lunes, 5 de septiembre de 2016

CAPITULO FINAL: (QUINTA HISTORIA)





«Maldito tiempo», Paula lanzó un golpe y falló. «Maldito saco de arena». Lanzó otro golpe y esa vez conectó con un sonoro impacto que reverberó desde el puño enguantado hasta el hombro. «Maldito hombre».


Lanzó una serie de golpes desenfrenados. Algunos de ellos hicieron diana. La mayoría no. Pero la satisfacción de conectar alguno la mantuvo golpeando unos minutos, hasta que empezó a jadear y sus músculos se resintieron.


Esquivando la bolsa, se quitó los guantes y agarró la toalla y la botella de agua. Utilizaría la cinta andadora un rato y luego concedería a sus cansados músculos un largo baño caliente. 


La idea casi la hizo sonreír, mientras se volvía hacia la puerta.


Y entonces lo vio. Apoyado en la pared, junto a la puerta de entrada del gimnasio del complejo de Tahoe. Traje oscuro, camisa blanca, ojos gris plata clavados en ella.


Todo en su interior se quedó inmóvil cuando él acortó la distancia que los separaba con pasos lentos y seguros.


Mientras se acercaba, notó cómo examinaba sus mallas, camiseta corta y el nuevo corte de pelo. Los rizos cortos seguían siendo difíciles de manejar, a pesar de la cinta que supuestamente debía asegurarlos.


—Hola, Paula —se detuvo ante ella, lo bastante cerca para que ella viera la mezcla de admiración y diversión de sus ojos—. Me gusta tu nuevo aspecto. Te sienta bien.


—Eso pienso yo —sus ojos se encontraron un instante, pero luego Paula desvió la mirada. Solo había pasado un día desde su conversación telefónica, pero ella había endurecido su corazón ante cualquier esperanza—. Estás muy lejos de casa —dijo, con tono frío.


—Tengo asuntos inconclusos.


—¿Cómo has sabido dónde encontrarme? —arrugó la frente, considerando las posibilidades—. Mi madre es la única persona que… —calló de repente—. ¿Miriam te ha dicho dónde estaba?


Él alzó un hombro, un gesto habitual en él, elocuente y eficaz. Y ridículamente atractivo.


—Eso fue lo fácil. Encontrarte aquí… —ladeó la cabeza, indicando el gimnasio—… fue más complicado.


—Llueve demasiado para salir a pasear, y necesitaba gastar algo de energía. El saco de arena me pareció la forma ideal de descargar tensión.


—¿Te imaginabas mi rostro en la bolsa? —preguntó él. Una sonrisa apuntaba en sus ojos y Paula apretó los dientes. 


Ya era bastante malo que hubiera aparecido de improviso y que la hubiera observado solo Dios sabía cuánto tiempo.


Pensar que su madre le había dicho dónde estaba y no la había llamado para avisarla…


—Debería haber imaginado el de mi madre —dijo ella, seca—. Debes haber hecho una oferta muy buena por The Palisades para ganártela.


La sonrisa desapareció y él se puso serio, pero no solo por el impacto del cínico comentario. Ver la tensión de su mandíbula hizo que a ella se le disparara el corazón.


—Esto no tiene que ver con los negocios —dijo él, con voz templada—. Tu madre lo sabe. En el fondo es una romántica.


—¿Mi madre? No. Estuvo casada con un hombre que le mintió y le fue infiel durante treinta años, pero nunca desveló que lo sabía. Temía las consecuencias. Le gustaba estar casada con Edgard Chaves. Le gustaban la posición y el prestigio, y decidió aguantar lo negativo. Mi madre es pragmática. Dudo que haya sido romántica en toda su vida.


—Quiere que seas feliz.


—¿Y por eso te envió?


—Dice que me quieres.


—¿Y tú la crees? —sus miradas se encontraron de nuevo y, por primera vez, ella vio la tensión, la vulnerabilidad que se ocultaba tras su pose. El pulso se le aceleró con un destello de esperanza—. ¿Por qué ibas a creerla, Pedro, cuando no me creíste a mí?


