viernes, 12 de agosto de 2016
CAPITULO 6: (TERCERA HISTORIA)
Pero no quería quererla. Con cada fibra de su cuerpo quería odiarla. Y eso hacía que se despreciara a sí mismo casi tanto como quería despreciarla a ella.
Sus sentimientos debían de notársele en el rostro porque después de contemplarlo un largo minuto, Paula sacudió la cabeza y dijo:
—Eso es lo que no entiendo. Si realmente estás tan furioso conmigo, si todo esto lo haces para humillarme, ¿entonces por qué has elegido esto? —extendió las manos para describir la situación.
—No sé a qué te refieres —dijo él haciéndose el tonto, que le pareció lo más seguro.
—Si lo que quieres es una compensación, tiene que haber un centenar de formas más de pisotear mi dignidad. ¿Por qué has elegido este camino, qué pretendes? Si te resulto tan desagradable, ¿por qué meter el sexo en todo esto?
—¿Es eso lo que crees? ¿Qué me resultas desagradable?
—Bueno, parece bastante evidente —el enfado se le notaba en la voz—. Es obvio que me odias. ¿Por qué quieres acostarte conmigo?
Por supuesto, no podía admitir la verdad. Que sus sentimientos eran tan vivos que le había hecho esa proposición sólo para sacarla de su despacho. Incluso sabiendo que lo estaba manipulando, la deseaba. Incluso mientras lo utilizaba para conseguir dinero. Aún seguía sintiéndose atraído por ella. Por su bravuconería. Por su salvaje vena rebelde que nunca podía mantener controlada durante mucho tiempo.
Y ése era el fatal punto débil de su plan. Había pensado alejarla de él con su conducta arrogante y detestable. Con cualquier otra mujer eso habría funcionado. Pero había olvidado una cosa. Paula sacaba lo mejor de ella cuando estaba arrinconada. Si no tenía cuidado volvería a enamorarse de ella otra vez.
Diablos, tendría suerte si conseguía salir de allí sin caer de rodillas suplicando perdón.
Lo miraba expectante, esperando una respuesta. Como no tenía nada que decir, escapó con otra media mentira.
—¿Has oído hablar de la navaja de Occam?
—Por supuesto. El principio científico de que la explicación más sencilla es la más plausible.
—Exacto —porque admitir su deseo físico era más fácil, por no mencionar más seguro, que admitir la verdad. Que lo atraía en todos los sentidos—. La explicación más simple de por qué he propuesto este arreglo es que te deseo. Te quiero en mi cama.
—Pero si ni siquiera te gusto.
—Soy un hombre. No tienes que gustarme para encontrarte atractiva.
—Bueno, soy una mujer y, hablando en general, no nos atraen los hombres que no nos gustan. Lo que supone una razón más por la que no voy a acostarme contigo.
La mirada de ella era un puro desafío. Casi creyó lo que decía, que la pasión entre ambos había sido olvidada por completo por las amargas emociones del pasado. Pero a él no le había ocurrido y no podía creer que le hubiese sucedido a ella. Y no podría vivir si no descubría si ella se estaba marcando un farol, lo mismo que él. Y la única forma de averiguarlo era besarla.
CAPITULO 5: (TERCERA HISTORIA)
La tarde del viernes a las ocho y cuarenta y dos, aproximadamente veinticuatro horas después de recibir un correo electrónico que ponía simplemente: «En tu casa a las nueve, el viernes», Paula estaba empezando a preguntarse si no debería replantearse su estrategia.
Mientras recorría una y otra vez el salón, una sola pregunta la asaltaba: ¿cómo demonios había terminado metida en esa situación? Cuando llegó al centro de la habitación, rodeó a Harry, su viejo y artrítico greyhound. Se acercó al sillón de terciopelo rojo que miraba a la chimenea y se sentó en el borde dejando bastante espacio a los dos gatos que estaban acurrucados juntos formando un ying y un yang casi perfectos.
