jueves, 18 de agosto de 2016
CAPITULO FINAL: (TERCERA HISTORIA)
Si alguien le hubiese preguntado una semana antes, habría dicho que era imposible ser sublimemente feliz. Sobre todo porque su hermano estaba de vuelta a su país custodiado por media docena de hombres. Al aterrizar sería entregado al agente Ryan del FBI.
En eso trataba de no pensar. Lo que resultaba más fácil dado que Pedro y ella habían estado haciendo el amor sin parar desde que habían vuelto solos a la casa.
Había miles de cosas que quería preguntarle, después de todo eran más de diez años para ponerse al día. Pero de momento estaba contenta con disfrutar de su compañía.
Estaba en la cama esperando a que él volviera de una incursión a la cocina a por provisiones. Oyó unas pisadas que se acercaban y se dio la vuelta.
Pedro tenía un puño cerrado a la altura de su vientre y lentamente abrió los dedos. Le llevó un momento darse cuenta de que lo que caía sobre ella era una cascada de diamantes.
—¡Pedro! —gritó—. ¿Qué demonios…?
—Creo que una vez te prometí que te cubriría de diamantes —dijo él entre risas.
Recogió los diamantes de la sábana preocupada por que se perdiera alguno.
—Bueno, no pensaba que lo dijeras en serio —le devolvió las piedras.
Él le cerró la mano sobre las piedras y dijo súbitamente serio:
—Necesito que sepas que siempre cumpliré mis promesas. Cada una de ellas.
Paula se puso de rodillas y lo abrazó.
—Yo también las mantendré.
Más tarde, mientras yacía entre los brazos de él, le preguntó:
—Sobre lo que ha dicho Ramiro…
—¿Lo de que no te dejaba sola?
—Sí. ¿De verdad crees que había planeado que volveríamos a estar juntos?
No importaba. Realmente no. Tenía a Pedro y eso era lo que importaba. Pero de algún modo lo de Ramiro sería más llevadero si al menos había pretendido que ella no se quedara sola.
Pedro le pasó una mano por el cabello, un gesto lleno de ternura y amor. La notó asentir.
—Me gustaría pensar que sí.
—A mí también.
Fin
CAPITULO 25: (TERCERA HISTORIA)
Pedro se había enfrentado en su vida a muchas situaciones desagradables, pero jamás ninguna le había dado más miedo que aquélla: un turista quemado por el sol, con sobrero de paja, óxido de zinc en la nariz, calcetines bajo las sandalias, sentado en la terminal de Cayman Airways esperando un vuelo con destino a Cuba.
A esa hora temprana, la aerolínea tenía varios vuelos consecutivos, así que la terminal estaba llena de viajeros con tazas de café, leyendo periódicos y sentados sobre sus maletas. Todos los sitios de los raídos asientos de cuero estaban ocupados.
El turista de Pedro estaba sentado en un sitio al lado de una rubia, en edad de ir a la universidad que o bien sufría resaca o la fingía con la esperanza de librase de un tipo que no la dejaba en paz.
—Y yo siempre he querido viajar más —decía el tipo—. Así que tras el divorcio me dije, qué demonios, bien podría…
Alzó la vista cuando Pedro se paró delante de él, dejando la frase sin terminar. Pero maldición, era bueno. Ni siquiera parpadeó cuando lo reconoció. E incluso él tuvo que admitir que la transformación del urbano Ramiro al turista guiri que tenía delante era asombrosa, incluso a él se le habría pasado.
Pedro tendió un billete de veinte a la colegiala.
—Ve a tomarte un café —sugirió.
Agarró el billete y salió corriendo con aire de estar más que aliviada por poder escapar, aunque eso supusiera perder el sitio.
Tras unas gafas de cristales gruesos, Ramiro parpadeó como si hubiera sufrido un ataque de alergia. Después se sonó la nariz.
—Supongo —empezó con el mismo tono nasal que había usado con la chica—, que no ganaré nada haciendo que no sé quién eres.
—Y yo supongo que vas a hacer que esto nos resulte fácil a los dos.
