miércoles, 27 de julio de 2016
CAPITULO 23 : (PRIMERA HISTORIA)
Mientras seguía a Paula por el pasillo, Pedro se sacó el teléfono móvil y le mandó un mensaje de texto a su secretaria para que cancelara la reunión que tenía a las tres de la tarde.
—¿Cómo vas a enfocar la presentación? —quiso saber Pedro.
—¿Por qué lo quieres saber? —preguntó Paula con desconfianza.
—Te recuerdo que se trata de mi restaurante y de mi edificio. Creo que tengo derecho a preguntar.
—Creía que iba a llevar yo el proyecto porque a ti no te interesaba —contestó Paula mientras cruzaban el spa.
—He cambiado de opinión.
—Pero…
—Es una broma, Paula. No pienso interponerme en tu camino. Sólo es curiosidad. Quiero saber qué tal te va.
—La verdad es que todavía no he elegido un tema central —contestó Paula—. Cuando encontré los menús, pensé que podría centrarme en los estilos de moda de aquella época y buscar información sobre la vida social, las veladas y las cenas de aquel entonces, pero, cuando encontré los libros de registro y vi la cantidad de gente famosa que se ha hospedado en el hotel, me di cuenta de que podríamos obtener algo espectacular si buscamos bien.
Pedro asintió mientras salían al jardín.
—Me gusta la idea.
—¿De verdad?
—Sí, es buena. ¿Has pensado en hablar con Marco Elliot?
—¿Con quién?
—Con Marco Elliot. Mi familia le compró el hotel a la suya a mediados de los años sesenta. Ellos fueron los primeros propietarios.
Paula lo miró con interés.
—¿Y sigue vivo?
—Sólo tiene cuarenta y cinco años. Es el nieto del Elliot que construyó el Quayside
Paula asintió.
—Me interesa, quiero hablar con él.
—Espera un momento, lo voy a llamar antes de entrar en el sótano porque no creo que allí dentro tenga cobertura.
—¿Así sin más?
—Sí, así sin más.
—¿Y te sabes su número?
—Tengo muy buena memoria.
—Increíble.
—Sí, soy un hombre increíble —sonrió Pedro—. Con Marco Elliot, por favor —le dijo a la persona que le contestó el teléfono—. Soy Pedro Alfonso.
Paula se quedó mirándolo fijamente y Pedro le devolvió la mirada. Había intentado no pensar en ella, pero en aquellos momentos estaba recordando con todo lujo de detalles la noche que habían pasado juntos.
—Hola Pedro, ¿qué tal estás?
—Hola, Marco, estoy bien. Muy bien, la verdad. ¿Y tú?
—Lo cierto es que la empresa va bien, pero estoy un poco preocupado por los precios del metal en el mercado internacional. ¿Qué le vamos a hacer?
Pedro chasqueó con la lengua.
—¿Tendrías tiempo para que nos viéramos esta tarde un rato y tomáramos algo?
Paula lo miró con los ojos muy abiertos. Aquella expresión le recordó a Pedro sus orgasmos y se sintió atrapado por los recuerdos.
—Claro que sí —contestó Marco—. ¿Te va bien después de las cuatro?
—Perfecto —contestó Pedro.
—¿Qué haces? —le preguntó Paula.
—¿Te apetece que nos veamos en el Sea Shanty? —propuso Marco.
—Muy bien, eso suena a noche de margaritas.
—Nos vemos allí —contestó Marco despidiéndose.
Pedro colgó el teléfono.
—Creía que la cita iba a ser para mí —comentó Paula
—Así es mejor —contestó Pedro indicándole las escaleras que bajaban al sótano—. Marco me conoce y confía en mí.
—Pero tú tendrás cosas que hacer —objetó Paula comenzando a bajar.
—Hoy me has pillado en un día tranquilo.
—Todo esto lo puedo hacer yo sola —insistió Paula.
—Ya lo sé —contestó Pedro mandándole otro mensaje de texto a su secretaria mientras seguía a Paula.
CAPITULO 22 : (PRIMERA HISTORIA)
Paula no tenía ninguna intención de ver a cierto Alfonso-DuCarter, así que decidió que, si se daba prisa, podría visitar el sótano ella solita.