Annie, la gata negra, maulló protestando. Oliver, el gato gris, estiró una pata y empujó la pierna de Paula. Comprendió la indirecta y se levantó mirando con el ceño fruncido a las inútiles criaturas.
—Deberíais reconfortarme en lugar de echarme de mi sillón.
Pensó que el trato que le había ofrecido Pedro tenía que ver con algo más que la venganza. Su familia lo había herido. Lo había castigado por amarla. Ella, involuntariamente, había empeorado las cosas el miércoles. Había herido su orgullo.
Sabía que en realidad no la deseaba. Aquello no tenía nada que ver con el sexo. Lo que era bueno porque no tenía ninguna intención de acostarse con él. Él sólo necesitaba representar esa farsa para sentir que había recuperado su dignidad.
Parecía que el modo en que había terminado su relación le había hecho mucho daño. Pero en lugar de seguir con su vida, como había hecho ella, había vendado sus heridas con riqueza y éxito. Las heridas estaban ocultas para la mayoría de la gente, pero jamás habían cicatrizado.
Si todo iba bien esa noche, lo obligaría a enfrentarse con su pasado. Sería bueno para los dos. Hablarían de su breve matrimonio como adultos razonables, después de todo, ella era una mediadora cualificada. Sabía lo que hacía.
Al principio él podría resistirse, pero al final vería lo beneficioso de hablarlo todo. Y quizá, sólo quizá, entonces podría pedirle que le prestara el dinero. No que se lo diera, y desde luego no a cambio de… bueno, de nada. Sólo un sencillo préstamo que sería capaz de pagarle en… bueno, ochenta o noventa años. Su plan funcionaría. Porque la alternativa era impensable.
Para no pensar en lo que realmente era la alternativa, se dirigió a la cocina en busca de algo que le calmara los nervios. Al fondo de la despensa encontró una botella mediana de tequila que había quedado de las margaritas de la fiesta de Oscar. El timbre sonó justo cuando le quitaba el tapón. El sonido la dejó paralizada. Bebió un trago directamente de la botella haciendo una mueca mientras el tequila le bajaba quemando por la garganta. Aún sentía el calor en la boca cuando abrió la puerta.
Pedro no dijo nada. Se quedó de pie con el rostro en sombras dado que la luz que salía de la casa no conseguía iluminarlo.
—Hola, Pedro —dijo con voz remarcadamente tranquila.
«Verás lo fácil que va a ser esto. Dos adultos teniendo una conversación razonable».
La miró de arriba abajo, su mirada era fría mientras recorría los vaqueros y el suéter abrochado hasta arriba. Sus ojos se detuvieron en la boca haciendo que de repente fuera consciente de que se había estado mordiendo nerviosa los labios toda la tarde. Una expresión que no pudo interpretar cruzó su rostro. Si no lo hubiera conocido, si no hubiera sabido cuánto resentimiento sin resolver tenía hacia ella, habría interpretado su mirada como de deseo.
Dio un paso atrás para que pudiera entrar en la casa. En lugar de pasar a su lado, se detuvo a pocos centímetros de ella.
—¿Hay algún problema? —preguntó decidida a no notar cómo la miraba.
—Interesante vecindario —dijo arrastrando un poco las sílabas.
Vivía en el ecléctico sur de Dallas, en el barrio de Oak Cliff.
Su calle estaba llena de geniales casas antiguas, algunas de las cuales, como la suya, habían sido cuidadosamente restauradas y otras permanecían en un estado de negligente abandono. Esa parte de la ciudad tenía mala reputación, aunque era mucho más segura que veinte años antes.
—Gracias —sonrió haciendo como que interpretaba su comentario como un cumplido mientras daba un paso atrás para dejarle pasar.
Era agudamente consciente de que así, con los vaqueros y el suéter de algodón, tendría un aspecto muy casero, como su acogedor y desaliñado salón con su arañada tarima y sus antigüedades de mercadillo. Él, con su traje a medida, parecía completamente fuera de lugar.
—No es exactamente el sitio en el que habría esperado que viviera la hija de Antonio Chaves.
