viernes, 9 de septiembre de 2016
CAPITULO 14: (SEXTA HISTORIA)
Al ver la musculatura de su torso, tensa bajo la ropa, Pau se estremeció. Había llegado el momento de meterse en la tienda. ¿Desearía Pedro repetir el beso que habían compartido dos noches antes?
¿Deseaba ella besarlo otra vez?
Sí.
No.
En ese momento, estaba demasiado asustada como para decidir.
Lo deseaba, pero se estaba convirtiendo en alguien demasiado importante para ella, su sonrisa, su risa, todo él.
—Recogeré las cosas de aquí fuera y me ocuparé del fuego. Tú métete en la tienda y desvístete. Me reuniré contigo enseguida —dijo él.
Pau se quedó helada. ¿Desvestirse? Era el momento de decirle que no…
—Paula, no te asustes de mí —dijo él, en tono tranquilizador—. Te prometo que no intentaré hacer nada que no quieras que haga.
—Sí, pero…
—Bonita, soy capaz de controlarme —dijo él, y negó con la cabeza—. Lo único que pretendo es dormir.
—Pero has dicho desvístete —dijo ella con escepticismo.
—Que te quedes en ropa interior. Tienes ropa interior larga, ¿no?
—Sí —contestó Pau, mirándolo a los ojos. Al no ver nada más que cariño en su mirada, asintió y se metió en la tienda.
El interior estaba iluminado por una pequeña linterna. La tienda era lo bastante grande para los dos, pero al ver que Pedro había sacado los sacos y los había unido con las cremalleras, Pau se quedó paralizada.
—Paula, no voy a pedirte nada que no quieras darme libremente. Ni ahora, ni nunca —dijo él, como si supiera que ella se había quedado de piedra mirando los sacos—. ¿Trato hecho?
—Sí —dijo ella, y dejó el rifle y la pistola a un lado del saco de dormir, tal y como Pedro había hecho con sus armas en el otro lado.
Se quitó la ropa y se frotó el cuerpo con la toalla húmeda que había empleado para secarse en el río. Tras sentirse más limpia, buscó la ropa interior larga en la mochila.
Pau estaba metida dentro del saco cuando Pedro entró en la tienda, con Boyo detrás.
—Túmbate —murmuró, y cerró la cremallera de la tienda.
—¿Boyo va a dormir aquí con nosotros? —preguntó Pau.
Pedro reconoció el tono de alivio de su voz y sonrió.
—Sí. Afuera hace frío y, por la mañana, hará mucho más —comenzó a desvestirse.
Paula lo miró con los ojos bien abiertos y él se rio.
—No te asustes. Solo me voy a quedar en ropa interior, y es larga.
—La mía es de seda —dijo ella, sin pensar.
Él soltó una carcajada.
—Estupendo. La mía también.
Avergonzada, Pau se colocó de lado y se alejó una pizca de él. Momentos después, al sentir que él se metía en el saco, se puso tensa.
—Tranquila, no voy a atacarte.
Ella se rio. No pudo evitarlo.
—Me alegra oírlo. No me gustaría tener que hacerte daño.
La risa de Pedro quedó amortiguada por los aullidos de Boyo.
—Creo que tiene que salir —dijo Pau.
—Está bien —dijo él. Se levantó y se puso la chaqueta y las botas—. Ya voy —le dijo al perro. Abrió la cremallera y dejó salir a Boyo—. Será mejor que vaya a ver a la yegua mientras estoy fuera.
—Chocolate.
Él se volvió y la miró en la penumbra.
—¿Quieres chocolate ahora?
—No —se rio Pau—. La yegua. La he llamado Chocolate, puesto que se me olvidó preguntarle a Hawk cuál es su verdadero nombre.
—Ah —dijo él, y salió de la tienda.
Ella oyó que se alejaba riéndose.
Pedro estuvo fuera unos diez minutos, durante los cuales, Pau no paró de moverse dentro de los sacos.