—Me daba miedo creerte.


—¿Temías dejar que alguien más se acercara a ti? —adivinó ella.


—Sí, estaba eso —admitió—. Y temía no poder ofrecerte nada parecido a lo que esperabas tener con Carlisle —la miró con ojos serios—. Después de hablar contigo ayer, comprendí la verdad. En realidad lo supe la noche que te llevé al hotel. Observé cómo te alejabas y…


Su voz se apagó, como si no encontrara palabras para describir lo que había sentido, pero no hacían falta palabras.


Paula vio cuanto necesitaba ver en su rostro, en sus ojos, en el hecho de que, por fin, se estuviera sincerando con ella.


—No quería que te marcharas —siguió él—, pero no sabía qué decir para que te quedases.


—Habrían bastado unas pocas palabras.


—Lo dices como si eso fuera fácil —alzó una esquina de la boca, pero sus ojos siguieron serios—. Nunca he dicho esas palabras.


—¿Ni siquiera a Mac?


—No puedo perderte a ti también —su rostro expresó una intensa angustia.


Con el corazón rebosante de optimismo, ella le vio tomar su mano entre las suyas. Por primera vez, parecía nervioso. 


Con miedo. Aterrorizado. Una parte de ella anhelaba paliar su angustia, pero otra le decía que esperarse hasta oír lo que tanto había anhelado escuchar de esa boca.


—Alguien sugirió hace poco que te merecías algo mejor que yo. Esa misma persona dijo que Isla Charlotte estaba destinada a ser mía —la miró con una sinceridad que la dejó sin aliento—. No soy Carlisle, no tengo una familia preparada para recibirte. Ni siquiera tengo un hogar, pero eso es lo que deseo tener contigo. Me da igual dónde vivamos. Puedo trabajar desde cualquier sitio. Soy adaptable.


—Eres independiente —apuntó ella—. Aquel fin de semana me dijiste que no necesitabas un hogar.


—Entonces lo creía, pero fue antes de que Mac me dijera la verdad, antes de tener que pararme a pensar en lo realmente importante. Antes de que tú me hicieras reconsiderar el significado de todo —apretó su mano. Ella estaba transfigurada, esperando, anhelando—. Regresé a Stranger’s Bay con el único fin de conseguir The Palisades. Entonces te conocí. Te deseé. Me puse excusas. Me dije que solo pretendía poner fin a la boda para conseguir el contrato. Pero no podía soportar la idea de que estuvieras con otro hombre.


—No soportabas la idea de perder —dijo Paula, descorazonada.


—Te defendiste a ti misma y a tus principios, y eso hizo que te quisiera aún más.


—Desearme no es amor, Pedro.


—Te amo —dijo él, lenta y claramente, con convicción—. Ayer me dijiste que necesitabas mejorar tu fuerza interior, pero tu fuerza es una de las cosas que amo de ti.


Ella empezó a negar con la cabeza, pero él la detuvo con una mirada.


—Eres fuerte cuando importa. Dejaste la empresa de tu padre porque ya no lo respetabas. No seguiste el camino fácil, aceptando su dinero. Renunciaste al acuerdo matrimonial perfecto porque me quieres.


—Sí —afirmó ella, leyendo la pregunta en sus ojos. Tocó su mejilla—. Pero…


—No hay peros. Te mereces un hombre que te ame con todo su ser, que desee crear un hogar y una familia contigo —allí mismo, entre aparatos de gimnasia, apoyó una rodilla en el suelo—. Te quiero, Paula, y te pido que seas mi esposa.


—¿Hay alguna cláusula especial? —preguntó ella solemne, aunque tenía el corazón desbocado.


—Hay una, llevar mi anillo —como un mago, sacó del bolsillo un perfecto solitario blanco—, en tu dedo, como señal de compromiso.


Le puso el anillo y ella alzó la mano de modo que el diamante capturara la luz.


—Es perfecto —musitó, con los ojos húmedos.


—Es para siempre —dijo él.


