miércoles, 17 de agosto de 2016

CAPITULO 23: (TERCERA HISTORIA)





Pedro estaba en la cocina preparando café cuando apareció Paula. Además de la televisión de pantalla plana que dominaba una de las paredes de la zona del comedor, la cocina, con su equipamiento de brillante acero inoxidable, era la única habitación de la casa que no transportaba a la época victoriana.


Parecía igual de emocionada que lo había estado en el avión. Aunque su esfuerzo para mantener la compostura la estaba llevando al límite del agotamiento. Debería haberse esforzado más en convencerla de que se quedara en Texas. 


¿La había dejado ir con él porque ella lo deseaba o había sucumbido a su propio deseo de tenerla cerca?


Fuera por lo que fuera, estaba allí con él. Y la mantendría a su lado todo el tiempo que pudiera. Sirvió café en una taza y se la ofreció, pero ella negó con la cabeza y se apoyó en la encimera.


—Piensas que tienes que llevar las riendas de todo esto, ¿verdad? —había un tono acusatorio en su voz.


Había una docena de razones por las que pensaba exactamente eso, pero la más convincente de todas fue la que le hizo decir:
—La navaja de Occam.


—No —sacudió la cabeza—. No me lo creo. No creo que seas capaz de eso.


—Es la más sencilla de las explicaciones —dijo todo lo amablemente que pudo.


Había sabido que aquello no sería fácil, pero viendo la expresión de ella, la preocupación que llenaba los ojos, la tensión que enmarcaba su boca, todo resultaba más difícil de lo previsto. Maldito Ramiro. Había sido él quien le había roto el corazón. Debería ser él quien se enfrentara a ella en ese momento.


Aunque sabía perfectamente que no la dejaría sola, por duro que resultase decirle la verdad, ni siquiera soñaba en dejar que se enfrentase a ella sola.


—Piénsalo —dijo despacio—. Has estado diciendo todo el tiempo que no podías creerte que fuera tan estúpido. Que es más listo que todo esto —le alzó la mandíbula con cariño para que lo mirara a los ojos—. Quizá tengas razón. Quizá sea más inteligente. Lo bastante inteligente como para ser el cerebro de toda la operación —hizo una pausa—. He preguntado por ahí, y he descubierto un contacto que trabaja dentro de la organización de los Mendoza —continuó—. Sí, tienen metida la mano en el mundo del juego, pero dicen que jamás le han prestado dinero a tu hermano. No les debe cincuenta mil dólares. No les debe ni diez dólares.


—¿Por qué iba a mentirme?


Esa había sido la parte que más tiempo había llevado a Pedro desentrañar. La parte que no tenía sentido hasta que había leído el informe que J.D. le había llevado al coche.
En lugar de responderle directamente, sacó el iPhone y le mostró una fotografía.


—Quiero que veas esta foto. A ver si reconoces a este hombre.


El hombre de la foto tendría la edad de su hermano, quizá un año o dos más joven. Iba vestido con la clase de ropa desaliñada y cara que parecía haberse hecho increíblemente popular entre los hombres en la veintena. Tenía el pelo desordenado, pero seguramente le costaba mucho dinero mantenerlo así. En la fotografía estaba sentado en un restaurante frente a su hermano. Ramiro llevaba una gorra de publicidad y unas gafas de sol.


—Sí, es Brent… No, Brett algo; ¿puede ser Patterson?


—Brett Parsons.


—Eso. Mi hermano lo conoció en la Universidad Metodista. Eran hermanos de hermandad o algo así. Sólo lo he visto algunas veces. Nunca me ha gustado. Era uno de esos niños ricos que tardan seis o siete años en terminar la carrera.


Ya era bastante difícil para ella que trataba de llegar a fin de mes con el sueldo de una empleada del estado, por no mencionar la pobreza e injusticia social que veía todos los días, como para además tener que contemplar cómo el amigo de su hermano despilfarraba fortunas.


—Sí recuerdo bien, estaba forrado —continuó—. Tengo la impresión de que era malcriado y vago —miró a Pedro—. No me mostrarías la foto si no estuviera implicado. ¿Puedo pensar que él ha arrastrado a mi hermano a esto?


