Paula colgó el teléfono y se pasó una mano por la frente. Le dolía mucho la cabeza. Miró los papeles que había sobre el escritorio de su padre, que se había convertido en su propio escritorio, en el cuartel general de la empresa, situado en un edificio adyacente al Chaves Beverly Hills. Sentada en su sillón de cuero se sentía diminuta. Su padre había sido un hombre muy alto, más de metro ochenta y cinco, y con la constitución de un deportista. El espacio era algo que valoraba mucho. Su sillón, su escritorio, su despacho, sus sueños, todo era a gran escala.
Paula se pasó una mano por el cuello.
—Un problema informático en San Diego —murmuró, cerrando los ojos. Todo el sistema de reservas borrado del ordenador durante casi un día entero, haciendo que la empresa Chaves perdiera una considerable cantidad de dinero en temporada alta—. ¿Qué será lo próximo?
Cuando Gerardo entró en el despacho se sintió un poquito mejor. Su dedicación al trabajo había sido un regalo durante las últimas semanas.
—¿Es la hora de irnos?
Gerardo sonrió. Acababan de empezar la jornada de trabajo.
—Podría ser… tú eres la jefa.
—Ojalá —murmuró ella—. Tengo reuniones durante todo el día. Podrías echarme una mano.
Vestido con un ligero traje de lino beige que destacaba el azul de sus ojos, Gerardo Malloy era el epítome de la eficiencia.
—Me he enterado del problema informático en San Diego y voy a ir a comprobarlo personalmente. Volveré mañana por la tarde.
—Si lo crees necesario…
—Tenemos que descubrir qué ha causado el problema para que no vuelva a pasar. Pero si prefieres que no vaya…
—No, no. Debes ir, Gerardo. Yo me quedaré guardando el fuerte.
Él asintió con la cabeza.
—Muy bien, pero mañana por la noche cenamos juntos. Te vendría bien relajarte un rato.
¿Cenar juntos? Paula vaciló. Unos años antes, Gerardo había dejado bien claro su deseo de salir con ella y Paula no quería animarlo. Lo último que necesitaba era complicarse la vida en aquel momento.
—Últimamente no como mucho.
—A tu padre no le gustaría que estuvieras sola. Además, debería obligarte a comer algo. El día que te desmayaste nos diste un buen susto.
—No volverá a pasar, te lo aseguro.
—Desde luego que no. Porque mañana vamos a cenar juntos y te contaré qué he averiguado en San Diego.
—Muy bien —asintió por fin Paula. Gerardo sólo estaba intentando cuidar de ella—. Llámame mañana, cuando llegues.
—Lo haré.
Cuando la puerta del despacho se cerró empezó a sonar su móvil.
—¡Julia, gracias a Dios! Menos mal que me has llamado. Ahora mismo necesito una amiga.
—Oh, Paula, siento no haberte llamado en toda la semana. ¿Sigues sin comer?
—No puedo. No sé qué me pasa en el estómago, supongo que será el estrés. Y te aseguro que aquí se puede cortar la tensión con un cuchillo. A los empleados no les ha entusiasmado que yo ocupe el sitio de mi padre y la mayoría creen que saben más que yo. Y la verdad es que están en lo cierto.
Julia rió, la misma risa infantil que Paula recordaba del colegio privado al que habían acudido juntas.
—No, qué va. Lo que pasa es que están acostumbrados a recibir órdenes de tu padre. No dejes que te intimiden.
—Muchos de ellos trabajaban aquí cuando yo era pequeña… no es fácil ganarse su respeto. Pero yo soy la hija de mi padre y les demostraré que sé lo que estoy haciendo. Aunque me va a costar un poco —suspiró Paula.
—Lo vas a conseguir, seguro. Tu padre estaría orgulloso de ti.
—Gracias, cariño. Siempre me animas.
—¿Quieres que comamos juntas?
—No, no me apetece comer nada.