—Sí —consiguió decir ella, controlando las lágrimas de júbilo que la ahogaban—. Lo sé.


—¿Eso es un sí y te casarás conmigo? ¿Serás mi esposa?


—Sí. Sí. Te quiero, Pedro. Siempre te he querido.


—Yo también te quiero, Paula—dijo él. La tensión de su rostro dio paso a una sonrisa. Se levantó, la abrazó y después la alzó en el aire.


—¿Dónde me llevas? —chilló ella, sorprendida.


—A tu dormitorio.


—¿A hacer el equipaje? —preguntó ella, rodeando su cuello con los brazos.


—Eventualmente.


—Mmmm. ¿Estás pensando en algún ejercicio que resulte más gratificante que el gimnasio?


Él rio, una risa traviesa y grave que se reflejó en sus ojos al mirarla.


—Estoy pensando que ahora te tengo donde quería tenerte. Y no voy a dejarte marchar nunca.




Fin





CAPITULO 32: (QUINTA HISTORIA)





—¿Puedes aceptar la maldita llamada? —ladró la agraviada voz de Erin por el intercomunicador—. Es tu negocio, tu trato, ¡ella no puede empeorar el mal humor que hemos soportado estas últimas semanas!


Pedro supuso que sería de Chaves, respecto a The Palisades. Ella tenía que ser Miriam Chaves. Y su secretaria tenía razón, imposible empeorar.


—Pásamela —dijo.


—Hola, ¿Pedro? Soy Paula.


Pedro se enderezó en la silla, tensándose al oír la inesperada voz. Se quedó sin aire, como si hubiera recibido un puñetazo. No había esperado volver a saber de ella. 


Había pensado en llamarla muchas veces pero, ¿qué diablos podía decirle? No sabía cómo arreglar las cosas. Si no podía darle todo lo que ella deseaba, ¿qué tenía que ofrecer?


—¿Pedro? ¿Estás ahí?


—Paula, sí, estoy aquí —miró su reloj y sintió un pinchazo de alarma—. Es de madrugada en Melbourne. ¿Va todo bien?


—No estoy en casa.


—¿Sigues aquí, en San Francisco? —habían pasado casi dos semanas, pero podía ser.


—No —contestó ella rápidamente. Demasiado rápido—. Estoy en la montaña. Como había organizado estar fuera de la oficina unos días…, decidí tomarme unas vacaciones.


Él no sabía qué demonios contestar a eso. «Espero estés disfrutando en lo que debería haber sido tu luna de miel».


—¿Para reflexionar? —apuntó.


Siguió un momento de silencio, lo bastante largo para que él se odiara por sus palabras.


—Sí, a decir verdad. Pasear aquí arriba es muy bueno para despejar la mente y pensar.


—En la isla me dijiste que no eras aficionada a hacer ejercicio.


—No lo soy, pero necesito reforzar mi fuerza vital —repuso ella con una ironía que sugería que no se refería solo al aspecto físico—. Pero no he llamado para hablar de mí.


—¿No?


—He hablado con mi madre sobre el contrato de The Palisades. Quería decirte que Judd te llamará para hablar de nuevas condiciones, similares a las de tu puja original.


—¿No encontráis otro comprador?


—No creo que eso sea problema, pero te mereces la primera opción de compra.


—Te dije que ya no estaba interesado.


—Y espero que hayas reconsiderado tu opinión —tomó aire, y él imaginó su expresión con toda claridad. Cómo alzaba la barbilla unos centímetros y el destello de sus ojos verdes—. No creo que seas lo bastante tonto como para dejar que tu opinión de mí influya en tu decisión, pero te aseguro que no tengo ningún plan ulterior.


—¿Solo quieres asegurarte de que no firme la versión antigua?


—Exactamente.


—¿Y tu negocio? —preguntó él—. ¿Sigues necesitando capital para cubrir el préstamo?


—He llegado a un acuerdo con mi madre. Ahora es accionista de A su servicio.


—Lamento oír eso.