Llegó al spa sin problema y, a continuación, salió al jardín tranquilamente. En efecto, allí localizó rápidamente una escalera de cemento que conducía a una puerta vieja.
Perfecto. Lo único que tenía que hacer era cruzar la pradera, sortear las flores y los parterres, bajar las escaleras y abrir la cerradura con su tarjeta de crédito. Lo había visto hacer muchas veces en televisión. No creía que aquella puerta fuera a ser muy resistente teniendo en cuenta que se accedía a ella a través de un jardín interior.
Paula pasó junto a una pareja que estaba sentada en un banco de madera. Un par de mujeres mayores le sonrió mientras admiraban las rosas floridas.
Paula miró hacia atrás. No parecía que nadie le estuviera prestando atención, así que bajó las escaleras. A medida que las iba bajando, la temperatura se iba haciendo más fría.
El cemento de las escaleras había saltado en algunos lugares y había musgo en los rincones más húmedos.
Paula se encontró con una puerta de madera cerrada con una barra de hierro de la que pendía un viejo candado que, para su suerte, estaba abierto.
Paula miró por última vez hacia el jardín, quitó el candado y abrió la puerta.
Bingo.
Si, al final, aquello de la decoración no le daba de comer siempre podría contactar con la CIA.
Una vez dentro, palpó la pared en busca de un interruptor que no tardó en encontrar. Con la luz fluorescente encendida, Paula vio que estaba en una habitación muy grande cuyo techo estaba cruzado por tuberías metálicas y cables eléctricos. Había unas calderas enormes a un lado, pero estaban frías, lo que indicaba que ya no se utilizaban.
Abrió una puerta, encontró otro interruptor y vio que se encontraba en la antigua sala de lavandería pues había lavadoras y secadoras de tamaño industrial. Nada de interés histórico. Avanzó por el pasillo y fue descubriendo los vestuarios de los empleados, una rampa de servicio y el cuarto de contadores.
Cuando ya creía que se iba a ir de allí con las manos vacías, fue a parar a una pared entera de armarios blancos. Al abrir el primero, se encontró con una hilera de uniformes polvorientos, pero en sorprendente buen estado. En la estantería superior había delantales y cofias y en el suelo había varios pares de zapatos intactos colocados por tallas.
Paula sonrió y siguió abriendo puertas. En el siguiente armario encontró botellas de lejía, detergente líquido, escobas y mopas. En el tercer armario encontró menús antiguos y pensó que, tal vez, al chef actual le gustara tenerlos para incluirlos en la carta.
Con la idea en la cabeza de crear un menú histórico, se giró hacia la última estantería, donde encontró los libros de registro del hotel.
La emoción se apoderó de ella.
Paula se arrodilló y siguió buscando. Pronto encontró un montón de registros de los clientes del Quayside. Por las fechas, se dio cuenta de que eran de las primeras épocas del edificio. Un montón de gente conocida se había alojado allí.
—Póngase en pie despacio —dijo una voz masculina a sus espaldas—. Y apártese del armario.
Paula sintió que el estómago se le encogía. Al girarse, vio a un joven guarda de seguridad con una mano sobre la funda de la pistola.
—Señora, por favor, deje ese libro donde estaba y aléjese del armario.
—No lo entiende —contestó Paula—. Trabajo aquí. Sólo estaba…
—¿Tiene la identificación?
—Por supuesto.
—Deje ese libro en su sitio.
—Sí —contestó Paula dejando el libro en la estantería y abriendo el bolso.
—Despacio —insistió el guarda mirándola con recelo.
Paula intentó sonreír mientras buscaba su cartera.
—Se lo puedo explicar todo. Estoy haciendo un informe histórico sobre el hotel y…
—De momento, déjeme ver su identificación, señora.
Paula le entregó el carné de conducir.
—Este es su carné de conducir —comentó el guarda mirando la fotografía.
—Sí.
—Lo que le estoy pidiendo es su tarjeta de empleada del hotel.
—No soy empleada del hotel. Soy…
—Venga conmigo —le indicó el joven echándose a un lado para dejarla pasar.
—Pero…
—Por favor.
—Hay mucha gente en el hotel que me conoce y que puede dar referencias sobre mí.
