jueves, 21 de julio de 2016

CAPITULO 3 : (PRIMERA HISTORIA)





¿Hacer las paces?


Paula miró Pedro y cerró los ojos.


—¿Cómo que hasta el lunes?


Pedro apretó los labios y no contestó. Paula se giró hacia la puerta y comprobó que estaba cerrada con llave. ¡Tomas los había encerrado en el restaurante!


—¡Tomas! ¡Tomas! —lo llamó.


No obtuvo respuesta.


Pedro suspiró exasperado.


—Se ha ido —declaró.


—Pero volverá —contestó Paula esperanzada—. Seguro que todo esto es una broma.


—A mí no me lo parece.


—Juliana no permitiría que nos dejara aquí.


—¿Y qué te hace pensar que ella lo sabe?


—Bueno… eh…


Buena pregunta.


—No creo que se lo diga —dijo Pedro.


—Pero es su esposa —protestó Paula—. Están casados y se supone que, cuando te casas, no le puedes mentir a tu cónyuge, ¿no?


Pedro se acercó también a la puerta, suspiró, sacudió la cabeza en actitud compasiva y le habló en voz baja.


—Pau, Pau, Pau…


—Te he dicho que no me llames así.


—Mi hermano cree que está salvando a su esposa.


—Por tu culpa.


—¿Cómo que por mi culpa?


—Juliana está disgustada porque no paras de hacerme la vida imposible, porque no paras de minar mis indicaciones.


—Te recuerdo que tengo derecho de veto.


—Sí, ya lo he visto. Sobre el color de la tarima, sobre los revestimientos y ahora sobre las dimensiones del botellero.


Si Pedro le hubiera permitido hacer su trabajo, no estarían en aquella situación. Paula era una mujer con la que era fácil llevarse bien.


—Sobre lo que a mí me dé la gana —contestó Pedro.


—Te estás pasando.


—No me has dejado más remedio. Me amenazaste con llevarme a la quiebra.


—Eso no es cierto —protestó Paula cruzándose de brazos—. Soy una profesional.


—Me dijiste literalmente: «Hemos firmado un contrato de tres millones y medio de dólares y tengo intención de gastarme hasta el último centavo».


Paula se revolvió incómoda.


—Eso lo dije porque estaba disgustada —admitió.


Desde luego, no había sido muy profesional por su parte, pero Pedro la sacaba de quicio.


—De buenas, todos somos muy profesionales. Se sabe cuándo una persona es profesional cuando las cosas van mal.


—A mí me parece que las cosas iban mal. Tu hermano y tú nos habíais mentido, estabais conspirando contra nosotras, nos habíais ocultado vuestras identidades…


—Tomas estaba en una misión.


—Sí, y también se estaba acostando con Juliana.


—Ella parece haberlo perdonado.


—Merecía que lo perdonara.


—¿Y yo, no?


—Tú sigues siendo un problema, Pedro.


—Pues ahora estás encerrada en el restaurante con el problema, Pau.


—Paula.


Pedro sonrió.


—Bueno, ya seguiremos discutiendo cuando hayamos salido de aquí.


—Buena idea —contestó Paula—. ¿Tienes la llave maestra?


—No creo que sirva para esta cerradura.


—Pero si es la llave maestra.


—Sí, pero esta puerta y esta cerradura son antiguas y únicas. Hace años que no cerramos el restaurante con llave.


—¿Y si la rompemos? —dijo Paula.


—Es de roble macizo y, además, ¿no me habías dicho que la puerta era el eje central de la sala o algo así?


—Efectivamente.


Sería una pena romper una puerta así, pero Paula estaba empezando a sentir claustrofobia. No era porque la sala fuera pequeña. De hecho, era enorme. El problema era que Pedro estaba demasiado cerca.


De repente, a Paula se le ocurrió una idea.


—Hay una puerta en la cocina —anunció cruzando el salón.


—Sí, pero está inutilizada porque han puesto la cámara frigorífica —contestó Pedro a sus espaldas.


—Vamos a ver.


—Pierdes el tiempo —insistió Pedro siguiéndola.


—Pesimista.


—Realista.


—Aguafiestas —declaró Paula al ver que, efectivamente, una inmensa cámara frigorífica imposible de mover bloqueaba la salida—. Estoy segura de que Juliana no tardará en subir.


—¿Tú crees?


—Sí, en cuanto se dé cuenta de que no estamos.


