lunes, 22 de agosto de 2016
CAPITULO 12: (CUARTA HISTORIA)
—Traeré un par de colchonetas —Pedro entró en el reducido espacio del remolque—. Encárgate tú del café.
Paula puso los ojos en blanco.
—No vamos a montar un picnic, Pedro. Y tú no vas a quedarte aquí.
El equipo de la policía científica había dejado residuos de polvo por todas partes y Paula quería limpiarlo todo y tener un momento para sí misma, sin la amenaza de aquella mirada tan sensual.
—Oh, pues da la casualidad de que me quedo —apoyó las manos en las caderas—. Aceptaré encantado tu compañía, pero por ningún motivo te dejaré aquí sola.
—Mira, esta no será ni la primera ni la última vez que me quede a dormir en mi oficina. No necesito una niñera. Estoy segura de que quienquiera que haya sido el responsable, solo pretendía hacer una gamberrada. Todavía no sabemos si fue Nate, y si resultara que ha sido él, probablemente a estas alturas se habrá quedado tranquilo después de haber desahogado sus frustraciones.
—No voy a poner en riesgo tu seguridad. Además, así tendremos tiempo para ponernos a trabajar con la lista de tareas de mi hermana.
Paula quiso seguir discutiendo, pero él parecía genuinamente preocupado. No estaba bromeando. Quizá no debería haberse apresurado tanto en quitar importancia al incidente.
—Si te quedas…
—Me quedo —la interrumpió.
—Bueno. Si te quedas, mantendrás las manos y cualquier otra parte de tu cuerpo bien quietas. ¿Está claro, donjuán?
—Sí, señora —sonrió.
Se sorprendió a sí misma haciendo verdaderos esfuerzos para no sonreír a su vez. Maldijo para sus adentros. Aquel hombre tenía una sonrisa contagiosa.
Su móvil sonó en ese preciso instante.
—¿Sí?
—Oh, gracias a Dios. Te he llamado dos veces esta tarde, Paula… —el tono preocupado, frenético de su madre le aceleró inmediatamente el pulso—. Siento molestarte, cariño. ¿Estás muy ocupada?
—No para ti. ¿Qué ha pasado? —se volvió para evitar la interrogante mirada de Pedro.
—No sé cómo decírtelo… —se le quebró la voz—. Tu padre y yo estamos tramitando el divorcio.
Con el corazón en la garganta, se apoyó en el escritorio. Por el rabillo del ojo, vio que Pedro se le acercaba.
—¿Qué?
—Lamento muchísimo tener que decírtelo por teléfono —para entonces, Lorena ya estaba llorando—. Solo quería contártelo antes de que te enteraras de otra manera. Por fin me he decidido a dejarlo.
Paula no sabía si felicitarla o presentarle sus condolencias.
—Mamá, ¿dónde estás ahora?
—En la última propiedad nuestra que no ha perdido tu padre en el juego. La casa de Georgia.
—¿Necesitas que vaya para allá? —le preguntó con el corazón desgarrado.
—Oh, no, querida. Sé lo importante que es ese proyecto para ti. Estaré bien, de verdad.
¿Seguro? Después de treinta años de matrimonio y de las numerosas aventuras de su marido, para acabar sola al final… ¿cómo podía sonar tan positiva, tan tranquila pese a su dolor? Se sintió orgullosa de su madre. La fuerza que exudaba era algo digno de admirar.
—Llámame cuando quieras, mamá. Te lo digo en serio. Tan pronto como haya acabado con este proyecto, me tomaré unos días libres y nos iremos a algún sitio a relajarnos.
Su madre soltó una temblorosa carcajada.
—Eso me encantaría, Paula. Te quiero.
—Yo también —repuso, luchando contra las lágrimas—. Te llamaré mañana.
Cortó la llamada, cuadró los hombros y se volvió una vez más hacia Pedro.
—Voy a salir a hablar con Victor y con el policía —anunció él, adivinando que desearía estar a solas en aquellas circunstancias—. A estas horas casi habrán terminado.
