sábado, 20 de agosto de 2016

CAPITULO 6: (CUARTA HISTORIA)





Al restaurante al que la llevó Pedro jamás se le habría ocurrido ir sola. Y aunque era perfecto, eso era algo que jamás le confesaría al Señor del Ego Hiperinflado.


Mientras el maître los guiaba hasta su mesa, Paula se fijó en la decoración. Exuberantes plantas tropicales separaban las diferentes mesas, creando un ambiente íntimo y recogido. 


Las luces tenues y una pared por la que resbalaba agua a modo de cascada hablaban de una íntima y relajante experiencia… justo lo que ella necesitaba.


Paula se sentó en un banco de forma curva, en una esquina junto a la cascada. Pedro también se sentó… pero directamente junto a ella. Lo miró arqueando una ceja:
—¿Piensas acercarte tanto mientras comemos?


—A la primera oportunidad, pienso acercarme mucho más.


—¿Te atrae físicamente cualquier mujer con la que te cruzas? —se burló.


—En absoluto. No diré que he sido un santo, pero tampoco me disculparé por ser sincero y decirte lo que siento.


—La sinceridad es una virtud que aprecio, sin duda, pero te advierto que yo no confío fácilmente en la gente.


—En mí confiarás. Quizá no ahora, pero sí a su debido tiempo.


«¡Oh, Dios!», exclamó Paula para sus adentros. ¿Querría eso decir que…? Flirtear era una cosa, pero el tono que había utilizado era tan serio, tan rotundo… Indudablemente Pedro se sentía perfectamente cómodo en cuestiones sexuales, al menos eso era lo que decían las crónicas de sociedad. Así que probablemente aquella conversación sería únicamente incómoda para ella…


Pedro, nosotros no somos nada más que compañeros de trabajo y yo te estoy ayudando con ese homenaje. No hay nada personal en esto. Nunca lo habrá. La confianza no es un problema para mí, pero no me gustaría que fuera yo la que tuviera que restaurarla.


—Tú no tendrás que hacer nada —se inclinó para susurrarle al oído—: Ya me encargaré de arreglar tus problemas de confianza.


La caricia de su aliento le produjo estremecimientos por todo el cuerpo. Afortunadamente, el camarero escogió aquel momento para aparecer. Paula ni siquiera escuchó lo que pedía Pedro: estaba demasiado ocupada intentando dominarse. Una vez que volvieron a quedarse solos, procuró ignorar el romántico ambiente del selecto restaurante, y al hombre tan poderoso como sexy que tenía delante, para ir directamente al grano:
—¿Por qué te esfuerzas tanto conmigo? Podrías tener a todas las mujeres que quisieras.


—A todas no —una chispa asomó a sus ojos. La calidez de su tono resultó más que elocuente.


—¿Qué lista te dio Karen para la fiesta de chicas?


Pedro sonrió ante aquel radical cambio de tema.


—Necesito elaborar una carta de distribución de asientos y elegir el menú.


—Eso no parece tan difícil —pensó que aquel terreno era mucho más seguro.


—Tú no has visto la lista de invitadas. Cada una tiene una anotación con instrucciones específicas. No se puede sentar a cierta gente al lado de otra, y las madres con niños tendrán que estar cerca de los baños.


Paula no pudo evitar reírse ante aquella imagen del poderoso magnate preocupado por tales asuntos.


—Todo saldrá bien. Te lo prometo —le aseguró, dándole unas palmaditas en el brazo—. Pero empecemos por lo más sencillo. El menú.


—Sí, con eso no tengo problemas. Filetes de ternera y pollo como lo más básico.


—Es una fiesta de chicas —le recordó ella—. A nosotras nos gusta algo menos… masculino.


—Pero si tú acabas de pedir un filete.


—Bueno, yo siempre tengo un apetito enorme.


—¿Qué elegimos entonces? ¿Palitos de zanahoria y salsa para untar?


