domingo, 28 de agosto de 2016

CAPITULO 6: (QUINTA HISTORIA)





Atónita, Paula se apartó de la puerta y se volvió hacia él. Pedro no se movió, así que apenas tuvo sitio para maniobrar. El impacto de sus palabras se emborronó con el de que las rodillas de él entraran en contacto con sus muslos, el codo de ella con su pecho. Volvió a sentir un intenso cosquilleo de calor en la piel.


Apretó los párpados y se obligó a controlar sus recuerdos, diciéndose que no eran más que eso, para concentrarse en el presente. En la memoria o carencia de memoria de él. 


Pero cuando abrió los ojos se encontró con la uve de pecho que dejaba a la vista el albornoz. Piel desnuda, salpicada de vello oscuro, la línea de carne hinchada…


Tragó aire y, sin pensarlo, apartó el albornoz. Tenía una gran cicatriz que no había existido diez semanas antes.


—Dios mío, Pedro. ¿Qué te ocurrió?


No contestó y ella alzó la vista. Estaba concentrado en la mano que agarraba el albornoz y en los nudillos apoyados en su piel desnuda. Ella soltó el albornoz y él levantó la cabeza y acarició su rostro con esos ojos plateados. 


Paula reconoció la mirada, pero no quiso recordarla.


Sin contestar, él fue hacia la mesa donde había dejado la botella de vino tinto. La alzó y enarcó una ceja, interrogante. 


Paula asintió, y la familiaridad del silencioso intercambio dibujó una expresión confusa en su rostro mientras él servía dos copas.


«No te recuerdo a ti, no recuerdo tu grito, no recuerdo nada».


—No recuerdas… ¿Tiene que ver con lo que te causó esa cicatriz? —su mente daba vueltas a las posibilidades—. ¿Tuviste un accidente?


—Un accidente no. Me asaltaron —se encogió de hombros, como si no tuviera importancia. O como si prefiriera que los demás no se la dieran—. Me desperté con amnesia parcial.


Ella bajó la vista a su pecho, a la cicatriz de nuevo oculta. Se lamió los labios resecos.


—¿Y eso?


—Una de sus armas, por lo visto, era una botella rota —con toda tranquilidad, le ofreció la copa de vino. Paula consiguió dar la docena de pasos necesarios para aceptarla, aunque le temblaban las piernas.


—¿Dónde ocurrió eso?


—De camino a casa.


—Me dijiste que no tenías casa.


La sorpresa hizo que él detuviera la mano con la que se llevaba la copa a los labios.


—Tengo una casa temporal en San Francisco.


—¿Cuándo ocurrió?


Sus ojos se encontraron por encima de las copas y el corazón de Paula se saltó un latido, anticipando a respuesta.


—En julio. El día que me fui de aquí.


—¿Estuviste en el hospital? ¿Por eso no…? —tuvo que detenerse y sacudir la cabeza para borrar la imagen de él apaleado y herido—. No contestaste a mis llamadas.


—No hasta que regresé la oficina.


—¿Cuánto tiempo estuviste hospitalizado?


—Dos meses en total.


Por eso siempre había estado «no disponible» o «fuera de la oficina». Ella había supuesto que su secretaria filtraba sus llamadas y que él había decidido ignorar sus mensajes. Tras unas semanas se había rendido.


«Dos meses para recuperarse de sus lesiones, Dios mío», pensó. Incapaz de controlar el temblor de sus piernas y manos, dejó la copa y se sentó en la silla que Pedro apartó para ella.


—Eso es mucho tiempo —murmuró.


—Dímelo a mí —dijo él con la misma falsa indiferencia que antes, intentando enmascarar la tensión de su rostro. Por primera vez desde que lo había visto desde el vestíbulo del gimnasio, Paula se permitió examinarlo de arriba abajo.


Parecía tan alto, fuerte y sano, que no quería ni imaginar la gravedad de las lesiones que lo habían mantenido hospitalizado tanto tiempo.


—Ahora pareces en forma —le dijo. No necesitaba detalles de esas lesiones. No necesitaba preguntar por qué su secretaria no le había dado ninguna información. Era imposible cambiar lo ocurrido y demasiado tarde para arrepentirse. Decidió aligerar un poco la tensión del ambiente y la opresión que sentía en el pecho—. Ese saco de arena que estabas golpeando esta mañana… ¿tenía pintada la cara de uno de tus atacantes?


