domingo, 21 de agosto de 2016
CAPITULO 9: (CUARTA HISTORIA)
Pedro dejó a Paula, que se dirigió hacia una de las numerosas mesas de comida. Él se puso a charlar con un cliente, y luego con otros muchos de los que habían trabajado con el estudio de arquitectura de su familia. Al cabo de una hora, la buscó con la mirada pero no la encontró. No podía haberse marchado con alguien sin haberle avisado antes. Entró en la casa, a un salón de aspecto formal donde estaban charlando varios invitados. Ni rastro de ella.
Fue entonces cuando reconoció su risa sensual. Se giró en redondo y distinguió su melena pelirroja, su vestido verde esmeralda, y experimentó la enésima punzada de excitación… A la que siguió otra de celos cuando la vio charlando con un hombre que sabía estaba casado. El hombre, rico y de mediana edad, sonreía a la vez que le recogía delicadamente un mechón que había escapado de su moño.
—Gabriel Stanley, qué alegría volver a verte… —lo saludó Pedro mientras se acercaba, inmune a la mirada asesina que acababa de recibir de su conocido—. He visto fuera a tu mujer. Está guapísima. ¿Vais a tener otro niño?
Gabriel hundió las manos en los bolsillos de su pantalón.
—Sí. El tercero.
—Qué maravilla —exclamó Paula, aparentemente ajena a la tensión del ambiente—. Enhorabuena. No me habías dicho nada…
—Parecía un poquito cansada —añadió Pedro—. Puede que quieras ir a ver cómo está.
Gabriel tensó la mandíbula.
—Paula, ha sido un placer conocerte. Pedro, nos vemos luego.
—Eso ha sido una grosería por tu parte —le echó en cara ella una vez que se quedaron solos—. Solo te ha faltado orinar para marcar el territorio.
—Está casado —se la quedó mirando fijamente a los ojos.
—¿Y?
—Que estaba flirteando contigo.
Paula sonrió y le dio unas palmaditas en la mejilla.
—Te pones muy guapo cuando estás celoso. Y haces que me entren ganas de comprobar la sinceridad de esos sentimientos…
—No estoy celoso —insistió—. Vámonos.
—Deberíamos despedirnos de Victor.
—Está ocupado con sus invitados. No le importará que nos escapemos.
Sin darle otra opción, la tomó de la mano y la guió a través de la casa. Una vez en el sendero de entrada, esperaron a que el portero trajera el coche.
Un denso silencio presidió el trayecto de vuelta a su apartamento de South Beach. Pedro no quería que pensara que era un imbécil. A fin de cuentas, ¿acaso no se suponía que tenía que enseñarle que existía un tipo de hombre diferente de los que había conocido y le habían amargado la vida? ¿Uno que no fuera un imbécil?
—Mira, lamento que pienses que me he comportado groseramente —se aclaró la garganta—. Pero no voy a disculparme por haberme comportado groseramente con Gabriel.
—Ya. Eso último sí que ha sonado sincero.
Pedro le lanzó una rápida mirada de soslayo.
—Soy sincero. Y no tengo problema alguno en disculparme cuando sé que me he equivocado o he herido los sentimientos de la gente que me importa.
La manera que tuvo de contener el aliento lo sorprendió.
Estaba claro que necesitaba explicarse mejor.
—Conozco la opinión que tienes de los hombres —continuó—. Pero no todos somos tan malos y no todos somos como Gabriel. Que haya tipos que disfruten con las mujeres no significa que las manipulen o jueguen con sus sentimientos. Les gusta salir con ellas, de una en una, y divertirse.
—Como tú.
Sentada como estaba tan cerca de él, Pedro solo tenía que estirar una mano para tocarla. Y lo hizo: la apoyó sobre su muslo, suavemente.
—Como yo. Yo no miento nunca a las mujeres. Si estoy con una mujer, esa mujer sabe cuál es la situación exacta en cada momento. Y sabe también que le seré fiel mientras dure.
—No sé por qué, pero te creo.
Para su propia sorpresa, Pedro soltó el aliento que inconscientemente había estado conteniendo. Sí: quería que Paula tuviera una buena opinión de él.
CAPITULO 8: (CUARTA HISTORIA)
Desde el instante en que entraron en la suntuosa mansión de Victor en Star Island, a Pedro le entraron ganas de cubrir a Paula con su chaqueta y volver a meterla en el coche.
