jueves, 11 de agosto de 2016

CAPITULO 3: (TERCERA HISTORIA)





Pedro Alfonso era conocido entre sus competidores en los negocios y sus empleados por ser extremadamente inteligente, diabólicamente guapo y enervantemente ecuánime. De hecho, mostraba alguna emoción en tan contadas ocasiones que unos cuantos rumores, y apuestas, habían circulado en la oficina sobre su pasado. Pasado del que nadie conocía nada.


Dado que le interesaban muy poco los chismes de las oficinas e incluso menos lo que la gente opinara de él, no hacía nada para alimentar esos rumores, ni tampoco para desmentirlos. Uno de esos rumores lo pintaba como un entrenado asesino de la CIA. Otro como un agente de una secreta oficina del ejército. Un tercero como el millonario heredero de una cadena de almacenes de automóviles. 


Ninguno de esos rumores hablaba de una esposa. Para la mayoría de la gente era más fácil imaginárselo como un despiadado asesino que como un amante esposo.


Por eso, el día que Paula Chaves llamó a su secretaria para pedir una cita diciendo que era su exesposa, los rumores se dispararon. Para cuando Pedro supo lo de la cita, ya no podía hacer nada para acallar los rumores.


La mañana del miércoles la situación era tan desesperada que antes de que Pedro pudiera siquiera probar el café, Dario Messina entró en su despacho.


Messina Diamonds, el mayor cliente de Alfonso Security, estaba ubicado en el mismo edificio sólo unos pisos más arriba. Así que aunque pareciera que Dario no se había apartado especialmente de su camino para detenerse allí, no era buena señal que se hubiera tomado tiempo un día laborable para hacerlo.


Pedro frunció el ceño tratando de enviar señales subliminales de que se largara de su despacho. Subliminales sólo porque, si lo decía en voz alta, daría la sensación de que estaba demasiado preocupado por la visita de Paula.


—Así que ha llegado a tus oídos.


—¿Lo de Paula?


—Sí. Basándome en el silencio que se hace cada vez que entro a una sala, parece que toda la oficina está hablando de ello. Una buena parte de mis empleados son antiguos militares. Lo lógico sería pensar que no debería tener que soportar esta mierda de ellos.


No era la clase de tipo que hacía muchos chistes, pero cuando los hacía, lo normal era que sus amigos tuvieran la cortesía de reírse. Parecía una mala señal que Dario se limitara a mirarlo.


—Te reúnes hoy con ella, ¿no?


—En sólo unos minutos —se recostó en la silla y sostuvo su café.


—¿Sabes lo que quiere?


—No lo sé. Y no me importa.


—¿Quieres que me quede?


—¿Cuando esté ella? —preguntó Pedro incrédulo. Dario asintió serio—. No, pero apreciaría de verdad si pudieras darle un recado en Biología. Decirle que nos vemos detrás del gimnasio después del entrenamiento.


Dario lo miró inexpresivo y pasó un minuto antes de que Pedro se diera cuenta de que no había tenido una educación normal y jamás había ido al instituto. Pedro suspiró.


—No tengo catorce años. No necesito que me lleves de la mano a conocerla. Ya sabes lo que siento respecto a mi matrimonio.


—Vale —dijo Dario—. No quieres hablar de ello. No quieres pensar en ello. Si no fuera tan buen amigo, me dispararías para que hubiera una persona menos en el mundo que te conoce.


—Creía que ésas eran palabras mías.


Resultaban un poco fuertes, especialmente con los rumores que circulaban sobre que fuera un asesino a sueldo de la CIA, pero cuando las había pronunciado, Dario y él tenían mucha resaca. Demasiado brandy la noche antes había sido el culpable tanto de las confidencias de la noche como de la resaca de la mañana siguiente. Dado que los dos deseaban estar muertos, la amenaza no les había parecido una mala idea.


—¿Está esperando fuera? —preguntó Dario.


—No lo sé —había llegado a las seis de la mañana. Aunque odiaba pensar que estaba escondido en su despacho, no podía rechazar esa posibilidad.


La verdad era que no sabía cómo se sentía por que Paula apareciera en su vida después de tantos años. La había amado. Caído completa y estúpidamente rendido a sus pies. 


De un modo que sólo podía hacer un chico ingenuo. Habría hecho cualquier cosa por ella. Y, niña rica aburrida como ella era, había jugado con él, lo había manipulado y utilizado para volver con su padre. Todo eso después de haberle roto el corazón, puesto fin a su matrimonio y haberlo abandonado en la cárcel.


—Podría ser bueno verla —señaló Dario—. Catártico.


¿Qué podía decir? ¿Que prefería arrastrarse desnudo por una guarida de escorpiones? ¿Que preferiría hacer terapia en un programa en directo de la televisión? ¿Saltar en paracaídas en territorio enemigo? Diablos, ¡sin paracaídas! Saltaría del avión.


Su expresión debió de ser bastante elocuente porque Dario dijo:
—Sabes que puedes anular la reunión. Puedes negarte a verla.


