sábado, 30 de julio de 2016

CAPITULO 32 : (PRIMERA HISTORIA)




Pedro estaba en la presidencia de otra sala de juntas, sólo que esta vez la sala era mayor y la mesa también era mayor y de mejor calidad porque su empresa iba muy bien. Por primera vez en su vida, se cuestionó el valor del éxito en algo más que términos monetarios.


Entonces, se dio cuenta de que el dinero era la parte fácil. 


Así había sido siempre.


A continuación, se quedó mirando a sus hermanos, a sus padres y a sus cuñadas.


—Gracias por venir tan rápido —les dijo—. Os he convocado para deciros que dimito como vicepresidente. Quiero vender mis acciones en la empresa.


Pedro —le dijo su padre poniéndose en pie.


—Déjame terminar.


Su padre se quedó estupefacto, pues era el presidente de la empresa y nadie se atrevía a interrumpirlo.


—Os propongo cambiar las acciones que yo tengo en la empresa familiar a cambio de ser propietario único del Quayside.


—¿Pero qué dices? —exclamó su madre confusa.


—Quiero que declaren el hotel Patrimonio Histórico, pero eso va a comprometer su precio en el mercado inmobiliario y nos va a atar las manos si un día queremos venderlo. No quiero que los demás accionistas os arriesguéis de esa manera.


—Pero estás dispuesto a asumir el riesgo tú solo —apuntó Tomas.


Pedro asintió.


—Y yo creía que a mí me habían pillado —murmuró Tomas.


Juliana le dio un codazo en las costillas.


—Está completamente pillado —murmuró Santiago.


—No vamos a dejarte solo en esto, hijo —comentó su padre—. ¿Votos a favor de que Pedro cambie sus acciones por el hotel?


Nadie levantó la mano.


—¿En contra?


Todos levantaron la mano.


Pedro miró a los allí reunidos, pensando frenéticamente la manera de convencerlos.


—Que levanten la mano aquéllos que estén a favor de que el hotel sea declarado Patrimonio Histórico.


Todos levantaron la mano.


Pedro no se lo podía creer. Aquello no tenía sentido. Era una locura. Les iba a costar un montón de dinero.


Juliana le dijo algo a su marido al oído y salió de la habitación.


—Me parece una idea estupenda declarar el hotel Patrimonio Histórico —comentó la madre de Pedro.


—Pero… os va a costar dinero —objetó Pedro.


—¿Y qué? Es nuestro deber cívico. Estoy muy orgullosa de ti por haberlo propuesto —contestó su madre.


—Tu madre tiene razón —intervino su padre—. Ya va siendo hora de que nuestra empresa comience a tener más participación en la comunidad.


Pedro pensó que su familia se había vuelto loca. Era obvio que lo único que querían era ayudarlo.


—Por favor, quiero vender mis acciones.


—No las hemos aceptado —le recordó su padre.


—Porque queréis…


—Ayudarte —afirmó su madre—. Siempre te has ocupado tú de todo y ahora queremos devolverte el favor.


—Así que adelante con la declaración de Patrimonio Histórico —declaró Santiago poniéndose en pie.


—Y no te olvides de darnos las gracias —sonrió Tomas.


Pedro no se lo podía creer. Se quedó mirando a todos los miembros de su familia. Realmente querían hacerlo. 


Realmente querían ayudarlo.


—Gracias —les dijo con la voz tomada por la emoción.





CAPITULO 31 : (PRIMERA HISTORIA)




Paula avanzó por el pasillo hacia el ascensor.


Pedro le acababa de demostrar que lo único a lo que le tenía verdadera devoción en la vida era al dinero. ¿Cómo demonios había llegado a plantearse que, tal vez, aquel hombre de negocios fuera diferente? Aquel hombre ni tenía corazón ni tenía alma.


Estaba dispuesto a solicitar la declaración de Patrimonio Histórico siempre y cuando la inversión que tenía que hacer para ello fuera recuperada por otro lado, pero, en cuanto había visto que, tal vez, no la recuperaría y que la declaración de Patrimonio le iba a costar un dinero, había elegido retirarse y olvidarse del bien que podía hacer a la sociedad.


Había dejado en la estacada a la ciudad, a Canna Interiors y a ella.


Una cosa era haber perdido la declaración de Patrimonio Histórico. Desde luego, era un buen revés profesional. Otra muy diferente era haber perdido el corazón. Paula no estaba muy segura de poder recuperarse de aquello tan fácilmente.


Pedro iba conduciendo, intentando dilucidar cómo iba a arreglar lo que había sucedido, cuando sonó su teléfono móvil.


—Ven a mi casa ahora mismo —le dijo Tomas.