—No pienses tan mal de él —apagó la pantalla del móvil y se lo guardó en el bolsillo—. Él es quien debe dinero a los Mendoza.


—Así que el jugador es él.


—Y también el hombre de dentro.


—¿El hombre de dentro? —lo miró a los ojos.


—Al menos puedes contentarte sabiendo que no eres la única engañada aquí —sonrió arrepentido.


—¿Trabaja para ti?


—No. Hace cuatro años consiguió un trabajo en Messina en investigaciones y exploraciones. Sin embargo, Alfonso investiga el pasado de todos los empleados de la empresa. Tendremos que poner al día esos protocolos.


J.D. se había irritado especialmente cuando había reconocido que había sido él quien había investigado a Parsons personalmente. Pero cuatro años antes no había nada que lo hiciera sospechoso. Pasado el tiempo debía más dinero que un país del tercer mundo.


Paula lo miró detenidamente un minuto.


—Pero tú no crees que ese tipo fuera quien lo planeara, ¿verdad? Crees que es Ramiro quien está detrás.


—Así es —la miró tranquilo—. Por lo que sé de Parsons, está desesperado, pero no es imaginativo. Creo que tu hermano encontró su debilidad y la explotó. Quizá lo animó. Él… —no terminó la frase.


¿Realmente era necesario que ella escuchara todo aquello? ¿Qué tendría de bueno que acabara con la última fe que le quedaba en su hermano?


—¿Él qué? —exigió—. Quiero saberlo todo. Sea lo que sea, oírlo más tarde no lo va a hacer más fácil.


—Parsons no ha sido el único que se ha puesto en contacto conmigo para informarme sobre los Mendoza.


—Cuéntame —le apuró, con mirada ansiosa y los labios apretados.


—Tu hermano no les debe dinero, pero los Mendoza lo conocen. No hace negocios con ellos, pero aparentemente no lo pierden de vista en los bajos fondos de la zona. Francamente, tienen mejor información que muchas de las fuentes del FBI.


—Bajos fondos —dijo con una carcajada sin ningún humor—. ¿Y eso incluye a mi hermano?


—Hasta ahora, sobre todo con estafas a pequeña escala. Nada que interfiera con sus negocios. Lleva años con esa clase de cosas.



Se rodeó con los brazos como si tuviera frío. Una tormenta se movía frente a la costa y la temperatura había bajado algunos grados justo después de que aterrizaran. 


Pero Pedro dudó que fuera ésa la causa de su temblor.


—Así que mi hermano es un estafador —como para tratar de distraerse sacó un vaso de un armario y lo llenó de agua de la nevera—. Y piensas que es el cerebro del robo.


—Sí. Ese tipo, Brett Parsons, fue quien desconectó el sistema de seguridad. Sus huellas estaban por todas partes. Metafóricamente hablando. Va a ser imposible que se libre de esto. Lo han atrapado hace cuatro horas intentando tomar un avión a Cabo San Lucas.


—¿Cuatro horas? ¿Ésa es la información que te llegó en el avión?


—Así es —asintió—. Ha hablado desde el principio. Parece que al FBI le ha costado que se callara. Desde entonces han atrapado a otros cinco tipos que Brett ha señalado, todos de camino a México o ya en México esperando para contactar con tu hermano. Hay una reserva en un hotel de la costa del Pacífico a nombre de Ramiro. Los billetes de avión dicen que llegaría esta tarde.


—¿Entonces por qué estamos aquí?


—Porque él no va a ir a México. No creo ni que esté pensando en volver a los Estados Unidos. Esas reservas son sólo tapaderas. Me implicó a mí para asegurarse de que todos los demás serían detenidos. Diez millones de dólares divididos entre cinco o seis son mucho menos dinero que si se los queda uno solo.


Podía ver en los ojos de ella la silenciosa lucha interior que mantenía para no creerle. No quería dejarse arrastrar por su lógica. No quería que consiguiera quebrar la confianza en su hermano. Una vez más, Pedro reprimió el dolor que sentía en el pecho. Paula se merecía poder confiar en alguien en su vida. Ese alguien debería haber sido él. Si hubiera tenido más fe en ella. Si hubiera tenido la mitad de fe en ella de la que ella tenía en su hermano, ¿cómo habrían sido sus vidas?