—¿Por qué ibas a lamentarlo? —atacó ella—. Tiene ideas excelentes para diversificar el negocio y hacerlo más rentable.


Pedro deseó preguntarle por sus ideas, por el orgullo que había sentido dirigiendo su propia empresa sin control familiar, pero se mordió la lengua. Prefirió hacer otra pregunta.


—¿Y la otra cláusula del contrato antiguo?


—¿Disculpa?


—¿Y si quiero que seas mi esposa?


Ella tomó aire. Casi fue un jadeo.


—No quieres.


—Pedí los mismos términos que Carlisle.


—Porque querías acelerar los trámites. Lo único que querías era la propiedad.


—No, Paula. Te quería a ti —con el auricular pegado al oído, se levantó y fue hacia la ventana. Ante él se extendía una magnifica panorámica de la ciudad de la bahía, pero el solo veía su rostro, sonrisa, cabello y ojos verde mar—. Dijiste que me querías.


—Así es —dijo ella con tristeza—, pero no basta.


—¿Porque yo no puedo darte el futuro perfecto que habías planeado?


—Yo creía que sí, pero puede que me equivocara. Tal vez merezca algo mejor —su voz se alzó en la última frase—. Adiós, Pedro. Buena suerte con Judd. Espero que todo vaya bien. Isla Charlotte debería ser tuya.


Él no pudo impedir que le colgara, pero la conversación se repitió en su mente una y otra vez: el timbre meloso de su voz, el acento australiano, el deje de superioridad cuando le dijo que tal vez se merecía algo mejor.


Durante unos segundos pensó que eso último era cierto. 


Había rechazado un matrimonio que creía que podía cumplir todos sus anhelos. Había cruzado medio mundo para ofrecerle su apoyo. Le había dicho que lo amaba y él había desechado la honestidad de ese regalo, demasiado ocupado en lamerse las heridas y protegerse de otro encuentro con el amor.


No podía culparla por pensar que se merecía algo mejor. No la culparía si se negaba a escucharlo. Pero le diría cuanto era necesario decir, todo lo que había dicho mal la primera vez.


Entonces, ella podría decidir qué merecía él.







CAPITULO 31: (QUINTA HISTORIA)





—¿Te has preguntado alguna vez por qué te llamé tantas veces? ¿Por qué estaba tan desesperada por encontrarte, a pesar de creer que me estabas evitando?


Pedro se quedó quieto. Muy quieto.


—¿Estabas embarazada?


Ella asintió y tragó saliva para librarse del nudo que le atenazaba la garganta.


—Durante un breve periodo. Sí.


—¿No utilicé protección?


—Usamos preservativos, pero la última vez… había una posibilidad.


Él estudió su rostro un momento antes de apartarse. En silencio, perdió la vista en la oscuridad que había al otro lado de la ventana. Paula solo pudo imaginar lo que debía estar sintiendo. Asombro, incredulidad, la impotencia de comprender lo que podía haber sido.


—¿Yo lo sabía? ¿Te prometí llamarte?


—Sí.


—Pero no lo hice y no podía contestar a tus llamadas —se volvió hacia ella y la atacó con una frase fría y dura como granizo—. Y Carlisle llegó en el momento perfecto, con el trato perfecto, para ti y para mi bebé.


—¡No! —Paula movió la cabeza con vehemencia—. Había intentado localizarte, intentaba decidir qué hacer si tú no querías saber nada del tema. Perdí al bebé y me di cuenta de cuánto lo deseaba. Entonces Alex me hizo su propuesta. Por eso estaba abierta a su sugerencia.


—¿A su sugerencia de concebir otro bebé? Dime, ¿eso es como volver a subirse a una bicicleta después de una caída? Mejor hacerlo cuanto antes, para no olvidar cómo se hace.


—No —gimió ella, desolada por la cruda analogía—. No acepté casarme con él de inmediato. Le pedí tiempo. No me acosté con él.


—¿Esta vez querías una alianza en el dedo?