Cuando Pedro regresó, abrió la cremallera y se quitó la chaqueta y las botas.
Boyo se acomodó a la entrada de la tienda. Si alguien trataba de entrar por la noche, tendría que pisar al perro.
Pau sonrió al imaginar a alguien pisando al perro y sobreviviendo para contarlo, aunque ese alguien fuera un oso. Cuando Pedro se acostó a su lado, dejó de sonreír.
—¿Estás bastante calentita?
Ella asintió. El saco le había calentado la piel, pero la sonrisa de Pedro le había calentado el cuerpo entero.
—¿Qué haces? —soltó ella, al ver que él la tomaba entre sus brazos.
—Solo quiero abrazarte, Paula —dijo él—. ¿Estás cómoda?
—Hmm —murmuró ella, y se acurrucó contra él.
—Bien. ¿Tienes sueño?
—No mucho —dijo Pau, y contuvo un bostezo—. Estoy contenta de poder tumbarme, de estar calentita y relajada y de no tener que subirme al caballo hasta dentro de un rato.
Pedro soltó una carcajada. A Pau le encantaba el sonido de su risa. Era como si un sentimiento de seguridad se apoderara de ella.
—O sea, que no eres tan dura como creías que eras —dijo Pedro en tono de broma.
—Sí lo soy —dijo Pau, y echó la cabeza hacia atrás para mirarlo—. Es solo que hacía mucho tiempo que no montaba a caballo. Puedo soportarlo. Solo estoy un poco rígida.
—Nunca lo he dudado —Pedro hizo todo lo posible por parecer serio. El brillo de sus ojos lo delató.
—Sí, claro —contestó ella.
Él se rio de nuevo y la besó en la sien.
—De veras que no lo dudaba, Paula.
Pau se derritió. Le encantaba la manera en que pronunciaba su nombre.
—De acuerdo, estás perdonado.
—Gracias —dijo él—. ¿Ese perdón también incluye el hecho de que me marchara de casa de Hawk sin ti?
Ella dudó un momento y recordó lo enfadada que había estado al ver que él se había marchado sin ella.
—Supongo que sí —dijo Pau.
Permanecieron en silencio unos minutos. Pau podía sentir su cálida respiración contra la piel y puesto que deseaba que la besara, o que incluso le hiciera el amor, se apresuró a romper el silencio y evitar que sucediera algo que los llevara a un camino sin retorno.
—Háblame de ti, Pedro. De tu vida.
—¿Por qué tengo la sensación de que no confías en mí? —dijo él, en tono divertido.
—No… No es eso. Confío en ti —dijo Pau, y se percató de que era verdad.
—Si no es eso —dijo él—, ¿qué es?
—Soy yo —dijo con la garganta seca—. Es de mí de quien no me fío.
—No lo entiendo —dijo él—. No te fías de ti, ¿respecto a qué?
—Contigo. No me fío de mí contigo —admitió y lo miró.
Notó que él se ponía tenso.
—Paula, te lo he dicho, no…
—No, Pedro, por favor, escucha. No lo comprendes —dijo ella, y se acurrucó contra él—. Sé que no lo harás —suspiró—. El problema es que no estoy segura de no hacerlo yo.
—Ya entiendo —la abrazó con más fuerza, la besó en la oreja y le susurró—: ¿Sabes una cosa, Paula? Estás un poco loca.
Nadie le había dicho algo parecido antes. Soltó una risita y terminó riéndose a carcajadas. Escondió el rostro contra la curva del cuello de Pedro y se rio con más fuerza de la que se había reído hacía mucho tiempo.
—¿Sabes una cosa, Pedro? —le preguntó entre risas—. Tienes razón.
Él la besó en la mejilla.
—No pasa nada, bonita, porque yo también estoy un poco loco.
CAPITULO 13: (SEXTA HISTORIA)
Un ruido la despertó antes del amanecer. Pau se incorporó sobre un codo y miró a su alrededor. Era Boyo, olisqueando el suelo.