Su tono burlón y el brillo malicioso de sus ojos no dejaban de divertirla.


—¿Para qué hora del día ha programado Karen el evento?


El camarero volvió en ese momento para servirles el pan y las bebidas. Paula bebió un sorbo de agua y se recostó en el cómodo asiento.


—Me dijo que a primera hora de la tarde —respondió él—. A eso de las dos o las tres.


—De acuerdo: hagamos algo divertido. ¿Qué tal una degustación de helados? Para cuando comience la reunión todas las invitadas ya habrán comido, de manera que una rueda de postres sería ideal, y los niños se morirán por comer helado.


Pedro se volvió un poco más hacia ella en su asiento, apoyó el brazo en el respaldo y le lanzó una de sus matadoras sonrisas:
—Continúa.


Paula experimentó una punzada de orgullo. El motivo de que quisiera impresionar a aquel hombre con sus planes para su cuñada era algo que se le escapaba.


—Tendrá que ser al aire libre. No, que sea un lugar donde se pueda entrar y salir. Queremos que la gente se mezcle y disfrute. Y los helados se derretirían con este calor.


—¿Sabes? Conociendo a Tamara y a mi hermana, sé que la idea les encantará.


—Pues siéntete libre para atribuirte el mérito y quedar como un héroe —dijo Paula mientras tomaba una rebanada de pan.


—¿Por qué? La idea no ha sido mía.


La partió en dos y se llevó un pedazo a la boca.


—No tienen por qué saber que una virtual desconocida intervino en la planificación de algo tan íntimo y personal.


Pedro se le acercó un poco más. Lo suficiente para que pudiera distinguir las vetas negras de sus pupilas color chocolate.


—Tú no eres una desconocida, Paula.


El otro pedazo de pan que estaba sosteniendo escapó de sus dedos para caer sobre el inmaculado mantel.


Pedro, no vas a conseguir llevarme a la cama.


—¿Es eso lo que estoy intentando hacer? —sonrió.


—¿Acaso no lo es? Podemos fingir que estás flirteando o que únicamente estás siendo tú mismo y yo puedo reírme y batir pestañas con coquetería… o podemos saltarnos todas estas tonterías para ir al meollo de esa tensión que existe entre nosotros.


Pedro le apartó un rizo de la frente y se lo recogió detrás de la oreja.


—Se llama química, no tensión. La tensión hace que la gente se sienta incómoda. Y yo no lo estoy en absoluto.


—Eso es porque estás acostumbrado a desplegar tu encanto y a que las mujeres caigan a tus pies para que puedas arrastrarlas a tu cueva.


Pedro echó la cabeza hacia atrás y rio a carcajadas.


—Paula, yo no soy un Neanderthal —le aseguró con voz baja, todavía risueña—. No arrastro a las mujeres a ningún lugar donde no quieran estar. Si me has dicho eso, es porque te enfurece sentirte tan atraída por mí.


—Tu ego y tus comentarios están fuera de control —siseó, airada—. No voy a negar que me atraes, pero eso no quiere decir que tenga que seguir todos y cada uno de mis impulsos. Además, yo no tengo tiempo para juegos.


Intentó apartarse, ganar distancia. Pero él debió de pensar que pretendía escapar, porque la agarró del brazo para susurrarle al oído:
—Me disculpo por mis comentarios, pero sabes que tengo razón.


—No puedo hacer esto. En serio, Pedro. Ni siquiera puedo fingir que seremos algo más que compañeros de trabajo porque ni me gusta hacer esas cosas ni quiero mentirte. Por favor, deja de empujarme a hacer algo que yo no quiero.


—Esa nunca ha sido mi intención, Paula.


Esa vez sí que se volvió para mirarlo, con sus bocas a la distancia de un suspiro.


—¿Cuál es tu intención, entonces?