—Algo parecido —dijo él con una media sonrisa. Se sentó a su lado.


—¿Te ayudó?


—No tanto como pegar al tipo en persona.


—¿Caíste peleando? —Paula arqueó las cejas con sorpresa simulada. Conocía la respuesta.


El día de julio que había aparecido en su despacho de repente y ella le había dicho que no estaba disponible para llevarlo a Stranger’s Bay, él le había advertido que nunca se rendía sin luchar. Después lo había demostrando ofreciendo una cantidad que ella no podía rechazar, convenciéndola para que cenara con él y seduciéndola con palabras directas y la sonrisa plateada de sus ojos. Había derrumbado sus defensas antes de que terminase el primer asalto.


Y ahora regresaba para seguir con la lucha, una lucha que implicaba ganadores y perdedores.


—Eso me dicen —dijo él en respuesta a su pregunta—. No lo recuerdo, pero por lo visto uno de ellos también acabó en el hospital.


Paula no consiguió controlar la expresión de horror de su rostro. Alzó la mirada hacia su cabello, más corto. Era extraño no haberse fijado antes en ese detalle.


—¿Te golpearon en la cabeza?


—Y me dejaron inconsciente —confirmó él—, eso puso fin a la pelea.


Ella asintió y tragó saliva. Lo recorrió con la mirada, antes de volver a centrarse en sus ojos.


—¿Recuerdas algo de antes del accidente?


—Todo, hasta que salí de América. Recuerdo algunos momentos de los días que pasé en Melbourne. Una reunión con el Director Ejecutivo de Chaves Holdings. El hotel donde me alojé. Era el Carlisle Grande —dijo Pedro con una sonrisa irónica. Lo había elegido antes de saber nada de Alex Carlisle y la cadena hotelera de su familia: solo sabía que le gustaban las camas y que la atención era impecable.


—¿No recuerdas haber venido aquí, a Stranger’s Bay, ese fin de semana?


—No.


Ella movió la cabeza con escepticismo.


—¿Crees que me lo estoy inventando? —Pedro estrechó los ojos. En la pausa de ella y en su leve encogimiento de hombros, leyó sus dudas. Se puso en pie y se alejó unos pasos.


—Te creo, simplemente me resulta muy difícil imaginarme cómo sería no recordar nada.


Ese comentario le hizo darse la vuelta hacia ella. Estaba sentada muy erguida en la silla, con el impermeable color marfil aún abotonado hasta el cuello. Su cabello era una brillante mancha de color contra las ventanas mojadas por la lluvia. Sus ojos expresaban una mezcla de compasión y duda.


De repente, saber que había pasado un fin de semana entero allí mismo, con ella, lo golpeó como una ráfaga de lluvia. Bien podía ser que le hubiera desabrochado y quitado ese impermeable. Que le hubiera quitado las botas. Que la hubiera besado en todos los lugares que había pensado mientras la tuvo atrapada contra la puerta.


—Te veo ahí sentada —dijo, con voz teñida por la frustración de no saber—, y me cuesta creer que no pueda recordarte.


Ella parpadeó. Un lento movimiento de pestañas oscuras contra las mejillas pálidas.


—Eso debe ser un poco… raro.


—Podría decirse así —Pedro soltó una risa seca.


—¿Cómo has manejado la situación?


Él movió el vino en la copa, preguntándose cómo contestar. 


Cuánto compartir. Pero entonces recordó la compasión de sus ojos y pensó que seguramente ya había compartido mucho más que eso con Paula Chaves.


—Hablé con la gente a la que había visto esa semana. Volví sobre mis pasos. Reconstruí. Maldije un montón.


—Maldecir ayuda a veces.


Pedro la estudió allí sentada, tan correcta y recatada, y se la imaginó maldiciendo con esa voz clara y su acento de escuela privada. La imagen era intrigante. Ella lo intrigaba.


—Tengo una colega, una mentora, que opina que las maldiciones son la sal de nuestro idioma.


—Mac —dijo ella con voz suave.