Una vez sola, Paula se enjugó la lágrima que se le había escapado. No quería llorar por aquello. ¿Acaso su padre no le había causado suficiente angustia y dolor con los años?
—Ya se han ido.
Paula dio un respingo cuando vio a Pedro entrar de nuevo y cerrar la puerta.
—Oh, eh… ¿no necesitaban seguir hablando conmigo?
—Yo les dije que tenías una llamada urgente y que te acercarías a la comisaría por la mañana, para comunicarles si echabas algo en falta o rellenar algún informe.
Paulaa se quitó la banda del pelo, se lo recogió hacia atrás todo lo que pudo y se hizo un moño bajo.
—Gracias. Supongo que será mejor que me ponga a recoger.
Pedro atravesó el reducido espacio, pisando papeles y carpetas, para detenerse a unos centímetros de ella.
—¿Te importaría decirme qué es lo que ha dejado ese rastro de lágrimas en tu cara?
—Ahora mismo, sí.
—Vamos a pasar la noche en este remolque. Quiero que sepas que seré todo oídos, si quieres contármelo.
Conmovida, se quedó muy quieta mientras él empezaba a recoger los papeles y a amontonarlos sobre el escritorio. No solo parecía haber dejado en paz el tema, sino que se había ofrecido a escuchar sus confidencias en caso de que estuviera dispuesta a contárselas, sinceramente preocupado por ella. Tenía pues que reconocer que, para ser un playboy, tenía grandes cualidades humanas. De una cosa estaba segura: tendría que mantener la guardia con aquel hombre.
Estaba pisando un terreno resbaladizo, como si se deslizara por una pendiente resbalando cada día un poco más… en el proceso de enamorarse de Pedro Alfonso.
CAPITULO 11: (CUARTA HISTORIA)
Para cuando terminó la jornada, Paula se quedó sorprendida de que Pedro no se hubiera pasado por la obra. No le tenía por un cobarde. De todas formas, se sintió aliviada de no tener que enfrentarse con el hombre que había vuelto su mundo cabeza abajo a fuerza de excitantes caricias y cautivadores besos.
Abandonó el tajo más tarde de lo que había esperado porque perdió la noción del tiempo mientras firmaba las nóminas. Se negaba a admitir que no quería volver a su apartamento, donde los recuerdos de la noche anterior le estallarían en la cara tan pronto como entrara por la puerta. Pero, justo cuando se disponía a introducir la tarjeta en la ranura, recuperó la confianza. En realidad no había sido más que un simple incidente. Seguro que a esas alturas Pedro ya lo habría olvidado.
De repente le sonó el móvil. «Qué ironía», pensó en cuanto miró la pantalla. Pedro había tenido que llamarla en el preciso instante en que acababa de entrar en el escenario donde había demolido todas sus defensas.
—Hola.
—Lamento no haberme pasado hoy por la obra.
Paula se apoyó en la puerta cerrada mientras intentaba sobreponerse al estremecimiento que le recorría todo el cuerpo, consecuencia del sonido de su voz.
—No te preocupes —repuso, sincera—. ¿Qué pasa?
—Esa distribución de los asientos de las invitadas me está volviendo loco. Sé que te has pasado el día trabajando, pero te necesito.
La necesitaba. Significaran lo que significaran aquellas palabras, no podía negar que le encantaba escucharlas.
—Bueno —entró en el dormitorio y empezó a desvestirse—. ¿Quieres que nos encontremos en alguna parte?
—Yo te recogeré. ¿Estarás lista dentro de media hora?
—Claro. Hasta luego.
Colgó antes de que pudiera cambiar de idea. Volver a estar cerca de Pedro resultaba sencillamente inevitable. Después de refrescarse, maquillarse un poco y pintarse los labios, se recogió la melena en un apretado moño en la nuca.