Aparte de la manera tierna a la vez que posesiva en que sus labios empezaron a moverse sobre los suyos, Pedro no llegó a tocarla. Paula no quería responder a aquellos labios, pero… ¿cómo podía resistirse? Con un suspiro y un cosquilleo que reverberó por todo su cuerpo, se apoyó ligeramente en él: lo suficiente para dejarle saber que deseaba aquello.


Pedro ladeó levemente la cabeza, entreabriéndole los labios. 


Ella le había dado luz verde con aquel corto suspiro y aquella pequeña basculación. De repente sintió una caricia como de pluma a lo largo de la mandíbula: las yemas de sus dedos. Un estremecimiento la recorrió de pies a cabeza. 


Pero antes de que pudiera formular otro pensamiento, él se retiró.


—Mi intención es demostrarte lo deseable que eres y que no todos los hombres se aprovechan de las mujeres.


Paula abrió los ojos y tragó saliva.


—Quizá, pero tampoco todos los hombres tienen buenas intenciones.


—No hay malo ceder a tu propia necesidad, a tu pasión —continuaba acariciándole el rostro—. Yo soy un hombre paciente, Paula, y creo que la espera bien merece la pena.


Paula volvió a estremecerse, aún más que antes. Ante aquella declaración, ¿o era una amenaza?, supo sin ninguna duda que estaba librando una batalla perdida. ¿Sabría él acaso algo de su inexperiencia? ¿Le habría dado acaso alguna pista?





CAPITULO 5: (CUARTA HISTORIA)




Vestida y dispuesta, Paula esperaba en la terraza de su apartamento con vistas al mar. Miró de nuevo su reloj. Pedro se había retrasado ya dos minutos. Típico machista. A los hombres como él les encantaba hacer esperar a las mujeres. 


Y esperaban que las mujeres suspiraran de deleite cuando al fin se presentaban ante su puerta con un impresionante ramo de flores o una carísima botella de vino. Como si fuera eso todo lo que necesitaran para llevárselas a la cama.


No, gracias. Ella no era de las que suspiraban, ni de las que se acostaban con nadie fácilmente. De hecho, teniendo en cuenta que hasta la fecha no se había acostado con hombre alguno, no iba a empezar a hacerlo ahora con Pedro Alfonso. Probablemente pensaría que las vírgenes de veintiocho años no existían, pero ella era la prueba viviente. 


Si su mujeriego padre no la hubiera vacunado contra aquel tipo de intimidades, lo habrían conseguido los relatos y fanfarronadas que durante años había venido oyendo de sus equipos de construcción, mayoritariamente masculinos.


Por cierto que Pedro, hasta el momento, estaba consiguiendo bastante más de lo que se merecía. Estaba más que acostumbrado a que las mujeres se desvivieran por sus atenciones, y allí estaba ella, siguiendo órdenes suyas como un cachorrito bien amaestrado.


La llamada a la puerta la sacó de sus reflexiones.


Maldiciendo los nervios que le cerraban el estómago, se alisó su vestido azul brillante. Se había llevado varios vestidos en aquel viaje, ciertamente no con la esperanza de salir con nadie, sino porque sabía que a Victor Lawson le gustaba dar fiestas en su casa de Star Island, a las que supuestamente ella tendría que asistir. Pero el que se había puesto aquella noche no era nada sofisticado. Era un sencillo vestido corto de lana, entallado. Atravesó el apartamento y abrió la puerta antes de que pudiera cambiar de idea. La manera en que Pedro contuvo la respiración nada más verla le provocó un estremecimiento. 


¿Pedro Alfonso impresionado por una mujer? Interesante.


—Estás increíble.


—Pareces sorprendido —se echó a reír—. Tú mismo me dijiste que me dejara mi cinturón de herramientas, ¿no?


No quería sentirse afectada por el calor de su mirada mientras viajaba por todo su cuerpo: desde las uñas recién pintadas de rosa de sus pies hasta el redondo escote de su vestido, pasando por sus piernas desnudas.


