martes, 9 de agosto de 2016

CAPITULO 29: (SEGUNDA HISTORIA)





Qué mal momento.


Pedro había recibido instrucciones de Code Landon para dejar caer que todos los empleados estaban siendo investigados, esperando que el culpable se pusiera nervioso y cometiera un error. Estaba seguro de que todos los accidentes eran obra de alguien que trabajaba en la empresa. Pero necesitaba una pista, algo para encontrar al culpable.


Le costó trabajo convencer a Paula, pero al fin lo había conseguido.


Por eso hablaron en voz alta en la zona de recepción, dejando caer el nombre de la agencia Landon varias veces y comentando detalles sobre el sistema de seguridad de la cadena.


Pedro no había esperado que la trampa funcionase tan pronto. Así que, en lugar de pasar el resto del fin de semana en Florida con su familia, viendo a su mujer mezclarse con su madre y sus hermanos y disfrutando de su compañía dentro y fuera de la cama, tenían que volver a toda prisa a Los Ángeles.


—Alguien se ha asustado —murmuró, tomando a Paula del brazo para llevarla hacia los ascensores del cuartel general de Chaves. Era domingo, de modo que las oficinas estaban desiertas.


Antes del viaje le había pedido a Landon que instalase un nuevo sistema de alarma en su despacho. Nadie lo sabía salvo Paula y él mismo.


Pero en cuanto sonó la alarma, el asaltante había desaparecido.


—Ha sido alguien que conocía bien estas oficinas —dijo Pedro—. Y quien fuera, sabía lo que hacía. Sabía a qué hora pasaba el guarda de seguridad por aquí y a qué hora cambiaba el turno…


Paula asintió, su estoica expresión escondiendo una evidente preocupación.


—He trabajado con esta gente durante años. Conozco a sus familias, a sus hijos…


—Sólo media docena de ejecutivos tienen la llave de las oficinas de la planta principal, ¿no?


—Y Ally. Ella también tiene llave —suspiró Paula—. Pero es tan difícil de creer.


—Porque te cuesta ver lo peor de la gente. Salvo de mí, claro —dijo Pedro—. Sobre mí creerías cualquier barbaridad.


—Mi padre me dijo una vez: «la primera impresión es la que cuenta. Puede ser tu última oportunidad».


Nicolas Chaves le había dicho algo parecido el día que fue a verlo, antes del infarto, pensó Pedro.


—¿Estás diciendo que el día que nos conocimos no te llevaste una buena impresión? Porque yo lo recuerdo de otra manera, cariño.


—Sí, bueno, admito que me pareciste muy atractivo. Fuiste la distracción que necesitaba para olvidar a Jeremias. Pero eso no habría pasado nunca de haber sabido quién eras.


—¿Estás segura?


Paula asintió con la cabeza.


—Sí.


—Un día te diré cuál fue mi primera impresión al verte.


—Me lo imagino. Una chica solitaria con el corazón roto… esperando como una tonta para darte información importante sobre la compañía que tú pensabas comprar y más que dispuesta a subirse al expreso Alfonso. Desde luego, me engañaste bien.


—¿El expreso Alfonso? —repitió él—. ¿Ahora soy un tren?


Paula puso los ojos en blanco y, riendo, Pedro tomó su mano mientras salían del ascensor. Antes de entrar en el despacho, marcó el código de seguridad para desconectar la alarma.


Una vez dentro, Paula miró por todas partes pero no encontró nada raro.


—Quien quiera que fuera, no se llevó nada. Aunque tampoco había nada que llevarse, claro —dijo, suspirando—. ¿Cómo podemos detener a esa persona antes de que cause más problemas?


Pedro la tomó por la cintura, apoyando la cabeza en su pelo. 


Aquello no era fácil para Paula. Habría querido protegerla, mantenerla a salvo, pero entendía su angustia. La cadena de hoteles Chaves era la herencia de su padre, el recuerdo de Nicolas Chaves.


—Puedes darme una lista de todos los que tienen llave y empezaremos a trabajar por ahí.


—Esto es horrible…


—Ya lo sé, cariño —murmuro él—. Pero al menos hemos sacado algo bueno: que puedes subirte al expreso Alfonso cuando quieras.