—A lo mejor no se da cuenta. Dicen que, cuando os casáis, las mujeres sólo tenéis ojos para vuestros maridos.


—No es mi caso —contestó Paula.


—No me sorprende.


Paula intentó mover la cámara frigorífica.


—No pienso quedarme aquí hasta el lunes. Tengo muchas cosas que hacer.


—¿Y te crees que yo no?


—Pues no lo sé, pero, por tu actitud, no lo parece —contestó Paula empujando con más fuerza.


—Pau…


—Que no me llames así.


—Pesa una tonelada.


—Enclenque.


—No, no soy enclenque —contestó Pedro sacando la garantía de la cámara de uno de los cajones—. Aquí lo dice. Pesa exactamente una tonelada. A veces, hay que aceptar la derrota.


—Me pregunto cómo has llegado a ser millonario con esa actitud.


—Y yo me pregunto cómo consigues que no se te vayan los clientes.


—Yo soy una persona de lo más razonable.


—Pero si estás intentando mover una cámara frigorífica de una tonelada…


Aquello hizo sonreír a Paula.


—¿Y qué?


—No es muy razonable por tu parte, ¿no?


—¿Tú crees que estamos atrapados?


—Sí, completamente.


—¿Tú y yo aquí toda la noche? —exclamó Paula presa del pánico.


No, no podía ser. ¡Pedro y ella toda la noche juntos!


—¡Tenemos que salir de aquí!


Desde luego que tenían que salir de allí.


Pedro tenía un montón de trabajo y, además, Tomas estaba a punto de recibir una llamada de Ray Yamamoto, pero lo peor era que estar cerca de Paula era peligroso. Treinta y seis horas a su lado. Podría ocurrir cualquier cosa, estaba fantástica con aquel vestido morado tan apretado.


No era la primera vez que Pedro se sentía atraído por ella. 


Paula Chaves era una mujer inteligente, alegre, una mujer que lo hacía pensar, sentir y anhelar.


Pasar la noche con ella, los dos solos, era una locura, un suicidio.


—Voy a ver si encuentro las herramientas de los obreros —declaró.


—¿Para qué?


—Para ver si puedo sacar la puerta de las bisagras.


—Buena idea.


—Vaya, ¿un cumplido?


—Que no se te suba a la cabeza.


Pedro chasqueó con la lengua y volvió al salón. Una vez allí, miró por todas partes en busca de las herramientas. Sabía que los obreros solían recogerlas para el fin de semana, pero tenía la esperanza de que hubieran dejado alguna.


—¿Ha habido suerte? —le preguntó Paula desde la cocina.


Se había quitado los zapatos y a Pedro le pareció de lo más sensual verla descalza. Además, se le habían salido varios mechones de pelo del recogido que llevaba, lo que le confería un aire de lo más sexy.


—De momento, no —contestó Pedro.


—¿Por qué se le habrá ocurrido a tu hermano hacer esto?


—Para proteger a Juliana —contestó Pedro.


Estaba intentando cubrir a su hermano, pero lo cierto era que lo que había hecho no tenía perdón.


—No tiene que proteger a Juliana de mí. Soy su socia y su amiga. Incluso fui su madrina de boda.


—Tu relación con ella no es problema. El problema es cómo nos llevamos tú y yo. Ése es el problema. Nuestra relación.


—Entre tú y yo no hay ninguna relación —contestó Paula acercándose.


—Juliana está harta de que nos peleemos. Ponte los zapatos.


—No puedo. Tengo los pies hinchados y no me entran.


—Pues, entonces, siéntate —le indicó Pedro ofreciéndole una silla junto al ventanal—. Lo último que nos hace falta es que te cortes o algo.


—El perfecto caballero.


Pedro colocó otra silla y una mesa.


—Efectivamente.


Paula cruzó la estancia y se sentó. A Pedro le sorprendió y le agradó que, por fin, hiciera algo de lo que le pedía.


—¿Has encontrado algo que nos sirva?


—Nada. Nadie se ha olvidado el destornillador.


—¿Y no podríamos romper la puerta?


—¿De verdad quieres romperla?


—No —suspiró Paula—. Es una puerta preciosa.


Los dos permanecieron en silencio un rato.


—¿Tú crees que la cosa estaba tan mal entre nosotros como para merecernos esto? —preguntó Paula


—Mi hermano ha exagerado.


—A lo mejor se da cuenta y vuelve dentro de un rato.