—No, no puedo. Si lo hiciera, todo el mundo en la oficina se preguntaría por qué lo he hecho. Habría aún más rumores y especulaciones. O peor, conmiseración.


Se podía imaginar a la gente pensando que la había cancelado porque le resultaba demasiado duro ver a su exesposa. Después llegaría la empalagosa compasión. La gente siendo agradable con él. Era un director general, por Dios. Tenía clientes entre los que se contaban algunos de los hombres más ricos del estado. Además no era un asesino pero sí un excelente tirador y estaba entrenado en voladuras. Los hombres que podían volarlo todo no debían ser objeto de lástima.


Se puso en pie y se tiró del borde la chaqueta.


—No, lo único que puedo hacer es superar todo esto.


—¿Qué le vas a decir?


—Lo que sea para que salga de mi despacho y de mi vida lo antes posible.




CAPITULO 2: (TERCERA HISTORIA)

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No, no había sido secuestrada. No, su coche no había sido robado. No, jamás antes había visto la pistola que decían había en el bolsillo de Pedro. No, no sabía que él pudiera haber puesto las manos en la gargantilla de diamantes de su madre, que también decían que le habían encontrado.


No le dejaron verlo. No le dejaron llamar a un abogado para él. Ni siquiera le dejaron que le diera un pañuelo. Esperó durante horas en la puerta de la cárcel. Entonces, justo antes de la medianoche, apareció su padre. Tranquilo y completamente controlado le dijo que Pedro quedaría libre de todos los cargos sólo con una condición: ella tenía que firmar los papeles de la anulación del matrimonio. De otro modo se enfrentaba a una pena de entre cinco a diez años en prisión


Así que firmó los papeles.


Un infierno de diecisiete cumpleaños.




CAPITULO 1: (TERCERA HISTORIA)





Catorce años antes


Quedaban menos de siete kilómetros al límite del condado cuando Paula Chaves vio los destellos azules y rojos por el espejo retrovisor. A su lado, Pedro Alfonso soltó un juramento, algo que raramente hacía en su presencia.


Paula se inclinó sobre la consola de su BMW M3 para mirar el velocímetro y después a Pedro, su marido desde hacía exactamente tres horas y cuarenta y siete minutos.


Habían planeado todo hacía semanas. La mañana de su diecisiete cumpleaños, se escabullirían temprano, irían en coche al juzgado y se casarían en una ceremonia sencilla. 


Una vez casados nada podría separarlos. Ni las ideas arcaicas de su padre sobre las clases sociales, ni el alcoholismo del padre de él.


—No vas demasiado deprisa —dijo ella—. ¿Por qué nos hacen parar?


Pedro apretó los labios. Agarró el volante con las dos manos y apretó hasta que los nudillos se le pusieron blancos. 


Conducía él aunque era el coche de Paula, el que le había regalado su padre cuando había cumplido dieciséis. Como si el precio del regalo pudiera arreglar que se lo hubiese dado tres semanas tarde porque se le había olvidado la fecha.


Pedro, por supuesto, no tenía coche. Su padre tenía un Chevy destartalado encima de unos bloques de cemento delante de la caravana donde vivían. Un mes antes, Pedro había conseguido reunir el dinero suficiente para comprar cuatro ruedas de segunda mano en Mann’s Auto, donde trabajaba al salir del instituto. Había pasado semanas tratando de arrancar el Chevy, hasta que había abandonado al ser consciente de que no podía permitirse un alternador. Entonces también había jurado. Había deseado tanto conducir su propio coche cuando fuesen al juzgado.


Su testarudo orgullo era una de las cosas que más le gustaban de él. Eso y el que, en una ciudad de casi veinte mil habitantes, fuera el único que la veía como algo más que la hija de Antonio Chaves, alguien que debería desear una vida de riqueza y perfección.


El miedo le hizo un nudo en el estómago.


—¿Por qué nos paran? —volvió a preguntar más con la esperanza de que a él se le ocurriera una respuesta razonable que porque pensara que la había. Pedro redujo un poco la velocidad del coche—. A lo mejor tienes fundida una luz trasera.


—No —con cada movimiento del velocímetro, el pulso se le aceleraba un poco más.


—No te pares —ordenó impulsiva.


—Tengo que parar —la miró de soslayo. Iban a menos de cuarenta por hora—. Paula, ¿qué pasa?


—Si te paras, sucederá algo horrible —estaba aterrorizada.


—¿Qué? —presionó.


—No lo sé. Pero algo malo. Lo sé. Ha sido demasiado fácil. Seguro que mi padre hará algo horrible, como hacer que te detengan o algo así.


—No hemos hecho nada malo —arguyó con lógica—. El sheriff no me detendrá.


—Mi padre es prácticamente el dueño de esta ciudad. Siempre puede recurrir a sus colegas para que hagan lo que él quiera.


