martes, 16 de agosto de 2016

CAPITULO 18: (TERCERA HISTORIA)





—Dime que ella no está implicada.


Pedro se arrepintió de esas palabras en el momento en que salieron de su boca. Sin embargo, ese arrepentimiento no evitó que contuviera la respiración mientras esperaba la respuesta.


Había estado al teléfono con J.D. varias veces a lo largo de la noche. Hasta ese momento había dejado a su segundo el peso de la conversación. Las noticias habían ido saliendo con cuentagotas desde el punto en que se había anulado el sistema de seguridad hasta llegar a la detención de un cómplice en el aeropuerto. Ninguna de las noticias había sido buena. Al menos no exoneraban a Ramiro.


J.D., que acababa de sentarse en el asiento del acompañante del coche de Pedro, se subió la cremallera de la chaqueta e ignoró la afirmación de su jefe.


—Aquí dentro está helando. ¿Llevas aquí sentado toda la noche?


«Helando» era una exageración, lo mismo que «toda la noche», ya que sólo llevaba unas tres horas. Apenas había notado el frío. Había pasado cada segundo de esas horas pensando en Paula. Reviviendo el pasado, el beso, preguntándose qué demonios debía haber hecho esa noche. 


Sinceramente, no se le había ocurrido que podía hacer frío.


—¿Qué has descubierto? —preguntó a J.D.


—No mucho —le tendió una carpeta, después juntó las manos y se echó el aliento en ellas—. ¿Puedes poner la calefacción?


—Quejica —murmuró mientras abría la carpeta.


A su lado, J.D. se movió en su asiento y se metió las manos en los bolsillos.


—Eh, ¿qué quieres que diga? —se recolocó el arma—. Soy un tipo de sol, arena y surf.


Pedro lo ignoró y siguió leyendo. Su preocupación creció. La situación era más o menos la que había esperado. Maldición, algunas veces odiaba tener razón. Paula quería pruebas. Bien, ahí las tenía. No sabía si tendría el valor de decírselo.


Cerró la carpeta.


—¿Me has traído algo más?


—¿Café?


A J.D. le llevó un momento darse cuenta de la preocupación de Pedro. Finalmente sonrió y asintió.
—Claro. ¿Tienes un donut para acompañarlo?


—Veré —llamó por el móvil y, antes de que hubiese colgado, alguien salió del coche en el que había llegado J.D. y que estaba aparcado detrás de ellos.


La mujer, Alyssa, del equipo de J.D., se acercó al coche de Pedro, golpeó el cristal de J.D. y, cuando éste bajó la ventanilla, le entregó dos vasos de café y una bolsa marrón.


Pedro arqueó una ceja.


—Así que habías traído desayuno y no me lo querías dar hasta que me hubiera leído el informe.


—No sabía cómo reaccionarías. No hay donuts. Dos magdalenas.


Pedro tomó una de las magdalenas y después dijo a modo de agradecimiento:
—Puedo afrontar las malas noticias. No hace falta que me mimen como a un colegial.


J.D. asintió, pero no se disculpó, en lugar de eso, dijo:
—Si fuera mi mujer la que estuviera ahí —señaló con un gesto de la cabeza hacia la casa—, y tuviera que entrar y contarle lo que acabas de saber sobre su hermano, supongo que estaría tan enfadado con ese canalla que no podría estar aquí sentado tranquilamente tomando café.


—Entonces es buena cosa que no sea mi mujer, ¿verdad? —miró a los ojos a J.D.


Con gesto desafiante mordió la magdalena y masticó en silencio. Lentamente. Con calma. Para asegurarse de que J.D. no malinterpretaba su forma de masticar y la confundía con ira.


No quería que J.D. pensara que necesitaba que lo protegieran. La mejor protección era tener información y lo antes posible, no cuando alguien pensara que estaba preparado para escucharla. Su fingida indiferencia no tenía nada que ver con cómo se sentía porque todo el mundo en su empresa estuviera al corriente de sus asuntos.