—¿Te hablé de ella? —la mano de Pedro se tensó sobre el tallo de la copa de vino.


—Sí, pero no hace falta que te preocupes. Ni me contaste los secretos de tu familia, ni yo tuve acceso a información sobre tus pertenencias.


Aunque lo dijo con indiferencia, sonó levemente mordaz. Él se merecía la crítica y ella una disculpa.


—Siento haberte insultado con esa insinuación. No pretendía hacer eso.


—¿En serio? ¿Qué pretendías?


—Descubrir qué había ocurrido con la oferta de compra. Cuando me marché de Melbourne había un trato sobre la mesa. Cuando me desperté, una semana después, había desaparecido.


Vio un destello de culpabilidad y tal vez remordimiento en el rostro de ella, que palideció aún más.


—Contarme lo de tu amnesia desde el principio, habría facilitado mucho la conversación.


—Para ti, sí.


—¿Y para ti?


—Paula, llegué aquí sabiendo esto sobre ti: eres hija de Miriam Chaves, te contraté para enseñarme Stranger’s Bay, estabas comprometida con Alex Carlisle.


—No estaba com…


—Es lo que sabía por tu madre, y toda la gente a quien pregunté encomió su integridad. Pero lo que quiero decir es —siguió, mirándola a los ojos—, que llegué aquí pensando lo peor de ti. Si hubieras sabido que no recordaba nada, ¿cómo podría haber creído lo que me dijeras?


—Y ahora, ¿crees lo que te he dicho?


—Sí.


Ella abrió los ojos con sorpresa y su rostro recuperó algo de color. Parecía casi contenta y Pedro sintió un pinchazo de satisfacción, del tipo que sentía cuando tenía una ganancia inesperada en la Bolsa o triunfaba en una negociación.


—¿Por qué? —preguntó ella.


—¿Quién podría inventarse una historia como ésa?


Sus ojos se encontraron y compartieron el humor seco de la respuesta, en un extraño momento de conexión. Después, la inquietud volvió y borró la sonrisa de Paula. Se puso de pie con un movimiento brusco, distinto a su gracia natural, y él pudo ver, momentáneamente, rodilla, muslo y falda. No fue nada sexual ni descarado, pero la imagen lo desequilibró.


Había visto esa imagen antes. Apareció y desapareció en la oscuridad que debería haber alojado su recuerdo de ese fin de semana.


—Pero esto no cambia nada, ¿verdad?


Pedro alzó la cabeza y la sensación se difuminó, dejándolo sin saber si había recordado o imaginado recordar.


—¿El qué? —preguntó arrugando la frente.


—Tu amnesia, el que me haya enterado de tu accidente, no cambia nada —dijo ella.


—¿Ni siquiera tu percepción de por qué perdí la compra del complejo?


Los ojos de Paula se nublaron con una emoción que Pedro odiaba. Lástima. Simpatía. Compasión. Fuera lo que fuera, la había visto demasiado a menudo en las últimas diez semanas.


—Una cosa no ha cambiado. Sigo queriendo The Palisades. Y tras oír por qué perdí, lo quiero aún más.


—Lo siento —dijo ella con voz cansada—. Es demasiado tarde. ¿No lo ves? Hay un acuerdo con Alex, el contrato ya ha sido redactado.


—Pero no se firmará hasta que te cases con Carlisle —hizo una pausa. Movió la copa y el vino se movió en círculos, mientras esa idea enraizaba en su cabeza—. ¿Qué ocurrirá con la venta de The Palisades si no se celebra el matrimonio?


—Eso no va a ocurrir —afirmó ella—. Alex es un hombre de mundo. No va a renunciar al trato, por más que hagas o digas. Tu amenaza de exponer nuestra aventura, no le hará cambiar de opinión.


—Sin embargo has venido aquí, imagino que para impedir que lo hiciera.


—He venido a descubrir qué ocurría y por qué habías vuelto. Alex sabe que no estábamos comprometidos ese fin de semana, sabe que no le mentí ni le fui infiel, así que no cambiará de opinión sobre casarse conmigo.


—¿Y si eres tú quien cambia de opinión?


—¿Estás sugiriendo que rompa el compromiso?