—¿Tienes hambre? —le preguntó, y agarró la chaqueta antes de salir del saco.
Tiritando, se puso la chaqueta y después sacó la comida de Boyo y la avena para Chocolate. Mientras los animales comían, ella se tomó un paquete de galletas de cacahuete y bebió un poco de agua.
Al cabo de media hora, Pau tenía todo recogido, y continuaba el viaje siguiendo a Boyo.
Al mediodía, hizo una parada corta para descansar un poco, y en menos de una hora estaba en ruta otra vez. Durante la primera parte del recorrido, subieron río arriba. A partir de la tarde, el camino comenzó a llanear.
A media tarde, se detuvieron otra vez y Pau agradeció bajar del caballo. Tenía los músculos doloridos de haber montado tanto rato.
Después de alimentar a los animales, Pau se fijó en que Boyo empezaba a deambular por la zona. «No irá muy lejos», pensó ella, y se dirigió hacia unos arbustos para hacer sus necesidades. Después, se acercó al riachuelo para lavarse.
Tropezó con la raíz de un árbol y se tambaleó. Cuando recuperó el equilibrio y levantó la vista, se detuvo en seco.
Un hombre estaba de pie, al otro lado del riachuelo. Se había cambiado el color de pelo y llevaba gafas, pero Pau lo reconoció enseguida. Jay Minnich. Llevaba un rifle en la mano y la miraba fijamente.
Incluso desde la distancia, ella notó su mirada enfermiza. Dio dos pasos atrás. Él dio tres pasos hacia delante, y se llevó el rifle al hombro.
Pau se quedó paralizada y sintió que el nudo que se le había formado en la garganta le impedía gritar. Tampoco sabía por quién habría gritado.
O sí.
Por Pedro. ¿Dónde estaba?
Sin apenas respirar, Pau dio otro paso atrás. Al ver que él llevaba el dedo hasta el gatillo, ella cerró los ojos y esperó el impacto de la bala contra su cuerpo.
En ese momento, otro cuerpo chocó contra ella y la tiró al suelo. Abrió los ojos y oyó el sonido de una bala sobrevolando sus cabezas.
Pedro. Pau podría haber gritado aliviada, pero se fijó en que Pedro tenía el brazo estirado y la pistola en la mano.
Disparó, y gritó a Boyo para que se quedara a su lado.
Después, se levantó y corrió hacia el agua. Se detuvo en medio del riachuelo y llamó a Boyo. El perro se metió en el agua y cruzó a la otra orilla con Pedro. Pau lo vio hablar y gesticular hacia el perro. Boyo olisqueó el suelo durante unos minutos y se detuvo, mirando hacia delante.
Pau supo que Boyo había captado el rastro de aquel hombre.
—Se ha ido —dijo Pedro, cuando regresó a su lado y le dio la mano para ayudarla a ponerse en pie—. ¿Qué diablos crees que estás haciendo aquí? —no le dio tiempo a contestar—. ¿Estás intentando que te maten?
Pau se humedeció los labios. Estaba casi tan asustada de él como había estado de Minnich.
—Intentaba alcanzarte.
—Sí, bueno, menos mal que Boyo me ha encontrado —exhaló con fuerza—. Si no… —se estremeció al pensar en las consecuencias.
—No voy a decirte que lo siento —dijo ella en tono desafiante—. Me refiero a haberte seguido.
Él suspiró.
—No esperaba que lo hicieras —se volvió—. Vamos.
—¿Adónde?
—A mi campamento, por supuesto, antes de que oscurezca del todo —la miró arqueando una ceja—. ¿O es que prefieres pasar la noche aquí?
—No —negó con la cabeza y lo siguió.
Como Pau no había desempaquetado nada más que la comida de los animales, no tardó demasiado en reunir sus cosas.
El campamento de Pedro estaba muy cerca de donde ella se había detenido. Pedro había encendido una hoguera y había montado una tienda de campaña.
—Una casa lejos de casa —dijo ella, al ver que también había colocado un tronco junto al fuego.