—¿De verdad estás bien, Paula? ¿Te pasa algo?
—No, no me pasa nada.
Paula no quería admitir que quizá sí le pasaba algo. No quería preocupar a su amiga. Sus sospechas eran infundadas por el momento. Había sufrido mucho con la muerte de su padre y ésa era la razón por la que no se encontraba bien.
—De acuerdo, pero la semana que viene comemos juntas quieras o no. Tienes que salir de esa oficina. Iremos a la playa y comeremos en algún sitio frente al mar, ¿te parece?
—De acuerdo —sonrió Paula.
Cuando colgó el teléfono, se sentía mucho mejor.
* * *
Una hora después, alguien llamó a la puerta de su despacho. Antes de que pudiera decir nada, la puerta se abrió y…
—Hola, Paula.
Ella se levantó de inmediato, atónita.
¿Alfonso? El hombre misterioso de Maui estaba allí, delante de ella. Su primer pensamiento fue: «está guapísimo». El segundo: «qué alegría volver a verlo».
No había olvidado los días que pasó con él en Maui. Sola en su casa de Brentwood, no dejaba de pensar en él. Nunca había hecho algo tan espontáneo, tan loco. Nunca había sido tan desinhibida. Además, Alfonso la había ayudado en un momento malo de su vida…
—Alfonso —consiguió decir, sin poder evitar una sonrisa—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—He venido a verte.
—¿Pero cómo has sabido dónde encontrarme?
Él dio un paso adelante, mirándola con ese brillo en los ojos que la hacía sentir tan especial.
—Te lo explicaré después. ¿Cómo estás?
—Pues… sorprendida, la verdad. Pensé que no volvería a verte.
Alfonso asintió, tomando su mano.
—No había planeado que nos viéramos en esta situación. Me he enterado de lo de tu padre…
—¿Conocías a mi padre?
Su secretaria entró entonces en el despacho, con expresión agitada.
—Lo siento muchísimo, Paula. Salí un momento y…
—No importa, Ally. No me pases llamadas. Y, por favor, cancela la reunión de las diez. No… dile que voy a retrasarme un poco.
—Pero es que… él es tu cita de las diez —contestó Ally, mirando de uno a otro.
—No seas boba. Él no puede… —Paula miró a Alfonso y luego miró su agenda para comprobar el nombre—. Dile a Pedro Alfonso que espere.
Le gustaría hacerlo esperar hasta el día del juicio. Pedro Alfonso había sido el gran enemigo de su padre. Pero cuando supo que él fue la última persona a la que vio antes del infarto, Paula supo también que tendría que enfrentarse con él algún día.
Y aquel día había llegado. Ojalá Gerardo estuviera a su lado, pensó.
—Puedes volver a tu despacho, Ally —sonrió Alfonso—. La señorita Chaves no te necesita por el momento.
—Sí, bueno… —Paula lo miró, un poco sorprendida. ¿Quién era él para decirle a su secretaria lo que tenía que hacer?
Entonces lo entendió. Como un roble gigante cayendo poco a poco al suelo. O, más bien, como una palmera cayendo como a cámara lenta. Alfonso… ¿Alfonso? Alfonso, su hombre misterioso era, por supuesto, Pedro Alfonso. Eran la misma persona. Paula cerró los ojos un momento.
—Oh, no. Dime que no es verdad.
—Yo soy tu cita de las diez, cariño.
—Cariño —repitió ella, estupefacta—. ¿Cariño? ¿Estás de broma? ¡Tú eres Pedro Alfonso! Tú eres… oh, Dios mío.
Paula se dejó caer sobre el sillón. Pedro Alfonso, el hombre que había provocado la muerte de su padre.
—Eres un canalla.
—Paula, escucha…
—Te aprovechaste de mí. De mi situación. Y yo caí en tus redes como una tonta. Me utilizaste de la peor manera posible. Tú sabías quién era…
—Sí, lo sabía.