—Así que ha traicionado a sus amigos lo mismo que a mí. No puedo creerlo. Mi hermano no es esa clase de tipo.


—Paula, lo siento…


—Él no haría eso. A mí no. No puedes imaginarte los sacrificios que he hecho por él. Fui a ver a mi padre y le supliqué por él. Supliqué. No me habría dejado hacer eso a menos… —se le quebró la voz—. Tú no lo conoces.


—Quizá. O quizá eres tú quien no lo conoce.


Como si de pronto ya no pudiera más, Paula salió corriendo de la casa hacia la playa y el interminable océano. Lejos de él.


La miró llegar a la playa y quitarse los zapatos para caminar descalza por la orilla. Estuvo allí de pie un largo tiempo, con las olas lamiéndole los pies, los brazos alrededor del cuerpo mientras el viento le sacudía el cabello.


Su decisión de dejarla sola, de darle tiempo, de esperar a que volviera con él, se debilitaba mientras la miraba. Esperó todo lo que pudo, hasta que el viento arreció y las nubes del horizonte se volvieron negras como el carbón. Se acercaba una tormenta y ella no llevaba la ropa adecuada.


Sacó un suéter del armario de al lado de la puerta y fue hacia ella. Hasta que no estuvo muy cerca, Paula no se volvió a mirarlo con los brazos alrededor como un escudo y los ojos resplandecientes. La vulnerabilidad de la anterior conversación había desaparecido. Ante él estaba la chica de la que se había enamorado hacía tantos años. Orgullosa, rebelde y demasiado terca como para rendirse en una discusión. Sobre todo cuando se trataba de defender a la gente que quería.


¿Habría tenido ese aspecto en el instituto cuando se había enfrentado a su padre para defenderlo a él? ¿Habría sido así de implacable en su defensa? Quiso creer que sí.


Su voz no titubeó cuando dijo:
—Siempre he creído que la gente tiene derecho a tomar sus propias decisiones. Sólo es que jamás pensé que Ramiro tomara decisiones tan malas.


—Una mierda.


—¿Qué? —lo miró sorprendida.


—Siempre has pensado que tú debías poder tomar tus propias decisiones. Y también has pensado que los demás deberían hacer lo que a ti te parece mejor.


—Pero… —tartamudeó—, eso no es cier…


—Sí, es cierto —no pudo evitar apartarle un mechón de cabello de la cara—. No es algo malo querer proteger a la gente que amas.


—Lo es cuando eso los convierte en delincuentes —sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Cómo he podido estar tan equivocada con él?


—Le quieres, por eso es.



Y no había ninguna duda de que, si Ramiro era detenido, juzgado y condenado con una montaña de pruebas, ella seguiría de su lado, luchando por él. Su ciega defensa de los débiles y los indefensos debía hacerla realmente buena en su trabajo. Era una de las cualidades que más admiraba en ella.


¿Cómo sería tener a alguien que creía tanto en uno? 


¿Alguien tan devoto de él?


La verdad era que había disfrutado de eso unos años antes. 


¿Cómo podía haberse alejado de ella? ¿Por qué demonios no había confiado en ella?


—¿Sabes? Cuando fui a verte el miércoles pasado —dijo interrumpiendo sus reflexiones—, estaba segura de que seguirías anclado en el pasado. Creía evidente que jamás habrías superado lo que pasó. En realidad sentía pena por ti —dejó escapar una carcajada de ironía—. Porque yo había seguido adelante y tú no. ¡Qué presuntuosa!


Oírla hablar de pena por él no le hizo sentir el resentimiento normal. En lugar de eso, experimentó un profundo temor por lo que ella iba a decir.


—Pero en realidad lo que pasó entre nosotros hace tantos años me ha afectado a mí tanto como a ti. Sólo que yo no quería admitirlo. Siempre he seguido colgada de la decisión de pensar lo mejor de los demás. De dar siempre a los demás el beneficio de la duda.


—Paula, tu fe en los demás no es algo malo —le tendió una mano—. Aún podría equivocarme sobre Ramiro —dijo aunque en realidad no lo creía.