Paula tuvo que sonreír.


Pedro empujó su cabeza para ponerla sobre su hombro y se quedaron así un rato. Quería protegerla, ése era su mayor deseo. Y le sorprendió que ese pensamiento le encogiera el corazón.




CAPITULO 28: (SEGUNDA HISTORIA)





La fiesta de cumpleaños de Raquel no fue lo que Paula esperaba. Estaba sentada bajo una enorme sombrilla en la playa de Fort DeSoto, mirando la costa del golfo de México con su suegra, la mejor amiga de su suegra, Larissa, y su hija, Serena. Los hijos de Larissa jugaban al fútbol en la arena con Pedro, Valentin y Agustin.


Raquel la miraba con expresión soñadora.


—Creo que haces feliz a mi hijo, Paula.


Ella apartó la mirada, nerviosa. Sabía que no lo hacía feliz, pero no podía explicarle la verdadera situación a aquella mujer tan confiada.


—Nuestra relación es… muy compleja.


—El amor siempre lo es.


Paula miró a Raquel asintiendo con la cabeza. Pero no estaba segura de si quería el amor de Pedro o si él era capaz de sentir esa emoción por alguien que no fuera de su familia.


Esa noche cenaron en el Museo Dalí del puerto de Bayboro. 


Para sorpresa de Raquel, una docena de amigos se apuntaron a la celebración. Y, después de cenar, el director del museo les mostró los cuadros del pintor surrealista.
Todo el mundo iba vestido para la ocasión, los hombres con esmoquin, las mujeres con vestidos de noche. 


Afortunadamente, Paula había decidido llevar algo elegante en la maleta: un vestido de encaje blanco con escote halter. 


Pero también llevaba unas sandalias con tacón de cinco centímetros que le estuvieron destrozando los pies durante toda la noche. En fin, sólo le quedaban unas semanas para lucirse. A partir de entonces, tendría que empezar a comprar vestidos premamá.


La madre de Pedro lo estaba pasando divinamente y Paula notó un nuevo brillo en sus ojos mientras la presentaba a sus amigos como el nuevo miembro de la familia. Y, sobre todo, cuando le contaba a todo el mundo que iba a ser abuela. 


Paula no sabía qué pensar.


Todo era tan extraño. Supuestamente, ella era una Alfonso ahora, cuando los Alfonso y los Chaves habían sido enemigos acérrimos.


—A mi madre le ha encantado tu regalo —le dijo Pedro al oído—. Ha sido un detalle.


—Es una de mis fotografías favoritas. Esperaba que le gustase.


Meses antes, mientras viajaba por Europa, Paula había hecho una fotografía de la Torre Eiffel desde el tercer piso de un edificio antiguo, capturando la vista desde una de las ventanas. La escena era un contraste entre lo humilde y lo opulento de la ciudad francesa, iluminada por la luz de la luna.


Se sentía orgullosa de esa fotografía y había esperado que a Raquel le gustase también.


—A mi madre le encanta el arte. Pero esa fotografía será un tesoro para ella porque es preciosa y porque la has hecho tú.


Paula sonrió.


—Gracias.


En ese momento sonó el móvil de Pedro y él, haciendo un gesto de disculpa, se apartó un poco.


Cuando volvió a su lado, estaba muy serio.


—¿Cómo estás?


—Bien, bien —contestó ella, un poco confusa—. Es una fiesta muy bonita…


—Ha habido otro problema en uno de tus hoteles. Deberíamos volver a Los Ángeles mañana a primera hora.


Paula lo miró, alarmada. Habían planeado quedarse en Florida todo el fin de semana y volver a casa el lunes. 


Raquel decía que no veía nunca a sus hijos y era una queja que Paula podía entender.


—¿Qué clase de problema?


—Alguien entró anoche en tu despacho.


Paula cerró los ojos un momento y asintió con la cabeza. La traición de uno de sus empleados, uno de los empleados de su padre, se le clavaba en el corazón como un puñal.


—Eso significa que nuestro plan ha funcionado.





CAPITULO 27: (SEGUNDA HISTORIA)





Paula se apoyó en la puerta, pensativa.