—Me gusta. Y no te preocupes, tu Lexus estará bien aparcado en la calle. Seguramente.
No debía provocar una discusión con él, pero sentía que debía defender su pequeño bungaló dado que la mayor parte de la reforma la había hecho ella misma. Y Pedro, más que nadie, debería ser capaz de recordar su pasado.
Él ignoró su comentario. La sorprendió agarrando con una mano el borde del suéter. El calor de sus nudillos acarició la piel de su vientre mientras jugaba con la tela.
—Por cincuenta mil dólares habría esperado un poco más de esfuerzo. Algo de seda, quizás.
—Con mi sueldo no puedo permitirme lencería de seda.
Él arqueó una ceja y un gesto de sorpresa pasó por su rostro.
Se maldijo de inmediato. No había sido la respuesta correcta. «Bueno, estúpido, tengo un armario lleno de ropa interior sexy que no vas a ver jamás». O quizá: «Si quieres ver la de seda, ofréceme más dinero». Algo que no hiciera que pareciera que lo había invitado por propia voluntad.
Abrió la boca para soltar un hiriente insulto, pero antes de que pudiera hacerlo él hizo un gesto en dirección a la botella de tequila que tenía en la mano.
—¿No me vas a ofrecer un trago?
En ese momento recordó ella la botella.
—Se me había olvidado que la llevaba.
Entonces deseó no haber dicho tampoco eso. Aún peor, cuando habló, él se inclinó hacia ella y fue evidente que le llegó su aliento a alcohol. Una sonrisa malévola iluminó su rostro.
—Has estado bebiendo antes de que llegara, debes de estar realmente nerviosa.
—Es eso lo que querías, ¿no?
—¿Crees que quiero ponerte nerviosa?
—Claro que sí —contenta por haber pasado tan deprisa del tema de la lencería, se dirigió a la cocina sin preocuparse de mirar si la seguía—. De eso va todo esto, ¿no? Es lo que dijiste el otro día. Me quieres completamente a tu merced. Me quieres vulnerable.
Sacó dos vasos de un armario. Sirvió tequila en los dos y después se dio la vuelta para darle uno.
Él la estudió durante un minuto antes de aceptar la bebida.
—Eso fue lo que dije.
Apoyando una cadera en la encimera de la cocina, buscó en el rostro de él alguna señal de que estuviera arrepentido de su desagradable proposición, pero a pesar de la tensión de las líneas de alrededor de la boca, no encontró ninguna señal de arrepentimiento.
Ese nuevo Pedro era áspero y fuerte. Duro. Con las defensas bien alzadas en su sitio como las murallas de un castillo. Pero también era receloso. Sobrio. Quizá herido.
—Vamos al grano —dijo ella.
—¿Quieres saltarte la copa e ir directa a la cama? —arqueó una ceja.
Sí que era duro, sí.
—Esto no tiene nada que ver con el sexo —dijo ella.
Mientras hablaba lo sobrepasó y salió de la cocina de vuelta al salón donde el espacio era un poco menos agobiante.
Sólo había dado unos pocos pasos dentro del salón cuando la agarró de un brazo y la hizo girar sobre sí misma hasta ponerla de cara a él.
—¿No? —preguntó.
—No.
Era difícil no desconcertarse. Después de todo, estaba acostumbrada a hablar de toda clase de temas personales y difíciles con extraños. Pero jamás se hablaba de temas que para ella eran personales. Su trabajo era ser empática, pero desapasionada. No podía implicarse. Así que se bebió un sorbo de tequila antes de seguir presionando.
—Esto tiene que ver con la venganza. Mi familia te trató mal y ahora quieres cobrártelo en carne.
Las palabras de Paula fueron un duro golpe para la contención que estaba intentando mantener con gran esfuerzo. Estaba de pie frente a él, insolente, ya no era la amable y sonriente señorita que había estado en su despacho, sino la mujer confiada que se ocultaba debajo del recatado suéter. Aun así podía ver atisbos de la chica que fue. Los rizos castaños le seguían cayendo sobre los hombros en desafiantes olas. Pero parecía haber atemperado su arrogancia con madura moderación. Casi habría dicho que estaba intentando mantenerlo a una distancia profesional.
