lunes, 15 de agosto de 2016

CAPITULO 15: (TERCERA HISTORIA)






Las cosas después fueron muy deprisa. Llegó la policía. 


Después el FBI. Todo el mundo en el edificio fue retenido.


Los invitados se tomaron las cosas sorprendentemente bien. 


Los camareros sirvieron más comida. La orquesta siguió tocando. El ambiente de fiesta permaneció. La gente parecía estar encantada de participar en el más glamuroso de todos los crímenes: un robo de diamantes.


Quizá resultaba un poco incomprensible. Un audaz robo había sucedido a pocos pisos de distancia de una fiesta de cientos de invitados, era el material del que se construían las leyendas. Sería un notición. Los invitados de esa noche podrían contar la historia durante años.


Paula, sin embargo, no se sentía tan emocionada. Después de todo, de algún modo, su estúpido hermano estaba metido en ese lío. De todas las idioteces en que se había visto implicado en su vida, ésa realmente se llevaba la palma. Y eso que se suponía que era el listo de la familia.


Tensa y con náuseas recorrió con la vista el salón buscando a Pedro. Detectives de la policía se movían entre la gente reuniendo a la gente en grupos. Todo el mundo tendría que ser registrado antes de marcharse. Serían interrogados e identificados. Dario y J.D., junto a unos agentes del FBI habían desaparecido en uno de los despachos del piso de arriba. Pedro se había marchado con ellos, pero Paula creía que lo había visto volver unos minutos después.


Había oído un rumor de que el FBI estaba interrogando a J.D. y a Pedro. Si el sistema realmente era inviolable, entonces Alfonso Security era sospechosa. Lo que sólo consiguió incrementar sus náuseas. De pronto, después de su gran discurso sobre la confianza en su hermano, sintió una oleada de dudas. ¿Y si era culpable?


No, no podía pensar en eso. Ni siquiera podía considerar la posibilidad.


Sí, respetaba a Pedro. Claro, lo deseaba. Incluso se sentía mal, muy mal, por cómo habían terminado las cosas catorce años antes. Pero su lealtad estaba con su hermano. Era su familia. Ramiro podía ser un desastre, pero siempre la había querido. Siempre había estado ahí para ella.


Mientras buscaba a Pedro entre la multitud, reflexionó sobre lo que había ocurrido en la oficina de seguridad antes de que toda esa situación se hubiese desencadenado. Pedro la había besado. Besado de verdad. Con un beso de «quiero seguir besándote siempre».


Recorrió el atestado salón buscando un lugar donde sentarse sola un minuto, un respiro entre tanto zumbido de charla de los invitados. Siguió a uno de los camareros a través de una puerta en la parte trasera de la sala que conducía al pasillo de servicio.


Había dado sólo unos pocos pasos tras la puerta batiente cuando oyó una voz tras ella.


—Quédese ahí, señorita —Paula se dio la vuelta y se encontró con uno de los agentes del FBI vestido de traje mostrando su placa—. Agente Ryan. No puede marcharse todavía.


El agente se plantó delante de ella. Tenía el cuerpo de un jugador de rugby. Miró su rostro sin pizca de sentido del humor y se le hizo un nudo en la garganta. Su sola presencia era un recordatorio de que no debería haber estado pensando en Pedro. Ya tenía bastante con preocuparse por su hermano.


—No pensaba irme —explicó—. Sólo quería alejarme un poco de la gente.


—Usted es la hermana del sospechoso, ¿verdad?


Sintió una oleada de culpabilidad. De algún modo, enfrentarse con ese agente del FBI hacía las cosas más reales. Rezó para que Ramiro no estuviera implicado en el robo.


—Uno de ellos, entiendo, mi hermano es uno de los sospechosos. Estoy segura de que no es el único. Seguro que hay varios… —cuanto más hablaba, más se cerraban los ojos del agente Ryan. Tragó—. Sí, Ramiro Chaves es mi hermano.


—Tengo que interrogarla antes de que se marche.


—Claro —eso sería fácil. Sabía muy poco y no tenía nada que ocultar.


Un momento después, Pedro apareció en el pasillo detrás del agente. Habló tranquilamente con él un momento, después el agente asintió y volvió a la sala. Tomó como una buena señal que confiara en Pedro. Seguro que, si hubiese sido un sospechoso, no los habría dejado solos.


—Ah, mi salvador —dijo floja.


Tan serio como siempre, Pedro no intentó ni simular que se reía, lo que, en esas circunstancias, ella habría apreciado.


—No trataba de marcharme. Sólo necesitaba un momento lejos de la gente.


—Puedo esperar contigo.


—Supongo que realmente estoy en la parte alta de la lista de los más buscados, ¿no?