Cada par de ojos estaban fijos en ellos… y sabía que no lo estaban mirando precisamente a él. Los hombres la miraban descaradamente y las mujeres le lanzaban dardos invisibles.
Tenían toda la razón del mundo para estar celosas.
—Ah, dos de mis personajes favoritos —Victor se acercó inmediatamente a saludarlos—. Me alegro de que hayáis venido. Tenemos bebida, comida, compañía… Todos los ingredientes para una fantástica velada.
Pedro apoyó una mano en la cintura de Paula, en un gesto abiertamente posesivo. El motivo de que estuviera tan dispuesto a demostrar a los demás lo mucho que la deseaba era algo que se le escapaba.
—Temíamos que se nos hiciera tarde —afirmó, ganándose una mirada asesina de parte de Paula—. Y yo le dije que lo entenderías.
Victor soltó una carcajada.
—Absolutamente.
—Tienes una casa impresionante, Victor —Paula esbozó una dulce a sonrisa—. Gracias por la invitación.
El multimillonario le tomó la mano y se la llevó a los labios.
—No es necesario que me agradezcas nada, Paula.
Gracias a ti, mi nuevo hotel será el que tenga más encanto de todos. Soy yo quien debe darte las gracias.
Pedro pensó que aquel besamanos había durado demasiado. Por fin Victor asintió sonriente y le soltó la mano.
—Disculpadme, pero debo atender a los demás invitados.
En el instante en que se marchó, Paula se volvió hacia Pedro:
—Nunca más vuelvas a hacer eso.
—No quería que se hiciera una idea equivocada contigo —se defendió—. Victor es un solterón con mucho éxito entre las mujeres. Solo quería que supiera que contigo no tenía nada que hacer.
—Tú tampoco —susurró entre dientes antes de girar en redondo para dirigirse al fondo de la mansión, que comunicaba con un espléndido jardín.
Pedro le permitió que se adelantara unos pasos antes de seguirla. No pensaba montar una escena, y menos en la casa del hombre que tenía un contrato multimillonario con el estudio de arquitectura de su familia.
Continuó caminando y salió al jardín… si acaso podía llamarse así al exuberante escenario casi selvático con cascadas que abrevaban en pequeñas pozas. Vio en seguida a Paula junto a su hermano gemelo, Matias, y la prometida de éste, Tamara. Las mujeres charlaban animadas mientras Matias sonreía con un vaso en la mano. Supuso que estarían hablando de la inminente boda. Como si una fuerza magnética lo hubiera arrastrado hacia aquella mujer tan tozuda como sensual, Pedro se encontró de repente al lado de Paula, rozándole un brazo con el suyo. Aunque seguía sonriendo, notó que su cuerpo se tensaba de inmediato.
—Me alegro de verte por aquí —le dijo Matias.
—Y yo —repuso Pedro, recogiendo una botella de cerveza de la bandeja de un camarero que pasaba al lado—. Tamara, estás tan guapa como siempre. Radiante de felicidad.
Su futura cuñada sonrió al tiempo que tomaba a Matias de la cintura y se apoyaba en él.
—Tengo muchas razones para estar feliz y todas tienen que ver con este hombre.
—Precisamente les estaba preguntando dónde pensaban casarse —comentó Paula—. Me sorprende que vayan a hacerlo en casa de Matias.
—Queremos una ceremonia familiar, para la familia y amigos más íntimos —Tamara lanzó a su prometido una mirada de adoración—. La idea es celebrar la recepción y marcharnos de luna de miel en cuanto acabe. Como necesitábamos un lugar para que los familiares se quedaran a pasar la noche, nuestra casa nos pareció perfecta.
—Suena maravilloso —sonrió Paula.
Pedro estaba seguro de que, si aquella conversación sobre bodas, amores y finales felices se prolongaba durante mucho tiempo más, saldría corriendo como si lo persiguiera un enjambre de abejas.
—¿Te has pasado últimamente por las obras? —le preguntó a su hermano.
—Sí, ayer mismo.
—Los movimientos de tierra se están cumpliendo según los plazos y el resto del equipo de Paula hace dos días que ya ha llegado, así que a partir de ahora aceleraremos todavía más el ritmo.