—¿Tu familia me trató mal? —preguntó mordaz.
—Sí —dijo ignorando el énfasis que había puesto en «familia». Se soltó el brazo—. Realmente entiendo que estés tan enfadado.
—Oh, sí, eso es muy generoso por tu parte.
—Después de todo —siguió en un tono que rozaba con lo amable, mientras se dirigía al sofá tan tranquila como si estuvieran hablando del tiempo—, mi padre te trató realmente mal.
—¿Tu padre? —preguntó otra vez mientras su indignación crecía. ¿Le había roto el corazón y pensaba que tenía que estar enfadado con su padre?—. No puedes pensar en serio que esto tiene algo que ver con cómo me trató tu padre.
—Claro que sí —perdió ligeramente la compostura. Cruzó y descruzó las piernas inquieta—. Querías venganza. Es natural, dado que él no está, que la ejerzas sobre mí.
—¡Es para morirse de risa! —casi se echó a reír por su audacia—. ¿Tratas de que se reduzca mi ira o sinceramente crees que no eres responsable de lo que pasó hace catorce años?
Parecía que no podía seguir sentada. Se levantó bruscamente convertida en la desafiante y rebelde Paula que había conocido. Alzó la barbilla y lo miró directamente a los ojos.
—Tenemos igual parte de culpa en lo que pasó. Ambos tenemos cosas que reprocharnos.
—A ver si lo he comprendido. ¿Me echas la culpa a mí?
Al oír la voz de Pedro más alta de lo normal, el perro, que dormía desde su llegada, alzó la cabeza y parpadeó somnoliento antes de volver a bajarla de nuevo hasta el suelo.
A pesar de su tono confiado, Paula frunció el ceño como si, por un segundo, estuviera desconcertada por su indignación.
—No te echo la culpa sólo a ti. Los dos somos responsables. Y creo que lo mejor sería que los dos habláramos de lo que pasó.
—Yo creo que no.
—Si lo hablamos de un modo abierto —ignoró su afirmación—, creo que podríamos pasar página.
—Oh, ya hemos pasado página muy bien —pero no era así.
Cuanto más hablaba ella, más protestaba él. Y más obvio resultaba que él estaba mintiendo.
—Si pudiéramos simplemente admitir los errores que ambos cometimos…
—¿Los errores que ambos cometimos?
Había cometido el error de confiar en ella. De creer que podía amarlo. De amarla.
Y en ese momento había cometido el error adicional de dejarse manipular e ir allí. No debería haberla visto en primer lugar. La humillación de que toda su empresa hubiera sabido que no podía enfrentarse a su ex habría sido mucho mejor que todo ese lío.
—¿De verdad esperabas que eso fuera lo que sucedería esta noche? —caminó hacia ella—. ¿Pensabas que vendría aquí, me tomaría una copa y nos dedicaríamos a hablar de los recuerdos del pasado?
—No habría utilizado la palabra recuerdos, pero… —parecía sorprendida.
—¿Qué? ¿Luego te daría los cincuenta mil y ya está?
—Bueno, yo… —protestó.
Podía verlo en sus ojos. Eso era lo que había pensado que sucedería.
—Realmente tienes que tener un gran concepto de tu capacidad de conversación —o quizá era más ajustado hablar de su capacidad de manipularlo y controlarlo.
Ella pareció hundirse, se mostró tan desequilibrada como lo estaba él. Pero después se encogió de hombros y dijo:
—Lo que en realidad pienso es que tenemos mucho de qué hablar.
—Pero esta noche no he venido para eso.
Ella dudó un segundo y él pensó que ya la tenía. Imaginó que estaba tratando de mantener la compostura. Entonces sus palabras desmontaron la composición que se había hecho.
—¿Qué estás diciendo, Pedro? ¿Que de verdad has venido esta noche aquí para acostarte conmigo?