—Dado que no has ocultado nada, no serás sospechosa. Pero definitivamente eres alguien con quien los agentes quieren hablar.


Se rodeó con los brazos y se frotó la helada piel de los bíceps. ¿Por qué siempre hacía tanto frío en los edificios de oficinas?


—Estás tratando de ser diplomático. ¡Qué tranquilizador! —murmuró sarcástica.


—No es tan malo como eso —se quitó la chaqueta y se la echó sobre los hombros, después la giró hacia donde estaba la comida al final del pasillo y la llevó en esa dirección—. Vamos. A ver si podemos conseguir algo caliente de beber. Quizá tengan cacao o algo así.


—¿Me estás ofreciendo un chocolate? —preguntó incrédula—. Las cosas deben de estar peor de lo que pensaba —había pensado lo peor de ella ¿y en ese momento no sabía qué decirle?—. Ya sé que antes me has mentido cuando me has dicho que aquí no había diamantes. ¿Puedes decirme al menos cuánto ha desaparecido?


—La semana pasada hubo lo que se consideró un simple error de la oficina. Un lote de diamantes que tenía que haber sido enviado a la oficina de Nueva York se envió aquí —se le notaba la tensión en los hombros tanto como en el tono de voz.


—¿Cuánto valían?


—El error no se ha descubierto hasta esta tarde cuando se han descargado. Parecía que alguien había escrito el código incorrecto en el albarán del paquete. Parecía algo inocente. El tipo ni siquiera se había dado cuenta de que lo había hecho. Cuando se descubrió el error, Dario lo arregló todo para que se almacenara aquí esta noche y mañana saliera temprano. Iban a estar en esta oficina menos de doce horas.


—¿Cuánto valían? —cada minuto que pasaba sin que le respondiera, su ansiedad crecía.


—Es difícil decirlo con seguridad. Probablemente alrededor de diez millones de dólares.


Sintió que la sangre se le iba de la cabeza dejándola mareada.


—¿Tanto?


—En el mercado negro seguramente un poco menos. En estos días todo lo que viene de ser tallado en Amberes tiene una marca de láser con el logo de Messina y un número de serie, así que, si los quieren vender, tendrán que volverlos a tallar, pero una vez hecho…


—Ya no se podrán detectar —terminó la frase por él—. Eso es muchísimo dinero. Pero no lo comprendo. ¿Cómo puede alguien saber que los diamantes estarían aquí esta noche? ¿No dices que raramente hay diamantes aquí?


—Ésa es la cuestión. No podían saberlo si no tienen a alguien dentro.



CAPITULO 14: (TERCERA HISTORIA)




Le cedió el paso para entrar al interior de una sala dominada por una sucesión de monitores y ordenadores. Acercó una silla con ruedas y se sentó frente a uno de los ordenadores.


—Me crees, ¿verdad?


Pedro ignoró la pregunta mientras abría un programa fingiéndose más concentrado de lo que requería la situación.


Después de unos minutos se giró en la silla y dijo:
—Esto me va a llevar un momento. Después subiremos a la planta once.


—Nunca respondes a mis preguntas.


—¿Qué importa eso? —se encogió de hombros.


—A mí me importa —acercó una silla a la de él y se sentó. Él seguía mirando los ordenadores, así que le hablaba a su perfil—. Siempre supe qué harías cosas asombrosas. No lo dudé ni un minuto.


«No hagas caso», se dijo a sí mismo. «No vale la pena». 


Pero no lo dejó pasar.


—Lo que explica perfectamente por qué rellenaste una solicitud de anulación antes de que la tinta del certificado de matrimonio se hubiera secado.


—¿Es eso lo que has creído todos estos años? ¿Que puse fin a nuestro matrimonio porque no creía en ti?


Él seguía sin mirarla a los ojos. Había conversaciones que sencillamente era mejor no tener. Ésa era una lección que había aprendido hacía largo tiempo. Había sido una táctica que le había permitido sobrevivir en el ejército. Mantener la boca cerrada. Mantener la cabeza baja. Evitar las discusiones. Concentrarse en la tarea que había que hacer.
Así que en lugar de responder, siguió mirando los monitores como si las palabras «cámara 1121 desconectada» fueran la clave para comprender los misterios de la vida.


—Supongo que es eso lo que piensas —como no hablaba con ella, siguió hablando para sí misma, rellenando su parte de la conversación con un exageradamente pesimista punto de vista—. Debes de haber pensado que era una inconstante niña rica. Sólo interesada en pasarlo bien, hasta…


—No fue culpa tuya —dijo sabiendo que debería haber mantenido la boca cerrada.


—¿Qué? —pareció tan sorprendida por su interrupción que lo miró boquiabierta.