Paula habría querido arrojarle el jarrón Waterford que había sobre su escritorio. Habría querido echarle de su despacho a patadas. Le ardía la cara de humillación. La habían engañado otra vez… Y lo que más le dolía, además de haberse acostado con el enemigo, era que Alfonso acababa de destrozar el recuerdo al que se había agarrado durante el periodo de luto. El único bonito que le quedaba.
—Maldito seas. Había oído que eras una persona despiadada, pero esto es increíble…
Pedro Alfonso no se molestó en contestar. Y tampoco le pidió disculpas.
—He venido a darte el pésame.
—Tú fuiste la última persona que vio a mi padre con vida…
—Eso es discutible.
—¡Tú le provocaste el infarto!
—¿Yo? Cuando salí de este despacho estaba sonriendo. Me había despachado en diez minutos y estaba encantado consigo mismo.
—Estás mintiendo. No intentes negarlo. Le dijiste que nos habíamos acostado juntos, ¿verdad? —le espetó Paula—. Eso era parte del plan, claro. Querías comprar su empresa y no te detendrías ante nada. Usarías cualquier medio a tu alcance…
—Tu padre no era un santo, Paula. Me robó una adquisición en la que yo llevaba dos años trabajando. No me sentía muy generoso con los Chaves cuando te conocí en el bar del Wind Breeze, ahogando tus penas en alcohol, pero como no me reconociste, pensé… bueno, qué más da. Es una chica preciosa, está sola y me mira como si fuera el último hombre que queda vivo en la tierra.
—Ah, también eres muy modesto —dijo Paula, irónica.
—Mi plan original era restregarle a Nicolas Chaves por las narices que habíamos estado juntos, sí. Pero nunca se lo dije.
—¿Y se supone que debo creerte?
—Es la verdad.
—Si querías hacerle daño, ¿qué te hizo cambiar de opinión?
Pedro la miró directamente a los ojos.
—Tú. Tú me hiciste cambiar de opinión.
—No te creo.
—Mira, Paula, yo también me dedico al negocio hotelero y sabía los problemas que tenía tu padre. Cualquiera que investigase un poco sabría que tenía problemas.
—Pero eso no impidió que me interrogaras.
—Tú me ofreciste la información, yo nunca te pregunté nada.
—¡Tú me sedujiste!
En los ojos de Pedro apareció un brillo de ironía.
—Y tú no te quejaste en absoluto.
Paula apretó los labios.
—Lo tenías todo planeado. Me usaste para conseguir información. Yo era el as que guardabas bajo la manga, el arma que pensabas usar contra mi padre.
—Tú confirmaste mis sospechas sobre la cadena de hoteles Chaves, lo admito. Pero no puedes negar que lo pasamos bien en la isla.
Paula no quería pensar en el tiempo que habían pasado juntos.
—Ya no me acuerdo. He bloqueado esos recuerdos.
—¿Quién está mintiendo ahora?
Paula intentó calmarse. Tenía que hacerlo para lidiar con aquel canalla.
—¿Qué es lo que quieres?
—Quiero lo que he querido siempre: comprar los hoteles Chaves.
—No. La reunión se ha terminado. Puedes irte.
—Tú no sabes dirigir esta empresa…
—No me diga lo que puedo o no puedo hacer, señor Alfonso.
—Maldita sea, Paula. Te he visto desnuda media docena de veces. Llámame Pedro.
—Muy amable por tu parte recordármelo, pero eso no cambia nada. Nunca venderé los hoteles de mi padre.
—Tenéis problemas, Paula. Tú lo sabes y yo también. Tu padre no pudo solucionarlos y dudo mucho que tú puedas hacerlo —le espetó él—. La cadena está perdiendo dinero. Os hundiréis si no haces algo y pronto. Te estoy ofreciendo una forma de salvar el negocio…
—Mi respuesta es no.
Pedro sacudió la cabeza como si fuera una niña que no entendía un sencillo problema de matemáticas.
