sábado, 13 de agosto de 2016

CAPITULO 9: (TERCERA HISTORIA)




La vista desde la terraza del piso de Ramiro siempre dejaba a Paula sin aliento. El aire era sorprendentemente fresco y olía ligeramente al romero que Ramiro tenía en jardineras a lo largo de la barandilla. La vista de la zona histórica y el centro siempre la tranquilizaba. Desde esa distancia, los defectos de la ciudad desaparecían. No había nada sucio o feo.


No era una persona del tipo romántico, pero quizá el paso del tiempo le había hecho olvidar los defectos de Pedro, su terco orgullo para empezar, lo mismo que esos diecisiete pisos desdibujaban los peores aspectos de las calles de más abajo.


No sabía qué pensar de la conducta de Pedro la noche anterior. No pensaba que fuera una persona cruel. Pero se había comportado cruelmente. Aunque sin malicia, eso podía verlo. No, su ira había sido puramente defensiva.


Por supuesto eso no lo excusaba. Pensar que alguien que estaba dolido tenía derecho a ser mezquino era una actitud peligrosa. Incluso aunque se hubiera sufrido no estaba bien hacer daño a los demás. Aun así la entristecía pensar que él hubiera mantenido tanto tiempo ese resentimiento.


En ese momento Ramiro entró en la terraza con una taza de café en una mano, la tensión que vibraba dentro de él quebró la breve ilusión de que ésa era otra de sus perezosas mañanas de sábado.


—Jamás he entendido cómo puedes permitirte vivir aquí —dijo ella—. Dada tu actual crisis financiera quizá deberías considerar mudarte a un sitio más pequeño y con un precio más ajustado.


—Nada de charlas hoy, hermanita —dijo él con una sonrisa amarga.


—Vale. Primero nos enfrentaremos a los de las pistolas que quieren tus vísceras, después abordaremos el asunto de vivir por encima de los propios medios.


—¿Cómo puedes hacer bromas en un momento como éste?


«¿Cómo no hacerlas?», quiso responderle.


—Eras mucho más divertido antes de deber una cantidad de dinero que da miedo —alzó las manos en un gesto de inocencia—. Vale, paro. Pero no puedo evitarlo. El humor negro es una enfermedad profesional de las trabajadoras sociales, ya lo sabes.


Lo que era cierto, la mayoría de las trabajadoras sociales, incluida ella, recurrían al humor para soportar las deshumanizadoras situaciones a que se enfrentaban en el trabajo.


Se bebió lo que le quedaba de café y dejó la taza en cualquier sitio, se giró en el asiento para mirar a su hermano. Ramiro parecía tan descorazonado, ¿y quién podía reprochárselo? Le dedicó lo que esperaba fuera una palmada de ánimo en la mano.


—Encontraremos una solución, no te preocupes.


—Lo sé —sonrió—. Eres una gran hermana.


—Chico, eso es un clásico —dijo con una risita.


—¿Qué? —preguntó lleno de inocencia.


—Consigues criticarme incluso cuando dependes de mi ayuda.


—No quería…


—Sí —dijo ella—, crees que me entrometo.


—Claro que te entrometes —dijo antes de dar un sorbo a la taza de café—. La mitad del tiempo me tratas como a una de las mascotas que recoges en los refugios de animales.


No se molestó en decir que la mitad del tiempo él actuaba con menos responsabilidad que sus mascotas.


—Pero —señaló ella—, da lo mismo lo enfadado que estés porque me entrometa, aceptarás mi ayuda, ¿verdad?


—No es que me molesté que te entrometas, hermanita. Me gustaría que te dedicaras más a vivir tu vida que a ocuparte de mí y de otros descarriados. Puede que yo no ande siempre por aquí…


Se le hizo un nudo en la garganta por la abierta referencia al peligro en que se encontraba. Por un momento, su cinismo casi desapareció y un destello de auténtico cariño brilló en sus ojos. Paula casi pudo imaginarse a los dos de niños. Que él era aún el hermano pequeño que la había buscado a ella para todo.


—Aprecio lo que haces, lo sabes —dijo él con una mueca en los labios—. Aprecio que vayas a esa fiesta esta noche para poder hablar a Pedro de mí.


—Sobre eso… —dudó un momento sintiendo una extraña punzada de culpabilidad por actuar a espaldas de Ramiro.