—No sé por qué debería. Gran Caimán es un lugar muy tranquilo. Y aquí no tienes ninguna autoridad. Claro que, si hubieras venido con una tropa de agentes del FBI, eso sería diferente —se encogió de hombros—. Pero dado que te veo sólo a ti, supongo que sólo traes a un puñado de tus borregos del ejército. Lo que significa que quizá puedas llevarme, o quizá no.
Entre los pies de Ramiro había una bolsa de lona con el logo de una conocida marca de equipos de submarinismo. Lo bastante pequeña para que Ramiro la pudiera llevar. Pero un equipo de submarinismo era bastante pesado y nadie sospecharía de un turista escuálido arrastrando una pesada bolsa. Levantar un poco de peso definitivamente resultaba necesario ya que diez millones de dólares en diamantes eran muchas piedras.
—No te quiero a ti, sólo la bolsa —la señaló con un gesto de la cabeza—. Sólo las piedras.
Ramiro miró detenidamente a Pedro y agarró la bolsa con más fuerza.
—Jamás habría pensado algo así de ti.
—¿Que dejara escapar a un delincuente?
—Que te quedes los diamantes, me dejes escapar y luego digas que jamás me encontraste —hizo un gesto de cabeza mientras se ajustaba las gafas—. Dicho eso, ¿por qué no nos repartimos las piedras y cada uno sigue su camino?
—No estás en posición de negociar.
—Ah, sí, debe de ser así si estamos manteniendo esta conversación. Evidentemente eres reacio a llevarme contigo. Posiblemente no tienes esa autoridad, pero quizá hay algo más. Sea cual sea la razón, eso me concede ventaja.
—Dame la bolsa, podría hacer venir aquí a la seguridad del aeropuerto en menos de un minuto.
—Podrías —siguió mirándolo—, pero seguro que no lo haces. Recuperarás los diamantes, pero perderás a la chica.
El sistema de megafonía anunció que se iba a iniciar el embarque. La gente empezó a ponerse en pie y arrastrar sus equipajes.
Ramiro se pasó el asa de la bolsa de una mano a otra preparándose para levantarse.
—Bueno, si me perdonas, éste es mi vuelo.
Por un segundo, Pedro sintió una oleada de respeto por Ramiro. Había que tener mucho valor para andar por ahí con diez millones de dólares en una bolsa de buceo.
Al margen de la admiración, Pedro no iba a dejarle marcharse con los diamantes. Agarró a Ramiro del brazo.
—No te voy a dejar marchar. No te puedo dejar llevarte los diamantes y no te dejaré largarte con lo que le has hecho a Paula.
—Ah —sonrió—, así que tenía razón. Siempre ha sido tu mayor debilidad —se soltó el brazo—. En ese caso, deberías darme las gracias en lugar de robarme.
—¿Robarte? —preguntó incrédulo.
—Son míos, no tuyos —dio una palmada en la bolsa—. No puedes ni imaginarte el tiempo que me ha llevado planearlo. Le he dedicado años de trabajo. Es imposible que te los dé. Y si pretendes quitármelos, vas a tener que recurrir a algo más fuerte que un «por favor».
Pedro lo miró un largo momento considerando sus opciones.
¿De verdad estaba dispuesto a dejarlo escapar, con los diamantes, por hacer feliz a Paula?
Si lo detenía y lo devolvía a los Estados Unidos, pasaría una larga temporada en la cárcel. Y él perdería a Paula para siempre.
Por otro lado, había alrededor de diez millones de dólares en diamantes colgando de un hombro de Ramiro. Era demasiado dinero para dejarlo ir. Y no era sólo dinero, era dinero que pertenecía a su mejor amigo. Era la reputación de su empresa. ¿Iba a arriesgar todo eso por hacer feliz a Paula?
Se había levantado esa mañana diciéndose que, si recuperaba los diamantes, dejaría escapar a Ramiro. Era el trato que había hecho consigo mismo. Dejaría escapar al hermano si le devolvía las piedras. Pero parecía que se iba a quedar sin las dos cosas.
Pedro se puso en pie, se metió las manos en los bolsillos mientras observaba a Ramiro mezclándose con la gente que subía al avión.
Sí, así era.
Ella significaba para él más que todo lo demás. El dinero se ganaba y se perdía todos los días. Su amistad con Dario podía sobrevivir a aquello o no, pero tenía la sensación de que sí.