—A lo mejor —contestó Pedro aunque no lo creía así.


—Genial. ¿Qué hacemos mientras esperamos? —preguntó Paula mucho más tranquila.


—¿Tienes hambre? —le preguntó Pedro.


Paula lo miró confusa.


—Te recuerdo que estamos en un restaurante.


—¿La cocina funcionará?


—Sí, yo creo que sí —contestó Pedro poniéndose en pie.


A lo mejor, estaba equivocado y en un par de horas su hermano acudía a liberarlos. Hasta entonces, era absurdo pasar hambre.


—¿Y tú sabes utilizar esa cocina? Parece muy complicada —objetó Paula.


—Si tienes hambre, te preparo algo.


—¿De verdad?


—No, te estoy tomando el pelo.


—No me extrañaría.


—Venga, te llevo en brazos —contestó Pedro acercándose.


—No, gracias.


—Mira, Pau, ya tenemos bastantes problemas. No quiero que te claves un clavo en la planta del pie.


—¿Un clavo? —se asustó Paula.


—Estamos en una obra —le recordó Pedro.


—En ese caso, está bien —cedió Paula dejando que Pedro la tomara en brazos.


Al cabo de un par de segundos, se relajó y se apoyó en su pecho. Pedro sentía sus dedos en la nuca, su trasero en la tripa, y su piel era cálida.


—¿Puedo hacer un comentario obsceno? —bromeó Paula.


—No a no ser que te quieras encontrar en una postura obscena en un abrir y cerrar de ojos.


Paula bajó la mirada y permaneció callada y Pedro se dio cuenta de que, cuando la hacía sentirse sexy, se recataba.


No debía olvidarlo.


CAPITULO 2 : (PRIMERA HISTORIA)






—¡Agárralo, Pau! —gritó Juliana mientras Eliana tiraba su ramo de novia en la pista de baile del hotel.


Paula hizo una mueca de disgusto al comprobar que el ramo de novia iba directamente hacia ella. Inmediatamente, intentó pasar inadvertida entre las demás mujeres, diciéndose que, cuando tuviera oportunidad de hablar a solas con Juliana, no debía olvidar decirle que, por favor, no llamara más de lo estrictamente necesario la atención sobre su estatus de mujer soltera.


Pau observó cómo el delicado ramo de rosas color crema y orquídeas blancas describía un amplio arco y pasaba de largo sobre el grupo de mujeres que tenía delante.


Desde luego, Eliana lo había lanzado con fuerza.


Pau dio otro paso atrás y, luego, otro y otro. Las mujeres que tenía delante estiraron los brazos todo lo que pudieron. Incluso algunas consiguieron rozar con las yemas de los dedos el lazo del ramo, que pasó volando sobre sus cabezas.


Pau se quedó mirando el ramo con los ojos muy abiertos. 


Aunque se había esforzado en esquivarlo, el enorme ramo iba directamente hacia ella. De hecho, la golpeó en el pecho y Paula no tuvo más remedio que agarrarlo.


—¡Muy bien! —exclamó Juliana acercándose a ella.


—Gracias —contestó Paula.


—Ahora lo único que nos queda es encontrar a un hombre para ti.


Paula se puso el ramo en una mano y lo medio escondió detrás del muslo pues tenía la incómoda sensación de que todo el mundo la estaba mirando. Era como si alguien le hubiera puesto en la frente un cartel en el que se leyera «pringada».


Pau no tenía ningún interés especial en casarse. No era ella la que tenía aquella idea de sí misma, pero los demás parecían tenerla porque, en general, una chica de veintisiete años iba camino de convertirse en solterona si no tenía pareja, como era su caso.


—Veamos —insistió Juliana mirando a su alrededor—. No demasiado alto… mmm… con buena proyección profesional, con paciencia y que tenga sentido del humor porque tú, desde luego, eres algo… —añadió callando de repente.


—¿Algo qué? —dijo Paula mirando a su amiga y socia.


Juliana no contestó.


—¿Me estás queriendo decir que soy una cascarrabias?


—No, sólo un poco… bueno, tienes la habilidad de poner a prueba la paciencia de los demás.


—¿Ah, si?


En aquel momento, los hombres invitados a la ceremonia se alinearon pues el novio iba a proceder a lanzar el liguero de la novia.


—Ven, vamos a ver —dijo Juliana agarrando a Pau del brazo.