—Sí —contestó él en tono sarcástico—. Solo que no estamos de vacaciones. No deberías estar aquí.
—Pero estoy, así que asúmelo —contestó ella—. Y te dije que vendría. No puedes decir que no te lo advertí.
—Está bien, olvidémoslo. Estás aquí, y ya está —se volvió hacia el fuego—. ¿Te apetece un café?
—Oh, sí —suspiró ella—. Me encantaría. Pero tengo que lavarme antes de que oscurezca.
—Prepararé el café, y la cena, para cuando regreses.
—Gracias —se dirigió hacia el riachuelo.
Después de dos días de viaje se sentía tan incómoda que decidió desnudarse y lavarse entera. Congelada, pero limpia, se secó y se vistió deprisa. Después, regresó junto al fuego para calentarse. Pedro no estaba por ningún lado.
—Ah, ya estás aquí —dijo Pedro, agachando la cabeza para salir de la tienda—. ¿Tienes hambre?
—Mucha —admitió Pau, al notar cómo le rugía el estómago—. ¿En qué puedo ayudarte?
—En nada —contestó él, y se acercó al fuego para remover el contenido de la olla que había sobre una roca—. Todo está bajo control.
—Ya lo veo —Pau miró a su alrededor—. ¿Cómo lo has preparado todo tan rápido?
—Ya había empezado cuando Boyo apareció en el campamento, agarró mi camisa con los dientes y tiró de mí para que lo siguiera. De algún modo, supe que tenía que buscarte —sonrió.
—Hmm —murmuró Pau, y se fijó en la sensación que le provocaba su sonrisa.
—¿Qué te parece una sopa para cenar?
—¿Qué? —Pau pestañeó para volver a la realidad—. Ah, sopa, sí, suena bien. ¿Qué clase de sopa?
—De verduras. Hawk me la dio. Es de la deshidratada, pero está buena. La he tomado en otras cacerías. No debería tardar mucho en calentarse.
—¿Dijiste algo de un café? —le recordó ella.
—Sí, queda un poco en el termo. Sírvete.
Pau se humedeció los labios y se fijó en cómo la miraba Pedro.
—Gracias —contestó con voz temblorosa.
Él permaneció mirándola a los ojos un instante, después se acercó a las alforjas y sacó el termo, al darse cuenta de que ella no sabía dónde estaba. Sirvió un poco de café en una taza de metal y dejó la taza sobre la roca, cerca del fuego.
—Solo tardará un minuto.
El sonido de su voz hizo que Pau se sintiera un poco menos vulnerable. Al parecer, no era la única afectada por la situación de proximidad.
El sol ya se había ocultado cuando empezaron a comer la sopa con trozos de pan duro. De postre, Pau sacó las chocolatinas y contó cuatro para cada uno. Pedro la miró asombrado.
A medida que avanzaba la noche, la tensión en el ambiente era cada vez mayor.
—Queda un poco de café. ¿Te apetece? —le preguntó Pedro, mirándola por encima del borde de la taza.
—Sí, por favor —contestó ella, agradecida de tener una excusa para retrasar el momento de acostarse—. ¿Qué pasa con Minnich? —preguntó ella—. ¿Crees que habrá cruzado el río pensando en que nosotros haríamos lo mismo? —antes de que él contestara, continuó—: Creo que sabe que estamos buscándolo. ¿Tú qué opinas?
Pedro le dio el café antes de contestar.
—Creo que tienes razón.
Pau bebió un sorbo y dijo:
—Entonces, ¿cómo hemos de proceder? ¿Cruzaremos el riachuelo?
—No. Eso es lo que él creerá que haremos. Descubriremos si él ha cruzado o no —dijo con seguridad.
—¿Cómo?
—Boyo conoce su rastro. Si ha cruzado el río, el perro encontrará el camino. Si no lo ha cruzado, continuará a lo largo, porque él sabe que necesitará agua.