—Es que no esperaba… esto —alzó por fin sus cálidos ojos color chocolate.


—Es solo un vestido normal y corriente —Paula se dijo que tenía que aligerar la tensión del ambiente—. Seguro que habrás visto a mujeres con ropa mucho más sofisticada.


—Sí, es verdad. Pero ninguna que sacara tanta belleza de lo más sencillo.


—Si quieres que vuelva a ponerme la camiseta y los téjanos, puedo hacerlo. Pero entonces tendré que ponerme también el casco de obra y el cinturón de herramientas.


La sonrisa satisfecha que Paula había llegado a conocer tan bien iluminó su rostro.


—Aunque tengo que admitir que también estás increíble con tu atuendo de trabajo… prefiero con mucho esta imagen tuya tan sexy.


«Oh, vaya», exclamó para sus adentros. A ese paso, iba a ponerse a suspirar. ¿Sexy? Ahora entendía por qué las mujeres caían tan fácilmente en su trampa.


—¿Nos vamos ya? Habrás reservado mesa, ¿verdad?


Pedro alzó entonces una mano para apartarle un rizo cobrizo de la cara y recogérselo detrás de la oreja. Paula no quería reaccionar a su contacto, pero al parecer su cuerpo no podía evitarlo. Sentía un cosquilleo allí donde él posaba su mirada, como si la hubiera acariciado con sus manos grandes y fuertes.


Antes de que la situación se tornara todavía más incómoda, le hizo salir y se dirigió al ascensor. Una vez dentro, Pedro pulsó el botón del vestíbulo y se volvió hacia ella.


—Tengo que reconocer que ese vestido me ha hecho perder el hilo de mis pensamientos… Es como una segunda piel.


—¿Esperabas que te recibiera en cueros, ataviada únicamente con mi martillo?


Cerró los ojos.


—Espera un momento. Estoy teniendo una fantasía…


Paula no pudo evitarlo y se echó a reír.


—Eres patético.


—Culpable —Pedro se encogió de hombros—. Ahora en serio, te debo una cena por haberte solidarizado con mi hermana.


—¿Así que solamente se trataba de eso? —sonrió, sorprendida.


Se abrieron las puertas del ascensor y Pedro la guió delicadamente del codo para salir.


—Eso y que necesito tu ayuda para planificar esa fiesta de chicas.


—Podrías haberte limitado a darme la lista de tareas que te envió Karen. No tenías necesidad de emplear una de tus tardes libres conmigo.


Esa vez fue Pedro quien se echó a reír. Inmediatamente le hizo detenerse y la obligó a que lo mirara.


—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —le preguntó ella.


—No imaginaba que fueras tan cobarde.


Le entraron ganas de borrar aquella sonrisa engreída de su rostro… aunque en el fondo sabía que tenía razón. Era una cobarde en muchos aspectos, y Pedro no se imaginaba cuántos.


—Llámame cobarde si quieres, pero ambos sabemos que estás tan acostumbrado a salirte siempre con la tuya que te has inventado esa excusa para salir conmigo. Sé que tu empresa tiene una reputación impecable, pero traspasar la línea y entrar en un terreno personal sería un grave error para los dos.


—Sabes tan bien como yo que estás malgastando tu aliento. Puedes negarlo todo lo que quieras pero, si la ignoramos, esta recíproca atracción solo nos causará una tensión sexual cada vez mayor durante el desarrollo del proyecto.


Paula cruzó los brazos y alzó la barbilla, negándose a entrar en una discusión personal en pleno vestíbulo. Liberándose de su mano, salió al portal del edificio.


—Yo no estoy negando nada —continuó caminando—. Solamente constato el hecho de que este proyecto es mi prioridad número uno. No tengo tiempo para esas cosas, Pedro.


Alcanzándola, cerró las manos sobre sus hombros desnudos y la miró directamente a los ojos.