Tamara puso los ojos en blanco.
—¿Tenemos que hablar de trabajo? —se quejó Tamara—. Disfrutemos mejor de la fiesta. Tengo hambre, Matias. Vamos a por un plato.
Matias lanzó una mirada a su hermano gemelo, como diciéndole «ya hablaremos después», y Pedro rio por lo bajo antes de beber un buen trago de cerveza.
—No pongas esa cara —le dijo Paula—. Si quieres hablar de trabajo, soy toda oídos.
—Por fin una mujer con la que me identifico de todo corazón —se burló.
—El corazón no tiene nada que ver en esto, Pedro —sonrió.
—Me alegro, porque no pienso volver a entregárselo a nadie.
—¿Has dicho volver?
Pedro maldijo para sus adentros.
—Estuve casado antes —dijo con falsa naturalidad—. No duró. Ella quiere volver conmigo, yo no. Fin de la historia.
—Un motivo más por el que somos tan diferentes. El matrimonio es algo muy importante; es precisamente por eso por lo que yo nunca me casaré. No hay hombre en el mundo que reúna las condiciones que yo exigiría en un marido.
—¿Y qué es lo que quieres en un marido?
—No es tanto lo que quiero como lo que necesito —se encogió de hombros, agarrando su diminuto bolso con las dos manos—. Lealtad, confianza, estabilidad, sinceridad. Tendría que anteponerme a mí a todo lo demás. No estoy diciendo que tuviera que mimarme y consentir todos mis caprichos, sino que se prestara atención a mis necesidades y conociera exactamente mis deseos.
Pedro pensó que, si le revelaba a él aquellos deseos, con mucho gusto se los satisfaría uno a uno. Aunque ciertamente no pretendía postularse como marido. Eso era lo último.
—No me malinterpretes —continuó ella, mirando las parejas que se perdían de la mano en los rincones del enorme jardín—. Me emociona cuando dos personas que están destinadas a estar juntas encuentran esa felicidad. Solo que eso es algo que yo no disfrutaré nunca. Créeme que no se trata de una queja.
Cuanto más la veía hablar y mirar a otra gente, más claro se daba cuenta de que estaba mintiendo. Puede que ella no fuera consciente de ello, pero mentía. Su mirada de anhelo, la dulzura de su voz mientras hablaba de sus requisitos y condiciones… Sí, Paula Chaves creía en los cuentos de hadas y un día probablemente viviría uno. Un príncipe azul aparecería por fin y le daría todo eso y más.
Pero Pedro no quería imaginarse a Paula con otro hombre.
No cuando él ni siquiera había tenido la oportunidad de explorar aquella pasión que acechaba en su alma.
—Oh, y un perro —añadió.
—¿Perdón?
Volvió sus ojos verdes hacia él.
—Tendría que tener un perro. Si le gustan los animales, sería un indicio de que es tierno y cariñoso. Por supuesto, en mi trabajo un perro no es algo muy práctico, sobre todo cuando tengo que viajar por todo el país.
—Quizá cuando encuentres a tu príncipe azul, te establecerás para siempre en un castillo y no tendrás que viajar más —Pedro no pudo evitar sonreír al ver que entrecerraba los ojos—. Así podrás tener todos los perros que quieras.
—Ya te lo dije, no pienso establecerme en ningún sitio. Y ciertamente tampoco pienso reducir mi ritmo de trabajo. Me gusta lo que hago, me gusta mi independencia.
«Mejor», pensó Pedro. Ella no estaba buscando comprometerse. Perfecto.
—Acabo de ver a un cliente —dijo de pronto—. Necesito saludarlo. Si quieres, puedes acompañarme.
—Oh, no te preocupes por mí… Ve tranquilo. Ya nos veremos luego.
CAPITULO 7: (CUARTA HISTORIA)
Pedro recorría a toda velocidad las calles flanqueadas de palmeras de Miami. Cuando cayó la noche, había sacado una de sus motocicletas favoritas con la intención de despejarse la cabeza, saborear un poco de libertad e intentar resolver los problemas que lo acosaban. Que, en aquel preciso momento, parecían girar todos en torno a una sexy y tozuda jefa de obras.