—Quería tiempo para reconsiderarlo, para pensarlo bien cuando no me sintiera tan vacía y desesperanzada. Quería asegurarme de que mi razonamiento era válido, no una reacción emocional a mi pérdida. Necesitaba estar segura.


—¿Segura de qué? —por primera vez, su helado control se rasgó, mostrando su ira en los ojos—. ¿De que querías un bebé? No importaba si era de él o mío, o si tu relación se basaba en amor o en avaricia o en un montón de hojas de contrato. Lo querías para ti. No pensaste en el bebé ni en cómo vería la relación de sus padres.


—No es verdad. Teníamos razones sólidas…


—Tan sólidas que huiste del día de tu boda. Tan sólidas que pasaste tu luna de miel en mi cama.


Paula, apabullada, se esforzó por mantener la cabeza bien alta. Por controlar las lágrimas.


—Sabes por qué fui a Tasmania.


—Porque puse en peligro tu farsa de boda… ¿o porque buscabas una excusa para no celebrarla?


—Porque me llamaste, porque oí tu voz en el teléfono, porque no pude evitarlo —contraatacó ella, con voz sonora y rebosante de fuerza—. Maldito seas, Pedro. No me limité a dejarme caer en tu cama. Estabas allí. Lo sabes.


—¿Por qué te acostaste conmigo?


—Por la misma razón por la que he venido aquí hoy, por la misma razón por la que no me marché al ver tu recibimiento. Por la misma razón por la que estoy aquí arguyendo sobre algo que no quieres oír. Porque te quiero.


—¿Me quieres? —resopló con cinismo—. ¿Pero no aceptas un contrato que te ataría a mí?


—No quiero estar atada a ti por un negocio —le devolvió ella—. Con Alex no importaba, contigo sí importa. Todo se amplifica. El breve júbilo cuando pensé que iba a tener tu bebé. No poder ponerme en contacto contigo y comprender que me habías utilizado ese fin de semana, que no ibas a alegrarte de la noticia. Tenía el matrimonio perfecto, la vida perfecta… en mis manos hasta que volviste.


Él estaba tan tenso que ella se preguntó si algo de lo que había dicho había penetrado esa barrera de resistencia. O no la creía, o no quería creerla. Igual daba que fuera una cosa o la otra.


Había intentado explicarle por qué había sido difícil rechazar la propuesta matrimonial de Alex. Si no aceptaba eso, ¿cómo iba a convencerlo de algo tan inexplicable como su amor?


—Sé que éste no es el mejor momento para desvelarte mi alma —le dijo—. No es la razón de que haya venido; no ha sido por mí ni por mis sentimientos, pero ahora lo sabes todo y no me arrepiento de haberlo dicho.


—¿Por qué no me lo dijiste antes?


—Tal vez porque sabía que llegaríamos a esto.


Durante un momento, el antagonismo de ese «esto» se alzó entre ellos, y fue demasiado. Antes de que él pudiera decir más, ella movió la cabeza negativamente, para detenerlo.


—Creo que los dos hemos dicho bastante. Llamaré a un taxi.


—¿Dejas caer esas bombas y lo dejas así?


—Hasta que ambos hayamos reflexionado, sí.


—¿Tienes que pensarlo más? ¿Cambiar de opinión otra vez? ¿Decidir si esto es amor verdadero?


Paula no tenía respuesta para esas crueles preguntas. 


Estaba harta. No podía quedarse allí mientras él desgarraba su promesa de amor y se reía de las difíciles decisiones que había tenido que tomar esos últimos meses. Prefería irse mientras aún le quedara un poco de dignidad. Antes de que empezaran a brotar las lágrimas.


Sacó el teléfono del bolso. Había grabado el número y solo tenía que controlar el temblor de sus dedos para pulsar la tecla.


—No hace falta que llames a un taxi. ¿Dónde te alojas?


—En el Carlisle.


—Te llevaré —dijo él, apretando los labios.