—No —sacudió la cabeza—. Sé que tenías razón sobre él cuando has contado cómo te ha implicado para asegurarse de que atraparían a todos los demás. Sólo Ramiro sería tan asquerosamente engreído. Resulta que ha jugado con todo el mundo —se echó a reír—. Sólo desearía no haber sido una víctima tan fácil. Debes de pensar que soy idiota.


—No.


La vida la había golpeado una y otra vez y aún tenía la capacidad de ver lo mejor de los demás. No era ingenua del modo en que él la había acusado de serlo. Era resistente. 


Otra cosa que le gustaba de ella.


Bueno. Tenía que admitirlo. Al menos a sí mismo. La amaba.


Quizá jamás había dejado de amarla. ¿Conseguiría convencerla de que le diera otra oportunidad?


—No quiero discutir sobre tu hermano —ya sucedería frecuentemente en el futuro. Le tendió el suéter—. He pensado que podías tener frío.


Paula alzó la cabeza y rechazó la prenda.


—No.


—Estás temblando.


—Será de rabia —dijo desafiante.


—O que la temperatura ha bajado quince grados en una hora.


Tenía la mandíbula apretada y no habría sabido decir si era para que no le castañetearan los dientes o para reprimir una respuesta venenosa. En lugar de discutir con ella le echó el suéter por los hombros. Fuera de quien fuese, la prenda era lo bastante grande para cubrir su pequeño cuerpo. Siguió mirándolo sin preocuparse de abrocharse los botones o cerrarlo alrededor suyo.


Finalmente se acercó y la rodeó con los brazos y le frotó la piel helada con las manos. Tras un momento de resistencia, se ablandó. Apoyó la cabeza en su pecho y lo rodeó por la cintura con los brazos. Sacudidos por el viento, sus cabellos le rozaban las mejillas y la nariz. El dulce aroma de ella se mezclaba con el olor salado del aire creando una mezcla familiar y exótica al mismo tiempo.


Le alzó la mandíbula para mirarla a los ojos. El deseo surgió entre los dos. Se inclinó para besarla, pero un instante antes de que sus labios se encontraran ella lo detuvo apoyándole un dedo en la boca.


—Si sólo vas a besarme y después desaparecer, entonces no te molestes. Estoy cansada de sentirme como una estúpida.


Pedro sonrió.


—No quería que te sintieras estúpida. No quería aprovecharme de tu vulnerabilidad emocional. Pensaba que estaba haciendo lo correcto.


—Bueno, es bastante irritante. Si no quieres acostarte conmigo, vale. Pero no me provoques.


Seguramente era la única mujer en el mundo que podría acusarlo de algo así. Supuso que era lo normal. Después de todo era la única que le preocupaba lo suficiente como para protegerla de él mismo.


—No era una provocación, sólo trataba de protegerte.


Paula le pasó los dedos por la nuca y jugueteó con el pelo. Era un gesto mecánico de afecto otorgado con despreocupación por lo que él pudo interpretar.


Quizá tuvieran una oportunidad de hacer que aquello funcionase, quizá no. En cualquier caso él ya era hombre muerto. Ella podía no saberlo, pero tenía su corazón en las manos. No tenía defensa contra ella. Y no las quería. 


Cuando sus bocas se encontraron, ella lo recibió ansiosa. Se arqueó contra él, depositando en el beso toda la emoción que había contenido. La dulzura de su deseo que mezcló con los restos de su resentimiento. La acidez de su rabia con la miel de la lujuria.


Ella lo recibió caricia a caricia. Su lengua contra la de él mientras las manos agarraban su ropa. Le sacó la camisa de los pantalones al mismo tiempo que él le deslizaba una mano bajo la camiseta. El calor de su mano contrastaba con la frialdad del viento. Ella tenía las manos frías, pero buscó con ellas ansiosa los pezones, los hombros, el arranque de los brazos para colgarse de ellos.



Sus caricias animaban el deseo de él. Deseo caliente en sus venas que presionaba fuerte para derribar sus últimas contenciones.