Esperaba que no la llevara a ningún sitio elegante, porque al final se puso unos téjanos cortos y una blusa azul pálido, con chanclas plateadas. Cuando se volvió para mirarse en el espejo de cuerpo entero, frunció el ceño: parecía una adolescente. Pero Pedro llamó a la puerta antes de que pudiera acariciar la idea de cambiarse: sí que era rápido.
Cuando abrió la puerta, forzó una sonrisa. Sabía que se comportaría como si lo de la noche anterior no hubiera significado nada para él. Por ello, necesitaba poner una buena cara para que no sospechara que ella le había ocurrido todo lo contrario.
—Estoy lista —anunció al tiempo que recogía su bolso del pequeño estante que había cerca de la puerta—. Espero que vayamos a cenar. Me muero de hambre.
—¿Te gusta comer, eh? —preguntó, divertido.
—¿A quién no? —cerró la puerta y se guardó la tarjeta—. Me encantaría un buen filete. O una pizza.
Pedro se echó a reír mientras estiraba una mano para pulsar el botón del ascensor.
—Nunca he salido con una mujer que no pidiera ensalada y se dejara luego la mitad.
El corazón le dio un vuelco en el pecho. Dio un respingo y se dio cuenta de que se la había quedado mirando fijamente.
—¿Estamos saliendo?
—¿A ti qué te parece?
Sonriendo, entró en el ascensor.
—Me parece que has estado saliendo con mujeres equivocadas… si estaban tan obsesionadas por vigilar su figura como si fueran adolescentes.
Pedro soltó una carcajada, la siguió al interior del ascensor y pulsó el botón del vestíbulo.
—Estás intentando darme esquinazo, Paula.
—Has sido tú quien no se ha presentado hoy en la obra.
Vaya. No había querido decirlo como si hubiera estado matando el tiempo a la espera de que apareciera… De pronto, sin previo aviso, Pedro se volvió para acorralarla contra la pared del ascensor.
—Me echaste de menos.
No era una pregunta, pero Paula negó de todas formas.
—No. Es que simplemente me había acostumbrado a que te dejaras caer por ahí al menos una vez al día.
—¿Te sentirías mejor si te dijera que habría preferido estar contigo en lugar de en mi oficina? —un brillo seductor relampagueó en sus ojos.
—Me sentiría mejor si me dejaras respirar un poco.
Pedro le plantó un rápido beso a los labios y se apartó justo cuando llegaban a la planta del vestíbulo.
—Por ahora.
Paula soltó el aliento que había estado conteniendo mientras lo seguía fuera del edificio. Medio deslumbrada por el sol, no vio ni su Bugatti ni su Camaro.
—Por aquí —le indicó, y se dirigió hacia donde había aparcado la Harley.
Paula contempló asombrada aquella motocicleta tan masculina, toda negra y con suficientes cromados como para brillar con luz propia.
—Estás de broma.
Pedro se sacó las gafas de sol de un bolsillo de la camiseta y se las puso.
—¿Qué?
—No pienso subir a eso.
Pero él ya había montado y le tendía su casco de repuesto.
Justo en ese momento, le sonó el móvil.
—¿Sí?
Paula frunció el ceño, preocupada, al ver que le hacía señas para que se acercara. Oyó que preguntaba a su interlocutor por lo que había sucedido.
—Sí, está conmigo —dijo al teléfono—. De acuerdo. Estaremos allí en un momento.
—¿Qué pasa? ¿Quién era? —inquirió ella mientras él volvía a guardarse el móvil.
—Alguien ha forzado la puerta y ha entrado en tu oficina de las obras. Vamos.
—¿Quién te ha llamado? ¿Han destrozado algo? —no tuvo más remedio que ponerse el casco.
—Victor. Tiene que marcharse de viaje y pensó en acercarse por el tajo para ver cómo marchaban los trabajos. Vio que habían roto las ventanillas del remolque. Ha avisado a la policía —le ayudó a abrocharse el casco—. Ya está.
Vacilante, Paula se sentó detrás.
—Nunca habías hecho esto, ¿verdad? —le preguntó él mientras arrancaba.