—No hablamos de un matrimonio por amor, Paula. Es un contrato mercantil. No eres más que un instrumento de trueque de alto precio.


El rostro de ella se ensombreció un instante, pero luego sus ojos chispearon con vehemencia y alzó la barbilla.


—Tal vez no me haya explicado bien antes, me has malinterpretado. Sé que es una alianza inhabitual, sellada y atada como un contrato empresarial, pero no ha habido coacción. Quiero casarme con Alex. Esta unión me dará cuanto necesito. Un esposo a quien respeto y admiro, hijos, y las ventajas que ser una Carlisle otorgará a mi empresa.


Se levantó y se enderezó.


—Lo siento Pedro, de veras. Pero no hay nada que yo ni nadie pueda hacer para cambiar lo sucedido. Tengo que irme ya, o perderé el vuelo. Pero cuando regrese a la civilización hablaré con Alex. Es un hombre justo. Tal vez reconsidere esa parte del contrato.


—Antes has dicho que él no daría marcha atrás —estrechó los ojos.


—No creo que lo haga, pero me ofrezco a intentarlo. Es cuanto puedo hacer, aparte de sugerirte algunas otras propiedades que servirían a tus propósitos igual que The Palisades.


—No me interesa otra propiedad. He venido a comprar ésta.


—Entonces, todo depende de Alex.



CAPITULO 5: (QUINTA HISTORIA)




Desde que había abierto la puerta, Paula se había sentido en desventaja. Todo, desde el albornoz mal abrochado, al brillo burlón de sus ojos y a la sugerencia de que se metieran desnudos en el jacuzzi, le traía recuerdos que no deseaba. 


Estar en el chalé empeoraba las cosas. No podía concentrarse teniendo a la vista todos los lugares donde se habían besado, acariciado y desnudado.


Se había obligado a mantener los ojos clavados en su rostro, y la conversación la había ayudado a no pensar.


Hasta ese momento.


Cuando se acercó, ella fue muy consciente de la poca ropa que él llevaba encima y de lo expuesta que se sentía. El corazón golpeteó contra sus costillas. No sabía qué quería él, por qué se había puesto en pie ni por qué había mirado con tanta atención su…


—¿Por qué no llevas anillo?


Paula abrió la boca, no encontró respuesta y volvió a cerrarla. Él agarró su mano izquierda.


—¿No es eso lo habitual cuando uno está comprometido para casarse? ¿Lucir un diamante en este dedo?


Acarició su anular con la yema del pulgar. Fue un roce leve, pero estaba tan cerca de ella que captó el calor masculino de su piel y su cuerpo se estremeció con recuerdos mucho menos inocentes. Se ruborizó levemente.


—No tengo anillo de compromiso.


—¿Carlisle no te ha comprado un diamante? ¿Qué te ha dado entonces? ¿Un paquete de acciones? ¿Capital para expandirte? ¿Un acuerdo de exclusividad para utilizar los servicios de tu empresa en su cadena hotelera?


Su voz sonó suave y burlona, pero no dejó de mirarla ni un segundo. Ella se recordó que había ido hasta allí para decirle la verdad. Para explicar por qué no podía darle lo que pedía. Aunque sentía un cosquilleo en el estómago, tenía que intentarlo.


—Me ofreció ayuda para rescatar mi negocio.


—¿Tienes problemas financieros?


Paula liberó su mano, pero la calidez del contacto siguió cosquilleando en su piel. Eso la avergonzaba tanto como admitir los problemas de su empresa. Sabía que se había ruborizado.


—Me expandí demasiado rápido, tenía ideas grandiosas y quería demostrar que podía triunfar sola. Pedí un préstamo poco ventajoso y, sí, me resulta muy difícil solventar la deuda.


—Eso me parece difícil de creer. Eres una Chaves. Tus padres…


—No quería su ayuda —interrumpió ella—. No quería utilizar dinero de mi padre. De eso se trataba. Ya sabes por qué.


Ella le había contado la vida secreta de su padre y por qué había abandonado el negocio familiar para montar su propia empresa, pero la expresión de él le hizo pensar que era otra de las cosas que había olvidado de aquel fin de semana.


—¿Aceptar la ayuda de tus padres es distinto a aceptar la de tu futuro marido?