Trató de soltarse de ella para llevarla hacia la casa. Estaban a cielo abierto. ¡Por Dios!, ella se merecía algo mejor. Algo más que sexo rápido en una playa. Algo más que la incertidumbre de que sus cuerpos se acoplaran cuando aún quedaban entre ellos tantas cosas sin resolver, sin hablar.


Pero cuando trató de separarse de ella, oyó:
—No.


El tono no fue suave… era algo más que una orden. Una exigencia.


—Paula—murmuró, pero ella seguía sacudiendo la cabeza.
Le pasó las manos por detrás de la cabeza y lo miró a los ojos. Fijamente, con calor, inquebrantable.


—Sólo esta vez olvida ese estúpido sentido del honor tuyo. Tíralo por la ventana junto con tu maldita caballerosidad. Deja de tratarme como piensas que debo ser tratada y dame lo que quiero.


Dicho eso, le bajó la camisa por los hombros y empezó a desabrocharle el cinturón.


Paula no quería dejarlo ir por la sencilla razón de que temía que, si lo hacía, no lo recuperaría jamás. Pedro tenía su modo de hacer las cosas. De una forma autoritaria decidía qué era lo mejor para ella y después no se dejaba convencer. Por eso habían llegado ambos vírgenes a esa fatídica noche de bodas hacía tantos años. Porque él había decidido que debían esperar. No había ninguna duda de por qué no se habían acostado la noche anterior, porque era demasiado noble para su propio bien. Y demasiado para el de ella también.


Sólo por esa noche quería dejar a un lado el resto de las cosas de sus vidas. Quería olvidar todo lo que se interponía entre ellos. Quería hacer como si diera lo mismo que no
tuvieran ningún futuro juntos. Porque si no lo hacía en ese momento, no lo harían jamás. Y no podía imaginarse un mundo en el que nunca hubiera conseguido acostarse con Pedro.


Y por eso se entregó a sus caricias. A la sensación de su boca sobre ella. De su piel, suave y caliente bajo las palmas de sus manos. De sus manos en los pechos mientras desabrochaba el sujetador.


El deseo la recorría por dentro calentando su cuerpo como un canto primitivo. Más y más.


Se quitó el suéter que le había echado por los hombros y fue vagamente consciente de que se caía al suelo. Era la primera prenda que acababa en la arena, pero no la única. 


Siguió la camiseta, después el cinturón de él. Los zapatos. 


Los pantalones.


Con cada prenda que se quitaban subían un poco más por la playa en busca de la arena seca, dando pasos cortos hasta que los dos estuvieron desnudos y jadeando. La desesperación le hacía estar ansiosa. Se dejó caer de rodillas ante él deseosa de explorar su cuerpo.


Rodeó con las dos manos su sexo, pasó el pulgar por su extremo antes de recorrerlo con la lengua. Sintió que un estremecimiento recorría el cuerpo de él mientras se metía el pene en la boca. Una oleada de orgullo femenino estalló dentro de ella mientras la tormenta soplaba sobre ellos. Era fuerte, poderosa. Tragó saliva sólo una vez más antes de que él se saliera de la boca.


Antes de que pudiera protestar, se arrodilló delante de ella y la abrazó con fuerza. La besó intensamente antes de separarla de él lo justo para poder mirarla y decir:
—No puedes controlarlo todo.


—¿Quién lo dice?


—No está bien no compartir —dijo él con una sonrisa y la mirada llena de deseo.


La sentó a horcajadas en su regazo, su pecho contra el de ella. Su sexo presionaba contra el de ella y con cada movimiento de sus caderas frotaba el clítoris. La presión crecía dentro de ella. Con la boca en la de él y las manos acariciando sus pechos, su clímax fue creciendo de un modo constante hasta que estalló envolviéndola por completo.


Paula sentía su cuerpo aún encendido, necesitado, pero él la levantó de su regazo con suavidad. Empezó a protestar.


—¿Qué de…?



Pero lo vio agacharse a por sus pantalones y buscar algo en la cartera. Para su alivio, sacó un preservativo. Un segundo después estaba de vuelta con ella, extendiendo el suéter en la arena, tumbándola encima y él sobre ella.


Cuando finalmente entró dentro de ella, sintió como si hubiera esperado toda la vida para sentirlo allí. Como si lo hubiese estado deseando, necesitando interminablemente, siempre.