¿De qué tenía que sentirse culpable? Ramiro le había comprado una entrada para la velada de Messina Diamonds destinada a recaudar fondos para una obra benéfica. Era una recepción que todos los años se celebraba en Messina Diamonds. Incluso aunque fuera una obra benéfica en la que creía, una que sufragaba campamentos de verano para adolescentes problemáticos, jamás habría soñado con asistir a una de sus veladas. En parte porque jamás podría pagar el precio de la entrada, pero sobre todo porque jamás se arriesgaría a toparse con Pedro.


Cuando Ramiro le había pedido por primera vez que recurriera a Pedro para conseguir el dinero, se había presentado con una entrada para ese evento con el fin de que pudiera utilizar esa oportunidad para encontrarse con él a solas. Sin embargo, ella había decidido asistir a la recogida de fondos sólo como última opción.


—Sobre eso… —empezó—, después de que hablamos decidí que ir al evento no era una buena idea.


Ramiro giró la cabeza y le dedicó una mirada penetrante.


—Conozco a Pedro mejor que tú y no creo que reaccione bien si se le pone en una situación así. Así que concerté una cita y quedé con él antes.


—Acordamos que irías al evento.


Había un tono duro en la voz de Paula que no había oído antes. No era frecuente que su errático hermano fuera así de firme en algo.


—Sé en qué quedamos, pero el factor sorpresa no nos habría favorecido. Él ya ha sido… —buscó una palabra en su cabeza para describir su respuesta—, bastante difícil.


—¿Qué quiere decir difícil?


—Ha dicho que no —después se lanzó a tranquilizar a Ramiro dejando a un lado los aspectos más desagradables de ese no—, pero se nos ocurrirá algo. Hablaré con papá otra vez. O quizá el tío Vermon. No hemos hablado con él desde hace años.


—No, aún tienes que ir esta noche. Vuelve a hablar con él —dijo su hermano.


—No pienso ir.


—Tienes que ir.


—Ramiro, no me estás escuchando. Ha sido muy insistente. No va a darnos el dinero.


Pero Ramiro ignoró sus protestas.


—Espera a ver lo que te he comprado —saltó del asiento.


Sintió curiosidad por ese arranque de energía y lo siguió. 


Estaba en el dormitorio sacando del armario un vestido de noche largo.


—Te he comprado esto para que te lo pongas en la fiesta —sacó el vestido y lo extendió sobre la cama.


El vestido era de seda brillante con bordados de plata que brillaban al moverlo. El cuerpo del vestido dejaba descubierta la espalda de un modo descentrado lo que lo hacía al mismo tiempo elegante e inesperado. Colgaba desde las caderas. El borde de abajo estaba terminado en un motivo de batik que le daba un aire muy exótico. Nunca había visto, mucho menos se había puesto, algo así.


—Oh, Ramiro —murmuró incapaz de resistirse a acariciar el remate del vestido—. Eres un estúpido.


—¿Qué?


—Esto debe de haberte costado una fortuna.


—No ha sido para tanto —se encogió de hombros. Lo dijo con tanta inocencia que casi se lo creyó.


—No puedes engañarme,Ramiro. No siempre he sido pobre. No olvides que, antes de que muriera, mamá solía llevarme de compras a Dallas.


Aunque Dallas estaba a horas de su ciudad, allí era donde iba a comprar la élite de Mason.


—No insultes mi inteligencia pretendiendo que no sé lo que cuesta un vestido como éste.


—Conozco al diseñador —intervino Ramiro—. Me lo deja a precio de coste.


—Y seguramente cuesta diez veces más de lo que tenemos cualquiera de los dos. Aunque fuera a ir, que no es así, no me lo pondría. Tengo en casa un vestido perfectamente aceptable.


Ramiro la miró sin expresión durante un largo minuto antes de que un gesto de profundo disgusto ocupara su rostro.


—¿El rojo?


—Es burdeos, pero sí, ése es el que pensaba ponerme. Es muy bonito.


—Te lo has puesto en todas las Navidades de los últimos ocho años.


—Seis —protestó—. Y la mancha de vino apenas se nota.


—Parecerás una trabajadora social —dijo «trabajadora social» con la misma inflexión que habría utilizado para «técnica de tratamiento de aguas residuales».


—Soy trabajadora social.