—¿Qué ocurre?


—No sé qué le has hecho a Paula, pero mi mujer está como loca. Por lo visto, se han encontrado después de la presentación y Paula estaba muy disgustada.


—Es un malentendido.


—Pues arréglalo. ¡Si quieres volver a ver a Paula, arréglalo!


Pedro sintió que se le partía el corazón ante la posibilidad de no volver a verla.


—¿Te ha contado Juliana lo que ha sucedido? He tenido que elegir y no he tenido más remedio que proteger los intereses de la empresa —le explicó Pedro a su hermano.


—¿Me estás diciendo que no has encontrado la manera de proteger la empresa sin destrozar a Paula y a Juliana?


—Desde luego, que fácil es hablar cuando sólo se es accionista. Si el dinero hubiera sido solamente mío… —se lamentó Pedro.


Si hubiera sido su dinero, ¿habría elegido el hotel o su relación con Paula? ¿Habría comprometido su futuro económico por el bien de la empresa de Paula y en el de la propia Paula?


¿Habría estado dispuesto a renunciar a la vicepresidencia de la empresa, al hotel y al dinero para hacer feliz a Paula?


¡Sí! El dinero no era nada comparado con Paula.


Paula lo era todo.


—Nos vemos ahora mismo en mi despacho —le dijo Pedro a su hermano.


—¿Ahora? Es sábado —le recordó Tomas.


—Sí, ahora mismo. Soy el vicepresidente de la empresa y convoco una asamblea extraordinaria de urgencia. Llama a Santiago. Yo me ocupo de papá.


Pedro siempre se había tenido por un hombre de principios.


Aunque aquel día había actuado mal y, tal vez, Paula no le volviera a dirigir jamás la palabra, iba a arreglar lo que había estropeado.






CAPITULO 30 : (PRIMERA HISTORIA)




—Una presentación excelente —dijo Myrna cuando Pedro hubo terminado.


Pedro miró a Paula, que sonreía radiante. William Swinney y Miriam Jones, los otros dos miembros de la Sociedad Histórica que habían acudido a la presentación, parecían también muy satisfechos.


Myrna abrió una carpeta y sacó un contrato de varias páginas.


—El último voto lo tiene el consejo, que se reúne una vez al mes, pero me atrevo a vaticinar que será favorable —comentó entregándole el contrato a Pedro—. Por favor, firme las páginas seis y once.


Pedro hojeó el contrato preguntándose si tendría que entregárselo al departamento jurídico antes de firmarlo. De repente, la cláusula número siete le llamó poderosamente la atención.


No podía ser.


—¿Aquí pone que el consejo de la Sociedad Histórica puede vetar una venta futura?


—Entenderá usted que el consejo tiene que asegurarse de que los lugares declarados Patrimonio Histórico se conserven.


—No tenemos ninguna intención de vender el restaurante, se lo aseguro. Es parte del hotel. A lo mejor, podríamos alquilarlo, pero jamás lo venderíamos.


—Pero podrían ustedes querer vender el hotel —intervino William Swinney.


—¿Me están ustedes pidiendo que le dé a la Sociedad Histórica veto sobre la venta del hotel? Hemos pedido la declaración de Patrimonio Histórico para el restaurante, no para el edificio entero —le explicó Pedro.


¿Se habían vuelto locos? No podía consentir que nadie tuviera veto de venta sobre un bien inmueble de cien millones de dólares. Los accionistas se volverían locos.


—Es un contrato estándar —intervino Miriam.


—¿Estándar para quién? —se preguntó Pedro en voz alta.


—Para la Sociedad Histórica —contestó Myrna.


—No puedo firmar esto —dijo Pedro.


—Pero… —protestó Paula.


Pedro la miró y vio que estaba nerviosa. Sentía mucho que se llevara aquella decepción, pero aquello era ridículo.


—Sería una irresponsabilidad por mi parte firmar esto —le explicó—. El hotel perdería valor inmediatamente en el mercado inmobiliario y quedaríamos atados de pies y manos… Según este contrato, el hotel entero sería Patrimonio Histórico. ¿Te haces una idea de lo que eso significaría para mi empresa en términos de beneficios?


—Sí, creo que me hago una idea —contestó Paula enfadada.


—No puedo defraudar a los accionistas —insistió Pedro.


—Pero sí puedes defraudarme a mí, ¿verdad?


—No es lo mismo…


Paula se puso en pie.


—Tienes razón. No es lo mismo. Qué ingenua he sido —añadió yendo hacia la puerta.


Pedro maldijo en voz baja. Paula no entendía nada. Si el hotel fuera suyo y solamente suyo, se arriesgaría, pero él se debía a los accionistas.