—Por supuesto —contestó Pau, sintiéndose idiota. Ella había visto que el perro olisqueaba el rastro del asesino. La única excusa que tenía era que estaba tan nerviosa, que no podía pensar con claridad. Se tomó el café despacio, tratando de alargar lo inevitable todo lo posible.
Pedro se puso en pie.
—Se está haciendo tarde —dijo él, y se desperezó.
CAPITULO 12: (SEXTA HISTORIA)
El día sería largo. A pesar del sol, en las zonas altas el aire era frío. Hacía un día precioso para montar, pero Pau no estaba montando por placer. Iba en busca de dos hombres.
Con un poco de suerte, encontraría a Pedro primero. Pau seguía enfadada, pero también ansiosa y un poco asustada.
Había recorrido selvas, sabanas y todo tipo de montañas.
Aun así, nunca había sentido la emoción que sentían su padre y sus amigos cuando iban de cacería. Pero aquella cacería era diferente. Nunca había salido sola. Y que no debía salir sola era lo primero que su padre le había enseñado.
Boyo iba siguiendo el rastro cerca de un riachuelo. Tenía sentido, Pedro y Minnich necesitarían agua.
Puesto que había desayunado bien, Pau continuó hasta media tarde. Entonces, agradeció bajar del caballo y estirar un poco las piernas. Después de acariciar a Chocolate, le dejó un puñado de avena sobre la hierba. También acarició a Boyo y le dio un poco del pienso que Hawk le había preparado.
Más tarde, abrió la mochila, que había dejado en el suelo, sacó una toalla y se dirigió hacia el riachuelo.
La corriente formaba una espuma blanca alrededor de las rocas. Agarrándose a la rama de un árbol, se arrodilló en la orilla.
El agua estaba tan fría como la nieve deshelada. Pau se lavó las manos, se enjuagó la boca y se lavó la cara. Se secó y regresó junto a los animales, al lugar en el que improvisaría un campamento para pasar la noche. El sol estaba cada vez más bajo y ella tenía cosas que hacer antes de que se ocultara del todo.
Recogió algunas piedras y las colocó en círculo, apiló unos palitos, partió unas astillas y les prendió fuego. Después, colocó un tronco seco que había encontrado sobre las llamas.
El rugido de su estómago le recordó que era hora de cenar.
Abrió las alforjas para ver lo que Hawk le había preparado y encontró dos botellas de agua, galletas de cacahuete, dos manzanas, un trozo de queso y otro de jamón ahumado.
«No está mal», pensó Pau, y sonrió. De hecho, todo era muy nutritivo y apetecible. Acercó un tronco al fuego y se sentó para comer.
Puesto que no sabía cuánto tiempo duraría la comida, ni la cacería, Pau comió con mesura y disfrutó de cada bocado. De postre, se tomó tres chocolatinas de las que había llevado.
Puesto que el sol se estaba ocultando, preparó el saco de dormir cerca del fuego. Cuando oscureciera, bajaría la temperatura, así que decidió ponerse la chaqueta.
Abrazándose a sí misma, experimentó un fuerte sentimiento de soledad. Y también, un sentimiento de añoranza. Echaba de menos a Pedro. Y su beso.
«Maldita sea». ¿Cómo un beso podía haberla afectado tanto? Quizá porque había sido mucho más que un beso. El beso de Pedro era todo, el sol, la luna, el universo.
El ruido de las criaturas nocturnas interrumpió sus pensamientos, y Pau se percató de que había oscurecido del todo. Debía dormir para recuperar energía. Se quitó las botas y la chaqueta y se metió en el saco, vestida. Boyo se tumbó a su lado.
Pero no consiguió conciliar el sueño. Permaneció despierta durante horas, contemplando cómo se apagaban las llamas de la hoguera, mientras otras llamas se prendían en su interior. Eran las llamas provocadas por el recuerdo de Pedro, y de su beso. Se quejó y cerró los ojos con fuerza.
A pesar de que, por fin, el sueño se apoderó de ella, podía sentir los labios de Pedro sobre su boca.
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