Porque claro que estaba enfadado. Si dependiera de él, cazaría a Ramiro y lo haría pedazos. Sólo deseaba que sus motivos fueran puros. Desear atrapar a Ramiro porque había quebrantado la ley. O porque le había hecho un daño irreparable a Alfonso Security. O incluso porque su acción rompería el corazón a Paula. No, Pedro despreciaba a Ramiro porque probablemente él había terminado con cualquier posibilidad que tenía de recuperar a Paula.


Porque atraparía a Ramiro y se lo entregaría a las autoridades. Tenía que hacerlo. Porque era su trabajo y era lo correcto. Pero una vez que lo hubiera hecho, Paula jamás se lo perdonaría.


Así que, en lugar de hacer lo que debía, que era entrar en casa de Paula y volver a interrogarla, se sentó a comerse la magdalena y beberse el café como si el corazón no se le hubiera hecho pedazos dentro del pecho.


Estaba masticando cuando volvieron a llamar al cristal. Alzó la vista esperando ver a Alyssa y se encontró con Paula.


Estaba de pie, temblando, con un suéter color crema y unos pantalones anchos que parecían demasiado finos. Tenía los brazos alrededor de la cintura lo que, combinado con las ojeras, la hacían parecer más frágil que nunca.


J.D. bajó la ventanilla y la miró mientras preguntaba:
—¿Puedo ayudarla en algo, señora?


—Dámelas —dijo ella.


—¿Dar qué? —dijo J.D. bebiéndose el café con aire inocente.


—Las noticias que sean —miró a Pedro—. Es evidente que tenías algo de lo que informar o no estarías aquí a las seis de la mañana. Si aparca algún coche de policía más delante de mi casa, los vecinos van a pensar que vendo crack por la ventana de atrás.


—No somos policías…


—Da lo mismo —cortó ella—. Ninguno de los dos hacéis juego con el vecindario —volvió a mirar a Pedro—. Si os ponéis una capa, se os confunde con el Capitán América. Y ahora dime lo que sabes.


Pedro sabía qué estaba preguntando en realidad. Lo había retado a darle pruebas. No quería saber qué había encontrado, quería saber si ya tenía esas pruebas. 


Consiguió con mucho esfuerzo poner coto a sus turbulentas emociones y la miró a los ojos.


—Vamos dentro. Será un minuto.


Ella le sostuvo la mirada un largo tiempo. En sus ojos verdes se acumulaba la preocupación, su rostro estaba exhausto. Finalmente asintió y se giró hacia la casa murmurando algo sobre un café.


Mientras Pedro y J.D. salían del coche, éste último preguntó:
—¿Quieres que me quede aquí?


—No, vuelve a la oficina. Házmelo saber si te enteras de algo más del FBI. Pero no compartas con ellos lo que has descubierto hasta al menos otro día más. Esperemos que confíen lo bastante en su propia investigación como para no venir a preguntarnos a nosotros.


—¿Y si lo hacen?


—Entonces les das el informe. No quiero ser acusado de obstrucción a la justicia —rodeó el coche y añadió—: Y asegúrate de que el avión está lleno de combustible y el piloto listo.


—¿Plan de vuelo? —preguntó J.D.


—Islas Caimán. Lo antes posible —dijo firme—. Voy a ir allí, encontrar a ese canalla y a traerlo.


Pero primero tenía que enfrentarse a Paula y decidir si le contaba la verdad sobre su hermano o no.







CAPITULO 17: (TERCERA HISTORIA)




La siguió hasta el dormitorio. Se había quitado el vestido que yacía de cualquier manera sobre la colcha. En el otro extremo de la habitación había dejado la puerta sólo echada y por la rendija de luz que salía se oía el sonido de agua cayendo.


—Mira, sé que estás enfadada… —empezó.


—Oh, ¿sí? —se interrumpió el sonido del agua y un segundo después se abrió la puerta del baño.


Paula apareció en el umbral envuelta en un albornoz rosa oscuro con el cabello suelto sobre los hombros y el rostro sin maquillaje. Tenía una toalla entre las manos. Las mejillas llenas de rubor. La visión de ella allí, con el halo de luz detrás, casi lo dejó sin aliento, sin contar con que se le olvidó lo que iba a decir.


Ella sufrió un impacto similar. Se detuvo delante de él sólo un segundo antes de pasar de largo.