—He dicho que no fue culpa tuya. Claro que eras una malcriada. Así te habían educado. Habías tenido todo lo que habías querido. Era un hábito para ti rebelarte contra tu padre. Debería haberme dado cuenta de que nuestra relación…


—Oh, Dios —se puso en pie de un salto lanzando la silla hacia atrás—. Eso es lo que realmente crees —Pedro se giró para mirarla sorprendido por su vehemente reacción—. No puedo creer que realmente pienses eso de mí —la conmoción fue dejando paso al enfado gradualmente—. Que era una malcriada. Inconstante —puntualizaba cada adjetivo con un golpe—. Rebelde. Rica…


Pedro la agarró de la muñeca antes de que pudiera dar otro golpe.


—Eso realmente te ha dolido, ¿no?


Como seguía sentado, ella tuvo que agacharse para ponerse a la altura de sus ojos.


—Se supone que duele. ¿Cómo crees que se debe sentir una cuando descubre que el hombre del que estuvo enamorada te ha descartado como si fueras lo más despreciable?


—Si no querías que pensara que eras inconstante, entonces no deberías haber firmado la solicitud de anulación menos de veinticuatro horas después de prometerme amor eterno.


—Estabas en la cárcel. ¿Qué se suponía que tenía que hacer?


—Podías haber tenido un poco de fe —le lanzó la última palabra a propósito—. No iba a estar en la cárcel para siempre. Podías haber esperado. Pero supongo que tu visión del futuro no incluía un marido expresidiario.


—¿Eso es lo que realmente pensaste de mí? —la rabia empezaba a bajar y comenzaba a aparecer la confusión—. Que firmé la anulación sólo porque te habías vuelto… —buscó una palabra—, no sé, ¿inapropiado? ¿Por qué no te ajustabas a mis planes?


—¿Qué se suponía que tenía que pensar? Al día siguiente apareció tu padre. Me explicó que te había dado un ultimátum: si seguíamos casados, te desheredaría.


Antonio había estado fuera de la celda de Pedro más de una hora explicándole las cosas.


Con las botas camperas se había balanceado de atrás adelante, jugueteando con el borde del sombrero mientras le decía la clase de cosas que necesitaba una chica como Paula para ser feliz. Cosas que Pedro no había podido creer que necesitara Paula. Así que esperó a que ella apareciera y desmintiera las palabras de su padre. Pero eso nunca sucedió.


—No pensé que te importara —admitió en ese momento refiriéndose a las horas que había pasado en la cárcel del condado—. Pero unas horas después apareció tu abogado con los papeles de la anulación.


—Podías haber tenido un poco de fe —le devolvió sus palabras a propósito—. Firmé esos papeles porque tenía que hacerlo.


—Porque tu padre te desheredaría si no lo hacías —replicó él.


—No me importaba el dinero de mi padre —tenía los ojos muy abiertos, cubiertos de lágrimas—. Nunca me ha importado. Ese no fue el trato que me ofreció mi padre. Si firmaba la anulación, él retiraría los cargos contra ti. Firmé esos papeles porque, si no lo hacía, mi padre te denunciaría. Los cargos contra ti eran muy serios. Podrías haber ido a la cárcel.


Pedro se quedó en silencio un largo tiempo, absorbiendo sus palabras mientras una oleada de conmoción chocaba contra su propia angustia. Finalmente, con calma, dijo:
—Deberías habérmelo contado.


—No quería arriesgarme a que no firmaras los papeles. Te protegí del único modo en que supe hacerlo. Si no hubiera sido por mí, jamás te habrías visto envuelto en semejante lío.


Pedro se levantó y le alzó la barbilla para mirarla a los ojos. 


Sentía como si el corazón se le hubiera hecho pedazos. 


Habló lentamente y con suavidad.


—Los cargos que tu padre tenía contra mí jamás habrían sido admitidos.


Las lágrimas corrían por las mejillas de marfil. Su angustia era equiparable a la de Pedro.


—Puede que no, pero ¿y si sí? —su voz se quebró en la pregunta y tuvo que aclararse la garganta antes de continuar—: No podría haber vivido con eso. Además no pensaba que sería el fin de nuestra relación. Jamás pensé que serías tan terco y abandonarías la ciudad después de firmar los papeles —su voz se volvió más gruesa—. Pensaba que volverías conmigo.


—Tu padre me dijo que no querías saber nada de mí. Que no querías volver a verme.


—Esperé durante semanas… —se le volvió a quebrar la voz.


La imagen de ella esperándolo se quedó en su mente. Había estado en su dormitorio una sola vez. Era una delicada mezcla de finísimas redes y doseles fruncidos. Se la imaginaba en ese momento, sentada en esa cama, con las rodillas recogidas en el pecho, el cabello sobre los ojos.