Ella deseó decirle lo que podía hacer con su oferta…, pero prefirió no discutir. Desde su llegada, él había buscado la confrontación. Tal vez, como un animal herido, necesitaba atacar por el dolor de la pérdida de Mac. Ella lo había permitido, pensando que podía absorber parte del dolor con su cariño. Pero ya no podía más.


En el coche, cerró los ojos y lo borró de su mente, envolviéndose en el silencio mientras el coche avanzaba en la lluviosa noche. En el hotel, cuando él bajó para abrirle la puerta, se vio obligada a mirarlo… y a enfrentarse al hecho de que ésa podía ser la despedida definitiva.


En ese momento, su coraje se disolvió. No podía mirarlo a los ojos. Tampoco podía darse la vuelta y marcharse sin decir nada.


Era más fácil, mucho más, inclinarse hacia su cuerpo y besar su mejilla. Percibió su inmovilidad, la tensión de su mandíbula y la textura rugosa de su piel bajo los labios. 


Curvó los dedos sobre la solapa de su chaqueta: un último contacto, una última oleada de su olor.


—Cuídate —le dijo. No tenía sentido decirle que la llamara o mantuviera el contacto. Eso ya lo había hecho dos veces, sin éxito—. Lamento tu pérdida —cuando se apartó para irse, él le agarró el brazo y sus miradas se encontraron un instante.


—Yo lamento la tuya, Paula. Ojalá no hubieras tenido que pasar por eso sola.


Las lágrimas asolaron sus ojos de inmediato, pero sabía que si dejaba escapar una, no podría parar. Asintió con la cabeza, se soltó y consiguió alejarse con cierta dignidad.




CAPITULO 30: (QUINTA HISTORIA)




Paula sabía que había corrido un gran riesgo. Había tomado otra de esas decisiones instintivas y problemáticas, dejándose llevar por su corazón. A pesar de la fría recepción, seguía creyendo que había hecho bien.


Ese día él había enterrado a su mentora, socia y abuela, la persona por la que habría hecho cualquier cosa, y el dolor estaba grabado en cada línea de su rostro. Si estaba evitando a todo el mundo, como había sugerido Erin, si ésa era su manera de enfrentarse a la pérdida, tendría que esforzarse más. Ella no lo aceptaría.


—No voy a marcharme, Pedro —alzó la barbilla y lo miró a los ojos—. No he venido por el contrato; he venido por ti. He pensado que esta noche te vendría bien una amiga.


—¿Amistad? —soltó una risa seca—. ¿Eso consideras nuestra relación?


—Pensé que éramos más que eso. Al menos, creía que habíamos superado la etapa de hablar en el porche. ¿No va a invitarme a entrar?


Durante un momento creyó que se negaría, pero él abrió la puerta y le cedió el paso. Pero el brillo acerado de sus ojos no era nada amistoso. Paula se estremeció con un escalofrío que no tenía nada que ver con la lluviosa noche.


—¿Me das el impermeable?


La puerta se cerró de golpe y los nervios de Paula dieron un bote. Desabrochó el cinturón y los botones. Él, a su espalda, la ayudó a quitarse el impermeable.


—Gracias —murmuró, mirando a su alrededor.


Era su casa, temporal, pero aun así quería verla. Mientras estaba fuera la habían consumido los nervios y la angustia de la música que sonaba dentro. Solo tenía una impresión de paredes encaladas y terracota; comprobó que el tema mediterráneo se mantenía en el interior. Paredes blancas con texturas, arcos entre las habitaciones, alfombras tejidas, tiestos con palmeras y toques de color rojo, oro y negro en los muebles.


Se sintió irresistiblemente atraída hacia la cocina y el olor a comida. Sus nervios se calmaron al recordar la última noche en Isla Charlotte y la camaradería que habían compartido trabajando codo con codo.


—Lo que has cocinando huele delicioso.


Con la esperanza de identificar el plato, inhaló profundamente y comprendió que, el olor a carne guisada estaba matizado por algo dulce. Entonces vio las flores. 


Lirios blancos. La calma la abandonó de nuevo. Giró sobre los talones; Pedro seguía junto a la puerta, observándola.