Paula, sin embargo, era única. Significaba para él más que ninguna otra mujer que hubiera conocido. Y no iba a volver a perderla.
Se dio la vuelta dispuesto a volver hacia la terminal del aeropuerto, pero en ese momento vio a Paula moviéndose entre la gente.
Se detuvo justo delante de él jadeando como si hubiera ido corriendo todo el camino desde el control de seguridad. En la mano llevaba un billete como el que había comprado él para acceder a la puerta de embarque.
—¡No me digas que es demasiado tarde!
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó él justo antes de que apareciera J.D.
—¿Lo hemos perdido? —preguntó J.D.
Paula ignoró la pregunta y se puso de puntillas para mirar entre la gente.
—¿Lo veis? ¿Está aquí? ¿Ha estado aquí? —en lugar de esperar a que Pedro respondiera, se subió a la silla que acababa de dejar libre para poder mirar mejor. Entonces señaló hacia la puerta—. J.D. ¡allí! Le están revisando el billete justo hora. El del sombrero de paja y la camisera roja.
J.D. salió corriendo hacia la puerta con varios de los hombres de Alfonso detrás. Antes de que ella también saliera corriendo, Pedro la agarró del brazo.
Ella lo miró indignada mientras se soltaba con un movimiento brusco.
—No puedo creer… —lo golpeó en el bíceps—, que fueras a recuperar los diamantes y dejar escapar a Ramiro. De todas las estupideces… —no terminó la frase, miró al suelo a su alrededor—. Espera un momento. No veo ninguna bolsa. J.D. me ha dicho que sería grande —hizo con las manos un gesto para señalar el tamaño de la bolsa—. Y que sería pesada —lo miró con los ojos entornados—. ¿Por qué no veo una bolsa grande y pesada por ningún sitio?
Cerca de la puerta se oyó una pelea. Sin duda J.D. y los demás habían agarrado a Ramiro.
Paula estaba pálida.
—Señor, no me digas que lo ibas a dejar marcharse con los diamantes.
—Me pilló el farol —admitió Pedro. La miró en silencio un instante. Finalmente asintió en dirección a la puerta—. Sabes lo que has hecho, ¿verdad? J.D. va a recuperar los diamantes, pero tu hermano…
—Mi hermano por fin va a tener que asumir su responsabilidad. Él solito se ha metido en esto.
Antes de que pudiera detenerla, se dirigió a donde estaba su hermano. Pedro la siguió unos pasos por detrás. Cuando llegó a la puerta, J.D. tenía la bolsa en la mano. Uno de sus ayudantes tenía agarrado a Ramiro. Los demás hablaban con los de seguridad del aeropuerto.
Pedro no quería que ella tuviera que enfrentarse a su hermano. Personalmente le habría encantado despedazarlo para que nadie tuviera que volver a tratar con él, pero ella seguía diciendo que no hacía falta que la protegiera. Así que se echó atrás y dejó que se enfrentara a Ramiro.
Se detuvo a unos centímetros de su hermano.
Temblaba entera por la emoción. Pedro contuvo la respiración. Una parte de él quería que ella le diera un puñetazo. Otra esperaba que rompiera a llorar. La traición de Ramiro casi había acabado con ella y él lo primero que tendría que hacer sería ocuparse de eso.
Pero Paula, por ser Paula, no hizo ninguna de las dos cosas.
Se plantó delante de él y le preguntó:
—Ramiro, ¿cómo has podido?
Ramiro sonrió malévolo.
—¿Quieres una descripción paso a paso? Porque eso me puede llevar un rato y no creo que estos caballeros quieran esperar.
Paula parpadeó sorprendida por su caballeresca actitud, aunque eso no sorprendió a Pedro.
—¿Entonces lo admites?
—Vamos, hermanita. Tienes que reconocer que estás un poco impresionada.
Entonces le dio una bofetada tan fuerte en la mejilla que la sangre le asomó en la comisura del labio.
—Supongo que eso es un «no» —dijo él.
—Me he preocupado por ti. Fui a suplicar a nuestro padre. ¿Puedes imaginarte lo duro que ha sido eso para mí?
Por un momento, la duda apareció en el rostro de Ramiro, y Pedro se preguntó si no estaría más arrepentido por lo que había hecho de lo que él creía. Pero Paula se había lanzado a la diatriba y ya no veía nada.