—Las llamaremos en cuanto lleguemos a la oficina de seguridad —contestó el guarda hablando por el interfono—. ¿John? He encontrado una intrusa en el sótano. Sube conmigo. Llama a la policía.
¿La policía? Paula se estaba enfadando.
—No soy una intrusa. Me contrató Henry Wenchel. Llámelo a través de ese artilugio y él se lo dirá.
Por cómo la miró, Paula comprendió que el hombre no la creía.
—Ya lo llamaremos desde arriba.
—¿Ah, sí? ¿Antes o después de esposarme? —se burló Paula.
—Por favor, señora, pase —le indicó de nuevo.
Paula sacudió la cabeza, tomó aire con frustración y salió por la puerta. Aquello era lo último que le apetecía. Había descubierto un tesoro y se moría de ganas por seguir investigando a ver si encontraba más cosas en los armarios.
Sentía al guarda de seguridad detrás de ella, muy cerca, como si creyera que pudiera hacer algo. Claro, era obvio que era una delincuente profesional que había entrado en el hotel para robar productos de limpieza y uniformes antiguos.
Una lógica aplastante.
Paula mantuvo la cabeza alta muy dignamente mientras cruzaban el jardín y el balneario. Cuando llegaron a la oficina de seguridad, el guarda le indicó que pasara. Paula se sentó y, para su asombro, oyó que el joven cerraba la puerta con llave y se iba.
—Llame a Henry Wenchel —le gritó.
Paula permaneció sentada en la silla con la frente apoyada en las manos, diciéndose que todo aquello se resolvería en breve. Aquella situación era de lo más vergonzosa. Ojalá Henry apareciera pronto.
Él que apareció fue el guarda de seguridad de nuevo.
Menos mal.
—… no sé qué estaría haciendo ahí abajo —les estaba diciendo a dos agentes de policía uniformados—. Como el embajador va a llegar en breve, no he querido arriesgarme.
¿El embajador? ¿Qué embajador?
—¿Ha llamado a Henry? —insistió Paula.
—No he podido dar con él —contestó el guarda de seguridad.
Los agentes de policía cerraron la puerta.
—¿Le importa que le hagamos unas preguntas?
Paula mantuvo su atención en el guarda de seguridad, haciendo como que los policías no estaban allí.
—Llame a Tomas Alfonso. Él le dirá quién soy.
—Primero, tendrá que contestar a nuestras preguntas —dijo uno de los agentes sacando una libreta.
—Si llaman a Tomas Alfonso, no habrá necesidad de que conteste a sus preguntas —contestó Paula.
—¿Qué estaba usted haciendo en el sótano? —preguntó el otro agente.
—Estaba buscando información para hacer un proyecto sobre la historia del hotel.
—¿Para qué es ese proyecto?
Paula no contestó inmediatamente. No estaba segura de si podía confiar en el guarda de seguridad. Si, al enterarse de que iban a pedir la declaración de Patrimonio Histórico para el hotel, se lo contaba a los demás empleados, el efecto sorpresa para cualquier campaña de publicidad que daría anulado.
En aquel momento, se abrió la puerta y apareció Pedro, que miró a su alrededor hasta que sus ojos se posaron en ella.
—Ya me ocupo yo de esto —les dijo a los agentes tendiéndoles la mano—. Gracias por acudir tan rápido.
—¿Conoce usted a esta mujer? —le preguntó uno de ellos.
—Sí, la conozco —contestó Pedro.
El guarda de seguridad palideció.
Los policías se marcharon y Pedro se giró hacia el joven para estrecharle la mano.
—Buen trabajo.
El joven se relajó.
—Esta mujer tiene permiso para moverse libremente por el hotel —le explicó Pedro.
—Lo siento mucho…
—No pasa nada —lo tranquilizó Pedro dándole una palmada en el hombro—. Lo ha hecho bien —añadió abriendo la puerta e invitándolo a irse.
Una vez a solas, Pedro se apoyó en la puerta y sonrió. Era obvio que estaba haciendo un gran esfuerzo para no estallar en carcajadas.
—¿Lo ha hecho bien? —se burló Paula, que no sentía ningunas ganas de reírse.
—Sí, el guarda de seguridad ha hecho bien su trabajo —contestó Pedro—. No iba a ignorar a una mujer a la que no conoce que está deambulando por el sótano abandonado. Podrías haber estado poniendo una bomba.