—Lo siento mucho —dijo—. Cuando te marchaste de Melbourne no imaginé que le quedara tan poco tiempo.


—Nadie lo imaginaba.


—¿Ni siquiera tú?


—¿Crees que habría viajado a Australia y desperdiciado días en la isla de haberlo sabido?


La pregunta resonó en el corazón de Paula. Él lamentaba los días que habían pasado juntos.


—No fueron días desperdiciados —le dijo.


—¿Días pasados persiguiendo un trato sin sentido?


—No, no era un trato sin sentido. ¿Cómo puedes decir eso? Hiciste el viaje por Mac, para devolverle la propiedad del lugar que amaba. ¿Crees que ella habría querido que abandonaras eso? ¿No habría deseado volver a ver Isla Charlotte en manos de los MacCreadie?


—Yo no soy un MacCreadie —rezongó él.


—¿Es eso lo que pensaba Mac? Me dijiste cuánto había hecho para encontrarte. Admitió la verdad tras años de silencio sobre vuestro parentesco. Claro que te consideraba familia. Dime, si la compra hubiera llegado a término después de julio, ¿qué habría pasado ahora? ¿A quién le habría dejado la propiedad?


—Soy su único heredero —contestó él como si fuera algo indeseado e inmerecido.


Paula comprendió. Sintió dolor por su pesar e ira por sentirse como si hubieran vuelto a atracarlo. Él no quería el legado de Mac, quería tiempo para devolverle parte de lo que ella le había dado.


—Entiendo cuánto significaba Mac para ti y cómo debes sentirte…


—¿En serio? ¿Tienes idea de lo que es que nadie crea en ti excepto una mujer dispuesta a apoyarte con todas sus posesiones? ¿Sabes lo que es pasar treinta años sin saber de dónde vienes, encontrar las respuestas y a tu familia y perderlo todo semanas después?


Su voz sonó desolada y llena de fervor.


—Diablos, Paula. Ni siquiera estuve a su lado. La única vez que me necesitó, no estuve.


Paula no tenía respuesta. Lo que más deseaba era salvar la distancia que los separaba, rodearlo con los brazos y consolarlo, hacerle saber que no estaba solo. Que la persona que había perdido no era la única que lo amaba. 


Pero él lo impidió con su postura rígida y mirada hostil.


—¿Has considerado esto desde el punto de vista de Mac? 
—le preguntó—. ¿O solo desde el tuyo?


—Mac murió sola —dijo él con rostro tenso—. Es el punto de vista que considero.


«Oh, Pedro», pensó ella. Se estremeció. Como él no contestaba al teléfono, había supuesto que estaba junto a la cama de Mac. Había esperado que llegara a tiempo, al menos para despedirse.


—No lo sabía. Lo siento muchísimo.


Él no contestó, pero vio que un músculo se tensó en su mandíbula. Después, se apartó de la puerta y fue hacia las ventanas que daban a la bahía.


—Desde otra perspectiva —dijo ella, cautelosa—. Imaginó que Mac estaba muy orgullosa de tu éxito. No habría invertido cuanto tenía, hace años, si no hubiera creído en ti. Ni te habría confiado su secreto ni su herencia si no te hubiera querido.


—Aun así, murió sola.


—No, Pedro. Estaba sola antes de encontrarte. Murió sabiendo que tenía un nieto que la quería y que, no lo dudo, la apoyó en todos los sentidos durante sus últimos años.


La mirada de él se perdió en el vacío.


—No lo bastante —dijo él—. Negocios, viajes, no pasé aquí el tiempo suficiente.


Pedro vio en el cristal cómo se acercaba, el movimiento de su cabello y del vestido azul verdoso que acariciaba las curvas de su cuerpo. Deseó concentrarse en esas curvas, en sus piernas, en el recuerdo de su piel desnuda y suave bajo su cuerpo. Pero eso le provocó la necesidad de sus brazos, de su consuelo, de su mirada asegurándole que estaba allí para él.