Paula, que siempre trataba de ser tan dura, pero que era más frágil de lo que le gustaba admitir. Paula, que se había hundido tras la muerte de su madre, que había luchado desesperadamente por la más mínima atención de su padre.


Dios. La idea de ella esperando por su regreso y él no volviendo jamás…


Al pensarlo en ese momento, le costaba respirar. Como si el pecho se le aplastase por el peso de las emociones. Y ahí estaba, dedicándole una pequeña sonrisa a pesar de las lágrimas que le recorrían el rostro y del temblor de sus manos mientras se apartaba un mechón de cabello. Había tratado desesperadamente de simular que su deserción no le había roto el alma, pero él sabía que había sido así. En aquel momento había pensado de ella lo peor y aun así lo había matado dejarla. No podía imaginar cuánto más tenía que haber sufrido ella.


—Supongo que los dos fuimos unos estúpidos por creer las mentiras de mi padre —dijo encogiéndose de hombros.


¿Estúpido? Estúpido no describía ni de lejos cómo se sentía en ese momento.


—Por mi parte —siguió ella—, había asumido que cuando salieras de la cárcel irías a buscarme. Cuando no lo hiciste, pensé…


No la dejó terminar. La rodeó con los brazos y la besó poniendo en ese beso todo el arrepentimiento y las disculpas que no era capaz de poner en palabras. Jamás podría reparar el daño que le había hecho. Sólo las palabras no serían capaces de expresar su arrepentimiento. Habría podido seguir besándola eternamente. Estaba a punto de decírselo cuando un destello de luz en el monitor atrajo su atención. La alimentación de la cámara volvía a funcionar y la imagen en la pantalla no era lo que esperaba.


El monitor mostraba una toma en gran angular del laberinto de despachos de las oficinas de los abogados en la undécima planta. Casi estaba lo bastante distraído para no notarlo, pero algo en un extremo de la imagen atrajo su atención.


Dejando a Paula donde estaba, se sentó en la silla y amplió la imagen. Y allí, casi fuera del foco de la cámara, lo vio. Uno de los paneles de aislamiento acústico del techo estaba torcido. Como si alguien lo hubiera quitado y después vuelto a poner sin fijarse en si se había quedado igual.


Pedro sacó su teléfono y llamó a J.D.


—Tenemos un asunto en el once. Quiero que te acerques a la caja fuerte y eches un vistazo a los diamantes.


J.D respondió al instante diciendo que le informaría en cuanto lo hubiera hecho, pero Pedro apenas escuchó sus palabras, confiaba en su capacidad para manejar esa situación. En lugar de eso, fue dolorosamente consciente de la presencia de Paula mientras ésta apoyaba una mano en su hombro y se inclinaba para ver la imagen del monitor.


—Es eso, ¿no? —preguntó señalando con un dedo.


—Quizá —acercó la imagen tratando de poner en marcha la cabeza, buscando otras inconsistencias—. O quizá no sea nada. Es una oficina demasiado delicada para un grupo de abogados. Andan siempre colgando carteles, banderines de la universidad y tonterías del techo. Seguramente habrá sido simplemente un descuido.


—Pero tú no lo crees —adivinó ella—. O no habrías llamado a J.D. —cuando no confirmó su teoría, preguntó—: ¿Entraría alguien en un despacho de abogados?


Sabía cómo funcionaba la cabeza de Paula y habría dicho por la mirada de sus ojos que algunas escenas de las novelas de John Grisham le recorrían la mente, con dinero blanqueado, papeles confidenciales triturados en medio de la noche.


—No, pero el piso once está justo debajo de Alfonso Security.


Le llevó un instante comprender el significado. Cuando lo hizo, Pedro notó los músculos de su mano tensarse sobre el hombro.


—Lo que significa —dijo en voz alta—, que el piso más cercano a los diamantes no es ni parte de Alfonso ni de Messina.


Exacto. Con las herramientas adecuadas y alguna noción de escalada, alguien pequeño podría acceder a ese reducido espacio y desde allí reptar. Es una larga subida hasta el piso veintiuno, pero no imposible.


Mientras recorrían el camino de vuelta a los ascensores, deseó poder tranquilizarla un poco. Pero qué podía decir.


—Has dicho que no había ningún diamante aquí esta noche.


—He mentido.


Sonó el teléfono de Pedro como si fuera el fatal eco de sus palabras. Cuando respondió, Paula pudo oír una cadena de juramentos desde el otro lado. J.D. acababa de revisar la caja. Los diamantes no estaban.


