martes, 30 de agosto de 2016
CAPITULO 12: (QUINTA HISTORIA)
—Nunca he conocido a una mujer puntual que mereciera la pena, así que estoy dispuesto a esperar cinco minutos más
—Ésta sí que la merece —le aseguró Pedro al propietario del barco, que se había presentado como Gilly—. Calculo que si no ha llegado a las once, no vendrá.
—Usted sabrá —dijo Gilly con afabilidad—. Deme un grito cuando esté listo para salir.
Saltó a bordo, con una agilidad sorprendente para un hombre tan enorme, y desapareció en la cabina. El lujoso barco a motor era más de lo que Pedro había esperado, pero Gilly le había explicado que su negocio estaba dirigido a la pesca y a las excursiones de placer, no a llevar a gente hasta el otro lado de la bahía.
Pedro suponía que Paula habría organizado que un coche la estuviera esperando para llevarla al aeropuerto, desde donde volaría de vuelta a Melbourne.
Con los brazos cruzados sobre el pecho, miró la empinada colina que llevaba al complejo vacacional. Paula había dicho en recepción que bajaría sola hasta el barco, pero empezaba a preguntarse si habría cambiado de opinión. Aunque la noche anterior hubiera hablado en tono de guasa sobre marearse en el mar, tenía la sensación de que su aversión a los barcos era bastante seria.
Pero si realmente quería salir de allí…
Vio un destello de color aparecer y desaparecer en el sendero que bajaba de la colina. No el paraguas amarillo habitual, sino el brillo rojizo de su cabello. A su espalda, Pedro oyó los pies de Gilly golpear el suelo de madera del muelle, seguido de un ruido de satisfacción.
—Parece que ahí llega nuestra otra pasajera.
Pedro no contestó. Su atención seguía centrada en Paula, y se le aceleró el corazón al imaginar su rostro cuando lo viera. Estaba seguro de que se sorprendería y acertó. Ella bajó el ritmo, alzó la cabeza y sus dedos se tensaron sobre la bolsa que le colgaba del hombro.
Gilly le gritó un saludo y ella enderezó los hombros y subió al muelle. Llevaba el mismo impermeable que el día anterior, y las mismas botas, pero había algo distinto en ella. Pedro la estudió con interés. Cuando la brisa alborotó su cabello y ella alzó la mano para volver a colocarlo en su lugar, sintió otra oleada de déjà vu.
Fue su cabello agitado por el viento. O cómo el sol lo iluminaba con una decena de tonos dorados. O que ella lo recogiera con una mano y lo sujetara junto a su cuello.
Fuera lo que fuera, lo había visto antes. Ella lo acercaba a ese pozo de momentos olvidados, y era otra buena razón para seguir a su lado.
—Buenos días, Paula —saludó sonriente—. ¿Estás disfrutando del sol?
—¿Qué haces tú aquí? —las gafas de sol ocultaban gran parte de su rostro, pero no el tono irritado de su voz.
—Lo mismo que tú, supongo.
—¿Te marchas hoy?
—No tiene sentido quedarme si tú te vas.
Gilly carraspeó para recordarles su presencia y que debían ponerse en marcha.
—Buenos días, señorita Chaves. Si está lista, la ayudaré a subir al barco. ¿Ése es todo su equipaje?
—Sí…
—Yo la ayudaré —ofreció Pedro. Miró a Gilly—. Hay que admirar a una mujer que viaja tan ligera.
Ella apretó los labios, pero no protestó. Pedro escrutó su rostro y comprendió que no solo estaba sorprendida por encontrarlo allí o enfadada porque la hubiera interceptado en su huida. Estaba aún más pálida que el día anterior y los dedos que apretaban la correa del bolso reflejaban la misma tensión que el rictus de su boca.
—Realmente te asustan los barcos, ¿no?
—Solo viajar en ellos —masculló. Echó los hombros hacia atrás y abrió las aletas de la nariz. Evitó a Pedro y permitió que Gilly la ayudase a subir a bordo.
Pedro la detuvo antes de que llegara a la cabina, puso la mano en su espalda y la hizo virar hacia la plataforma de popa. Ella clavó los talones en el suelo.
—Prefiero sentarme dentro —afirmó.
—Tu estómago no lo agradecerá.
—He tomado algo para eso.
—Entonces, ¿recibiste el Dramamine?
—¿Cómo sabes…? —se tensó bajo su mano y soltó el aire de golpe—. ¿Lo enviaste tú?
—Ayuda —Pedro encogió los hombros—. Y también estar al aire libre. Puedes fijar la vista en un punto concreto…
—¿Te refieres a toda esa agua? —dijo ella.
—Confía en mí —dijo él—. Te sentirás mucho mejor en la cubierta superior.
Confiar en él, después de la sorpresa de encontrárselo allí, no le resultaba nada fácil.
—¿Arriba o abajo? —preguntó él con cierta impaciencia.
—Arriba —decidió. En ambos sitios, tendría su compañía.
Dentro estarían solos, arriba con el capitán. Si iba a humillarse vomitando el desayuno, lo haría ante la audiencia completa.
Cinco minutos después se alegró de su decisión. Ya fuera por las pastillas, o por el aire fresco en el rostro, o por cuánto la inquietaba estar junto a Pedro, lo cierto era que si echaba la cabeza hacia atrás y se concentraba en un punto del horizonte, en vez de en los botes sobre las olas, se sentía capaz de sobrevivir.