—Pero no quieres parecerlo. No en un salón lleno de la gente más guapa y rica de Dallas. Así jamás atraerás su atención. Además ya no tienes el vestido burdeos.


—Claro que lo…


—Me he deshecho de él.


—¿Qué? —si hubiese sido otro, no le hubiese creído capaz, pero a su modo, Ramiro era tan mandón como ella. Tirar su vestido para que tuviera que ponerse el que él había elegido era la clase de niñería que era capaz de hacer—. ¿Cuándo?


—La semana pasada cuando estabas fuera.


—¿Cuando estaba fuera? Querrás decir cuando estaba trabajando. O cuando estaba pidiendo dinero para ti.


Ramiro puso los ojos en blanco. Por supuesto él jamás había pedido nada en su vida. No tenía ni idea de lo humillante que era. Particularmente cuando se acababa besando a alguien por quien no se tenía derecho a sentirse atraída. A la luz de todo eso, que su hermano hubiera tirado el vestido burdeos era la última de sus preocupaciones.


—No importa —dijo ella—. No voy a ir esta noche.


—Tienes que ir —dijo y puso la mano sobre el vestido—. Y con esto puesto se fijará en ti. Estarás preciosa.


Por un instante dentro de su cabeza brilló una imagen de cómo sería aparecer en la fiesta con ese precioso vestido. 


No tenía un trabajo en el que se valorara la belleza. Así que no tenía ropa con la que se sintiera especialmente guapa. 


Sintió deseo de ponérselo. De sentir la suavidad de la seda. 


De sentir su peso cuando se meciera alrededor de las piernas.


De sentir el peso de la atención de Pedro cuando entrase en el salón. No la había deseado en vaqueros y un suéter viejo, pero quería verlo rechazarla llevando ese vestido.


«¡Déjalo ya! No vas a ir a la fiesta. No te vas a poner el vestido. No vas a intentar atraer la atención de Pedro».


—Deja de intentar distraerme. Da lo mismo lo que parezca. No va a darme el dinero.


—Te quería, Pau. Y cuando te vea con este…


—Pero ya no me quiere. Ni siquiera le gusto. No va a darme el dinero porque lleve un vestido bonito.


—Paula —la reprendió—. Éste no es un vestido bonito. Es un vestido que quita el hipo. Tiene que verte con él.


—Pero…


—Sólo prométeme que irás —la agarró de las manos—. Vuelve a hablar con él. Prométemelo.


Le sudaban las manos y en su tono había desesperación.


—Ramiro, ¿va algo mal?


—Nada. Quiero decir nada además de los malos de las pistolas que quieren mis vísceras —su sonrisa fue exageradamente brillante—. Quédate aquí y comunícate con el vestido. Voy a prepararte otra taza de café.


—No, ya he… —pero desapareció antes de que pudiera decir «tomado demasiada cafeína».


¿Qué iba a hacer con él? Su vida corría peligro y se dedicaba a prepararle café y comprarle vestidos caros. A veces parecía no tener ningún sentido común.


Echó un vistazo a su dormitorio. Cuando se había mudado allí, había decorado la casa un profesional en el estilo elegante que a él le gustaba. El piso era de exposición, pero él vivía como un patán. Jamás había hecho la cama.


Para no mirar el vestido, recorrió la habitación recogiendo ropa que estaba tirada fuera del cesto de la ropa sucia vacío en un rincón. Hizo la cama. Encontró una almohada debajo del colchón, la otra en el suelo lejos de la cama.


Cuando recogió las almohadas notó algo que salía de debajo de la cama. Un juego de planos.


Miró confusa el grueso montón de papeles. Ramiro tenía muchas cosas que le interesaban, pero la arquitectura nunca había sido una de ellas. Los planos estaban tirados sin enrollar y algunas de las páginas estaban dobladas dejando ver una hoja entre ellas. Las palabras Messina Diamonds estaban escritas en la cabecera de la hoja.


Fue pasando de una página a otra sintiendo que el miedo se instalaba en su estómago. Había muchas hojas de cada una de las seis plantas que ocupaba Messina Diamonds en un edificio del centro de la ciudad. Planos de los pisos, instalaciones eléctricas y otros detalles del diseño. Después había otra hoja sobre el edificio en general. Algunas páginas dedicadas a Alfonso Security y otros negocios de los que no reconoció los nombres.