Sintió una náusea mientras la sangre se le subía a la cabeza. Sin pensarlo, buscó una silla. Algo en lo que apoyarse. Algo que la sostuviera.


Entonces notó un brazo de Pedro bajo la mano. Su voz era un temblor grave que sonaba más bajo que el timbre que atronaba sus oídos. La llevó hasta una silla mientras Pedro terminaba la conversación con J.D.


Se frotó los ojos para aclarar sus ideas. Claro que él había mentido diciendo que no había diamantes. Eso se lo había dicho su intuición antes. Pero había tenido la esperanza de equivocarse. En ese momento, lo que quería era poder recuperar su concentración y seguirlo.


—¿Estás bien? —preguntó él.


—Sí —se soltó de él aunque parecía que era lo único que la anclaba al mundo.


—Parecía como si te fueses a desmayar.


—Yo no me desmayo —sintió una ridícula oleada de resentimiento—. ¿Por qué no estás enfadado? Deberías estar tan preocupado por esto como lo estoy yo.


Pero en cuanto lo dijo se dio cuenta de que él sólo estaba agitado, pero lo mantenía enterrado bien dentro. Tenía los ojos entornados y la mandíbula tan apretada que parecía cincelada en granito. El pétreo silencio era más expresivo que su casi desmayo.


—Lo siento —murmuró ella haciendo un esfuerzo para ponerse de pie—. Seguramente querrás volver a Messina Diamonds.


Pedro asintió y le apoyó una mano en la espalda para guiarla hacia el ascensor. Cuando la puerta empezó a cerrarse, dijo:
—Paula, sobre tu hermano…


—Lo sé: Si está implicado, vas a tener que hacer todo lo posible para encontrarlo y detenerlo.


—¿Si está implicado?


—Sí —dijo ella—. Si está implicado.


—Paula, no puedes permitirte ser ingenua. No después de todo lo que ha pasado. Tu hermano definitivamente está implicado.


—No. Eso no los sabemos. Aún no. Lo único que tenemos son conjeturas.


—Eh, has sido tú la que ha venido a mí —señaló Pedro.


—Sí, exactamente —se volvió a mirarlo cruzando los brazos sobre el pecho para reprimir un escalofrío—. Recurrí a ti porque pensaba que podrías ayudarme. Y me juraste que el sistema era imposible de romper. Que Messina Diamonds tenía un sistema de la más alta gama. Ramiro no podría robar un penique del mostrador de recepción. ¿No fue eso lo que me dijiste?


No respondió, pero entornó aún más los ojos. Paula respiró hondo tratando de concentrarse. Pedro no era el enemigo. Aquello tenía que haberlo golpeado a él con tanta fuerza como a ella.


—Es lo que he dicho. Debe de haber alguien dentro —dijo despacio, como si lo estuviera descubriendo en ese momento—. Si no, no podría haber roto el sistema. Alguien ha tenido que desconectarlo.


—¿Quién?


—No lo sé. Hasta que lo descubra, todo el mundo es sospechoso.


—Bueno, así no es como lo veo yo. Hasta que no puedas demostrarme lo contrario, voy a pensar que mi hermano es inocente.


—No seas idiota.


—Ramiro es la única familia que tengo. Y yo soy la única familia que tiene él. No voy a dejarlo tirado cuando más me necesita. No voy a abandonarlo como…


«Como tú me abandonaste a mí».


Dejó las palabras sin pronunciar. Había cosas que era mejor no decir en voz alta. Dolían demasiado. Revelaban demasiado.


—Todo el mundo necesita tener a alguien que crea en él sin reservas. Alguien que lo quiera sin importar lo que haga. 


Para Ramiro yo soy esa persona.


—Tú has sido la primera en sospechar de él —le recordó—. Hace un minuto lo creías capaz de esto.


—Creía que podían manipularlo para que colaborara en el robo —por el brillo cínico en los ojos de Pedro pudo apreciar que él no veía la diferencia. ¿Cómo explicarle lo que apenas comprendía?—. Por supuesto que creo posible que esté implicado. Pero sigue siendo mi hermano. Tengo que tener fe en él. Tengo que creer que no ha hecho esto por propia voluntad. Hasta que traigas las pruebas, pruebas contundentes…


Nunca supo cuál era la reacción de Pedro ante su declaración de fe inquebrantable en Ramiro. Las puertas del ascensor se abrieron y los dos se vieron lanzados al ruido de una gala que avanzaba. Ninguno de los invitados sabía aún lo que había sucedido. Apenas lo sabía ella.