Fue una sensación demasiado intensa y Pedro se retrajo mentalmente. Había revelado demasiado, se había expuesto. Era muy fácil con ella, aunque no había hecho nada para merecer su confianza.


Ella llegó a su lado. Percibió cómo se preparaba para un nuevo, y fútil, intento de consolarlo. Cuando puso la mano en su hombro sintió una punzada de respuesta y el intenso deseo de más contacto.


—Si de veras quieres que me sienta mejor —dijo—, el dormitorio está tras ese arco.


—¿Eso hará que te sientas mejor?


—Desde luego no empeorará las cosas.


—De acuerdo —dijo ella tras una leve pausa, sorprendiéndolo—. Si eso es lo que hace falta.


—¿Lo que hace falta para qué? —preguntó Pedro, estrechando los ojos.


—Para que aceptes que estoy aquí por ti.


Él sabía lo que debería haber hecho. Debería haber puesto fin a la conversación apoderándose de su boca. Debería haber agarrado la mano que ella había retirado y vuelto a ponerla en su cuerpo. En un lugar mucho más volátil que su hombro.


Debería haber empezado a bajar la cremallera del discreto vestido y a apartar su ropa interior de encaje. Allí mismo, contra el ventanal.


Pero, maldita fuera, con esa simple afirmación había azuzado su desconfianza respecto a los motivos de su presencia allí.


—Dices que estás aquí por mí —se volvió hacia ella y la miró a los ojos—. Pero ¿qué me dices de tus propios intereses?


—¿Mis… intereses? —lo miró confusa.


—Tu madre, tú y la empresa Chaves perderéis mucho si no me convencéis para que reevalúe la compra de The Palisades. Has perdido a Alex Carlisle como comprador y como marido. No puede ser fácil encontrar compradores dispuestos a que los engañen con cláusulas contractuales.


—Eso no es justo —contraatacó ella. Sus ojos verdes destellaron—. Tú pediste las cláusulas adicionales. No fue cosa nuestra.


—Pedí lo mismo que Carlisle. Ni más, ni menos.


—Pero no me preguntaste a mí.


Se dio la vuelta para irse, pero él la detuvo. Puso las manos en sus hombros, la llevó hacia la ventana y bloqueó su retirada. Había demasiadas preguntas cuya respuesta necesitaba conocer.


—¿Por qué Carlisle? ¿Cuál era la atracción, Paula? —al ver que ella no contestaba, se acercó más, con la mirada fija en la curva de sus labios—. Ni siquiera os habíais besado, e ibas a…


—Te lo dije la semana pasada. Me ofreció todo lo que deseaba. Todo y un bebé.


Incluso mientras decía las palabras, Paula deseó haber callado. Vio el impacto que ejercían en él, sintió cómo se tensaban sus manos.


—¿Ibas a casarte con él para tener un bebé?


—Él iba a casarse conmigo para tener un bebé —corrigió ella. Cuando él siguió escrutándola en silencio, añadió—. Puede parecer un juego de palabras, pero hay una gran diferencia. Alex necesitaba un bebé para que su familia pudiera recibir la herencia de su padre.


—Una bonita razón para tener un bebé.


—Estaba motivado por lo mismo que tú, por una persona por la que haría cualquier cosa. En el caso de Alex, era su madre.


—Buscaba un pedazo de tierra —aseveró él—, no un hijo.


—El bebé no era un mero peón, Pedro —dijo ella. Tenía que explicarse, hacer que él comprendiera—. Los dos queríamos una familia; no un hijo sino varios, que crecieran juntos, pelearan y se quisieran. Una familia como la de los Carlisle, que harían cualquier cosa unos por los otros. No era una cuestión de dinero o apellido. Se unió el deseo de crear una familia, que yo hubiera cumplido veintinueve años y lo que supuse cuando no devolviste mis llamadas.


—¿Qué tiene esto que ver conmigo? —preguntó él, entrecerrando los ojos.


El corazón de Paula golpeteó con fuerza. No veía más opción que contárselo todo. Incluyendo lo que más desolación le causaba.