Paula agradeció inmensamente dejar de ser el centro de atención y pensó que, con un poco de suerte, podría abandonar el ramo de novia en cualquier mesa.


—Yo no creo que sea así.


—Estaba pensando en Pedro —contestó Juliana.


Paula puso los ojos en blanco. Juliana y ella llevaban tres meses haciéndose cargo de la reforma del Lighthouse y, desde el principio, aquel hombre se había convertido en su sombra. Era evidente que no la tenía por una profesional en la que se pudiera confiar. Y lo más irónico era que había sido él quien había mentido y no ella.


—Él sí que es inaguantable.


—Sólo cuando tú estás cerca.


Vaya, ahora iba a resultar que era culpa suya.


—Es arrogante, marimandón, altivo y creído.


—Sí, tienes razón, pero todo eso en él es positivo, le ha servido de mucho.


En aquel momento, se oyó un rugido y, al mirar, comprobó que el liguero de Eliana estaba volando por los aires. En un abrir y cerrar de ojos, se levantó un brazo y una mano fuerte y potente agarró el liguero en pleno vuelo. El hombre en cuestión no tuvo reparo en darle varias vueltas alrededor de su dedo índice.


Paula pensó que era una suerte que alguien exhibiera con tanta naturalidad su deseo de ser el próximo en casarse.


—A lo mejor lo que te pasa es que necesitas mantener relaciones sexuales —comentó Juliana observando al hombre que había agarrado el liguero.


—¿Cómo dices?


—Después de tres meses casada, te lo recomiendo.


Paula miró estupefacta a su amiga, que señaló con la cabeza al grupo de hombres.


—Estoy segura de que cualquiera de ellos se acostaría contigo encantado…


Paula dio un paso atrás.


—Voy a subir a ver qué tal va el Lighthouse.


—No hay nada que ver. Estamos de fiesta y, además, te estamos buscando pareja.


Eso era lo que Paula no estaba dispuesta a soportar bajo ningún concepto.


—Quiero asegurarme de que han traído los paneles —contestó intentando zafarse de la mano de su amiga, que la tenía bien agarrada del brazo.


—No vas a poder hacer nada antes del lunes —insistió Juliana agarrándola más fuerte.


Paula le quitó los dedos uno a uno.


—Me quedo más tranquila si subo un momento. Anda, vete mirando tú a ver quién te gusta para mí mientras yo subo y bajo.


—¿De verdad? ¿Lo dices en serio? —se emocionó su amiga.


—Claro —contestó Paula.


Lo cierto era que no tenía ninguna intención de volver a la fiesta, así que no tenía problema en que Juliana rastreara el lugar en busca de pareja para ella. En realidad, tampoco tenía intención de subir al restaurante. En cuanto pudiera, saldría del hotel, se montaría en un taxi y se iría a casa.


—Luego nos vemos —se despidió yendo hacia el ascensor.


Por el rabillo del ojo, tenía vigilada a su amiga. En cuanto dejara de mirarla, enfilaría hacía la salida. Todavía no. Su marido se acababa de unir a ella. Los dos la estaban mirando. Tomas parecía encantado. Era obvio que Juliana le había contado que Paula estaba dispuesta a ligar.


Qué humillante.


Paula sonrió y les dijo adiós con la mano. Al llegar frente al ascensor, hizo como que apretaba el botón. Por desgracia, el ascensor estaba allí, así que no tuvo más remedio que montarse.


Las puertas se cerraron y Paula dejó de oír la música de la orquesta y el murmullo de las conversaciones, lo que la hizo suspirar aliviada. Allí dentro, a solas, se estaba muy bien.


Mientras el ascensor subía, Paula se quedó mirando el cielo estrellado de Seattle. Le encantaba aquel hotel. Era cierto que Pedro, el mayor accionista, era un terrible dolor de muelas, pero eso no significaba que el lugar no fuera precioso.


Paula y ella acababan de abrir en la ciudad y no tenían más remedio que aceptar cualquier trabajo de interiorismo que les ofrecieran, pero Paula tenía la esperanza de que, con el tiempo, pudieran especializarse en edificios históricos como aquél porque tenía muy claro que los inmuebles con historia eran el alma de la ciudad.


Las puertas se abrieron al llegar al piso catorce y Paula decidió hacer un poco de tiempo, así que recorrió el restaurante comprobando que, efectivamente, habían llegado los paneles nuevos.