Negó con la cabeza y juntó las manos alrededor de su cintura. Se alegró de haberse puesto los téjanos cortos.
—Tendrás que agarrarte más fuerte, Paula.
—Ya te gustaría a ti… —gritó para hacerse oír por encima del ruido del motor, pero en ese momento Pedro arrancó y ya no pudo hacer otra cosa que sujetarse a él con fuerza.
Llegaron a la obra en un santiamén. Un coche patrulla estaba aparcado al lado de un lujoso deportivo negro. Paula se apresuró a revisar los materiales y los equipos. A primera vista todo parecía en orden, a excepción de los cristales destrozados del remolque. Pedro se detuvo y apagó el motor.
—Ya puedes bajar.
—Oh.
Paula retiró las manos de su cálido cuerpo, casi decepcionada. Aunque la experiencia la había asustado bastante, ahora comprendía por qué Pedro adoraba tanto las motos. La sensación de libertad que proporcionaban sintonizaba perfectamente con su estilo de vida. Bajó y esperó a que él terminara de desmontar para devolverle el casco.
—Vamos a ver qué ha pasado.
Sabía que él también estaba preocupado. Aquella misma semana Paula se había llevado un buen susto con la potencial amenaza de la tormenta tropical, que finalmente se había desviado hacia el mar. Pero el vandalismo era un asunto diferente. Ciertamente esas cosas pasaban en cualquier obra, pero con las últimas lluvias y el despido de Nate, no había tenido tiempo de pensar en la cantidad de horas que la zona de obras quedaba descuidada y… De repente vio la luz. Se detuvo en seco y agarró a Pedro del brazo:
—¿Y si ha sido un acto de venganza?
—Yo estaba pensando en lo mismo. Tendrás que contarle al agente de policía lo que Nate dijo de mi hermana, lo que le dijiste tú cuando lo despediste y darle una dirección donde puedan localizarlo.
Paula asintió. Justo en ese momento, Victor Lawson y un agente de policía salían del remolque. La expresión sombría del multimillonario no ayudó a tranquilizar sus nervios.
—¿Son importantes los daños? —inquirió Pedro.
—Lo han destrozado todo —explicó el policía—. Supongo que usted será el jefe de obras.
—No —lo corrigió Paula, procediendo a presentarse—. Soy yo. Me llamo Paula Chaves y este es Pedro Alfonso, el arquitecto.
—Tendrá que entrar a ver si echa en falta algo.
Paula se volvió hacia Victor.
—Lo lamento muchísimo. Contrataré a un guardia jurado para que vigile la zona de obras fuera de horas de trabajo.
La generosa actitud de Victor alivió un tanto su preocupación:
—Te aseguro que no es la primera vez que pasa algo así en un proyecto mío. Ya he llamado a una empresa de seguridad. Llegarán mañana.
—Yo me quedaré aquí esta noche —se ofreció Pedro.
—No, lo haré yo —saltó en seguida Paula—. Es mi responsabilidad.
—Estupendo. Me encantará tener compañía —le hizo un guiño.
Lo miró desconfiada. Si lo que se proponía era irritarla deliberadamente, lo estaba consiguiendo. Pero no iba a iniciar una discusión en público.
—Voy a revisar el remolque.
—Procure no tocar nada —le advirtió el policía—. Es el escenario de un delito y la brigada científica llegará en cualquier momento para recoger huellas.
Se abrió paso entre los tres hombres y subió los escalones del remolque. Habían dejado la puerta abierta, con lo que echó un primer vistazo desde el umbral. Había carpetas por todas partes, los cajones habían sido vaciados en el suelo.
Afortunadamente Pedro tenía duplicados de todo, pero el hecho de que alguien hubiera violado su espacio personal la indignaba profundamente.
—Habría podido ser peor —dijo Pedro a su espalda.
Se volvió para mirarlo, contenta de tenerlo cerca. Se había subido las gafas y sus ojos oscuros escrutaban el desastre.