—Ése era el plan —dijo en tono severo.
Los separaban pocos centímetros, la miraba desde arriba y ella sostenía su mirada desde abajo.
—¿El plan? Creo que «amenaza» es una palabra mejor.
—No intentes hacer que parezca yo el malo aquí —pero mientras lo decía era consciente de que no había otro papel para él.
Estaba actuando como un imbécil. Lo sabía, pero le daba igual.
¿Qué había esperado ella? No podía haber pensado que él iría sólo a charlar. Como si fueran fanáticos de las conversaciones de té.
—¿Qué quieres de mí, Paula? —la agarró de los brazos y deseó zarandearla por la frustración. En lugar de eso, notó su calor a través del suéter. Los brazos eran pequeños, pero fuertes. Como ella—. Además del dinero, quiero decir. ¿Quieres que me humille y ruegue tu afecto? ¿Quieres que vuelva a enamorarme de ti? ¿Que quede tan cautivado que olvide lo mal que me trataste hace catorce años?
—¿De verdad piensas eso? ¿Que mi plan era tenderte una trampa? —le empujó del pecho y se soltó los brazos—. ¿Que en mi elaborado plan para seducirte y hacer que te enamores de mí otra vez me pondría unos vaqueros y un suéter viejo?
Se tiró del borde del suéter llena de falsa indignación. Como si fuera completamente inconsciente de lo tentadora que resultaba. Como si no hubiera elegido esos vaqueros porque le realzaban las caderas y enfatizaban la estrecha cintura.
Evidentemente, podía no saber todo eso, porque ella seguía hablando como si no estuviese a pocos segundos de quitarle la ropa.
—¿O quizás crees que voy mucho más lejos? A lo mejor piensas que me he inventado toda la situación. Que mi hermano en realidad no está en peligro. Que en realidad no necesito el dinero. Que he pensado que apareciendo ante ti de un modo tan patético conseguiría avivar tu deseo.
Buscó una respuesta, pero no se le ocurrió ninguna. ¿Qué podía decir que no revelara que la deseaba? A pesar de sí mismo, la anhelaba. Recordaba exactamente su sabor. La sensación de tenerla entre sus brazos.
CAPITULO 4: (TERCERA HISTORIA)
Paula Chaves había olvidado lo mucho que aborrecía el cachemir. Hacía que le picara la parte trasera del cuello.
Pero el suéter de hacía doce años color lavanda que llevaba era la prenda más cara que tenía. Así que, dos días antes, lo había sacado del armario y ventilado sabiendo que ese día tendría que tener un aire digno, tenía que parecer la mejor.
Aun así, mientras estaba sentada en las impecablemente decoradas oficinas de Alfonso Security, tenía que hacer un gran esfuerzo para no rascarse la nuca con las uñas.
Hacerlo habría dejado marcas rojas en la piel. Era una vanidad tonta, pero para ver a Pedro tras casi quince años, no quería aparecer llena de manchas.
Ya estaba suficientemente nerviosa como para añadir la piel enrojecida a su lista de problemas.
¿Qué pasaba si no quería volver a verla? Si ése fuera el caso, los siguientes veinte minutos iban a ser muy incómodos. Sobre todo cuando le pidiera cincuenta mil dólares.
Antes de que tuviera tiempo de contemplar esa posibilidad, la puerta del despacho se abrió y salió el mismo hombre de aspecto adusto que había entrado diez minutos antes. Le dedicó una mirada valorativa y tuvo la impresión de que Pedro y él habían estado hablando de ella.
—Señorita Chaves, el señor Alfonso la recibirá ahora —dijo la recepcionista.
Paula entró con aire despreocupado en el despacho. En el momento en que vio el rostro de Pedro, supo que había sido un error ir. Supo que sus esperanzas de que hubiera olvidado lo que pasó, de que incluso la hubiera perdonado, eran infundadas. Su expresión así lo decía.