—Quizá has pasado demasiada parte de tu vida pensando mal de mí, pero yo jamás me implicaría en algo como esto.


En lugar de esperar su respuesta, se acercó a una cómoda y empezó a quitarse las joyas. Él se acercó hasta ponerse tras ella y la mano que se llevaba a una oreja se quedó quieta.


—No creo que estés involucrada —encontró su mirada en el reflejo del espejo—. No lo he pensado nunca. Pero en este momento, eres la mejor línea de investigación que tengo.


—Pero… —se volvió a mirarlo.


—Aunque niegues que tu hermano está implicado de algún modo, la policía lo buscará. Probablemente vigilará su casa. Aunque tienes razón, puedo echarme a un lado y no hacer nada.


—Así que has decidido quedarte conmigo —terminó el pensamiento de él con tono cortante—. ¿Por qué no has dicho eso antes? ¿Por qué dejas que me enfade sin razón y te grite?


—Has pasado una noche difícil —explicó él—. Tienes derecho a estar enfadada.


—Con mi hermano, él ha sido quien me ha metido en este lío, no contigo.


—Pero tu hermano no está aquí. Y necesitas gritarle a alguien.


—Oh —dijo con voz reverente—, eso es muy dulce.


—No —dijo con los dientes apretados—. No lo es.


—Siempre has sido muy caballeroso. Incluso cuando éramos niños —con lánguida lentitud se quitó el otro pendiente y lo dejó sobre la cómoda—. Jamás he entendido cómo podías ser tan amable y educado con la forma en que creciste.


—No era amable y educado.


Esas palabras hacían que pareciera débil, vulnerable. No lo había sido. Siempre había sabido cuándo alejarse de una pelea. Cómo pasar desapercibido.


Su padre había sido un alcohólico irredento, pero no una persona violenta. Pedro tenía nueve años la única vez que el Servicio de Protección de Menores se lo había quitado al padre. Dos semanas en un centro de acogida lo había convencido de que su casa no era peor que la alternativa. Además su padre lo necesitaba. Se había convertido en un experto en cuidar de sí mismo y en no atraer la atención. Cómo había conseguido atraerla a ella era algo que no había sabido jamás.


En ese momento ella lo miraba con la cabeza ligeramente inclinada.


—¿Te acuerdas cuando empezamos a salir?


Por supuesto que se acordaba. Había estado trabajando en Mann’s Auto y ella había ido a cambiar el aceite. Había pasado todo el tiempo discutiendo con su padre por el móvil. Cuando fue a la sala de espera a decirle que el coche estaba listo, lo había mirado de arriba abajo antes de decir: «Tú eres ese chico de mi clase de álgebra. ¿Quieres que salgamos el viernes por la noche?».


—Pasaron semanas hasta que me besaste —dijo, y dejó escapar una risita—. Creo que por eso seguí saliendo contigo. Si hubiéramos hecho el tonto esa primera noche, seguramente jamás hubiera ido a una segunda cita.


Tenía esa primera cita grabada en la memoria. Desde el principio había sabido que lo estaba utilizando para recuperar a su padre. No hacía falta ser un genio para darse cuenta. Para ser sincero, tampoco le había importado. Era tan bonita.


—No —siguió ella—. Al final de la noche seguía esperando que hicieras alguna aproximación, pero ni siquiera me tocaste.


—Quería hacerlo —admitió.


Mientras estaban sentados en el coche bajo una farola, su piel había parecido de una suavidad imposible. Casi luminiscente. Igual que en ese momento. Había sabido que salir con él era algo a medio camino entre teñirse el pelo de negro, algo que había hecho y deshecho varias veces a lo largo de los años de instituto, y hacerse un tatuaje, lo que, hasta donde sabía, jamás había llegado a hacer, a pesar de sus numerosas amenazas. Había sabido que era poco más que una rebelión, pero no le había importado. Era demasiado guapa y se sentía demasiado afortunado por estar en su compañía como para que sus motivos le importaran. Con su cabello castaño rizado y su piel pálida como la luna, parecía una mujer de esos cuadros pre-rafaelitas que les mostraba la profesora inglesa.