Oyó a su hermano acercarse por el pasillo e instintivamente escondió los papeles. Se incorporó justo cuando entraba por la puerta con el café.


—¿Qué haces? —el tono de Ramiro fue cortante.


—Buscar tus almohadas —dijo rápidamente—. Ya me conoces, no puedo evitar ocuparme de ti.


Pero mientras aceptaba la taza de café y permitía a Ramiro que la llevara de vuelta a la terraza, su mente volaba y su miedo crecía como la espuma. ¿En qué lío se había metido esa vez? ¿Para qué demonios quería los planos de una empresa con la que no tenía ninguna relación? Y si tenía alguna razón legítima para tenerlos, ¿por qué los ocultaba bajo la cama? La única conclusión a la que podía llegar era que fuera lo que fuera en lo que estaba metido Ramiro, esa vez no podría ir detrás de él arreglando los desperfectos.






CAPITULO 8: (TERCERA HISTORIA)







Paula se vino abajo como si le hubiera dado una bofetada, pero se recompuso enseguida.


—Eres tú quien abandona. Eso significa que estás rompiendo nuestro trato. No yo.


Estaba demasiado desconcertado por su propia exhibición de debilidad. Tenía que salir de allí antes de hacer algo realmente estúpido, como rogarle que lo perdonara. Era lo único que podía hacer: reconocerse a sí mismo que estaba actuando como un auténtico cerdo. Otra cosa muy distinta era que lo admitiera delante de alguien más. Mucho menos delante de ella.


Lo agarró del brazo en el momento en que alcanzaba la puerta.


—Tiene que haber otro modo. Me lo prometiste —su tono era de ruego, pero lo que había en sus ojos fue lo que realmente lo alcanzó.


«¿Y qué pasa con las promesas que tú me hiciste?», deseó preguntar.


La promesa de amarlo. De mimarlo. De vivir con él. De hacerse vieja con él.


Pero en lugar de eso, la miró de arriba abajo y dijo:
—Eso era cuando pensaba que podías valer cincuenta mil dólares. He cambiado de idea.


La imagen de su rostro conmocionado, de las lágrimas que inundaban sus ojos, permaneció con él todo el camino de vuelta a su casa. Se temía que siguiera con él mucho más tiempo. Porque ya en casa, tumbado en el sofá de cuero, mirando sin prestar atención lo que ponían en la ESPN2, sólo podía pensar en Paula.


Estaba angustiado por cómo había sido volverla a besar. 


Entre sus brazos no le había parecido una tramposa. La había sentido como la chica que un día había amado.


¿Qué pasaba si se estaba equivocando con ella? ¿Qué pasaba si no era tan culpable de lo que había sucedido hacía tantos años? Aún peor, ¿y si no era la manipuladora niña rica que había pensado que era?


Ver su casa y cómo vivía hacían que esa posibilidad fuera completamente plausible. Sabía lo desesperada que era su situación económica. Antes de poner un pie en su casa había investigado sus finanzas. Había averiguado que vivía en esa casucha en ese barrio porque no se podía permitir otra cosa. Aun así él había actuado como un imbécil.


Desde que ella había reaparecido en su vida, había estado haciendo todo lo posible para sacarla de ella. Había sido insultante y grosero y ella seguía volviendo a por más. 


Aquello tenía que terminar. No podía seguir así mucho más tiempo. Era demasiado vulnerable a ella. Ya era bastante problema si todo lo que quería era acostarse con ella. Pero ésa era sólo la punta del iceberg. Quería protegerla. 


Apartarla de la vida hortera que llevaba. Sacarla de su barrio lleno de criminales y llevarla a una impoluta casa en las afueras.


Tenía que sacarla de su vida definitivamente. Y si costaba firmar un cheque de cincuenta mil dólares, lo firmaría. No podía arriesgarse a que volviera a pedirle el dinero. Sólo Dios sabía lo que haría la siguiente vez.





CAPITULO 7: (TERCERA HISTORIA)





Paula no se creía que fuese a besarla hasta el momento en que sus labios se encontraron. Por un momento se resistió a su abrazo. No luchó. No trató de liberarse de sus brazos. No exigió que la soltara, pero se resistió. Trató de mantener las barreras emocionales. ¿Quería besarla? Bien. ¿Quería humillarla? Vale, quizá después de lo que le había hecho su familia, tenía que aceptarlo.