Estaba de pie tras su mesa, con todos los músculos de su cuerpo en tensión, como si ella fuese una medusa de su pasado que lo había convertido en una estatua de odio contenido. Pero, claro, como era Pedro, no parecía enfadado porque ella se hubiera presentado allí. No, parecía fosilizado.
El mismo aspecto que cuando algunos profesores preocupados intentaban hablar con él del problema de alcoholismo de su padre.
Seguramente era la única persona en el mundo que sabía que su desinterés completo en realidad significaba una hirviente cólera. Y no se había movido. No la había perdonado. Y no le prestaría el dinero. Tendría suerte si no llamaba a los guardias de seguridad para que la sacaran de allí.
Una risita histérica empezó a burbujearle en el pecho.
¿Tendrían los directores generales de las empresas de seguridad guardias de seguridad? La verdad era que no tenía aspecto de necesitarlos. Con los años sus hombros se habían ensanchado. Su físico, que siempre había sido alto y enjuto, como el de un nadador, había desarrollado volumen.
No, no necesitaría a nadie para echarla. Parecía más que capaz de hacerlo solo. Incluso podría disfrutarlo.
Pero ella se había pasado la vida enfrentándose a situaciones difíciles. Aquello no sería distinto.
—Hola, Pedro. Ha pasado mucho tiempo.
Esperó alguna clase de réplica del tipo de «no lo bastante», quizás.
Pero él se limitó a asentir sin que de su rostro desapareciera el frío gesto de disgusto.
—Paula —acompañó la palabra de una breve inclinación de cabeza.
Sólo por ese gesto supo que era un saludo y no un insulto.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó ella. Le pareció grosero saltar directamente al tema del dinero.
—Dejemos a un lado las formalidades. Debes de querer algo de mí o no estarías aquí.
—Así es —hizo un gesto en dirección a la silla que había frente a la mesa—. ¿Puedo sentarme?
Pareció considerar la pregunta un minuto antes de asentir.
Quizá si los dos estaban sentados, podría controlar su miedo de que saltara por encima de la mesa y cayera sobre ella como un puma. Sin embargo, en lugar de sentarse cuando ella lo hizo, siguió de pie apoyado en la mesa con una humeante taza de café en la mano.
—Debes saber que sea lo que sea lo que quieras, no te lo daré.
—No es para mí, si eso supone alguna diferencia.
—Ninguna.
El Pedro que había conocido hablaba con un ligero acento del este de Texas, pero ese Pedro había cambiado sus arrastradas sílabas por un blando acento del Medio Oeste.
¿Qué más pasado habría ocultado?
Aunque eso no le importaba. Estaba allí sólo por una razón.
Para salvar a su hermano pequeño.
—Es por Ramiro.
—No me importa…
Ella habló a toda prisa interrumpiendo su argumentación con una desesperación palpable.
—Te necesito, Pedro. Sabes que no te pediría ayuda si pudiera recurrir a alguien más —él no dijo nada, así que siguió hablando—: Se ha metido en líos y debe dinero a una gente. Esa gente, los hermanos Mendoza… tengo un amigo que está en la policía que me ha hablado de ellos. Son… —no tuvo fuerzas para repetir lo que había oído.
Parecía que los Mendoza eran las nuevas promesas del crimen organizado de Dallas. Se estaban haciendo un nombre siendo más brutales y despiadados que ninguno de sus competidores. Estaban relacionados con una cadena de sangrientos crímenes, pero la fiscalía no había sido capaz de acusarlos de nada.
—Ramiro dice que lo han amenazado. Le van a cortar un dedo o algo así. Pero creo que se equivoca. Creo que va a ser mucho peor. Tiene miedo. Y yo tengo miedo por él.
Ramiro era la única familia que le quedaba. Desde que su madre había muerto cuando era una adolescente, su relación con su padre se había hecho cada vez más hostil.
No podía perder también a Ramiro.
Por un momento, la mirada de Pedro pareció suavizarse mientras la estudiaba. Entonces se irguió y rodeó el escritorio alejándose de ella.