—También para mí es una prioridad este proyecto, pero no pienso dejar que me consuma mi tiempo libre. Y lo que nosotros… sí, nosotros hagamos juntos en nuestro tiempo libre no tiene nada que ver con nuestra relación profesional.


Paula sabía que aquélla era una discusión que no podía ganar, pero… una vez que Pedro descubriera que carecía de experiencia, ¿acaso no perdería todo interés por ella?


La llevó a su lujoso deportivo, un Bugatti. Paula se instaló en el cómodo asiento de piel mientras él se sentaba al volante. Al ver que no arrancaba inmediatamente, se volvió para mirarlo.


—¿Qué pasa? —preguntó.


—Eso va a ser complicado —se volvió también hacia ella—. Tanto si ignoramos esta tensión sexual como si no.


Paula no supo qué responder. Aquel nivel de tensión sexual era algo de lo que sabía bien poco, pero tenía la estremecedora sensación de que iba a averiguarlo más pronto que tarde. Suspirando, Pedro alzó una mano y le retiró suavemente la melena del hombro desnudo.


—Yo estoy preparado para el desafío. ¿Y tú?


—¿Tengo elección?


Le acarició la mejilla con un dedo.


—No más que yo —y se volvió por fin para arrancar el coche.






CAPITULO 4: (CUARTA HISTORIA)



Pedro se volvió, y se quedó sorprendido al ver a su jefa de obras encarándose con un joven obrero. No pudo escuchar las palabras, pero por la expresión del empleado no parecía una conversación demasiado agradable. Las mujeres dominantes le resultaban tremendamente atractivas… siempre y cuando él permaneciera al mando. Se concentró nuevamente en Karen.


—¿Para qué me necesitabas?


—Oh, solo quería avisarte de que tengo que hacer otro viaje. Me marcho ahora mismo. Tengo el avión esperando.


Lo miró con aquellos enormes ojos suyos, sonriente, y Pedro sintió un nudo especialmente incómodo en el estómago. 


Siempre lo miraba de esa forma antes de pedirle un favor difícil de conceder. Ni siquiera deseaba saber a qué venía aquel brillo malicioso de su mirada, aunque tenía la sensación de que estaba a punto de averiguarlo.


—No —se adelantó antes de que ella pudiera hacerle cualquier pregunta o petición que rondara por su pequeña y preciosa cabecita. Ya lo había adivinado.


—Te enviaré por correo electrónico una lista detallada con todo lo necesario.


—No.


—Por favor…


—Si no lo haces tú, tendrá que hacerlo Matias —insistió con un delicioso mohín.


—Lo primero de todo, no soy yo quien va a casarse. Lo segundo, Matias nunca jamás le organizaría un homenaje a la novia. Una fiesta de chicas.


—Yo no te he pedido que lo hagas tú —suspiró, frustrada—. Solo necesito que te encargues de unos cuantos detalles de mi parte mientras estoy fuera. No será nada del otro mundo.


Pedro simuló una expresión aburrida, se cruzó de brazos y esperó, no sabía muy bien qué. No quería colaborar en planificar una fiesta de chicas, aunque se tratara de su futura cuñada. Él diseñaba y supervisaba estructuras de acero. No elaboraba tarjetas de invitación de frufrú y las decoraba con campanitas.


—Está bien… —consintió al final, y el gritito de deleite que soltó Karen mientras daba un salto y lo abrazaba le arrancó una sonrisa—. Sabías que acabaría cediendo, ¿verdad? —rezongó.


—Es que siempre lo haces: te resistes un poco pero al final terminas aceptando —se apartó de él—. Cuando esté en el avión te enviaré mi hoja de cálculo.


Pedro asimiló las palabras cuando su hermana ya se alejaba.


—¡Espera! ¿Hoja de cálculo, has dicho?