—Estaba leyendo menús antiguos.
—Sí, pero él no lo sabía.
—Podría haber indagado un poco antes de llamar a la policía. Ya me veía esposada en la comisaría central.
—No te preocupes, yo habría pagado tu fianza —le aseguró Pedro dando un paso al frente.
Paula se puso en pie.
—Muchas gracias.
—¿Qué estabas haciendo ahí abajo?
—Estaba buscando información y objetos antiguos para la presentación de la solicitud de Patrimonio.
—¿Y has encontrado algo?
—Sí —contestó Paula olvidándose del episodio que acababa de vivir y recuperando el entusiasmo de los hallazgos—. He encontrado los libros de registro originales. Voy a volver a bajar ahora mismo.
—Vamos.
—¿Vamos?
—Sí, voy contigo, no quiero que te vuelvan a arrestar.
—No me han arrestado.
—Casi —sonrió Pedro—. Tendría que haber esperado para verte con esposas.
—Pervertido.
—Cómo lo sabes —contestó Pedro con un brillo divertido en los ojos.
Paula intentó ignorar el escalofrío que le recorrió la columna vertebral.
—¿Y no tienes ninguna reunión o algo así? —se extrañó.
—No —contestó Pedro.
—¿Ninguna conferencia ni ningún documento que firmar?
—Nada. Anda, vamos.
CAPITULO 21 : (PRIMERA HISTORIA)
Paula se había pasado toda la noche pensando en las palabras de Pedro. ¿Habría accedido a cualquier cosa que le hubiera pedido antes o después de haber hecho el amor?
¿Eso significaba que era buena en la cama o simplemente que la deseaba mucho?
Mientras seguía a Juliana a la oficina del director del hotel, se dijo que no tenía ni idea. Habían decidido empezar por allí su investigación histórica.
—¿Sabes que aquí fue donde Tomas me besó por primera vez? —le dijo su amiga mientras buscaban en los archivos de Henry Wenchel en busca de los planos arquitectónicos originales.
—¿Eso fue cuando te obsesionaste con la idea de que pasaba de ti?
—Sí, esa vez —sonrió Juliana encontrando los planos—. Estábamos buscando lo mismo que ahora.
A continuación, cerró el cajón, se acercó a la mesa de Henry y extendió los planos. Paula dio la luz y la ayudó.
—Son geniales —exclamó aquí mirando los planos originales de 1940.
—¿Dónde te besó a ti Pedro la primera vez? —le preguntó Juliana.
—Yo creo que sería mejor que los enmarcáramos —contestó Paula.
No quería pensar en los besos de Pedro, ni en su olor, ni en su voz ni en nada que tuviera que ver con él.
—Venga, cuéntamelo —insistió Juliana.
—En el Túnel del Amor —contestó Paula—. Ya te lo había dicho. Los enmarcamos y los colocamos en el restaurante.
—Ese beso no cuenta.
—Mira, aquí se ve cuándo añadieron la sala de conferencias.
—Qué interesante. ¿Dónde te besó por primera vez?
—En la boca. ¿Sabías que el hotel tenía un sótano?
—Sí, lo convirtieron en aparcamiento hace veinticinco años. Me refería al lugar espacial y no al lugar de tu cuerpo.
—¿Queda algo del sótano original?
Juliana sonrió y se cruzó de brazos.
—Sí. Yo sé ir, pero primero tendrás que confesar. Quiero saber el lugar donde te besó Pedro por primera vez.
Paula se puso a elegir los planos que estaban en mejor estado para mandarlos enmarcar.
—Eres una cotilla.
—Me han dicho que fue en la limusina.
—¿Quién te lo ha dicho?
—¿Es verdad?
—No.
—Tomas me ha contado que os fuisteis a pasear en limusina. Supongo que se lo habrá contado Pedro. ¿Qué pasó con la suite Roosevelt?
¿Pedro se lo había contado todo a Tomas? ¿Por qué iba a hacer algo así? Tenía treinta y cuatro años. No dieciséis.
No le importaba que su amiga supiera ciertos detalles, pero no le hacía ninguna gracia convertirse en el centro de las conversaciones de todo el mundo.
—Me parece que a los hermanos Alfonso-DuCarter les interesa demasiado la vida sexual de los demás.