—La oferta está sobre la mesa. Pero volveré —Pedro se dirigió hacia la puerta, pero se volvió antes de salir—. Y sólo para tu información, yo recuerdo todo lo que pasó en la isla.
Un mes más tarde, Paula se arrodillaba sobre la tumba de su padre para dejar una docena de claveles blancos. A él siempre le habían gustado esas flores tan sencillas y tan duraderas. Nicolas Chaves creía en las cosas que permanecían para siempre. Por eso insistía en mantener la calidad y el trato personal en su cadena de hoteles a pesar de las nuevas y más llamativas cadenas hoteleras. Había levantado su imperio basándose en esas premisas.
Ahora su padre había desaparecido, pero el imperio seguía vivo.
Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas.
—Papá… cuánto lo siento.
Nunca dejaría de sentirse culpable por no haber sido más fuerte para él, por no haber sido la persona que su padre necesitaba que fuera, por no haber sabido ayudarlo cuando más la necesitaba.
Cuando volvió de la isla, su padre se había alegrado mucho de verla. Y parecía aliviado. Sólo había otra persona de su confianza, además de ella, para intentar controlar los problemas con los que se enfrentaba la cadena de hoteles: su mano derecha, Gerardo Malloy.
Paula le había prometido a su padre antes del infarto fatal que haría todo lo que pudiera para ayudarlo. Los hoteles de la cadena estaban sufriendo todo tipo de accidente… o peor, algún tipo de sabotaje.
Su padre estaba perplejo, enfadado y frustrado. En unos meses, varios hoteles Chaves a lo largo del país habían fracasado de una forma o de otra.
«No te preocupes, papá. No volveré a decepcionarte».
Paula hizo esa promesa de corazón. Ella era la única heredera de Nicolas Chaves y ahora todo era suyo. Incluida la responsabilidad. Le había asegurado a su padre que mantendría la cadena de hoteles y eso pensaba hacer.
—Yo me encargo de todo —le prometió, mirando la placa de bronce sobre la lápida. La tumba estaba al lado de la de su madre en una zona privada del cementerio.
—Pensé que te encontraría aquí —Gerardo Malloy apareció a su lado.
Paula se levantó.
—¿Qué ocurre? ¿Algún otro problema?
Gerardo le pasó un brazo por los hombros.
—No, hoy no, Paula.Sólo he venido para ver si estabas bien.
—Estaré bien. Algún día.
—Has venido aquí todos los días desde el funeral. Ya hace casi una semana.
—Es que necesito venir. Quiero que mi padre sepa que estoy aquí.
—Lo sabe, Paula. Y no le gustaría que te sintieras culpable por no estar con él cuando murió.
Gerardo tenía diez años más que ella, pero últimamente se había convertido en su mejor apoyo, llevando el negocio mientras coordinaba el funeral. Era lógico que su padre lo hubiera apreciado tanto. Ahora, Gerardo, además de ser el director ejecutivo de la cadena de hoteles, tenía que cargar con el dolor de su hija.
Paula siempre había sospechado que a su padre le habría gustado que hubiese algo romántico entre ellos, pero aunque habían salido a cenar juntos varias veces, nunca ocurrió nada.
—Ojalá hubiera podido estar con él durante sus últimos momentos —suspiró ella, desolada al pensar en su padre muriendo solo.
Había tenido un día terrible, lleno de reuniones y conferencias. Pero muchos creían que algo o alguien lo había disgustado tanto como para provocarle un infarto. Ni siquiera hubo tiempo de llevarlo al hospital.
Y ese día ella no había ido a trabajar.
Desde que volvió de Maui, Paula se había puesto a las órdenes de su padre y, por primera vez, había entendido las dificultades por las que atravesaba la cadena. El no se lo tomaba bien y sospechaba que había algo extraño. Y al verlo tan preocupado, Paula le prometió que haría lo posible por llegar al fondo del asunto.