Se había sentado a su lado en el coche sabiendo que esperaba que la besara. Como adolescente lleno de hormonas que era, había cientos, miles de cosas que quería hacer con ella. Y ella era lo bastante rebelde como para dejarle. Pero se miró las manos con las palmas rugosas y las uñas manchadas de grasa.


—Tenía las manos sucias —dijo.


Por qué lo admitió, no lo sabía. Quizá porque, de todas las cosas que quería decirle pero no podía, ésa era la que menos le costaba.


No podía estar con ella hasta que el asunto con su hermano estuviera resuelto. Hasta que supiera cómo terminaba todo no iba a hacer ninguna promesa que no pudiera mantener.
Así que en lugar de decir todo lo que no podía decirle a ella, habló de lo único que podía: cómo se sentía con ella en esa época en que sus vidas habían sido menos complicadas. Y eso que las cosas entre ellos no habían sido poco difíciles.


—¿Las manos? —lo miró divertida.


—Cuando trabajas en un taller, jamás consigues tener las manos realmente limpias.


Se acercó a él de un modo sensual meciendo las caderas debajo del albornoz.


—Ahora no tienes las manos sucias.


Pedro no pudo contenerse más. En lugar de eso, la atrajo hacia él y la besó. Su boca era cálida. Sus labios suaves y húmedos. Acogedores.


A diferencia de la noche anterior, no había rabia en su beso. Ni rebelión. Ni resistencia. Sólo una suave aceptación. A diferencia de antes esa misma noche, no había pena. Ni remordimiento. Ni penitencia. Sólo indicios de deseo. De esperanza.


Se apoyó contra él mientras un pie descalzo subía por la parte de atrás de su pierna. Siguiendo el ejemplo de ella, la agarró de las nalgas y la levantó frotando su erecto sexo contra la V que formaban sus piernas. Ella separó los muslos y él se metió automáticamente entre ellos llevándola hacia atrás hasta que su peso descansó sobre la cómoda. El albornoz se había abierto así que lo único que separaba sus cuerpos eran sus pantalones y un delicado jirón de seda. 


Estaba a un paso del paraíso.


Deslizó las manos debajo del albornoz y la agarró de la cintura. Exploró su piel con hambrienta necesidad, deleitándose con las sacudidas de los músculos de su vientre, las rápidas subidas y bajadas de su pecho, el peso de sus pechos en las manos. Tenía que haber mil metáforas con las que describir lo desesperadamente que la deseaba. 


Metáforas sobre hombres hambrientos y festines, travesías del desierto y oasis. Ninguna de ellas alcanzaba la profundidad de su deseo.


No quería solamente mantener relaciones sexuales con ella. 


Quería consumirla. Envolverla con su cuerpo y absorberla a través de la piel. Poseerla tan completamente que no supiera dónde terminaba él y empezaba ella.


Sus manos parecían estar en todas partes a la vez. 


Enterradas en su cabello, agarrando sus nalgas. 


Desabrochando su cinturón. Su piel estaba caliente. Deslizó una mano bajo la sedosa tela de las bragas y encontró su húmedo centro. Cuando pasó el pulgar sobre el punto de su deseo, ella apartó la boca de él, echó la cabeza para atrás y rugió. El sonido gutural partió del fondo de su garganta y su cuerpo se estremeció en respuesta.


Simplemente no podía tener suficiente de ella. Podría haberla poseído allí mismo, sobre la cómoda, si no hubiera notado una persistente vibración en el bolsillo. Su móvil. 


Trató de ignorarlo. Sonó. Después sonó el localizador, después un mensaje. Cuando la secuencia completa volvió a empezar, interrumpió el beso, apoyó la frente en la de ella intentando recuperar el control de su cuerpo. De pronto volvió a sentirse con diecisiete años. Desesperado, necesitado, indigno.


Sacó el teléfono del bolsillo. En lugar de apagarlo, como quería hacer, miró el mensaje de texto. Lo leyó: Noticias sobre RC. J.D.


Pedro se había apartado de ella tan rápidamente que la cabeza le daba vueltas. En un momento la estaba besando y al minuto estaba cerrándole el albornoz y separándose de ella. La dejó sentada en la cómoda. Jadeando, deseosa, necesitada.