—¿Mantuvisteis relaciones sexuales en la limusina? —se sorprendió Juliana.
—Ya veo que se te ha pegado su voyeurismo.
—No te hagas la tonta. Tú fuiste la primera que quiso saber todos los detalles sobre Tomas y yo.
—Aquello fue diferente. Tomas era una relación seria mientras que Pedro solamente es chocolate.
Y, al igual que el chocolate, demasiado Pedro le haría daño.
—Por si no te acuerdas, comencé a salir con Tomas para olvidarme de Brandon.
—Te salió bien, ¿eh? —sonrió Paula fijándose de nuevo en los planos—. Me gusta tal y como están.
—No estamos hablando de mí.
Paula suspiró.
—No, estamos hablando del hotel.
—No, estamos hablando de lo que pasó cuando Pedro y tú os fuisteis de la fiesta.
—No te vas a dar por vencida hasta que te lo cuente todo, ¿verdad?
—Tú harías lo mismo.
Paula enrolló los planos que había elegido y los metió en un tubo de cartón. Lo mejor sería acabar con aquello cuanto antes. Así, podría dejar de pensar en Pedro para el resto del día.
—Muy bien, allá voy. Me besó en el Lighthouse el fin de semana que Tomas nos dejó encerrados. Y, sí, mantuvimos relaciones sexuales ayer en la limusina.
—¿Con el conductor y todo? —se sorprendió Juliana.
—No, la pantalla de división estaba subida. Y no me atraen los tríos de momento.
—Ah.
—Pareces decepcionada. ¿Habrías preferido que el conductor hubiera estado mirando? ¿Desde cuándo eres así de exhibicionista?
—Me dejas de piedra.
—Dos veces —se lanzó Paula.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿Vas a repetir?
—No. Dijimos que como el chocolate. Ya he tenido mi dosis y se acabó —contestó Paula dispuesta a irse.
—Entonces, ¿se acabó?
—Por supuesto —contestó Paula apagando la luz.
—¿Cada cuánto tiempo tienes una crisis de chocolate? —quiso saber Juliana.
—Suelo aguantar unos cuantos meses.
—Te doy unos días.
Lo cierto era que hubiera podido caer de nuevo hacía unas horas, pero no estaba dispuesta a admitirlo. Se había acostado con él con el propósito de no obsesionarse con él, pero no estaba dispuesta a repetir cada poco tiempo para mantener su salud mental.
Paula se recordó que aquel hombre era muy peligroso.
—Estás perdida —le dijo su amiga.
—Ya lo veremos. ¿Cómo se baja al sótano?
En aquel momento, se abrió la puerta y apareció Tomas.
—Por el spa —contestó Juliana—. Hay una puerta en el jardín.
—¿Una puerta en el jardín para qué? —quiso saber Tomas.
—Para bajar al sótano —contestó su mujer.
—¿Podrías acompañarme? —le preguntó Paula.
—Yo no tengo llaves. Las tiene Pedro.
Paula se estremeció de pies a cabeza ante la posibilidad de volver a ver a Pedro. Aquello no iba bien.
—¿Se las podrías pedir?
—No, tengo una reunión dentro de diez minutos —contestó Tomas.
—¿Y tú? —le preguntó a Juliana.
—Yo tampoco, lo siento. Tengo una reunión en la biblioteca.
—Le prometí a Pedro que no lo iba a molestar con la investigación histórica.
—Pero nos ibas a mandar a nosotros a molestarlo, ¿eh? —bromeó Tomas.
—Vosotros sois su familia —se justificó Paula—. ¿Y el guarda de seguridad no tiene copia?
—Sí, supongo que sí, pero no creo que te la dé a menos que tengas permiso de Pedro.
—No te preocupes —le dijo Juliana a su amiga con falsa compasión—. Si fuiste capaz de hacerlo en la limusina, podrás hacerlo también en el sótano.
Paula sintió que se sonrojaba de pies a cabeza.
—Yo no sé nada —dijo Tomas levantando las manos.
—Ya sabía yo que tenía que haber una buena razón para que los Chaves nos hubiéramos mantenido alejados de vosotros, los Alfonso-DuCarter, durante tanto tiempo —contestó Paula sacudiendo la cabeza.
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