¿Por qué su cuerpo reaccionaba de manera tan poderosa ante aquel hombre? Sorprendiéndola, le puso una reconfortante mano sobre un hombro: la ternura de aquel gesto la dejó impresionada. Y le recordó el suceso de la noche anterior, en el vestíbulo de su apartamento. No había podido mostrarse más tierno con ella. Ni siquiera cuando le soltó la gran noticia, casi cuando había sido demasiado tarde.
CAPITULO 10: (CUARTA HISTORIA)
Cuando Pedro aparcó frente al complejo de apartamentos, Paula se dispuso a bajar en seguida.
—Gracias por haberme traído.
—Te acompaño.
Empezó a protestar al ver que salía del coche, pero él le abrió la puerta caballerosamente y le tendió la mano, no dejándole otra opción que aceptarla. Quería escapar de él, de sus maneras autoritarias y desfasadas.
Después de avisar al portero de que volvía en seguida, Pedro la tomó de la cintura y entró con ella en el ascensor. Aquella actitud suya de super macho no era de su gusto, ciertamente.
Cuando el ascensor llegó a su planta, Pedro le quitó la tarjeta de las manos y la deslizó por la ranura de la puerta.
Se recordó que no podía dejarlo entrar. No se trataba solamente de que desconfiara de su propia fuerza de voluntad en el instante en que lo viera trasponer aquel umbral: tampoco estaba dispuesta a que viera sus cosas personales. Nadie había visto nunca todas las fotografías que solía llevarse de obra en obra. Cuando apenas unas horas antes le había preguntado por ellas, casi le había entrado un ataque de pánico.
Se abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarla pasar.
—Gracias otra vez —se volvió hacia él, tendiéndole la mano para que le devolviera la tarjeta—. Supongo que te veré el lunes.
Pero él no le devolvió la tarjeta, como había esperado. En lugar de ello se dedicó a mirarla, deteniéndose especialmente en su boca.
—Te he observado durante toda la noche —pronunció con una voz ronca y dulce a la vez—. Y jamás en toda mi vida había hecho un esfuerzo tan grande de contención.
—No, Pedro. Dame la tarjeta.
Dejó la tarjeta en su mano abierta, pero acto seguido le acarició una mejilla, rozándole el labio inferior con el pulgar.
—En realidad no quieres que me vaya. Si eres sincera contigo misma, quieres saber cómo será… lo nuestro.
Sí. Había fantaseado, soñado con ello. Pero eso no quería decir que fuera a suceder.
—Somos tan diferentes, Pedro…
Dio un paso hacia ella.
—Me iré si me lo pides —murmuró un segundo antes de besarla en la boca.
La abrazó de la cintura mientras la incitaba a entreabrir los labios con la presión de su lengua. Dadas las características de su vestido, Paula pudo sentir las palmas ásperas de sus manos recorriendo su espalda desnuda, como demostrándole una vez más lo muy diferentes que eran… y lo muy maravilloso que resultaba aquel contraste.
La apretó contra sí mientras subía una mano hasta su pelo y le masajeaba la nuca. Tan aturdida había quedado con aquel asalto que ni siquiera se había dado cuenta de que le había hecho retroceder y se encontraban en aquel momento en el vestíbulo del apartamento. La puerta se cerró de golpe, con lo que la luz del pasillo dejó de iluminarlos.
Intentó empujarlo, pero sus dedos se cerraron sobre sus duros bíceps. Reinaba una leve penumbra, procedente de la luz del salón interceptada por la media pared que separaba ambos espacios.
—Pedro —pronunció sin aliento—. No puedo. No podemos.
Vio que tenía los párpados entornados, los labios húmedos.
Jadeaba levemente.
—No tengas miedo —susurró al tiempo que la acorralaba contra la pared y volvía a apoderarse de su boca.
Miedo ya había tenido: en aquel momento estaba aterrada.
Ciertamente no de él, sino de sí misma por desear algo sobre lo que no ejercía control alguno.