Detuvo su Harley en el arcén de una calle, cerca del mar. La luna se reflejaba en la blanca espuma de las olas que morían en la costa. Después de dejar a Paula en su apartamento, había necesitado de un tiempo para recuperarse. Esa noche había percibido en ella una insólita inocencia, una curiosa ingenuidad.
De repente le sonó el móvil. Lo sacó el bolsillo, miró la pantalla y suspiró mientras aceptaba la llamada.
—¿Melanie?
—¿Puedo pasarme por tu casa?
Sintió una inmediata opresión en el pecho. Allí estaba, hablando con la mujer con la que se había casado, la que había creído que amaría para siempre. La mujer que lo había abandonado sin mirar atrás…
—Mel, tú misma me dejaste. Y yo no doy segundas oportunidades.
—Cometí un error. ¿Es que no podemos hablar simplemente?
Por mucho que quisiera hacerlo, no podía; no le daría la oportunidad de que lo destruyera de nuevo.
—Tengo que dejarte.
Cortó la llamada y volvió a guardarse el móvil antes de clavar la mirada en la espuma blanca de las olas. No podía evitar pensar en el día de su boda y en los escasos meses de felicidad… a los que siguió aquel momento de pesadilla.
Un momento de pesadilla que pretendía olvidar, y que sin duda olvidaría en cuanto Melanie dejara de llamarle y de enviarle mensajes. Sí, su ex le había hecho mucho daño, pero él también había tenido algo de culpa en aquel desastre. Si no se hubiera mostrado tan vulnerable, tan expuesto, no habría sufrido tanto cuando ella lo abandonó para largarse con uno de sus presuntos amigos. Era un tópico, y lo sabía. Pero Pedro estaba decidido a mirar al futuro. A disfrutar de cada momento de su libertad y de su soltería.
Se negaba a cuestionarse a sí mismo, o a admitir siquiera que se había acostado con cada mujer disponible que se había cruzado en su camino después del divorcio. ¿Qué mal había en querer disfrutar de la compañía de una mujer sin la carga de una relación? Como, por ejemplo, la de Paula.
¿Estaría Paula dispuesta a renunciar aquel muro defensivo que había erigido en torno a sí misma? Si no era así… ¿estaría él realmente dispuesto a arriesgarse a la posibilidad de otro rechazo? Sin duda. ¿Acaso no había endurecido su corazón tras su desengaño con Melanie? Estaba perfectamente preparado para mantener una relación íntima con Paula. ¿Relación? No, ésa no era la palabra. «Aventura», en cambio, sí. Aunque tenía el presentimiento de que la señorita Chaves no era nada aficionada a las aventuras.
Así que tenía que volver a la pregunta de la relación.
¿Estaría dispuesto a…? Maldijo entre dientes cuando alzó la mirada y vio los oscuros nubarrones tapando la luna llena.
Arrancó la moto y puso rumbo a casa cuando la primera gota de lluvia le caía en el brazo. No interpretó como una simple coincidencia que la lluvia hubiera interrumpido sus pensamientos justo cuando estaban a punto de aventurarse en un terreno tan delicado. El destino le estaba diciendo algo.
****
Pero él había mostrado una actitud exclusivamente profesional. De pie frente al espejo del baño de su apartamento, vestida únicamente con una toalla, Paula sentía un nudo de nervios en el estómago. Porque lo de aquella noche iba a ser cualquier cosa excepto profesional. Victor Lawson daba una fiesta a la que por supuesto no solamente estaba invitada, sino que se esperaba su asistencia. Pedro estaría allí, por lo que estaba poniendo un especial cuidado en peinarse su melena rizada. La humedad del sur de Florida le rizaba todavía más el pelo, así que no le quedó más remedio que alisarse las puntas para recogérselo en un moño bajo.
Echó un último vistazo a su peinado y a su maquillaje antes de acercarse al armario para escoger entre los pocos vestidos que se había traído a Miami. El vestido de noche azul cielo, el corto de color verde esmeralda sin espalda o quizá el más atrevido, el rojo sin tirantes. Ganó el verde. Era cómodo, ligero y coqueto. Además, el color resaltaba sus ojos, poco maquillados. Escogió su ropa interior con cuidado, pero no porque esperara que alguien la viera. Al contrario.
Usar lencería sexy le daba una dosis extra de confianza. Y sabía que en una fiesta con tantos machos alfa como Victor, Matias o Pedro, iba a necesitar toda la confianza del mundo.