—Y después de todo lo que he hecho por ti, te ibas a largar así —hizo un gesto en dirección al avión—. Ibas a largarte y dejarme sola. Sin una sola explicación. Ibas a dejarme sola.
Su voz se quebró. Pedro dio un paso adelante y le apoyó una mano en el hombro. Al sentir su mano, parte de la tensión que sufría se suavizó y se apoyó en él ligeramente.
Ramiro le dedicó otra de sus sonrisas arrogantes. Su mirada se clavó en Pedro.
—Pero si no te dejaba sola, ¿ves? Ésa era la genialidad del plan. Incluso tú tendrás que admitir que es un toque genial.
Pedro oyó ruido hacia el fondo del aeropuerto, se volvió a mirar y vio a los guardias de seguridad que iban hacia allí.
Paula los vio también y se apresuró a preguntar:
—¿Por qué, Ramiro? Eres una persona inteligente. Podrías haber hecho cualquier cosa. ¿Por qué ladrón?
—Es lo que hago, hermanita. Y soy realmente bueno.
Y entonces los guardas estaban allí. Pedro volvió a Paula contra su pecho para que no tuviera que ver cómo detenían a su hermano. Pasara lo que pasara, J.D. se haría cargo.
Cuando estaban lo suficientemente lejos, se soltó de sus brazos y dijo:
—¡No puedo creer que fueras a dejarlo escapar!
—No puedo creer que hayas arruinado mi gran sacrificio.
—¿En qué estabas pensando?
—No pensaba —se encogió de hombros—. Cuando llegué hasta él, simplemente no pude detenerlo. Creo que él sabía que no sería capaz. Al final, no sólo jugaba contigo, también conmigo.
—No podía saber eso —protestó.
La miró y le tomó la cara entre las dos manos.
—Quizá nos conoce a los dos mejor que nosotros mismos —le pasó un brazo por los hombros—. Larguémonos de aquí antes de que se compliquen las cosas.
—Pero Ramiro —farfulló—. Los diamantes.
Algo en el pecho de Pedro se tensó por su indignación.
—J.D. puede manejarlo —mientras decía eso más guardias corrían hacia la terminal—. A menos que quieras pasarte aquí las próximas doce horas mientras se resuelve todo esto. ¿O prefieres volver a la casa y decirme cuáles son mis cualidades que más te gustan?
—Eh —lo golpeó en el hombro—. ¿Qué tal mis cualidades que te gustan a ti?
Se detuvo a poca distancia de la puerta y la volvió para que lo mirara.
—Intrépida —la besó en los labios—, y generosa —otro beso—. Y valiente —otro—. Y me gusta tu disposición para dejarte presionar para una boda rápida.
—¿Una boda rápida?
—He esperado casi quince años por la noche de bodas. No pienso esperar ni un minuto más.
—¿No quieres saber qué pasa? —preguntó mirando hacia el escenario de la detención.
—Ya sé lo que pasa: me quedo con la chica.
CAPITULO 24: (TERCERA HISTORIA)
Se despertó en la cama que había compartido con Pedro, pero sin él a su lado. Aunque lo echó de menos, no se sintió privada de él porque lo había tenido a su lado toda la noche.
Después de hacer el amor la primera vez, la había llevado a ella y a su ropa de vuelta a la casa. La había dejado en la cama donde se había dedicado a su cuerpo con atención.
Habían hecho el amor voluptuosamente bajo la mosquitera.
Después se habían quedado dormidos, sus cuerpos juntos toda la noche.
Él había estado ahí cada vez que se había despertado. Sus cuerpos se movían al unísono. Algo más íntimo que nada que hubiera experimentado jamás. La noche de bodas que jamás habían tenido. No sólo por el sexo, sino por la familiaridad. La cercanía que jamás había tenido con ninguna otra persona.
Rodó sobre la cama y se cubrió el rostro con la almohada inhalando el aroma de Pedro. Después apartó las sábanas de una patada y sacudió los pies contra el colchón disfrutando de la sensación que tenía en la piel de haber sido amada. El aire estaba cargado de humedad, pero un rayo de sol se reflejaba en la tarima, prueba de que la tormenta había pasado. Desde la cocina, le llegó el ruido de sartenes y platos, el aroma de café.