Le echó los brazos al cuello y se apretó contra él. El lazo que le sujetaba el vestido por la parte posterior del cuello se soltó de golpe con un pequeño tirón. La sedosa tela se fue deslizando, para detenerse allí donde se juntaban sus cuerpos. Pedro se apartó entonces, interrumpiendo el beso por un instante. Ambos bajaron la mirada justo cuando la tela dejaba al descubierto sus senos.
—Maravilloso —susurró.
—Pedro…
—Sshhh —le puso un dedo sobre los labios—. No te haré daño.
Pero lo apartó un poco más, antes de que él pudiera volver a reclamar sus labios.
—Yo nunca he hecho… esto antes. Y por mucho que me guste ceder a la tentación… simplemente no puedo.
Pedro se la quedó mirando atónito, consternado. Luego, lentamente, le subió las cintas del vestido y se las ató con dedos temblorosos. Paula no podía dejar de mirarlo mientras se dejaba arreglar el vestido. El bochorno y la vergüenza la consumían.
—Yo… no quería provocarte, ni dejar que esto se nos escapara de las manos…
Pedro retrocedió un paso y hundió las manos en los bolsillos del pantalón.
—No sé qué decirte.
—No pasa nada —Paula se abrazó como para entrar en calor, mirando al suelo—. Haremos como si esto no hubiera sucedido nunca. La culpa fue mía por haberte dejado entrar.
—No, Paula —su voz ronca pareció envolverla—. Yo he querido entrar contigo. Y nada me habría impedido hacerlo.
No podía mirarlo, no quería leer la desaprobación en sus ojos. ¿Desde cuándo le importaban los sentimientos de Pedro o lo que pudiera pensar de ella? Esa era precisamente la razón por la que no se relacionaba con hombres a ningún otro nivel que no fuera el profesional. Sus emociones acechaban justo debajo de su helado exterior, y no necesitaban grandes estímulos para aflorar.
Pedro le puso un dedo bajo la barbilla, obligándola suavemente a alzar la cabeza.
—Mírame.
Por mucho que quisiera evitarlo, sabía que cuanto antes lo hiciera, antes se marcharía él y antes podría ella superar aquel incómodo momento. Lo miró por fin, pero en lugar de leer en sus ojos la furia o la decepción, se encontró con una apasionada, enternecedora expresión.
—¿De qué te avergüenzas? —le preguntó—. Estoy sorprendido, sí, pero sobre todo estoy impresionado. Sabía que eras fuerte e independiente, pero no sabía que fueras también tan vulnerable.
—Ni soy vulnerable ni estoy avergonzada.
Pero Pedro le acarició delicadamente los labios con el pulgar.
—No me mientas, y tampoco te mientas a ti misma. Crees que estoy decepcionado, así que te avergüenzas de haber perdido el control. Y eres vulnerable, ya que tienes miedo de resultar herida. ¿Quién te ha hecho tanto daño, Paula? ¿Quién ha sembrado ese temor en tu alma?
Las lágrimas le quemaban los ojos, la nariz, la garganta.
Cuando estaban a punto de aflorar, cerró los ojos y apartó la cara para liberarse de aquel hipnótico contacto.
—Déjame —susurró—. Solo… déjame.
—Yo nunca te obligaría a nada, nunca te presionaría. Pero no renunciaré a la atracción que existe entre nosotros, y tú tampoco —se volvió hacia la puerta—. Soy un hombre paciente y te esperaré, Paula. Todo esto es nuevo para ambos, y es algo a lo que ambos tendremos que acostumbrarnos —antes de que ella pudiera decir algo, abrió la puerta y se marchó.
Mortalmente exhausta, se quedó apoyada en la pared opuesta a la del gran espejo del vestíbulo. Apenas se reconocía a sí misma. Tenía la boca inflamada, las mejillas ruborizadas, mechones sueltos del moño le caían sobre la cara y los hombros. Parecía una mujer que acabara de librar una batalla.
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