyo estaba junto a su mochila y mirando hacia la puerta, evidentemente, esperaba el regreso de su dueño. Pau esperó con él.


Minutos más tarde, Hawk entró en la casa.


—He puesto la silla a la yegua que Pedro te mostró anoche, ¿de acuerdo?


—Sí —sonrió ella—. Es un encanto.


—Prepararé las alforjas —dijo él, y entró en la cocina.


Pau se agachó para despedirse del perro.


—Tú también eres un encanto —murmuró.


—Quiero que lleves a ese encanto contigo —dijo Hawk, ayudándola a ponerse en pie—. Y no quiero discusiones —continuó al ver que abría la boca para replicar—. Como te dije anoche, te protegerá. Y le he mostrado el rastro de Pedro —sonrió—. Boyo lo encontrará, y no necesitarás marcar el camino. En caso de que no encuentre a Pedro, sabrá regresar a casa.


Pau se acercó y abrazó a Hawk.


—Gracias por todo —dijo ella, y sonrió.


Hawk se sonrojó con una mezcla de placer y vergüenza.


—No… Gracias a ti, Paula. Eres un encanto de mujer.


—Para lo que necesites, Hawk, llámame y te ayudaré en lo que pueda


—Lo recordaré —dijo él, y abrió la puerta para que saliera.


La yegua, que Pau decidió llamar Chocolate, la esperaba atada a la barandilla del porche, cargada con las alforjas que Hawk le había colocado.


—Con eso aguantarás hasta que alcances a Pedro… o hasta que te veas obligada a abandonar y a regresar aquí.


—Eso no va a suceder, Hawk. Pienso encontrar al señor Pedro Alfonso, el caza recompensas —Pau apoyó el pie en el estribo izquierdo y se subió a la yegua. Se echó hacia delante y acarició el cuello del animal.


—Veo que sabes tratar a los caballos —dijo Hawk con una sonrisa.


—Más me vale. He estado junto a ellos desde que era niña, montándolos, limpiándolos e incluso quitando estiércol de los establos.


Él se rio.


—No creo que tengas que hacer eso en este viaje —se puso serio—. Por cierto… Hay un saco de avena en una de las alforjas, para complementar la hierba que pueda encontrar, y comida para Boyo.


—Gracias —dijo Pau, y se sonrojó—. Debería haber pensado en su comida.


—No pasa nada. Estabas una pizca enfadada.


—No, estaba muy enfadada —dijo Pau. Agarró las riendas, y le dio las gracias a Hawk una vez más—. Te agradezco tu hospitalidad y tu ayuda.


—Ha sido un placer —dijo él, y se levantó un poco el sombrero—. No pierdas más tiempo —la regañó, y dio una palmadita en el lomo de la yegua—. Vamos, Boyo. Busca a Pedro.


El perro salió corriendo delante del caballo y empezó a olisquear en busca del rastro de Pedro.


Pau se despidió de Hawk con la mano y puso a trotar a la yegua para seguir al perro.


CAPITULO 10: (SEXTA HISTORIA)





Pedro no podía dormir. Incluso con los ojos cerrados, la imagen de Paula aparecía en su cabeza, atormentando su libido. Ese beso… ¿Conseguiría borrarlo de su memoria?


—Maldita sea —murmuró, y retiró el edredón para permitir que el frío de la noche enfriara su cuerpo acalorado—. Deja de reaccionar como si fueras un chico de diecinueve años —se amonestó, cambiando de posición—. Tienes trabajo que hacer. Olvídate de esa mujer y controla tu imaginación, y tus hormonas. Hay mucho dinero en juego… Si es que te paga más de los diez mil dólares originales.


«¿Dinero?».


No había pensado en el dinero desde que le explicó la situación a Hawk. ¿Desde cuándo el dinero se había convertido en algo secundario? ¿Secundario? Secundario, ¿respecto a qué?


—Paula —susurró su nombre una y otra vez. Era una mujer diferente a las demás. Una bibliotecaria que sabía disparar y montar a caballo. No era el tipo de mujer con el que habitualmente se relacionaba él. Y, mucho menos, del que se enamoraba.


Pero ¿desde cuándo se había convertido en alguien importante para él? Nunca había deseado a una mujer tanto como a ella.


En ese momento, supo que, si fuera necesario, podría pasar el resto de su vida persiguiendo a ese asesino. «Y no por dinero», pensó Pedro, decidiendo que no aceptaría nada de dinero. «Sino por Paula. Para que se quedara tranquila».