—Es una mujer encantadora.


—¿Y eso te sorprende?


—Sí, un poco.


—¿Por qué? Yo no nací por generación espontánea, cariño —rió Pedro, acercándose a ella mientras se desabrochaba el cinturón.


—Pedro… —dijo Paula, con tono de advertencia.


—Me gusta más cuando me llamas Alfonso.


—Ese no es tu nombre.


—Lo es cuando tú lo dices.


Ella tragó saliva.


—Estamos en casa de tu madre.


Pedro puso una mano a cada lado de la puerta, atrapándola.


—Mi madre duerme profundamente. Y está muy lejos de aquí, no oirá tus gemidos.


Paula apretó los labios. No podía negarlo. Pedro sabía cómo hacerla gemir, incluso gritar de placer cada vez que hacían el amor.


—Háblame de tu padre —dijo, desesperada.


—No.


—Quiero saber…


—Ahora no es el momento —la interrumpió él, besándola en el cuello. Y a Paula se le doblaron las rodillas.


Puso una mano en su torso para apartarlo. Gran error. Sus músculos tan duros, su piel…


—Por favor —insistió—. Dices que quieres ganarte mi confianza, ¿no? Pues háblame de él. Cuéntame algo de tu vida.


—Seguirías sin confiar en mí, cariño.


—Quizá, pero me ayudaría a entenderte un poco mejor.


Pedro la miró durante unos segundos. Había un brillo en sus ojos, como si estuviera recordando algo muy doloroso.


—Mi madre te dirá que mi padre fue un héroe. Te dirá que está orgullosa de él… y no te dirá nada más. Pero la verdad es que yo soy el responsable de la muerte de mi padre. Le quité la vida como si le hubiera pegado un tiro en la cabeza.


—¿Qué dices, Pedro? —exclamó Paula, alarmada.


Mientras se lo contaba, su corazón se encogió por el niño de diez años que, entusiasmado con un guante de béisbol nuevo, no se fijó en el camión que bajaba por la calle
a toda velocidad ni oyó los gritos de su padre. Pedro admitió que no estaría vivo hoy si su padre no lo hubiera apartado del paso de ese camión. Juan Alfonso murió instantáneamente.


—Aún oigo el ruido del impacto, el chirrido de los frenos y mis gritos…


Paula se acercó a él, apenada. Era un recuerdo terrible. 


Sólo podía imaginar la angustia que habría sentido.


—No fue culpa tuya, Pedro.


—No puedes decir nada que borre mi pena, Paula. Tú querías saberlo y te lo he contado. Eso es todo.


—¿No habrías hecho tú lo mismo? Dime que tú no darías tu vida por la de tu hijo.


Pedro cerró los ojos.


—La vida de mi madre jamás volvió a ser la misma. Tuvo que trabajar y trabajar para sacarnos adelante. Mis hermanos sufrieron también…


—Sí, me imagino que debió ser horrible para todos. Pero eso es lo que hacen los padres, Pedro —murmuró Paula, tomando sus manos para ponerlas sobre su abdomen—. Tienen que proteger a sus hijos. Tú has conseguido tener éxito en la vida y supongo que has ayudado a tu madre…


—Claro. Ahora es feliz —suspiró él—. Por su nieto.


Paula empezaba a entenderlo. Entendía esa obsesión por triunfar, por adquirir más hoteles. Incluso entendía que la hubiera sometido a un chantaje para casarse con ella.


—Me alegro de que me lo hayas contado.


—Yo también me alegro.


La sonrisa de Paula desapareció cuando Pedro buscó sus labios. Cayó sobre él, mareada por el dulce aroma del deseo, intentando apartar de su cabeza todas las dudas.


Lo había acusado muchas veces de ser el causante de la muerte de su padre. ¿Y si estaba equivocada? ¿Y si había incrementado su sentimiento de culpa diciéndole eso? De repente, la ternura que sentía por aquel nuevo Pedro la abrumó y Paula decidió olvidar sus inseguridades.


Aquella noche le haría el amor a su marido sin reservas, sin miedos, sin dudas.


Ya habría tiempo para eso.


Al día siguiente.