Desde allí, la vista de la ciudad era espectacular.


Paula paseó la mirada por la estancia, deteniéndose en todos los detalles de la renovación. Todo estaba maravillosamente bien. Puertas antiguas, ventanas de arco, interruptores de luz antiguos, cuadros de época de principios de siglo, manteles blancos, lámparas de araña y vajillas de porcelana.


De repente, se dio cuenta de que algo no estaba bien y se acercó a toda prisa. Al llegar al lugar, consultó los planos de las estanterías de madera que tenían que contener las botellas de vino y leyó la nota a mano que había en una esquina. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no gritar de rabia.


Había dado instrucciones muy precisas sobre las dimensiones de aquel mueble, pero Pedro se había saltado su autoridad de nuevo.


Paula arrugó el papel y lo apretó en la palma de la mano. 


Tenía que pararle los pies a aquel hombre.


En aquel momento, Paula oyó las puertas del ascensor y unas pisadas masculinas prudentes y lentas en el pasillo. 


Fenomenal. Juliana le había mandado una pareja. Aquello iba de mal en peor.


Paula avanzó hacia la puerta con la idea de mandar al infortunado al garete, pero, al ver a Pedro, dio un paso atrás. 


Aquel hombre alto, de espalda ancha, complexión atlética, mandíbula prominente, nariz aristocrática y ojos azules y penetrantes conseguía siempre todo lo que se proponía.


No aquella vez.


No con ella.


—¿Qué haces aquí? —le preguntó mirándola con recelo.


—De momento, intentar dilucidar la cuantía de los daños que has ocasionado.


—¿De qué me estás hablando? ¿Qué daños? —se indignó 


Pedro avanzando hacia ella.


Paula se alegró de llevar zapatos de tacón, echó los hombros hacia atrás con la intención de no dejarse intimidar, se cruzó de brazos y señaló con la cabeza el botellero.


—Mira.


Pedro así lo hizo.


—Miro y no veo ningún daño.


Paula se tensó.


—Claro que no lo ves. Eso es porque no tienes ni idea de lo que estamos haciendo.


—Sé perfectamente lo que estáis haciendo. Estáis reformando mi restaurante.


Paula se acercó al botellero y tocó la base.


—¿Por qué quieres gastar más dinero de la cuenta?


—Te equivocas, lo que estoy intentando es ahorrar dinero.


—Pues te has equivocado.


Pedro sonrió con sorna.


—¿Tú crees que me van tan bien los negocios porque no sé cuándo ahorrar y cuándo gastar?


—Yo creo que tienes problemas a la hora de confiar en la gente.


—Confío en la gente.


—Ya.


—Te aseguro que confío en la gente. Por supuesto, siempre y cuando estén bajo mi atenta mirada.


—Te recuerdo que fuiste tú quien me mintió.


—Y te recuerdo que tú amenazaste con gastarte mi dinero.


—Porque nos dijiste que eras Pedro Alfonso


—Soy Pedro Alfonso.


—Una cosa es ser Pedro Alfonso y otra ser Pedro Alfonso-DuCarter.


—Tú tampoco me dijiste en ningún momento que fueras Paula Chaves.


Lo cierto era que era extraño que hubieran pasado dos semanas sin que ninguno de los dos se hubiera dado cuenta de quién era el otro. Paula se había pasado toda la vida oyendo hablar de la familia Alfonso-DuCarter, había sabido desde siempre que eran los peores enemigos de su padre en los negocios e incluso había coincidido con el padre de Pedro en una o dos ocasiones.


Aun así, no se había dado cuenta de que era su hijo.


—Yo nunca mentí sobre mi identidad —le recordó.


—No, eso es cierto. Fue mi hermano Tomas, que se guardó esa información para él.


—Pues entonces págala con tu hermano y a mí déjame en paz.


—No puedo dejarte en paz.


—¿Por qué?


—Porque estás muy enfadada conmigo. Lo suficiente como para dilapidar mi dinero.


—Soy toda una profesional y, precisamente, tengo que estar pendiente de ver dónde, has metido la pata para que no te cueste un dineral.


Pedro negó con la cabeza y se rió.


—¿Sabes cuánto cuesta el mármol? —le espetó Paula señalando la base del botellero.


—¿Y?


—¿Y? Para empezar, les has dicho que construyeran la base dos pies más grande de lo que es en realidad. Eso es tirar el dinero porque la van a tener que volver a hacer.