Sin embargo, no pensaba dejarle ir más lejos. No se había creído ni un minuto que aquello tuviera algo que ver con el deseo sexual. Su tacto era demasiado impersonal. Su abrazo demasiado frío..


Entonces el beso cambió. Sus labios se suavizaron, sus manos se volvieron más cálidas, su cuerpo se acercó al de ella. No lo vio venir. Sucedió antes de que pudiera volver a alzar las defensas. Antes de que pudiera hacer lo que debería haber hecho antes: poner fin al beso y poner distancia física, por no mencionar la emocional, entre los dos.


De pronto no estaba besando a un extraño de sangre fría. 


Ese hombre había desaparecido. Y en un momento estaba besando a Pedro.


Pedro. A quien había amado como no había amado a nadie. 


Quien había sido su única luz durante su difícil adolescencia. 


Quien siempre le había hecho reír. Quien había escuchado sus ideas. Pedro había esperado de ella más que nadie. 


Quien le había hecho ensanchar sus límites.


Pedro era la juventud y la esperanza. Era fuerza y desafío. 


Hablaba a la parte salvaje de su alma. A los rincones más inquietos de su espíritu.


Con sus labios moviéndose sobre los de ella, con su fragancia en su nariz, Paula volvió a sentirse con dieciséis años. Llena de esperanza y ansias de vivir. Emocionada por el placer que corría por sus venas. Aturdida por el poder de dar tanto placer como el que recibía.


Perdida en esos recuerdos, todo su ser se entregó al beso. 


Rodeó los hombros de él con los brazos. Y, ¡maldición! Esos hombros eran realmente hombros, no relleno debajo de la chaqueta. Tampoco había un vientre flácido debajo de la camisa.


Se agarró de las solapas de la chaqueta para bajársela por los hombros. Por un momento él la soltó para dejar que la prenda resbalara hasta el suelo.


A pesar de sí misma, se deleitó en el abrazo de Pedro y en la sensación de sus manos sobre el cuerpo. Como si hubiera vuelto a casa después de años de estar perdida en el mundo sin él.


Quería seguir besándolo siempre. Quería pasar horas, días, explorando su cuerpo. Quería quitarle la ropa y entregarse a la desenfrenada pasión.


Enterró los dedos en su cabello profundizando el beso, aplastando su cuerpo contra el de él. Sentía un cosquilleo en cada célula por el contacto, pero él mantenía las manos firmes en los hombros. Entonces Pedro dio un paso adelante haciéndole retroceder. Y otro. Sintió la pared en la espalda lo que le dotó del apoyo necesario para acercar aún más su cuerpo al de él. Pero quería más. No sólo quería tocarlo, quería meterse debajo de su piel. Acurrucarse en el santuario de su alma y no salir jamás.


Entonces, tan bruscamente como había empezado el beso, terminó. 


La soltó y se alejó de ella.


—Bueno —dijo él pasándose el pulgar por el labio inferior—, ha sido interesante.


Paula parpadeó demasiado conmocionada para hacer nada más.


—Evidentemente te sientes más atraída por mí de lo que pensabas —dijo él.


Hizo una pausa y la valoró con la mirada fríamente. Lo que la hizo dolorosamente consciente de su acelerada respiración. De la sangre caliente que latía en sus venas. Del pulso de su deseo.


Lentamente se dio la vuelta, su expresión era indescifrable, se metió las manos en los bolsillos.


—Yo, sin embargo, encuentro que no estoy tan deseoso de pasar por alto los defectos de tu personalidad como creía que lo estaba. Así que puede que haya mentido. Puede que sí que tenga que ver con la venganza. Porque me he dado cuenta de que no puedo seguir adelante con esto.


—Espera —dio un paso adelante alzando la mano para dejarla caer al momento—. ¿Adónde vas?


—A casa —dijo sencillamente recogiendo la chaqueta del suelo y colgándosela del brazo—. Me acabo de dar cuenta de que necesito una ducha caliente.


Viéndolo marcharse sólo un pensamiento coherente surgió del caos de su cerebro.


—¿Qué pasa con el dinero? —preguntó.


Pedro se dio la vuelta ya casi en la puerta.


—Es cierto. Se suponía que todo esto era por dinero, ¿no? —la miró con frialdad de arriba abajo—. No te lo has ganado.