Lo haría a pesar de que fuera él quien perdiera la tranquilidad en su vida… por no mencionar la cordura.


Pedro sabía que Paula no estaría allí cuando él regresara a Durango. Y también sabía que ella no querría volverlo a ver.


Aun así, deseaba estar con ella, de la manera más íntima que un hombre podía estar con una mujer. Pedro se cubrió el cuerpo con el edredón, un cuerpo que tiritaba y ardía por Paula.


«Maldita sea». ¿Qué diablos le estaba pasando?


Pedro resopló. «Como si no lo supiera», pensó. Aun así, no estaba dispuesto a admitirlo.


CAPITULO 9: (SEXTA HISTORIA)





Al poco tiempo, Paula terminó de recoger la cocina y se dirigió en busca de su dormitorio. Una vez en él, se preguntó si Hawk recibía visitas de mujeres a menudo. La habitación tenía toques decorativos femeninos, y también un tocador con varios productos de belleza.


Junto a la pared había una cama doble colocada entre dos ventanas, por las que entraban los últimos rayos de sol. Pau se acercó para mirar la vista. Un gran prado se extendía desde la casa hasta las montañas. Al ver un círculo blanco pintado a bastante distancia de la casa, se sorprendió.


Al cabo de un momento, lo comprendió todo. El círculo era una pista de aterrizaje para helicópteros.


«Muy conveniente», pensó sonriendo mientras se alejaba de la ventana. Un helicóptero era algo muy útil para los días de invierno en que se bloqueaban las carreteras.


Al ver que Boyo había entrado en la habitación y se había tumbado a los pies de la cama, sonrió de nuevo. Se sentó en el tocador para mirarse al espejo. Su cabello había recuperado sus rizos naturales después de la ducha, pero su cara estaba pálida. Pau estaba pensando si ponerse un poco de maquillaje cuando oyó que se abría la puerta delantera y que Pedro la llamaba.


—Paula, Hawk está preparando café. ¿Quieres un poco?


Se levantó de la banqueta y se acercó a la puerta.


—Sí, enseguida voy —miró al perro y dijo—. ¿Vienes? —Boyo levantó la cabeza un instante y después la apoyó de nuevo sobre la cama.


«Supongo que no». Se miró de nuevo en el espejo, se encogió de hombros y salió de la habitación. Al diablo con el maquillaje. Si a Pedro y a Hawk no les gustaba verla sin maquillar, peor para ellos.


—Me gusta corno te queda el pelo así —dijo Pedro, al verla entrar en la cocina—. Medio alborotado y suelto alrededor del rostro.


—Gracias —dijo Pau, y sonrió—. No me he tomado la molestia de cepillármelo.


—No tenías que hacerlo —dijo Hawk, y dejó dos tazas humeantes sobre la mesa. Al acercarse a la encimera a por la tercera, continuó—: Estás entre amigos.


—Eso espero, porque sois dos contra uno —miró a Hawk y después a Pedro—. No es que no pueda con los dos, pero la cosa se pondría fea.


Ambos hombres se rieron.


—Me gusta el estilo de esta chica, Alfonso —dijo Hawk entre risas—. Incluso puede que sea capaz de manejarte, a pesar de lo inconformista que eres.


—No me apostaría el rancho por ello, amigo —le advirtió Pedro.


«¿Podría manejarlo?», se preguntó Pau horas después mientras estaba tumbada sobre la cama. Llevaba haciéndose la misma pregunta toda la tarde.


Tan pronto como se terminaron el café, Pedro la había llevado a los establos para mostrarle los caballos que Hawk había elegido para ellos. Nada más verlos, Pau estiró la mano para que los animales la olisquearan y, después, los acarició en el cuello.


—He visto desde la ventana de mi habitación que Hawk tiene una pista de aterrizaje en el prado —le dijo más tarde, cuando regresaban a la casa—. ¿Tiene un helicóptero y sabe pilotarlo?


—No. Tiene la pista porque pasa aquí solo la mayor parte del tiempo. Aunque es un hombre cuidadoso, siempre puede suceder un accidente, a personas o animales. La puso por si necesitaba asistencia médica urgente —sonrió—. Pero aunque lleva aquí muchos años, puso la pista cuando Cat comenzó a utilizar el rancho como lugar de vacaciones cuando necesitaba estar sola, respirar aire fresco y recorrer los alrededores.