CAPITULO 13: (TERCERA HISTORIA)





J.D., siendo un mero empleado y no el director de Alfonso Security, no podía permitirse echarse a reír cuando le expusieron la posibilidad de que se intentara un robo esa noche en Messina Diamonds. Aun así su boca se torció mientras permanecía con las piernas separadas y los brazos cruzados antes de decir:
—Imposible.


—Eso es lo que le he dicho yo —aportó Pedro.


—Pero…


—No hay peros —J.D. asintió respetuoso—. Con el debido respeto, señora.


Paula estuvo a punto de responderle con un «no me llame señora», pero antes de que pudiera, J.D. hizo explotar un globo del chicle que mascaba como gesto simbólico. Sonrió encantado al hacerlo dándole la impresión de que en realidad esperaba que alguien lo intentara. Sin embargo, dado que ese alguien en particular era su hermano, Paula no podía sentirse tan optimista ante la perspectiva. Pedro asintió y después añadió:
—J.D., llámame si ocurre cualquier cosa fuera de lo normal. Sólo para estar seguros.


—Lo haré, jefe.


J.D se marchó sacando el móvil del bolsillo mientras Pedro agarraba el codo de Paula y la guiaba hacia el laberinto de pasillos que conformaba Messina Diamonds. Para entonces el evento ya estaba en marcha. El vestíbulo empezaba a llenarse de hombres de esmoquin y mujeres enjoyadas. Los camareros se movían entre la multitud con bandejas de champán y artísticos aperitivos.


—¿Te sientes mejor? —preguntó Pedro.


—Francamente, no me sentiré bien hasta que todo esto haya terminado. Supongo que debería sentirme agradecida porque Messina Diamonds esté bien, pero eso no significa que Ramiro no esté metido en otra cosa. O que no lo atrape la policía.


—Te tranquilizarás cuando echemos un vistazo al resto de empresas del edificio —dijo mientras se dirigían a los ascensores.


—Sí, así será —por primera vez en todo el día su tensión se rebajó.


El pesado silencio en el ascensor tardó en romperse unos segundos.


—Sobre lo de anoche… —empezó ella.


—Preferiría no hablar de anoche —interrumpió metiéndose las manos en los bolsillos antes de añadir sin mirarla—: Mi conducta de ayer fue incalificable.


—¿Es una disculpa? —bromeó, pero luego lo pensó mejor cuando él frunció el ceño. Añadió rápidamente—: No, no respondas. Asumo que lo ha sido y que tus intenciones eran buenas sin que tengas que negarlo o confirmarlo —después dijo en tono más serio—: Sí, ayer actuaste como un imbécil, pero hoy… —se encogió de hombros—. Bueno, no se puede decir que te hayas redimido del todo, pero hoy has hecho grandes avances. Gracias por tomarme en serio.


Antes de que él pudiera responder, el ascensor se abrió en el piso doce. Paula salió y se encontró frente a unos cristales en los que ponía Alfonso Security. Las mismas puertas ante las que había estado unos días antes. Antes de que pudiera contemplar lo mucho que habían cambiado las cosas en tan poco tiempo, las puertas del ascensor sonaron al cerrarse detrás de Pedro.


—No cometas el error de malinterpretar mi generosidad.


—Oh, lo siento. ¿Mis bromas han herido tus sentimientos?


—Mis sentimientos no tienen nada que ver con esto.


—Vaaale —se mostró de acuerdo verbalmente ya que no intelectualmente—. Te has portado mal. Lo admites. ¿Por qué firmarme un cheque si no te estás intentando disculpar? Tienes que sentir alguna culpabilidad.


Pedro ignoró el énfasis que había puesto en «sentir». Se estiró la manga del esmoquin y dijo:
—La culpa no tiene nada que ver con esto. Estabas desesperada y me aproveché de ello. Mi conducta ha sido… —evidentemente tenía que buscar una palabra que no implicase la culpa—, poco honorable.


El honor siempre había sido una prioridad para él. A diferencia de los demás chicos adolescentes que había conocido, quienes jamás dedicaban un segundo a pensar en esas cosas, él siempre había tenido un código ético, incluso con diecisiete años. El mundo y el destino lo habían tratado duramente. Conservar su honor había sido su única defensa contra la injusticia.


—Me alegro de que aún te importen esas cosas —dijo ella en un murmullo.


—A pesar de mi conducta reciente no soy un monstruo —respondió con una penetrante mirada.


—No he dicho que lo fueras —había pensado que su conducta no era la de un monstruo, sino la de una persona herida.


Tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no señalar que debía sentirse culpable, o quizá avergonzado, por comportarse de un modo tan poco honorable.


Si había esperado que él dijera algo más, estaría decepcionada. Se limitó a emitir un sonido sin sentido antes de sacar de un bolsillo su tarjeta de identificación y pasar por el lector de la puerta de cristal. Con un zumbido, la puerta se abrió. Pedro hizo un gesto galante para cederle el paso.