Teniendo en cuenta lo escaso de su busto, optó por prescindir del sujetador. Se decidió por una braga negra de encaje, de cintura alta. Se puso luego el vestido y se ató los lazos de chifón al cuello. Por último, se calzó unas sandalias de tacón, doradas.
Acababa de retocarse la pintura de labios cuando llamaron a la puerta. Atisbo por la mirilla y no se sorprendió de ver a Pedro tan guapo y sexy como siempre. Se alisó con mano temblorosa el vestido y abrió la puerta.
La mirada de Pedro la recorrió de la cabeza a los pies, dos veces, antes de posarse en sus labios de un rojo brillante. La expresión de su rostro le arrancó una sonrisa, llenándola de alegría: evidentemente había escogido bien su conjunto para el efecto buscado.
—Me alegro de haber venido a recogerte —le confesó con voz ronca, sensual—. Si hubieras ido a esa fiesta sola, habrías sido devorada viva por cada soltero disponible. Y probablemente también por algunos casados.
—¿Qué te hace pensar que quiero ir contigo? A lo mejor tenía intención de ir sola a la fiesta de Victor.
Aquellos ojos de color chocolate parecieron oscurecerse mientras la miraba.
—Tú sigue burlándote, corazón, y te enfrentarás a las consecuencias.
—Si no quieres que se burlen de ti —replicó sonriente—, guarda las distancias.
Pedro cerró de pronto la distancia que los separaba, le pasó un brazo por la cintura y acercó peligrosamente su rostro al suyo.
—Lo he intentado. Incluso cuando no estás conmigo, llenas mis pensamientos… ¿Qué te parece a ti que deberíamos hacer al respecto?
No tan confiada como antes, apoyó las manos en su duro y ancho pecho.
—Me parece que debemos salir para la fiesta antes de que Victor se pregunte por qué nos hemos retrasado tanto.
—Una vez que te vea —se apartó lo suficiente para admirar el escote de su vestido—, no solo adivinará en seguida el motivo, sino que lo entenderá perfectamente.
Paula le dio entonces un empujón muy poco delicado y se dirigió a su habitación.
—Déjame que recoja el bolso y las llaves y nos vamos. Espero que no hayas traído una de tus llamativas motos, por cierto.
—Esta noche se merece lo mejor, Paula —ladeó la cabeza, sonriendo—. He traído mi nuevo Camaro.
—¿Un Camaro? Yo creía que los playboys como tú preferían los modelos caros y extranjeros.
—De esos coches extranjeros tengo unos cuantos, pero cuando estudiaba en el instituto siempre quise tener un Camaro y nunca me lo pude permitir. En el instante en que puse los ojos en ese nuevo modelo, negro por supuesto, supe que tenía que ser mío.
Paula se lo quedó mirando pensativa.
—¿Me estás diciendo que de adolescente no tenías coche?
—No, Matias y yo compartíamos el coche que solía conducir mi madre. La pobre Karen solo pudo comprarse uno cuando entró en la universidad.
A Paula le entraron ganas de saber más cosas sobre su sorprendente infancia. ¿Cómo habrían pasado los tres hermanos de tener un solo coche y nada de dinero a poseer suntuosas casas y una empresa multimillonaria?
—Pero ahora me encanta tener un Camaro —añadió él, sonriente—. En aquel entonces no era más que un chico. Demasiado coche para tan poco adolescente.
Paula se rio al tiempo que avanzaba hacia él, indicándole que ya podían marcharse.
—¿Y ahora sí te consideras lo suficiente hombre para manejarlo?
Dejó bruscamente de sonreír, mirándola de tal forma que la dejó paralizada:
—Soy lo suficiente hombre como para manejar cualquier cosa.
Sin saber qué responder a eso, Paula sacó su bolso sin asas y las llaves de la cómoda.
—¿Quiénes son? —le preguntó de repente Pedro, señalando la fotografía enmarcada que tenía sobre la cómoda.
—Mi abuelo y mi madre —no quería que curioseara en sus cosas. Sus fotografías eran algo privado, al igual que su vida—. ¿Listo? Asintió con la cabeza y le ofreció su brazo. En el instante en que lo aceptó, percibió el calor que irradiaba.
Que el cielo la ayudara: la noche acababa de empezar.
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