—Ya —dijo Pau, pero, al momento, negó con la cabeza—. No, no lo entiendo. Comprendo que venga a visitar a su hermano, pero antes dijiste que utilizaba el rancho para esconderse. ¿De qué?


—De la ciudad, de la multitud, de la polución. También de los canallas que se ríen de su ascendencia.


—Odio ese tipo de cosas —dijo con rabia.


—Eh, no me ataques —dijo Pedro—. Yo pienso lo mismo. Pero, me guste o no, me temo que todavía quedan algunos hombres ignorantes que estropean la sociedad. Hombres como el animal que atacó a tu hermana y violó y asesinó a su amiga.


—Lo sé —asintió Pau, y suspiró para liberar la rabia que sentía—. De vez en cuando, tengo que tratar con ellos en la biblioteca.


—¿Trabajas en una biblioteca?


—Sí. Soy bibliotecaria investigadora en la Universidad de Pennsylvania.


—¿Los hombres se acercan a ti, insinuándose? —preguntó en tono tenso.


Ella lo miró, confundida por su tono de voz. Se fijó en la frialdad de su mirada. ¿Qué le molestaba?


—¿Y bien? —preguntó él—. ¿Qué te dicen esos cretinos?


—Oh, lo habitual —se encogió de hombros—. Ya sabes, tonterías como; «he descubierto que las más frías son siempre las más ardientes».


—Maravilloso —dijo él—. Qué delicados y corteses —negó con la cabeza—. Con ese comentario deben de tener a todas las mujeres a sus pies. Estúpidos.


—Ese comentario en particular me lo hizo uno de los profesores.


Pedro la miró un momento y se rio.
—Algunos hombres no maduran nunca, por muy educados e inteligentes que sean.


—Eso parece —convino Pau, y sonrió mientras regresaban a la casa.


Cuando llegaron al porche, él se detuvo, la agarró por los hombros y la miró a los ojos.


—Supongo que yo no soy más inteligente que el resto.


—¿Qué quieres decir? —dijo ella con voz entrecortada, y percatándose de que él acercaba su rostro.


—Como soy tonto —murmuró él, con los labios muy cerca de los de ella—, voy a besarte, Paula.


—Sí… Por favor… —contestó ella contra su boca.


Increíble. Su manera de besar era increíble. Y excitante. 


Pedro introdujo la lengua en su boca y le acarició el interior.


Pau lo rodeó por el cuello y se acercó más a él. Pedro la agarró por la cintura y la atrajo hacia sí. Al sentir la presión de su miembro erecto, ella se estremeció.


¡Santo cielo! Nunca la habían besado de esa manera. 


Cuando él se separó de ella, quiso quejarse, pero se contuvo.


—Ha sido un buen beso —comentó ella, tratando de hablar con naturalidad.


—Sí, parecía algo más —dijo él, y dio un paso atrás—. Pero no soy tan tonto… Espero.


Pau no sabía si sentirse halagada o insultada. Estaba confusa. ¿Y quién no lo estaría si un hombre se calificara de tonto por haberla besado? Atontada, permitió que él la guiara hasta el interior de la casa.


Desde aquel momento, él se comportó con normalidad, excepto por los roces ocasionales de su brazo, o de su mano contra su cuerpo. Pau había llegado a un punto en la vida en el que ya no creía en los accidentes. Sabía que sus roces eran intencionados.


«¿Por qué?», se preguntaba una y otra vez. Sin embargo, se centró en el repaso del material que necesitaban llevar y trató de no pensar más en ello.


Pau se alegró al oír que llevarían a un animal de carga, lo que les permitiría llevar más cosas aparte de lo esencial. Una de esas cosas era una bolsa de chocolatinas que había guardado en el bolsillo de su mochila.


—No puedes comer de eso —murmuró al ver que el perro olisqueaba la bolsa. Le acarició la cabeza y susurró—: Puedes ponerte muy enfermo, y eso me pondría muy triste.


Una vez que todo estaba preparado, Pau se excusó y se dirigió a su habitación. Boyo la acompañó y se tumbó sobre los pies de la cama. Bostezando, Pau se acostó y se cubrió con el edredón.


Aunque había sido un día largo, no podía dormir. Estaba inquieta y no paraba de hacerse las mismas preguntas.


¿Podría manejar a Pedro Alfonso?


¿Quería hacerlo?


No solo quería, sino que lo deseaba.