Por fin estaba tocándola en su parte más profunda. 


Martilleando dentro de ella, sin descanso, sin final, eternamente, como las olas que llegaban a la playa, como las pesadas gotas de lluvia que empezaban a caer. De un modo tan oscuro y pesado como las nubes que se cernían sobre ellos. De una forma tan primitiva como el viento y los elementos. 


Al fin él era suyo.





CAPITULO 22: (TERCERA HISTORIA)




Pasó el camino desde el aeropuerto pensando en qué decir a Pedro. Él iba en silencio mientras el coche recorría su camino a través de la ciudad hacia una aislada franja de playa dominada por un promontorio que sobresalía por encima del océano. La casa estilo Reina Ana donde iban a quedarse conseguía ser al mismo tiempo impresionante y singular. Sin ninguna otra construcción en kilómetros a la redonda, parecía propia de las novelas góticas que transcurrían en el Caribe que había leído de adolescente. 


¿Dónde estaba el barco pirata? O quizá los esperaba en la casa un lord inglés que ocultaba una esposa loca en el ático.


Sus pensamientos podrían haberle parecido divertidos si no hubiera sido por el silencio de Pedro. Quizá la imagen de lord era más acertada de lo que creía. Pero ¿eso la hacía a ella la inocente y estúpida amante? O peor, ¿la loca esposa del ático?


Reprimió una risita, sintiéndose una mujer victoriana hasta en el último centímetro de su cuerpo. Esa indefensión acabaría por volverla loca a ella. Si Pedro sabía algo nuevo de su hermano, no lo había compartido con ella.


Cuando estuvo acomodada en una de las habitaciones de invitados sintió que tenía más de un nudo en el estómago. 


Dejó la raída maleta en el suelo y no sacó la ropa para meterla en los armarios estilo Bombay. No pensaba quedarse allí el tiempo suficiente.


Ignoró la belleza de la mosquitera que colgaba de los cuatro postes del dosel de la cama. Si se sabía algo de su hermano, bueno o malo, necesitaba enterarse ya. Había llegado el momento de afrontar la verdad.




CAPITULO 21: (TERCERA HISTORIA)






Paula estaba segura de que no sería capaz de dormir en esas circunstancias. A pesar de eso, poco después de despegar se quedó dormida en uno de los lujosos asientos de cuero. El cómodo asiento combinado con el sonido del avión, la ayudó a dormirse.


Se despertó unas horas después y vio a Pedro aún sentado en uno de los asientos del otro lado del avión hablando, por el manos libres del móvil. Hablaba en un susurro mientras tecleaba en un portátil.


Por la ventanilla no se veía nada más que el mar y algunas nubes aquí y allá. Pedro estaba tan concentrado que no se dio cuenta de que se había despertado, así que tuvo la oportunidad de mirarlo sin que él lo supiera. Cuando habían llegado al avión, había ido al aseo. Había sido imposible ignorar el mal aspecto que tenía. Aunque se había hecho algunos arreglos rápidos en el cabello, esperaba que el sueño hubiera cambiado su aspecto de dar miedo a presentable.


Naturalmente Pedro tenía un aspecto fantástico. Llevaba un traje negro carbón que parecía que se lo hubiesen hecho directamente sobre los hombros. Por lo que sabía, quizá habría sido así. En su rostro se notaban señales de preocupación como las de ella, pero las arrugas lo hacían parecer más resistente que macilento.


Antes de que se deprimiera por completo por esa constatación, Pedro se puso en pie y cruzó la cabina para sentarse a su lado.


—Tienes mejor aspecto. ¿Has dormido bien?


Se sentía tan emocionalmente en carne viva que no podía soportar su amabilidad.


—Parece que estabas trabajando, ¿has sabido algo nuevo? —dijo en lugar de responder.


—Pronto aterrizaremos. No tiene sentido darle vueltas al tema hasta que estemos instalados en la casa.


—Preferiría… —empezó.


Pero él la ignoró.


—¿Por qué no me cuentas cómo fue que te dedicaste al trabajo social?