—Te veré dentro de una semana —gritó Karen por encima del hombro antes de sentarse al volante de su lujoso coche.


—Dios mío, Pedro, lo siento tanto…


Pedro se giró en redondo. Era Paula; su tono rezumaba frustración.


—Espero que no se haya marchado por culpa de Nate.


—¿Nate?


—Mi exempleado.


Pedro sacudió la cabeza.


—Ah, no te preocupes. Se marcha al aeropuerto, tenía prisa. Espera un momento… ¿has dicho exempleado?


—Lo he despedido.


Se la quedó mirando atónito.


—No me mires así —replicó, volviéndose para dirigirse a la oficina del remolque—. No pienso consentir en la obra comportamientos tan poco profesionales.


Pedro procuró alcanzarla.


—Teniendo en cuenta que esta también es mi obra, creo que yo también tengo algo que decir al respecto. Solamente ha silbado, Paula. Karen no se ha dado por ofendida.


Paula subió los escalones del remolque, aferró el picaporte y se volvió para mirarlo.


—Eso lo habría podido tolerar. Tal vez. Pero cuando me dirigía hacia él, estaba de espaldas y dijo unas cuantas cosas sobre ella y sobre mí que preferiría no repetirte. No pienso aceptar comentarios ofensivos contra las mujeres que procedan de mis trabajadores. Y de ti tampoco, por cierto.


Impresionado por la seguridad de su tono, la siguió al interior del remolque.


—Bueno, yo tampoco estoy dispuesto a tolerar ese tipo de comportamientos. Pero te agradecería que en lo sucesivo consultes conmigo todas las cuestiones que afecten al desarrollo de las obras.


De espaldas a él, Paula se inclinó para abrir el cajón superior y se puso a rebuscar entre unos papeles. Pedro no pudo menos que disfrutar de la vista.


—¿Hola? ¿Me estás escuchando?


Lo miró por encima del hombro.


—Te pido disculpas por no haberlo consultado antes contigo, Pedro, pero me pareció que era lo mejor.


—Y no te equivocaste. Solo recuerda que los dos estamos casados con este proyecto y que, como buen matrimonio, las decisiones importantes tenemos que discutirlas en común.


—Es la segunda vez que comparas este proyecto con un matrimonio —observó ella, arqueando una ceja con expresión de curiosidad—. Tratándose de un soltero de fama mundial como tú, me sorprende que sepas algo de eso.


Pedro maldijo para sus adentros. Tenía razón.


—No me endoses ese estereotipo, Paula. La gente no siempre es lo que parece o lo que dicen los demás que es.


—Tienes razón. A veces la gente es todavía peor —dejó sobre el escritorio la carpeta que había sacado y se acercó a él—. Por cierto que tú todavía no me has dado las gracias por haber defendido a tu hermana.


De repente Pedro no supo qué deseaba hacer más: si aplaudirla por haberse solidarizado con su hermana, besarla hasta hacerle perder el sentido o estrangularla por haberlo sumido en aquel estado de confusión. Cualquier mujer capaz de hacerle frente en una discusión, o de igualar la pasión que ponía siempre en todo, seguramente podría hacer lo mismo en otros terrenos más fascinantes.


—Me sorprende que le hayas despedido sin la menor vacilación —observó.


—Eso es porque no me conoces en absoluto, Pedro —volvió a mirar los papeles que tenía sobre el escritorio—. Si así fuera, sabrías que no soporto a los hombres que van exhibiendo por ahí su testosterona.


Aquella declaración confirmó sus sospechas iniciales. Algún imbécil le había dado motivos para sentirse amargada con todo el género masculino.


—Paula, dado que vamos a vernos prácticamente cada día durante meses, creo que es mejor que aclaremos algunas cosas —se interrumpió a la espera de que se decidiera a mirarlo—. Esa susceptibilidad tuya hacia mí tiene que desaparecer. No hay manera de que trabajemos juntos en esto y no terminemos implicándonos a nivel personal de alguna manera. Si tienes algo que decirme, suéltalo de una vez. Sé que has tenido una mala experiencia. Llevas el síndrome de la damisela amargada escrito en la cara.