—Sí —dijo ella con fiereza—, desde luego. Esto es un trato entre dos partes.


—¿Qué recibe Carlisle a cambio?


—A mí.


Sus miradas se encontraron. Algo chispeó en los ojos de Pedro, un atisbo de ira o negación que ocultó rápidamente. Se echó hacia atrás y la estudió con obvia desaprobación.


—Así que se ha comprado una esposa. Una Chaves de sangre azul con las mejores credenciales, y un complejo vacacional por añadidura.


El dardo hizo diana, pero Paula no pestañeó. Sabía qué clase de contrato matrimonial había aceptado. Entendía los términos, había pasado una semana diseccionándolos antes de llegar a una decisión. Alzó la barbilla.


—Alex cree que es un trato muy ventajoso.


—Pero no lo sabe todo sobre ti, ¿verdad?


—No sé a qué te refieres.


—Sí lo sabes —su voz sedosa desentonaba con su mirada acerada—. ¿Qué opina Alex de que su esposa se acueste con los clientes?


—Puede que su esposa haya hecho malas elecciones en el pasado, pero fue antes de hacer votos de fidelidad. Cuando se entregue a un hombre, no lo engañará. Sabe bien el daño que eso causa a todos los implicados.


—¿Has hecho muchas malas elecciones como ésa?


—Solo recuerdo una.


—No puede haber sido todo malo —dijo él. Sus miradas se enfrentaron un segundo. Ella no podía mentir, pero no se le ocurría una respuesta. Ni siquiera sabía si estaba consiguiendo que sus ojos no reflejaran la verdad que ocultaba en el pecho.


«Recuerdos. No son más que recuerdos engañosos», se dijo, antes de hablar.


—No. No todo fue malo. Aprendí varias lecciones valiosas sobre las decisiones precipitadas: que me va mejor cuando me dejo guiar por mi naturaleza cautelosa. Y que debo
pensar en las consecuencias finales de mis actos. Aprendí a preguntarme «¿Por qué me desea este hombre?» Y a responder honestamente.


—¿No crees que podría haberte deseado a ti, sin más? —una llama chispeó en sus ojos plateados.


—Me deseabas, y te aseguraste de conseguirme. Pero no desvelaste tus verdaderos motivos hasta después de tenerme.


Los labios de él se tensaron y un músculo se movió en su mejilla. Durante una fracción de segundo, ella creyó ver un destello de arrepentimiento en sus ojos. Entonces él se dio la vuelta y fue hacia la cocina. Había dado media docena de pasos cuando giró en redondo.


Su expresión volvía ser inescrutable, pero sus angulosos pómulos y su boca recta le daban un aire peligroso y duro. 


Ella se puso en estado de alerta nuevamente.


—No has mencionado esto —señaló a su alrededor con la mano—. ¿Cómo encaja en la fusión Carlisle-Chaves?


—No entraba al principio, no hasta que Alex se declaró.


—¿Y cuándo fue eso?


Paula apretó los labios y calló el «No es asunto tuyo», que pugnaba por salir de su boca. Quería datos y se los daría. 


Tal vez entonces comprendería la imposibilidad de lo que buscaba.


—A finales de julio, después de nuestro fin de semana. Estaba un poco… furiosa por esa experiencia.


—¿Pero fuiste receptiva a una fría declaración, equivalente a un contrato empresarial?


—Fui receptiva a la honestidad —contestó ella. La alegró ver un destello de irritación en sus ojos; se merecía un golpe bajo, él ya había dado bastantes—. Sopesé los pros y los contras. Hablé con mi madre y, de paso, le conté lo que había ocurrido entre nosotros. Decir que no la hizo feliz sería un eufemismo.


—¿Tu madre es quien da la aprobación a tus amantes?


—No le gustó que me hubieras utilizado para que ella recomendara tu puja. Retiró su aprobación.


—Ella solo es un miembro de esa junta directiva —la miró con dureza—. ¿Estás diciendo que todos los demás estuvieron de acuerdo?


—No de inmediato, pero como viuda de Edgard Chaves, su opinión tiene mucho peso. Arguyó en contra de tu falta de escrúpulos de negocios; la escucharon pero querían vender. Así que mi madre pidió que le concedieran una semana para encontrar a otro comprador.