Era evidente que estaba tratando, otra vez, de cambiar de tema. ¿No quería hablar de su hermano? Bien, por eso era por lo que había preguntado ella, ¿no?


De los cuatro asientos que se miraban unos a otros, Pedro se sentó en el que estaba en diagonal con el de ella. Así que giró un poco para mirarlo. Cruzó una pierna sobre otra y preguntó:
—¿Por qué haces esto?


—¿Hago qué?


—Ser tan bueno. Tan amable. Como si fuera una especie de triste compromiso social. Porque deberías saber que me estás fastidiando de verdad.


La miró con unos ojos que expresaban como ganas de echarse a reír. Pero también había algo triste en la mirada. Así que la conducta educada que encontraba tan molesta debía de estar motivada por algo que le gustaba aún menos.


Se sintió humillada.


—No me digas que lo haces porque te doy pena.


—No me das pena —su tono fue firme, pero había algo más en su mirada.


Ella inclinó la cabeza a un lado y estudió su expresión tratando de descubrir exactamente qué era lo que veía en sus ojos.


—No, no te doy pena —murmuró—. Hay algo más. Es culpa —eso era casi tan malo como la pena—. ¿Pero de qué tienes que sentirte culpable? Tu padre no trató de meterme en la cárcel.


—Paula —se inclinó ligeramente hacia delante. Y a pesar de lo que ella acababa de decir, había algo de lástima en su mirada—. Sé que tu vida no ha salido exactamente como planeabas.


—¿Mi vida? —se apoyó en el respaldo del asiento.


—Ibas a viajar. A recorrer Europa con una mochila. Querías vivir en Nueva York y trabajar en la industria de la moda. En lugar de eso tu padre y tú os peleasteis por mí. Tuviste que pagarte la universidad. Incluso fuiste a la universidad pública de Mason un curso.



Lo que era imposible que supiera si no había estado investigando sobre ella. No era que no se lo esperara, después de todo tenía una empresa de seguridad. Era normal que accediera a esa clase de información. Más cuando le había dicho que había investigado sus finanzas. 


Aun así, le pareció poco limpio.


Se giró a mirar por la ventanilla para ocultar sus sentimientos.


—Supongo que sabes todo lo que he hecho desde que te marchaste de Mason.


—No, todo no. Sólo lo justo para preguntarme cómo has terminado aquí.


Por un momento consideró recurrir a uno de los trucos de él y evitar la pregunta, pero si lo que lo motivaba era la culpa, quería cortar aquello de raíz.


—Fue por culpa de tu padre, en realidad.


—¿Mi padre?


La sorpresa en su voz atrajo su atención, así que se volvió a mirarlo. La confusión en su rostro era evidente. Así que era verdad que no sabía todo lo que había hecho.


—Después de que te marcharas de Mason pasé una temporada bastante hundida, había discutido y estado de mal humor y en general actuado como una niña. La verdad era que no sabía qué otra cosa hacer —su padre había ganado—. Te habías ido —dijo en voz alta—. Y nadie más en la ciudad parecía haberlo notado.


No había sido fácil aceptar las explicaciones pedestres y facilonas que la gente daba a su marcha: «Siempre he sabido que se marcharía en cuanto tuviera oportunidad», decían algunas personas, lo que era lo más parecido a un cumplido que habían dicho sobre Pedro alguna vez. Otros decían cosas como: «¡Con viento fresco!». O: «Con un padre así, estamos mejor ahora que se ha ido».


—Así que empecé a pasar algo de tiempo con la única persona a la que le importaba que te hubieras marchado.


—Mi padre —dijo serio.


—Sí, tu padre.


La expresión de disgusto que cruzó el rostro de Pedro fue tan profunda que casi se echó a reír. Aunque al mismo tiempo sabía lo que estaba pensando. Era inimaginable que ella, Paula Chaves, hubiera puesto sus pies de pedicura en la caravana en la que él se había criado.


Bueno, también había sido una sorpresa para ella la primera vez que lo había hecho. Cuando Pedro vivía en la ciudad no la había dejado acercarse ni a cien metros. La primera vez que había visitado a su padre, había comprendido por qué. 