—Así que tú puedes entrar en cualquier oficina del edificio —comentó ella.


—Por supuesto.


Lo siguió a través de la zona de recepción y después por un pasillo, llegaron a un despacho lleno de ordenadores y un par de sillas.


—Aprecio que te tomes el tiempo de echar un vistazo a todo esto.


—Es mi trabajo. No lo hago por ti —se sentó frente a uno de los monitores y movió el ratón para que se pusiera en marcha el ordenador.


Paula se sentó en otra silla.


—Buena puntualización, aun así sé que esto no es fácil para ti.


—¿Qué se supone que significa eso? —la miró por encima del hombro.


—Que seguro que preferías estar haciendo otra cosa. Sobre todo sabiendo lo que sientes por mí.


—No siento nada por ti —dijo sin entonación—. No eres nada mío.


Debería haberlo dejado pasar. Realmente debería haberlo dejado, pero justo cuando se encendió el ordenador, se descubrió diciendo:
—No, no lo soy. Estuvimos enamorados, por Dios.  Estuvimos casados. Eso no es nada.


—No significas nada para mí —repitió más despacio.


—No me hables así.


—¿Así cómo? —preguntó inocente.


—Así. Como si fuese yo la que actuase como una idiota y no tú.


—Yo no… —pero ella no le dejó seguir.


—Hace un par de años me encontré con un antiguo novio de la universidad. Fuimos a tomar un café y me enseñó fotos de sus hijos.


—¿Adónde quieres llegar? —casi gruñó.


—Quiero llegar a que para él no significo nada. ¿Y sabes cómo lo sé?


—No —la miró desafiante.


—Ahí lo tienes —señaló con el dedo en dirección a su rostro—. Sé que no le importo a Jake porque ni una sola vez me miró así.


—¿Así cómo? —preguntó sintiéndose acosado.


—Como si la mitad del tiempo estuvieras deseando estrangularme y la otra mitad te estuvieras preguntando dónde esconderías el cuerpo si lo hicieras.


—No es en eso en lo que estoy pensando —mientras hablaba le dedicó una mirada llena de sentido.


Una especie de «quiero desnudarte ahora mismo y, si tuviera poderes telequinéticos, lo haría».


—Ésa no es la mirada de un hombre sin ninguna implicación emocional.


—Déjalo ya.


—Oh, lo siento —puso los ojos en blanco exagerando su exasperación—. ¿Se está volviendo la conversación demasiado personal? ¿Estoy pisoteando esos sentimientos que dices que no tienes por mí?


—Déjalo ya, Paula.


Esa segunda vez notó el punzante dolor que había en sus palabras. Había un ligero temblor en su voz. Una especie de ronquera que le decía que le había resultado duro pronunciar esas palabras. Solía aparecer ese tono en su voz cuando hablaba de su padre: «No, señorita Gosling», solía decir. 
«No he traído la autorización firmada. Mi padre no pudo firmarla anoche». Y todo el mundo en la clase sabía que «no pudo firmarla» significaba que estaba demasiado borracho como para sujetar un bolígrafo. Y que «anoche» significaba todas las noches.


Y lo decía con el tono sin importancia que permitía a todo el mundo hacer como que ignoraba la verdad. Una clase entera deseosa de ignorar que Pedro estaba abandonado hasta el punto de rozar el maltrato. Pedro se sentaba y rezaba para que nadie dijera que lo que había dicho era mentira. Ella estaba a su lado deseando poder hacer algo para acabar con la injusticia que sufría.


Claro, que sólo ella lo conocía lo bastante bien como para notar esa angustia en su voz. Esa casi inaudible emoción. 


Había vuelto a oírla en ese momento cuando había pronunciado su nombre. Y su corazón se rompió otra vez. 


No se pudo contener y le acarició el brazo.


—Siempre has sido tan orgulloso.


El tiempo pareció detenerse. El mundo pareció reducirse hasta el punto de contenerlos sólo a los dos.


Como si volvieran a ser unos muchachos. Entonces él rompió el contacto visual e hizo algo en el ordenador.


—Vamos a dejarlo.


Su rechazo dolió más de lo que debería haberlo hecho. 


Maldición, no quería volver a preocuparse por él. Eso no entraba en sus planes. Para ocultar su vulnerabilidad, bromeó:
—¿He vuelto a herir tus sentimientos?


—No, me acabo de dar cuenta de que hay una cámara desconectada en la planta once.


—¿Una cámara está desconectada? —preguntó sin aliento por el temor—. Entonces está sucediendo algo.


—No necesariamente —dijo para tranquilizarla aunque su alarma interior ya había saltado.