Justo cuando estaba pensando en la posibilidad de desayunar en la cama, oyó voces. No la voz de Pedro, sino una conversación de varios hombres.
Se cubrió con las sabanas de un tirón. Maldición, eso significaba que nada de desayuno en la cama. ¿Quién estaba en la casa?
Se vistió a toda prisa con un vaquero corto y una camiseta verde grisáceo. Dado que hacía más fresco del que se podía esperar en el Caribe, se envolvió en una camisa blanca de Pedro y se la ató en la cintura.
Pedro no estaba en la cocina, pero sí había media docena de hombres. Uno estaba al mando de los fogones con una montaña de huevos en una sartén y beicon en otra. Otro servía humeante café en unas tazas. Los demás habían instalado ordenadores portátiles en la mesa de la cocina conectados con unos cables que corrían por el suelo y un módem inalámbrico al lado de un enchufe.
J.D. fue al único que reconoció, así que fue derecha a él. La saludó con una inclinación de cabeza y después se la presentó a los demás. Olvidó sus nombres rápidamente, pero supo que todos eran empleados de Alfonso. La presentó como la «ex de Pedro». Pero debían de saber más de ella, porque todos aceptaron su presencia sin mucha curiosidad.
—¿Me he perdido algo? ¿Cuándo han llegado todos? —preguntó a J.D. mientras éste sacaba un plato de un armario y empezaba a llenarlo de huevos y tostadas.
—Esta mañana temprano.
J.D. le tendió el plato y ella lo aceptó, más por instinto que por hambre.
—¿No eran para usted? —preguntó ella.
—No. Para usted —él clavó un tenedor en los huevos—. Rick y Jax estaban en Canadá. Volaron a Dallas anoche y se reunieron con el resto.
—¿Dónde está Pedro? —preguntó por fin.
Llevaba levantada más de diez minutos y no lo había visto.
—Ha salido —dijo simplemente J.D. No la miró a los ojos.
—Quiere decir que está fuera buscando a mi hermano —de pronto los huevos sabían menos buenos. Dejó el tenedor en el plato y lo apartó a un lado. Dado que J.D. no parecía dispuesto a decirle mucho más, atacó—: No me gusta que me manejen. Evidentemente están aquí para ocuparse de mí mientras Pedro va a buscar a mi hermano.
J.D. mantuvo el rostro inexpresivo, pero, a menos que hubiera visto mal, sus músculos estaban tensos.
—Está bien —dijo ella aunque no lo estaba—. Puede ser sincero. No voy a alucinar ni nada así —era cierto, había alucinado todo lo que se podía la noche anterior—. Sé que Pedro ha venido aquí a detener a mi hermano o lo que sea.
—Técnicamente no podemos detenerlo. No tenemos esa autoridad, ni siquiera en los Estados Unidos. Sólo podemos animarlo a volver con nosotros a Estados Unidos donde se lo entregaremos a las autoridades.
—Lo que se me escapa —continuó ella—, es por qué hacen falta tantos para tenerme controlada. ¿Trajiste a demasiados o algo así y los que se han quedado no tienen otra cosa que hacer?
—No —J.D. parecía hablar sin separar los dientes—. En realidad, estamos todos aquí.
—Entonces Pedro ha ido solo. Eso no puede ser.
—Lo es —se pasó una mano por la nuca.
Paula se dejó caer en una silla y mordió una tostada. Así que Pedro había encontrado a su hermano y había ido solo a agarrarlo. Pensar en los dos hombres más importantes de su vida enfrentándose era desasosegante.
Ramiro no era grande. Pedro, con sus anchos hombros y sus músculos seguramente pesaría ocho o diez kilos más que él. Aun así no tenía sentido.
—Pedro no es un hombre despiadado —dijo en voz alta—. ¿Por qué iría solo? Claro, que es más fuerte que mi hermano, así que poda animarlo a meterse en un coche con relativa facilidad. Pero hay demasiadas variables. ¿Por qué arriesgarse a perder el control de la situación? Mi hermano podría escaparse.
J.D. bebió de su café en silencio, pero en su gesto se había instalado un gesto de desaprobación.