—¿Por qué has recurrido a mí? Supongo que querrás que me encargue de ellos —hizo un amplio gesto con la mano, como apartando a un lado los problemas de Ramiro—. Supongo que piensas que como tengo una empresa de seguridad tengo una legión de matones a mis órdenes, pero ésa no es la clase de trabajo que hago.
—Sé lo que haces.
Arqueó una ceja como diciendo: «¿De verdad? Demuéstralo».
—Haces dinero —afirmó sucinta—. Mucho. Sé lo que vales.
Arqueó la otra ceja. Lo había sorprendido.
—No quiero que resuelvas su problema, quiero que pagues la deuda.
—Necesitas dinero —dijo despacio, añadiendo con ironía—: ¿Y no tienes nadie más a quien pedírselo?
A pesar de la vergüenza que sentía, se obligó a no apartar la mirada.
—No hay nadie más.
—Tu padre era el dueño de la mitad del condado.
No había hablado con su padre en más de diez años, pero la semana anterior había ido a implorarle. Se había puesto literalmente de rodillas. Le había pedido el dinero. Y le había dicho que no. En realidad se lo había escupido.
Su padre le había amargado la infancia con su obsesivo control. Le había arrancado la felicidad de las manos. Le había arrebatado a Pedro. Si no podía pedirle a él el dinero, entonces se lo podría pedir a Pedro… quien una vez la había amado. Seguro que si se lo explicaba…
—Ya conoces a mi padre —sonrió valiente esperando despertar algo de la antigua camaradería—. No aprueba el juego. Desheredó a Ramiro hace dos años.
—¿Y tú no puedes dejarle el dinero?
—Debe mucho —suspiró—. Cincuenta mil dólares. Podría hipotecar mi casa, pero pasarían semanas antes de que me dieran el dinero y, francamente, no vale mucho. Quizá conseguiría veinte o treinta mil.
—¿Quieres que te firme un cheque por cincuenta mil dólares? —preguntó con una sonrisa cínica.
—Sé que los tienes.
—¿Y por qué habría de dártelos? —su sonrisa se ensanchó.
—Tienes más dinero del que jamás soñaste. Es sólo una gota en el océano.
—¿Y por qué habría de dártelo? —repitió más despacio.
Ella consideró la pregunta un segundo ponderando por qué había estado tan segura de que la ayudaría. Deseando que la mirara a los ojos, respondió lo más sinceramente que pudo.
—Por nuestro pasado, supongo. Porque una vez me amaste. Porque una vez juraste qué harías cualquier cosa por mí. Porque…
—No —se enderezó y rodeó la mesa.
Mientras se sentaba en su silla, Paula tuvo la sensación de que la estaba despachando. Sintió pánico en la garganta.
—¿Así? ¿No?
Alzó la vista con gesto de «¿sigues aquí?».
Había trabajado duro los últimos diez años para controlar su impulso rebelde, pero estar frente a Pedro despertaba toda su capacidad de desafío adolescente.
—¿Así? ¿No? —repitió.
Reprimió la tentación de decir más cosas. No conocía a ese nuevo Pedro, pero la lógica le decía que mostrándose furiosa no conseguiría el dinero que necesitaba.
—Pensaba que podrías ofrecerme un poco más que eso.
—Soy un hombre de negocios, Paula. ¿Qué obtendría a cambio de ese dinero?
—La hipoteca —dijo sin pensar—. Empezaré con eso y haré los pagos. Yo…
—No —sacudió la cabeza—. No me parece un buen rédito para mi inversión.
Estaba jugando con ella. Era evidente que disfrutaba teniéndola a su merced. Resultaba un poco aterrorizador ese brillo de satisfacción en sus ojos. El hombre que tenía delante era un extraño.
Era gracioso que a Pedro eso no le hubiera gustado de adolescente. Había sido respetuoso, incluso tímido.
Estaba actuando así en ese momento sólo para castigarla.
Nunca había llevado bien que la presionaran. Por eso su padre y ella no se trataban. Toda la frustración que hervía dentro de ella encontraba el modo de salir en el peor de los tonos.