—No, no la van a tener que volver a hacer. No he cambiado las dimensiones del botellero, sino el lugar. Lo he movido.


—Si te hubieras molestado en consultar el proyecto, habrías visto que el botellero va apoyado en la pared.


—Me he molestado en consultar el proyecto. Me dijeron que querías rehacer una pared entera por dos pies.


Paula enarcó las cejas. Era obvio que aquel hombre no comprendía nada.


—¿Qué me quieres decir con eso?


—Das miedo… —contestó Pedro.


Paula dobló una rodilla. Al hacerlo, el dedo gordo del pie se le enganchó en el dobladillo del vestido y estuvo a punto de perder el equilibrio. Pedro se apresuró a agarrarla del brazo.


Al sentir su mano en la piel, Paula se estremeció de pies a cabeza. Al instante, apretó los dientes.


—La única persona aquí que da miedo eres tú —le espetó.


—¿Lo dices porque te sujeto cuando te vas a caer? —le dijo Pedro casi al oído.


Paula se apresuró a apartarse de él. No quería ni recordar la última vez que Pedro la había tocado, la última vez que le había hablado así, la última vez que la había hecho sentir así. Había sido hacía tres meses, justo el mismo día en el que se había enterado de que Pedro Alfonso era un fraude y de que Tomas estaba espiando a Juliana.


Paula se apresuró a apartar de su mente aquel recuerdo apartándose de Pedro.


—¿Quieres un restaurante de cinco tenedores o un comedor?


—Por supuesto, un comedor —se burló Pedro.


—Si sigues así, desde luego, es lo que vas a conseguir.


—Qué melodramática eres.


—Y tú qué ingenuo.


Pedro la miró con los ojos muy abiertos.


—Para que lo sepas, la persona que ha diseñado el botellero es un artista. Él es quien ha hecho el diseño de mármol. Ya hemos comprado cuadros para la pared. El diseño del mármol va perfectamente con las columnas, enfatizando el atrio y las ventanas…


—No dudo de tu visión artística, pero yo tengo la obligación de controlar los gastos.


—Tú lo único que quieres es cargarte la reforma.


—No, yo lo que quiero es que el precio de las acciones de mis empresas no se desplome cuando los mercados financieros se enteren de lo que te estás gastando en un botellero.


—Es el centro de la estancia…


Pedro… —dijo una voz a sus espaldas.


Paula cerró la boca al ver aparecer a Tomas Alfonso.


—¿Me dejas el teléfono móvil, por favor?


Paula se quedó mirando a los hermanos. Ambos eran altos y fuertes, los dos tenían el pelo oscuro y los ojos azules aunque Tomas era más delgado y parecía mucho más feliz que Pedro.


—¿Acaso la fiesta se va a trasladar aquí? —preguntó Paula.


Una cosa era que ella se escaquease de la fiesta pues, al fin y al cabo, era una invitada más, pero Pedro y Tomas eran los hermanos del novio.


—Tengo que hacer una llamada —insistió Tomas.


Pedro lo miró confundido, pero se sacó el teléfono móvil del bolsillo y se lo entregó.


—Gracias —contestó su hermano yendo hacia la puerta.


—De nada —contestó Pedro.


Candy se preguntó por qué Tomas no habría utilizado uno de los teléfonos del hotel. Los había a cientos. Para entonces, Tomas ya estaba en la puerta, girado hacia ellos, mirándolos muy serio.


—Entre los dos, no paráis de darle disgustos a mi mujer —les espetó.


—¿Cómo? —contestó Paula.


Cuando se había ido, Juliana estaba de maravilla. Era imposible que fuera tan importante para su amiga que ella tuviera una cita o no. No era como para disgustarse.


—He decidido que necesitáis pasar tiempo juntos para resolver vuestras diferencias —declaró Tomas cerrando la puerta doble en un abrir y cerrar de ojos.


Pedro se plantó ante la puerta en tres zancadas.


—¡Tomas, devuélveme el teléfono! —le gritó a su hermano.


—Juliana me sugirió que os vendría bien un tiempo muerto y a mí me ha parecido bien —contestó Tomas desde el otro lado de la puerta.


—¿Tiempo muerto para qué? —preguntó Pedro.


—Como en el colegio. Sois como dos niños pequeños, así que os vamos a tratar como a tales. Tenéis hasta el lunes por la mañana, cuando lleguen los obreros, para hacer las paces.