Trabajó noche y día durante tres semanas… hasta que un día se desmayó en la oficina debido a la fatiga. Después de eso se fue a casa a descansar. Pensó que se sentiría mejor después de dormir ocho horas, pero la debilidad y el cansancio continuaron y su padre insistió en que no fuera a la oficina hasta que estuviera bien del todo.
Tres días después, Nicolas Alfonso sufría un infarto fulminante mientras estaba en su despacho.
Presión apretó su hombro.
—Tu padre sabía que lo querías mucho, Paula. Y estaba muy orgulloso de ti.
—¿Tú crees? —Paula no estaba tan segura—. Eso espero.
—¿Sabes lo que querría que hicieras? Querría que luchases por la empresa. Querría que consiguieras que la cadena Chaves volviera a ser lo que fue.
Paula suspiró. Era cierto. Y se lo debía a su padre. Se olvidaría de sus propios deseos y cumpliría la promesa que le había hecho.
—Yo también quiero hacer eso, Gerardo. Pero no sé si podré hacerlo sola.
Gerardo sonrió.
—No tendrás que hacerlo sola. Me tienes a mí.
Más tarde esa mañana dieron un largo paseo por la playa, coqueteando con las olas y el uno con el otro, jugando en el agua y tomando el sol hasta que sintieron hambre. Alfonso llevó a Paula a su suite, al otro lado del hotel. La suite más grande del Wind Breeze. Comieron en la terraza y después se metieron en el jacuzzi.
Paula disfrutó del sol durante toda la tarde mientras él, diligente, le ponía crema solar… en sitios donde el sol no le daría nunca. Pero después de dos horas necesitaba ducharse y Pedro le ofreció su cuarto de baño.
La ducha ocupaba la mitad de la habitación. Era una ducha moderna con grifos y chorros por todas partes. Y antes de que se diera cuenta, Alfonso estaba a su lado, con un solo objetivo en mente.
—¿Qué te parece la ducha? —sonrió, con expresión inocente.
Una cosa que Paula había aprendido era que no había nada inocente en Alfonso, el hombre misterioso. Tenía mucha experiencia y ella se alegraba de ser la persona que disfrutaba de sus vastos conocimientos.
De modo que, sin timidez alguna, rodeó su miembro y le devolvió la mirada inocente.
—Es una ducha estupenda. Creo que todo funciona perfectamente —murmuró, deslizando la mano arriba y abajo. Y Alfonso lanzó un gemido ronco que resonó contra el mármol italiano.
—Cariño, sí… estás apretando los botones adecuados.
A Paula le gustaba su sentido del humor. Le recordaba que también ella lo tenía. Pero cuando la apretó contra el frío mármol de la pared, todos los pensamientos humorísticos desaparecieron. Alfonso tenía ese brillo en los ojos y Paula sabía que iba a hacerle el amor otra vez.
De la manera más deliciosa.
Pasaron el resto de la tarde en su habitación, durmiendo a ratos, llamando al servicio de habitaciones cuando tenían hambre y bebiendo cerveza. Paula ganó a Alfonso en cinco juegos de canasta y, divertida, descubrió que a su encantador extraño no le gustaba perder.
Por la noche dieron un paseo a la luz de la luna y luego nadaron un rato en la piscina. Paula le contó algo más sobre los problemas de su padre y, aunque no le reveló su identidad, descubrió que le resultaba muy fácil hablar con él.
Alfonso escuchaba y no hacía demasiadas preguntas ni daba su opinión. ¿Quién habría pensado que al atractivo extraño no le importaría oírle hablar de su amor por la fotografía o su falta de interés por el negocio de su padre?
Después, volvieron a hacer el amor. Saciada, Paula sintió que podía seguir adelante. Nunca antes había tenido una aventura y seguramente nunca tendría otra, pero Alfonso había sido exactamente lo que necesitaba. Además, ¿cómo podía otra aventura compararse con aquélla? Había conocido al hombre perfecto para olvidar un corazón roto.