Francamente, se había sorprendido de que el sitio no hubiese sido declarado en ruina años antes. Si hubiera habido algún adulto en la ciudad al que le hubiera importado el bienestar de Pedro, lo habría sido.


—Tampoco fue para tanto. Me pasaba una o dos veces por semana. Me aseguraba de que tuviera algo de comer. Ingresaba los cheques del ejército que tú mandabas —su ceño fruncido se había transformado abiertamente en una mueca, así que dijo—: Mira, seguro que hay una razón por la que pensar en mí ayudando a tu padre te hace irritarte, pero ni siquiera me imagino cuál es.


En lugar de responder a su pregunta, él siguió a lo suyo:
—Así que los semestres que fuiste a la universidad pública antes de ir a la de Texas…


Ah, así que lo había descubierto.


—Sí, no me marché de Mason y fui lejos a clase hasta que tu padre murió —admitió—. No me parecía bien dejarlo allí sin nadie que lo cuidase.


—No deberías haber sido tú —dijo con calma.


—¿Entonces quién, Pedro? ¿Tú? —podía ver la culpabilidad en su rostro, pero no quería que se hundiera en ella.


Ya tenía demasiados remordimientos.


Y cuidar de su padre había sido tan bueno para ella. La había sacado de su propio dolor. Le había dado algo en qué pensar. Algo más allá de su pequeño mundo de riqueza y soledad.


—Tú no podías hacerlo —señaló—. Tuviste que dejar la ciudad por mi culpa. Parecía lo justo que yo me hiciese cargo de la tarea. Y, ya lo sabes, me alegro de que fuera yo y no tú. Me resultaba más fácil a mí verlo beber hasta morir de lo que te habría resultado a ti.


—Si hubiera estado allí, a lo mejor habría…


—¿Podido evitarlo? Ni mucho menos. Tu padre era lo que era. Un alcohólico autodestructivo. Estaba en la senda de la autodestrucción mucho antes de que te marcharas. Había sido su elección. Suya, no tuya. No puedes salvar a todo el mundo, Pedro.


—Eso resulta gracioso viniendo de ti.


—¿Qué se supone que significa eso? —se puso rígida.



—Estabas dispuesta a acostarte conmigo para conseguir el dinero para salvar a tu hermano.


—Oh, por favor —agitó una mano en el aire—. Jamás habría dejado que las cosas llegaran tan lejos y tú eres el último hombre en el mundo que habría seguido adelante con un trato como ése. Ninguno de los dos queda especialmente bien cuando hablamos de ese incidente, así que será mejor que lo olvidemos.


—De acuerdo —asintió—. Aun así, tú eres la trabajadora social. Ayudas a la gente a sobrevivir. Y admites que retrasaste tus estudios en la universidad por hacerte cargo de mi padre, alguien a quien odiabas.


—Jamás he odiado a tu padre —admitió—. Odiaba que fuera un mal padre para ti, pero jamás lo odié como persona.


Pedro quedó un largo rato en silencio mientras consideraba lo que ella había dicho. Se pasó una mano por la nuca, una clara señal de que le costaba encontrar las palabras adecuadas, así que lo animó:
—Vamos, Pedro, dime lo que estás pensando.


La miró con gesto de fastidio.


—¿Por qué no me dices tú lo que se supone que estoy pensando? Porque no sé qué se supone que tengo que hacer con todo esto.


—No se supone que tengas que hacer nada. No ayudé a tu padre porque esperase algo a cambio.


—Entonces, ¿por qué lo hiciste?


—Porque era tu padre. Era culpa mía que se hubiese quedado solo. Decidí hacerme cargo de él. Al final fue una gran experiencia que encontré reconfortante, así que decidí hacer trabajo social. De nuevo una decisión mía, no tuya —le dedicó una mirada directa esperando su respuesta, pero él no respondió.


En lugar de responder, sin mirarla a los ojos dijo:
—Parece que vamos a aterrizar. Será mejor que te abroches el cinturón.


Y una vez más fue él quien puso fin a la conversación. Era realmente bueno evitando los temas de los que no quería hablar. Su padre siempre había estado el primero en la lista de esos temas.


Bueno, podía comprenderlo; tampoco quería ella hablar de su familia en ese momento. Por fin estaban de acuerdo en algo.