Sacó el móvil y llamó al segundo piso. El guardia que debería haber estado allí no contestó.


Apretó el botón de ratón un par de veces cerrando ventanas y saliendo del programa antes de empujar la silla y ponerse de pie.


—Seguramente no es nada —dijo para volver a tranquilizarla—. Cada cierto tiempo las cámaras se desconectan.


—Me habías dicho que éste era el mejor sistema de seguridad del mercado.


—He dicho que Messina tiene el mejor sistema de seguridad del mercado. No todos nuestros clientes se lo pueden permitir. El piso once es de Lee, Oban y Asociados, una firma de abogados. Su sistema es sólo muy bueno, pero hasta el mejor sistema puede sufrir un fallo técnico. Por eso tenemos sistemas redundantes.


—¿Qué hacemos? —preguntó ella siguiéndolo por el pasillo hacia los ascensores—. No vas a llamar a la policía, ¿verdad?


—¿Para comprobar una cámara estropeada? No —la miró de soslayo—. Bajaremos a la segunda planta para reiniciar la cámara. Después subiremos a la planta once para volver a comprobar que todo va bien.


—A lo mejor ésta es una pregunta estúpida, pero ¿no debería haber un guardia o alguien en el puesto de abajo? —miró el móvil de él—. ¿O ha sido ésa la llamada que acabas de hacer?


—Seguramente estará fuera haciendo una de las rondas —no tenía sentido decirle que aunque estuviera de ronda tenía que haber atendido el teléfono.


Si las oficinas de seguridad del edificio están en la segunda planta, ¿para qué necesitas tres pisos más? —preguntó mientras esperaban el ascensor.


—Son las oficinas de la empresa.


—Cuando dices las oficinas de le empresa te refieres a… —dejó la pregunta colgando.


—Las operaciones internacionales se llevan desde estas oficinas.


—¿Todas las operaciones internacionales? Ya —hizo una pausa antes de preguntar cómo sin interés—: ¿Cómo de grande es Alfonso Security?


—Bueno, tenemos oficinas en Los Ángeles, Nueva York, Chicago, San Francisco y San José. Y también algunas más pequeñas en Toronto, París, Amberes y Tokio.


—¡Oh!


Volvió a mirarla de soslayo y le pareció que mantenía una expresión muy neutra a propósito.


—¿Cómo de grande pensabas que era?


—Oh, así de grande, más o menos —las puertas del ascensor se abrieron en la segunda planta y lo siguió al salir—. Seguro. Eso era lo que pensaba.


—Pensabas que era sólo Messina, ¿no?


Durante bastante tiempo, cuando acababa de dejar el ejército, sólo había sido Messina Diamonds. La compañía minera había sido donde su empresa había madurado y donde había reunido el capital suficiente para aumentar el tamaño de sus operaciones. Randolph Messina, el padre de Dario, había pagado a Quinn en derechos sobre acciones de la empresa. Cuando Messina Diamonds había salido a bolsa unos años después, Alfonso Security se había convertido en un líder de las empresas de seguridad.


—Bueno —dijo ella—. Tampoco es que haya seguido de cerca tu trayectoria.


—El miércoles dijiste que sabías lo que hacía para ganarme la vida. Asumí que habrías hecho alguna investigación.


—Leo los periódicos. Es complicado evitar las referencias a tu empresa en la sección de negocios —el rubor se asomó a sus mejillas—. Pero normalmente trato de no prestarles atención —después, como si hubiese revelado más de lo que pretendía, añadió en tono alegre—: Me acuerdo de todas las veces que hablábamos de recorrer el mundo y despertarnos en países diferentes cada semana. Y ahora tú lo haces realmente.


Se acercaron a la puerta y Pedro sin pensarlo incumplió todo el protocolo de seguridad y la dejó pasar a la zona de recepción.


—Cansa al cabo de poco tiempo —admitió él. Entonces se dio cuenta de que había resultado patético y añadió—: ¿Y tú? Siempre quisiste ver el mundo. ¿Viajas mucho?


—Oh, claro —su tono fue un poco demasiado brillante—. Hace un par de años me fui con una amiga a Cancún un fin de semana.


—Suena bien.


—¡Fue estupendo! —dijo con más entusiasmo del que solía merecer un fin de semana en México—. Nos quedamos en un Holiday Inn muy bonito.


Debería alegrarse, pero en realidad lo entristeció que sus sueños no se hubieran cumplido. Las siguientes palabras salieron de su boca antes de que pudiera pensarlo.


—Supongo que ahora te arrepientes.


—¿Arrepentirme de qué?


—De no haber tenido más fe en mí.


—Siempre he tenido fe en ti.