Sólo una parte de ella deseaba algo más con Alfonso. O quizá más tiempo para estar con él antes de decirle adiós.
Pero tenía que dejar la isla al día siguiente.
Por la mañana, él la despertó muy temprano.
—Vístete, Paula —le dijo—. Y no olvides tu cámara.
—¿Por qué? ¿Dónde vamos?
—A la casa del sol —contestó Alfonso, dándole un azote en el trasero—. Vamos, cariño. Arriba.
A las nueve en punto, Paula se encontró en el cráter de Haleakala, absolutamente fascinada por el paisaje. Hizo montones de fotografías del cráter que, según la gente de la isla, tenía dos millones de años, antes de bajar en bicicleta hasta la playa porque, según Alfonso, no podía perderse esa excursión antes de irse de la isla.
Y tenía razón. Con cascos y protección para las rodillas bajaron por la tierra volcánica parando sólo para hacer fotografías. En un momento determinado, las cinco islas eran visibles desde una de las estribaciones.
—Esto es increíble. Nunca había venido aquí.
—Pensé que te gustaría. El paisaje es fantástico —sonrió él, dándole un beso en la punta de la nariz—. Y el paisaje desde donde yo estoy tampoco está nada mal.
Paula le hizo una fotografía, con el casco en la mano, pero era la mirada de admiración en sus ojos lo que ella quería capturar.
—Estoy de acuerdo —sonrió.
Después de dejar a Jeremias plantado en la iglesia sólo hacía fotografías que no requerían ningún esfuerzo o investigación por su parte; tenía el corazón demasiado dolido como para hacer esfuerzo alguno. Y en cuanto a su confianza en sí misma… era bastante precaria después del fiasco.
Pero aquello… aquel descubrimiento era un sueño. Había hecho algunas fotografías extraordinarias aquel día y se lo debía a Alfonso.
Cuando llegaron al hotel, Paula se dio cuenta de que sólo le quedaban unas horas con él. Y no quería perder el tiempo. Había visto el brillo de sus ojos y sabía que él pensaba lo mismo.
De modo que cayeron sobre la cama con urgencia. Bocas hambrientas, cuerpos ardientes y caricias locas los hacían jadear. Alfonso la acarició hasta que llegó al orgasmo y ella le devolvió el gesto tomándolo en su boca y llevándolo hasta el borde del precipicio. Alfonso se controló, sin embargo, tumbándola de espaldas y colocando sus piernas sobre sus hombros para entrar en ella… llevándolos a los dos al orgasmo en cuestión de segundos.
Más tarde, volvieron a hacer el amor. Esta vez más despacio, de forma deliberada, un adiós final. Alfonso tuvo mucho cuidado y le dejó el tiempo que necesitaba para aceptar el final de su fin de semana juntos. Sus besos eran largos y perezosos mientras acariciaba su cuerpo con la ternura con la que uno acariciaría un tesoro.
Paula estaba segura de que nunca encontraría un amante mejor. Alfonso la excitaba como nadie. La excitaba y la hacía reír. Pero él no la haría llorar, se dijo a sí misma. Sabía cuando decidió dar el paso adelante que aquello no tenía futuro. No tenía sitio en su corazón para intentarlo otra vez.
Gracias a Jeremias Overton, no tenía confianza en ninguna relación sentimental. Quizá nunca volvería a tenerla.
Así que cuando Alfonso miró el reloj y se ofreció a llevarla al aeropuerto, Paula declinó la oferta.
Ya se habían despedido.
Él la besó apasionadamente en los labios y, mirándola a los ojos, dijo algo que le sonó muy misterioso:
—Has sido una sorpresa para mí, cariño.
Y luego la dejó sentada en la cama, sujetando una sabana de satén contra su pecho, el pelo despeinado alrededor de la cara, preguntándose qué habría querido decir con eso.