—Eso no es…


—¿Legal? No, no lo es —había aprendido a no subestimar la determinación de su padre—. Nos pararán. Buscará cualquier excusa para inmovilizar el vehículo. Quizá que es robado. Algo. Falsificarán pruebas. Puede que hasta te peguen.


—Eso era lo que te preocupaba… Por eso me animabas a arreglar el Chevy.


Deseó poder negarlo, pero el pánico la tenía paralizada.


«¿Qué pasa si tengo razón? ¿Qué pasa si encuentran el modo de detenernos? ¿Qué pasa si he estado así de cerca de la felicidad y ahora todo se va al garete?».


—No puedo seguir conduciendo —señaló él tratando de ser razonable—. En algún momento tendré que parar.


—¿No puedes parar en el Condado de Mason? —se resistió—. Tenemos un depósito lleno de gasolina. Puedes llegar a Ridgemore y parar allí frente a una comisaría de policía.


Pero mientras hablaba, el brillo de las luces crecía. Miró por encima del hombro a tiempo de ver un segundo coche de policía incorporándose a la carretera tras el primero.


A Ridgemore quedaban por lo menos veinte minutos aún. Si Pedro no se detenía antes, pensarían que estaban huyendo de la policía. Había visto persecuciones de coches en la televisión. Visto conductores sacados de sus vehículos y golpeados.


—Voy a parar ya —dijo con tranquilidad—. El sheriff Moroney es un hombre razonable. Lo conozco de toda la vida. Hablaré con él. Además, tenemos que enfrentarnos a la gente en algún momento. Ahora puede ser uno bueno.


—No. Es mejor marcharse. Después de parar en Ridgemore podemos ir a cualquier sitio. Dallas. Los Ángeles. Londres. Donde sea.


—No podemos ir a cualquier sitio. Ni siquiera has terminado el instituto y tenemos doscientos dólares entre los dos. Además, no puedo abandonar a mi padre —la miró con dureza—. Puedo cuidar de ti.


—Lo sé —estaban casados, ya nada se interponía entre ellos.


—Todo irá bien. Pronto estaremos juntos.


Siempre decía lo mismo cuando estaban juntos, como si se estuvieran despidiendo.


—Viajaremos a un sitio lejano en el que ni siquiera conoceremos el idioma —dijo ella, como siempre decía. Era parte de su elaborada fantasía—. Tomaremos café en una pequeña cafetería al lado de un parque y pediremos platos que no sabemos pronunciar.


—Estaremos en los mejores hoteles —añadió él.


—Beberemos champán del caro.


—Y te cubriré de diamantes —dijo Pedro dando al intermitente y mirando por encima del hombro.


—Y yo te cubriré de amor —dijo ella triste.


Antes de que Pedro siquiera abriera la puerta, ella saltó del coche.


—Sheriff —empezó, pero él la interrumpió.


—Mantente al margen de esto, Paula.


—No.


El sheriff la miró con dureza e hizo una mueca de desaprobación.


—Esto no tiene nada que ver contigo.


—¿Qué sucede, señor? —preguntó Pedro saliendo del coche.


—Vas a tener que acompañarme, Pedro.


—¿Por qué? —preguntó ella—. No ha hecho nada.


El sheriff no la miró a ella, sus ojos seguían clavados en Pedro.


—El coche que conduces se ha denunciado como robado.


—Es mi coche —intervino ella—. No es robado.


—Está a nombre de tu padre, Paula. No hagas esto más difícil de lo que es.


—No puede hacer esto, no lo permitiré —alzó una mano en dirección al sheriff sin darse cuenta de que uno de sus ayudantes estaba tras ella.


No supo si sería exceso de celo o que habría malinterpretado su gesto, pero el ayudante la agarró de la cintura, le sujetó los brazos y la levantó del suelo. Gritó para protestar.


Pedro se lanzó hacia él, pero el sheriff fue más rápido. Lo empujó con una rodilla y un codo y lo tiró al suelo. Paula pasó de la angustia a la rabia. Golpeó al que la sujetaba sin dejar de gritar. Inútil. No la soltó. No podía ayudar a Pedro.


Miró impotente cómo el chico que amaba, su marido desde hacía menos de cuatro horas, era levantado del suelo y metido tras una reja en el asiento trasero del coche del sheriff. Rogó al sheriff, a su ayudante, pero ninguno la escuchó.







SINOPSIS: (TERCERA HISTORIA)




Tendría su noche de bodas


Su matrimonio nunca se había consumado, porque el poderoso padre de la novia lo había impedido. Y después de ser expulsado de la ciudad, Pedro Alfonso se había propuesto olvidar a Paula Chaves. Años después, la mujer con la que una vez estuvo casado apareció en su oficina para pedirle dinero. ¡Cómo habían cambiado las cosas!


La decisión de Paula de firmar los papeles de la anulación dejó una enorme cicatriz en el corazón de Pedro. A cambio de su ayuda, Pedro deseaba lo único que le había sido negado, pero esa vez el juramento de amor no entraría en el trato.