—Si quieres estar enfadado conmigo, está bien. Pero no es culpa de Ramiro. Es inocente.
—Si estaba tratando con los hermanos Mendoza, está muy lejos de ser inocente.
—¿Entonces sabes quiénes son? —se puso en estado de alerta.
—Sí.
—Entonces sabes lo desesperada que es la situación.
—Sí.
—¿Y aun así no me ayudarás?
—No sé por qué debería hacerlo.
Había vuelto al tono glacial. Paula hizo un esfuerzo para mirar por debajo de ese tono. Para encontrar alguna grieta en ese muro que había levantado entre los dos.
En algún lugar bajo esa fría fachada estaría el chico que una vez la había amado. Sólo tenía que conseguir hallar las palabras adecuadas para liberarlo.
—¿Qué es exactamente lo que quieres de mí, Pedro? Ya me he disculpado. ¿Quieres que te lo ruegue?
—¿Quieres saber lo que quiero? Quiero una compensación por lo que me hicisteis tú y tu familia. Te quiero a ti… —la señaló—, completamente a mi merced.
—Estoy completamente a tu merced —se apoyó las manos en las caderas y lo miró a los ojos—. No tengo nadie más a quien recurrir. Nadie más puede ayudarme.
—Vale —dijo él cruzando los brazos—. Entonces quiero la noche de bodas que jamás tuve. Te quiero en mi cama sólo una noche.
—¿Quieres que me acueste contigo por dinero? ¿Quieres que me prostituya?
—Llámalo como quieras, pero sí, eso es lo que quiero.
Una parte de él esperaba que lo abofeteara. O que le tirara algo. Pero ella se limitó a mirarlo como si hubiese sido ella la abofeteada. Tenía los ojos muy abiertos y estaba pálida por la conmoción. Pero no salió huyendo. No se marchó. No hizo nada de lo que esperaba que hiciera.
Había hecho una proposición tan ultrajante sólo porque sabía cómo reaccionaría. La Paula que él había conocido jamás habría dejado a un tipo que le hiciera semejante proposición. Jamás se arredraba ante un reto. Nadie la acosaba. Cuando la empujaban, devolvía el empujón.
Así que le había hecho esa proposición sabiendo que eso provocaría una bronca. Pero en lugar de enfadada parecía confundida. Quizá herida. Como si hubiera sido lo último que esperara de él. Y entonces, como si él no se estuviera sintiendo como el clásico imbécil que va dando patadas a los perros, la miró y en su expresión vio el efecto completo de sus insultantes palabras. Las mejillas de Paula se colorearon ligeramente.
Todo en él le impelía a retirar esas palabras. El chico de dieciocho años que una vez había sido se alzó en su cabeza convenciendo al hombre que era para que la protegiera. Sólo él sabía lo mucho que aborrecía ser vulnerable. Lo mucho que odiaba pedir algo. Sabía lo duro que debía de ser eso para ella. Quería tomarla entre sus brazos y mecerla.
Prometerle hacer cualquier cosa a su alcance para mantenerla a salvo. Para protegerla. Siempre.
No podía ser así, tenía que ser más fuerte. Era más fuerte.
Tenía que sacarla de allí, ya.
—Acepta mi oferta. Acéptala o vete.
Ella simplemente apretó los labios en un gesto de «esperaba algo mejor de ti», se dio la vuelta y se marchó. Él se recostó en la silla mientras el alivio lo llenaba: Se había ido. No tendría que volver a tratar con ella. Podía volver a su vida normal.
O eso creía.
No habían pasado quince minutos cuando la puerta se abrió con tanta fuerza que golpeó contra la pared. Paula, con gesto de determinación se acercó a su mesa y puso encima con un golpe una tarjeta de visita. Lo miró fijamente y dijo:
—Ahí tienes mi correo electrónico. Hazme saber la hora y el lugar y allí estaré. Lleva el talonario.
Un momento después se había ido y él se quedó mirando fijamente la tarjeta color crema.
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