Esperó a que lo corrigiera o se defendiera. Lo que no esperaba era que la muy osada esbozara una sonrisa. Un gesto que tuvo que sumar a la lista de cosas que admiraba en ella.


—¿Has terminado de analizarme? —le preguntó, ladeando la cabeza—. Puede que estés habituado a lucir esa sonrisa del millón de dólares con mujeres que luego caen rendidas a tus pies, pero no esperes que yo vaya a implicarme contigo en cualquier otro nivel que no sea el puramente profesional. No tengo ningún secreto y oscuro pasado del que tú necesites preocuparte, ni tampoco soy una… ¿cómo me has llamado? ¿Una damisela amargada? ¿Acaso necesitas alguna excusa para acudir a rescatar a una dama al galope de tu corcel, Pedro? Bueno, pues sigue cabalgando. Yo no estoy interesada.


—¿Te sientes mejor? —le preguntó, sin molestarse en reprimir una sonrisa.


—¿Qué? —arqueó las cejas, sorprendida.


—¿Te sientes mejor después de haberme puesto en mi sitio?


Poniendo los ojos en blanco, Paulaa se echó a reír.


—Dudo que alguien te haya puesto alguna vez en tu sitio. Solo quería que supieras que no tiene sentido que desperdicies tus sonrisas y tus flirteos conmigo. Eso no ha sido nada profesional, pero tú me has preguntado y yo nunca miento.


Pedro apoyó la cadera en el escritorio, sin mostrar la menor prisa por marcharse.


—¿Y si a mí no me parece un desperdicio flirtear contigo?


Paula, que se disponía a rodear la mesa, se quedó paralizada.


—¿Estás bromeando, verdad? ¿Acaso no podemos seguir adelante con este proyecto sin ponernos los dos en ridículo?


—Claro. Con una condición —esperó a que se volviera nuevamente a mirarlo y, por alguna razón, pronunció sin pensar—: Necesito que me ayudes a planificar un homenaje de novia. El de mi futura cuñada.


Paula sacudió la cabeza como si no hubiera oído bien.


—¿Perdón? ¿Un homenaje de novia? No sabía que te hubieras dado al pluriempleo.


—Mi hermana es la que se encarga de ello, pero ha tenido que marcharse de viaje —de repente se preguntó por qué le estaba contando todo aquello. ¿Desde cuándo iba por el mundo dando motivos para que se burlaran de él?—. Me ha pedido que la ayude.


—¿Y por qué me lo pides a mí? Yo no me he casado nunca.


Pedro se echó a reír.


—Bueno, pero eres una mujer.


—Me alegro de que te hayas dado cuenta —repuso secamente.


—Oh, claro que me he dado cuenta —recorrió con la mirada su esbelta figura, incapaz de detenerse en un lugar específico: toda ella era perfecta—. Y mucho.


No cruzó las manos sobre el pecho, como habrían hecho la mayoría de las mujeres. Con las manos en los costados, ladeó la cabeza y puso los ojos en blanco como si su compañía lo estuviera aburriendo mortalmente.


—¿Debería sentirme halagada de que me hayas incorporado a la lista de las mujeres afortunadas a las que has dejado entrar en tu vida?


—Oh, Paula —se echó a reír—, definitivamente no te pareces en nada a las otras mujeres de mi vida, eso te lo aseguro. Tú destacas entre todas las demás por méritos propios.


Vio que abría mucho los ojos. Y que se le dilataban las aletas de la nariz.


—¿Por qué no volvemos al momento en que me suplicaste ayuda? Mi corazón no puede soportar tanta frase romántica.


La miró fijamente a los ojos. ¿Qué sería lo que la había vuelto tan dura, tan amargada?