Se quedó de pie con gesto tenso de espaldas a ella un momento. Cuando se dio la vuelta se estaba abrochando la chaqueta. Se colocó el pelo con una mano.


—¿Qué…? —empezó ella.


—Este no es el momento —su voz estaba llena de deseo, deseo que podía haber saciado en ese momento, pero había decidido que no. ¿Por qué?


Se dirigió a la puerta. Prácticamente corriendo. Lo alcanzó en la puerta de la calle.


—¿Adónde vas? Pensaba que era tu mejor línea de trabajo. Que ibas a permanecer pegado a mí hasta que Ramiro se pusiese en contacto conmigo.


Sus ojos buscaron el rostro de ella y por un momento pensó que se iba a derrumbar, pero entonces dijo:
—Vigilaré la casa desde el coche. Confío en que me lo hagas saber si llama.


—Espera un segundo. Después de todo lo que has dicho sobre lo peligroso que es mi barrio, ¿vas a pasar la noche en el coche? Es una locura.


—Supongo que has conseguido convencerme de que es seguro —sonrió.


«O piensas que estar aquí dentro es más peligroso».


Una vez más Pedro la había dejado insatisfecha. ¿Era un paso más de su retorcida venganza? ¿O era demasiado honorable como para aprovecharse de ella?


Ninguna de las dos preguntas era buena para su mente. Si era sincera consigo misma, se sentía un poco de vuelta al instituto, otra vez hecha un lío. Deseó poder hacer como si lo que sentía en ese momento fuera una ilusión. Un mero eco de sus sentimientos de entonces. Pero se temía mucho que las cosas habían ido más lejos que todo eso.


El muchacho que fue Pedro había hablado a su yo adolescente de un modo que nadie lo había hecho. Su tranquila seriedad, su respetuosa atención, casi adoración, su profundo sentido del humor. Todo eso había sido un bálsamo para su alma inquieta. Ese nuevo Pedro adulto tenía muchas de esas buenas cualidades, pero también había algo más. Su abrumadora presencia. Su fuerza. Y el sentido del honor, que había conseguido mantener a pesar de su cinismo. Podía ser desconfiado, pero no era frío. No era poco sensible. De hecho, parecía que casi sentía las cosas más profundamente.


Y nada de eso era bueno para ella. No quería volverse a enamorar de Pedro. No cuando había tantas cosas que se interponían entre ellos.


Después de todo, entre proteger a su hermano y proteger a Pedro, ¿cómo iba a hacer para proteger su propio corazón?



CAPITULO 16: (TERCERA HISTORIA)




Ambos iban en silencio mientras Pedro la llevaba a casa. 


Naturalmente ella había protestado porque no era necesario, pero al final se había rendido a su insistencia. Bajo otras circunstancias se habría sentido culpable por aprovecharse del agotamiento emocional de ella.


Esa noche, con diez millones de dólares en diamantes robados delante de sus narices, no tenía tiempo para sentirse culpable.


Mientras salía de la autopista 35 E y se incorporaba a la Avenida de Illinois, miró de soslayo y notó que Paula lo estaba mirando. Cuando sus miradas se encontraron, ella dijo:
—No tienes que llevarme a casa, lo sabes.


—Puedes seguir diciéndolo, pero es tarde —un argumento válido porque cuando los agentes del FBI habían empezado a dejar salir a la gente eran más de las dos de la madrugada.


—Y seguro que te preocupa que mi barrio no sea seguro, pero puedes estar tranquilo porque yo siempre estoy allí a las dos de la madrugada y no me ha ocurrido nada malo todavía.


—No hay ningún problema —dijo sencillamente.


—Será un problema para mí cuando tenga que llamar a un taxi por la mañana para recuperar mi coche que está en el centro.


—Te llevaré.


—Lo que nos lleva al punto inicial. Tu mejor cliente ha sufrido un robo. Seguro que tienes cosas más importantes que hacer que ser mi chófer por Dallas.


—Ahora que el robo se ha cometido, está en manos del FBI. No puedo hacer mucho más.


—No esperarás en serio que me crea eso, ¿verdad? ¿Vas a echarte a un lado y dejar que el FBI averigüe quién está detrás de todo esto?