Lo estudió un largo minuto y después recorrió la cocina con la mirada. La energía de los nervios zumbaba en el aire. En su trabajo conocía a muchos policías, no siempre estaban del mismo lado en la pelea, pero había trabajado con los suficientes para saber cómo se comportaban. Sabía la clase de silencio nervioso que los cubría cuando algo estaba a punto de suceder. Así estaba ese grupo de hombres en ese momento.
Atravesando a J.D. con la mirada, dijo:
—Saben algo que no me están contando. ¿Qué es?
Pero si le hubiera pasado algo a Ramiro, Pedro se lo habría dicho. No se habría desvanecido por la mañana y la hubiera dejado allí al cuidado de sus hombres.
—¿Qué es? —probó otra vez—. ¿Qué pasa aquí?
Finalmente J.D. habló:
—Pedro no está pensando en traer a su hermano.
La inesperada respuesta hizo que tardara un cierto tiempo en registrarla.
—Eso es ridículo.
—Claro que lo hará.
—No, no lo hará.
—El plan es recuperar los diamantes y dejar escapar a su hermano.
—¿Le ha dicho él eso?
—No ha hecho falta —se echó hacia delante y la perforó con la mirada y, por primera vez, vio el brillo del resentimiento en sus ojos—. Antes de que él saliera para aquí, teníamos un plan —golpeó la mesa con un dedo—. Recuperar los diamantes, detener al tipo y entregar ambas cosas al FBI. Así todos ganábamos.
Todo el mundo que no fuese de su familia.
—Entonces hemos llegado esta mañana —siguió J.D.—, y el plan se ha ido a la…
No dijo nada más, pero no hacía falta. No hacía falta ser un genio para ver que el cambio de planes tenía que ver con que Pedro y ella se hubieran acostado esa noche.
—Mire —dijo ella—. Sea lo que sea lo que está pasando, no tiene nada que ver conmigo.
—Claro que sí —interrumpió—. Ramiro es su hermano. ¿Qué otra razón tendría Pedro para dejarlo escapar?
—Eso es lo que estoy diciendo. No hay modo de que Pedro deje escapar a Ramiro. No es su forma de ser.
Pedro tenía un sentido de lo que estaba bien o mal más fuerte de lo que ella había visto nunca. Había sido víctima de muchas injusticias muchas veces a lo largo de su vida, tanto como hijo de un alcohólico como durante su breve período de marido de ella. A causa de ello su férreo código ético se había hecho inquebrantable.
—Dejar escapar a un delincuente estaría mal —dijo echándose hacia delante y apoyando los brazos en la mesa—. Pedro jamás hará algo así.
—Entonces ¿usted no le ha pedido que lo haga?
Alzó las manos frustrada antes de decir:
—Por supuesto que no. ¿Es eso lo que cree? ¿Que he venido aquí para convencer a Pedro de que no encuentre a mi hermano? Oh, ya sé, quizá es esto: he venido hasta aquí fingiendo ayudar a Pedro a encontrar a mi hermano, pero en realidad lo que hago es distraerlo para que Ramiro pueda escapar.
Al oírla despotricar, J.D. pareció más aliviado al tiempo que un poco irritado.
—Pensaba…
—Pues simplemente se equivocaba.
—Me alegro —dijo con una sonrisa.
—Y también se equivoca con respecto a Pedro. Jamás haría algo en contra de su naturaleza.
—Lo haría por usted —dijo tranquilamente, pero con tanta confianza que la dejó sin palabras.
Paula se puso en pie.
—¿Sabe dónde ha ido Pedro? —preguntó a J.D. La mirada que él le dedicó estaba llena de desconfianza. Paula puso los ojos en blanco.
—Mire, sólo trato de ayudar —al ver que la desconfianza no desaparecía, añadió con más énfasis—: De ayudar a Pedro. Si deja escapar a Ramiro, jamás se lo perdonará. Y si lo hace porque cree que eso es lo que quiero yo, tampoco me lo perdonará a mí.
J.D. sonrió.
—Bueno, al menos en eso estamos de acuerdo —se puso en pie y se acercó al resto del grupo—. Recoged, chicos. Nos vamos.
En menos de cinco minutos estaban en una furgoneta recorriendo la costa. Sólo esperaba que llegaran a tiempo.
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