—Karen me va a enviar una lista de tareas por correo electrónico —explicó—. ¿Qué te parece si quedamos a cenar después y hablamos tanto del homenaje de novia como del proyecto?


—¡Tienes que estar de broma! ¿Esperas que salga contigo para que te ayude a organizar el homenaje de novia de alguien a quien ni siquiera conozco? ¿Es así como te lo montas con las mujeres?


—Olvídalo —cambió de opinión. No iba a suplicarle ni a mostrar debilidad alguna, por mucho que necesitara su ayuda. Indudablemente la lista de Karen sería prolija y detallada, pero se las arreglaría solo—. Y no te sientas tan halagada. No te estaba pidiendo que salieras conmigo. Solo era un asunto de trabajo.


—¿Trabajo, dices? —para su sorpresa, Paula pareció reflexionar—. Está bien. Te veré en Hancock a las seis. Es el único restaurante que conozco desde que estoy aquí y la comida es buena. Si te retrasas un solo minuto, me largaré.


Pedro dio un paso adelante. Estaba tan cerca que Paula tuvo que alzar levemente la cabeza para mirarlo.


—Te recogeré en tu apartamento; mi secretaria tendrá tu dirección. Yo me encargaré del restaurante. Esta noche, Paula… probarás algo distinto. Ya lo verás.


—Yo no estoy buscando probar algo distinto.


Pedro cerró los dedos sobre sus finos hombros desnudos y la atrajo lentamente hacia sí.


—Yo tampoco. Antes.


—No te atreverás… —bajó la mirada a su boca.


—No, porque este no es un buen momento —murmuró—. Considéralo una advertencia para cuando surja la ocasión adecuada.


Podía ver que el pulso que latía en la base de su cuello, bajo su piel bronceada, era casi tan rápido como el suyo. Se había humedecido los labios con la punta de la lengua y Pedro sabía que estaba excitada. «Bienvenida al club», pensó.


El pitido del móvil que Paula llevaba a la cintura casi lo sobresaltó. Retrocedió un paso, permitiéndole que contestara. Vio que le temblaba la mano cuando sacó el aparato de la funda.


—¿Sí?


En menos de un segundo, su expresión pasó de la pasión y la curiosidad a la severidad y a la rigidez.


—Ahora mismo estoy ocupada.


Interesante. Pedro se alegró de no ser el destinatario de aquel tono helado.


—Te llamaré en cuanto pueda. Ahora estoy trabajando.


Cortó la comunicación, volvió a guardarse el móvil y vaciló por un momento antes de volver a mirarlo.


Pedro se preguntó quién tendría la capacidad de enfadarla tanto con una simple llamada de treinta y dos segundos. Indudablemente había alguien, y en el proceso había acabado con el modesto progreso que había hecho él para debilitar sus defensas.


—¿Todo bien? —le preguntó, cada vez más incómodo con su silencio.


Paula alzó la mirada, desaparecida ya la expresión que había asomado a sus ojos apenas unos minutos atrás.


—Sí —le espetó—. Y ahora, tal y como le decía a mi padre… tengo que trabajar.


Su padre. Obviamente no estaba muy encariñada con él. 


Una punzada de dolor atravesó el pecho de Pedro cuando evocó los imborrables recuerdos que tenía del suyo. Sacudió la cabeza, poco dispuesto a escarbar en el pasado cuando tenía un presente y un futuro en los que concentrarse. 


Incapaz de resistirse a tocar su fina y acalorada piel una vez más, y movido también por la necesidad de borrar aquella helada mirada de sus ojos, deslizó un dedo por su mejilla. 


Sonriente, la tomó del mentón hasta que vio que las comisuras de su boca se alzaban un tanto.


—Te veré a las seis —la soltó y se dirigió a la puerta—. Ah, y no hace falta que te lleves el cinturón de herramientas.