Siempre había sido inteligente, así que no le llevaría mucho tiempo descubrir por qué no quería separarse de ella. No iba a decírselo, si tenía un poco de suerte, estaría lo bastante cansada como para no darse cuenta esa noche.


—No. Te conozco. Vas a andar por ahí de un lado a otro siguiendo pistas o lo que sea que hace la gente de seguridad en estos casos. Interrogarás a los testigos o perseguirás a los sospechosos.


—J.D. puede hacerse cargo de la mayor parte del trabajo. Es de toda confianza.


—¿De toda confianza? Creía que era el segundo en el escalafón.


—Lo es.


—Chico —sacudió la cabeza—. Cuando decías que todo el mundo era sospechoso lo decías en serio. No confías en nadie, ¿verdad?


—Mi trabajo es sospechar de todo el mundo. Aprendí hace mucho tiempo que la mayoría de la gente suele decepcionarte.


Paula se quedó en silencio mirando por la ventanilla con la cabeza echada hacia atrás. Su postura era de relajación. 


Pedro esperó que se hubiera quedado dormida, pero lo dudaba.


—Lo siento —dijo ella sin moverse.


—No eres responsable de las acciones de tu hermano.


—No es por eso por lo que me disculpo —lo miró—. Siento que lo que sucedió entre nosotros te haya amargado tanto y vuelto tan desconfiado.


Otra vez estaba ahí esa pena. Maldición. Agarró el volante con más fuerza.


—¿Es así como realmente me ves?


Miró en dirección a ella y a la luz de las farolas que pasaban vio que tenía el ceño fruncido.


—¿Cómo se supone que tengo que responder a eso? En la superficie eres una persona de éxito. Has ganado mucho dinero. Pero no tienes a nadie en quien realmente puedas confiar. Ni siquiera tu segundo. Pareces haber perdido toda la fe en la humanidad.


—Soy el hijo de un alcohólico, jamás he tenido mucha fe en la humanidad, para empezar.


—No —negó con la cabeza—. No eras así cuando eras joven. A pesar de cómo creciste, tenías esperanza. Y confiabas completamente en mí. Ahora… —se quedó en silencio y de pronto se puso derecha—. No confías en mí. Piensas que puedo estar implicada. Eres… —hizo un gruñido agitando las manos en el aire—. Estás persiguiendo a una sospechosa. ¡Me estás siguiendo a mí!


—A ti no —empezó a protestar, pero ella no le dejó terminar.


—Sí, a mí. Estás en un coche conmigo, ¿no? —volvió a gruñir y se dio la vuelta en el asiento para mirar hacia delante con los brazos cruzados sobre el pecho—. No puedo creer que pienses que tengo algo que ver con esto.


—Tú no —dijo mientras salía de Illinois para entrar en su barrio—. Ramiro.


—Si hubiera tenido algo que ver con esto, ¿por qué me habría pasado toda la noche pegada a ti como lo he hecho? ¿Eh? ¿No me habría escabullido tan pronto como hubiera podido?


Detuvo el coche delante de su casa y apagó el motor.


—Vamos dentro y hablemos ahí.


—Bueno —dijo saliendo del coche—, supongo que no tengo muchas más opciones, ¿no? Vas a seguirme de todos modos.


Salió del Lexus híbrido y lo cerró con el mando a distancia mientras la miraba caminar por el sendero flanqueado de flores en dirección a su casa. Cuando salió tras ella, lo miró por encima del hombro mientras metía la llave en la cerradura.


—Ni te pienses que voy a ofrecerte algo de beber.


—No lo esperaba.


Entró directa al dormitorio atravesando el salón. Dado que estaba enfadada con él, no tenía sentido no seguirla.


Sí, estaba realmente enfadada, y no podía reprochárselo. En los últimos días la había insultado, hecho proposiciones indecentes para después rechazarla. En ese momento pensaba que la estaba acusando de estar involucrada en un gran robo. Él también se habría enfadado.


Si se le añadía el hecho de que la había besado sin sentido y que aún no habían hablado de ello… Bueno, tenía suerte de que no lo hubiera golpeado con el bolso todavía.