—Entonces encontró a Carlisle y añadió una cláusula al contrato matrimonial: «Tendrás a mi hija solo si mejoras la oferta que tenemos por The Palisades» —soltó una risa ronca y dura—. Y ahí entraste tú, que conocías perfectamente mi puja.


—No —objetó Susannah con vehemencia—. Yo no tuve nada que ver.


—¿Estás diciéndome que todo lo arreglaron tu madre y Carlisle? ¿Sin tu conocimiento?


—Acepté el contrato matrimonial. Acepté todas las cláusulas, incluyendo la de The Palisades. No quería que te quedaras con este lugar. No quería volver a verte nunca —vio una objeción en los ojos de él y se apresuró a seguir—. Pero no desvelé nada respecto a tu puja. ¿Cómo iba a saber qué divulgar, por Dios santo? ¿Crees que te leo el pensamiento, o que murmuraste cifras millonarias mientras dormías, o que miré tus archivos?


Paula calló y sus ojos se ensancharon al ver su expresión pétrea. Sí que lo creía. Movió la cabeza y dejó escapar una risa incrédula.


—¿Cómo crees que podría haberlo hecho? Pasamos todo el tiempo aquí… —señaló a su alrededor con el brazo—… en el chalé que había reservado yo. ¿Acaso crees que después de agotarte en el dormitorio, saqué la llave de tu habitación del bolsillo y bajé por el acantilado en plena noche para espiar en tu ordenador portátil?


Él arrugó la frente con consternación, pero Paula ya no quería diseccionar qué pensaba, sentía o simulaba no sentir. 


Siempre se había enorgullecido de su habilidad para contener sus emociones, para presentar sus argumentos con lógica y claridad. Sin embargo, en ese momento sentía ira y decepción.


Cuando él había dicho que no todo podía haber sido malo, se había permitido recordar fugazmente lo bueno. Lo estimulantes que habían sido sus conversaciones, tanto si eran en tono de broma como de debate. El placer de pasear a su lado, de la mano. El placer más complejo de sentir su cuerpo unido al de ella, trasportándola a lugares y sentimientos hasta entonces desconocidos.


Había creído que lo ocurrido después, las consecuencias, el que no contestara a sus llamadas había destruido los buenos recuerdos, pero no era así. Algunos seguían vivos, y él los había aprovechado para lanzarle esas insultantes acusaciones. En ese momento se sentía enfadada, amargada y profundamente decepcionada con él y con su propio mal juicio. Tomó aire para decir lo que quedaba por decir.


—Estaba a punto de contarte por qué accedí a añadir The Palisades al contrato matrimonial, pero me ahorraré el aliento. Es obvio que no recuerdas nada de mi carácter, de
mi pasado, ni de lo que compartimos ese fin de semana. Empiezo a preguntarme si me recuerdas en absoluto.


De repente, sintió frío y un intenso cansancio. Quería un hogar y la seguridad de la vida que había elegido, sensata, agradable y ordenada. Rodeó la mesa del comedor y fue hacia la puerta.


Él la llamó, pero siguió andando. Cuando oyó sus pasos en el suelo, fue más rápido. Con dedos temblorosos, abrió la puerta. Pero una enorme mano se apoyó en la jamba y volvió a cerrarla.


Ella miró su pulgar, mientras su corazón se aceleraba y su cuerpo captaba la familiar calidez de él a su espalda. 


Demasiado cerca, demasiado familiar. La cólera se desató en su interior.


—Déjame salir —masculló. Apretó los dientes.


—Aún no —su voz sonó grave y conciliadora. Ella sintió su aliento en la mejilla.


La traicionera respuesta de su cuerpo incrementó aún más su ira. Se negaba a que la convenciera con falsas disculpas.


—Tienes tres segundos antes de que me ponga a gritar como una loca. Aunque lo hayas olvidado todo, al menos recordarás la potencia de uno de mis gritos —cerró los ojos y empezó a contar. Él empezó a hablar cuando iba por el dos.


—No lo recuerdo, Paula. No te recuerdo a ti, no recuerdo tu grito, no recuerdo nada.