—¿Estás disfrutando?
—«Disfrutando» sería una exageración —rezongó ella con una mueca. No podría volver a sonreír hasta que pisara tierra firme.
—Por primera vez en varios días, el sol nos acaricia la piel. Poseidón nos ha bendecido con un mar en calma, un bonito yate y kilómetros y kilómetros de aguas abiertas. Mira a tu alrededor. ¿Cómo puedes no disfrutar?
Paula apretó las manos sobre la barandilla. Tenía la vista clavada en el distante trozo de tierra que había elegido como punto de referencia. No se arriesgó a mirar a Pedro para comprobar si su rostro reflejaba el placer y reverencia que indicaba su voz. Ya era bastante malo cómo esa voz la había acariciado por dentro, derritiéndola.
—Voy a sentarme abajo —dijo.
—Quédate —puso la mano sobre la de ella, cálida y sólida—. Casi hemos llegado.
Aunque navegaban a gran velocidad, no podían estar ni a un cuarto de la distancia que los separaba de Appleton. Pero en ese momento el barco disminuyó la velocidad y ella se dio cuenta de que había dejado de ver el punto de tierra que había elegido. Emergía del agua, justo ante ellos.
Isla Charlotte. Con un pinchazo de alarma, se volvió lentamente hacia Pedro.
—¿Por qué paramos aquí? ¿Qué ocurre?
CAPITULO 11: (QUINTA HISTORIA)
Lo había dicho como referencia burlona a su comentario sobre creerse la historia de cómo The Palisades había acabado integrándose en su contrato matrimonial. Después de que la puerta se cerrara a su espalda, guardó los restos de la cena, e intentó ponerse en contacto con Alex, Sara y Rafael, el hermano de Alex, y también con la suite del Melbourne Carlisle Grande, donde Alex y ella deberían haber pasado la noche; solo obtuvo respuesta de su madre, que le prometió telefonear a Alex. Una vez hecho eso, no le quedó nada que hacer excepto pensar.
Y sus pensamientos eran un torbellino centrado en Pedro Alfonso.
Analizó si confiaba en él. En el tema del transporte, sí. Era una historia que podía comprobar fácilmente llamando a recepción o a la empresa dueña del helicóptero.
En un sentido más amplio, no. Aunque tenía que concederle que no se había aprovechado cuando la tuvo tan cerca de su cuerpo. Podría haberla besado. Podría haber insistido en quedarse y en pedirle detalles íntimos de lo que habían hecho ese fin de semana. Pero se había ido sin oponer mayor resistencia y eso la intrigaba y le provocaba suspicacia.
¿Qué intenciones tenía?
De pie junto a la enorme ventana, mirando la oscuridad, Paula se estremeció con una mezcla de frío y aprensión. No podía dejar de dar vueltas al hecho de que hubiera aceptado poner fin a la velada sin protestar. La cena no podía haberle refrescado mucho la memoria, ni haberlo ayudado a reconstruir ese fin de semana.
Habían hablado, pero él no había pedido detalles específicos ni había preguntado qué comieron ni dónde fueron, a diferencia de lo que ella había esperado. Entendía su necesidad de saber; era uno de esos hombres que necesitaba todos los datos, que controlaba su propia vida y que no se rendía nunca.
Esos días perdidos debían ser como una llaga en su psique.
Había temido que él no cejara; que tras atraerla hacia el tentador calor de su cuerpo insistiera en pedirle detalles sobre cómo se había desarrollado su aventura.
Los íntimos recuerdos le cosquillearon la piel; se acercó más a la ventana y apoyó la mejilla en el frío cristal. Se preguntó por qué no había insistido más, por qué la había dejado sin aprovecharse de la situación.
Tal vez esa noche solo había sido un principio. Quizá se despertaría por la mañana y se lo encontraría en la puerta, esa vez con el desayuno. Su plan podía ser aprovechar el aislamiento, su inquietud y su compasión para ir derrumbando sus defensas hasta que cada uno de sus sentimientos secretos saliera de su escondrijo.
Había dejado de llover y el intenso silencio casi daba miedo.
El aislamiento y quietud del lugar la asaltaron, igual que los ladrones habían asaltado a Pedro. Si hubiera llamado a la puerta en ese momento, la habría encontrado expuesta y vulnerable a cualquier cosa que aliviara la sensación de soledad que la atenazaba.
Pensamientos peligrosos.
Se apartó de la ventana. Era lo bastante honesta como para reconocer ese peligro, en sí misma y en su respuesta ante Pedro. Tenía la capacidad de hacerle sentir una curiosa mezcla de fuerza y debilidad, de seguridad e inseguridad, de saber lo que deseaba y temer sus implicaciones.
Tenía que marcharse. Regresar junto a Alex y al santuario de un futuro que satisfaría todas sus necesidades. Se iría al día siguiente si, Dios lo quisiera, había dejado de llover.
«¿Tienes tanta necesidad de huir como para subir a ese barco que te ha ofrecido Gabrielle?»
Pensó en todo lo que había arriesgado yendo allí ese día.
Había fallado a Alex, a su madre, a todo lo realmente importante.
Sí, se arriesgaría al viaje en barco. Incluso remaría hasta su casa en una canoa si hacía falta. Solo era un barco, un corto viaje para cruzar la bahía. Eso no la mataría.
CAPITULO 10: (QUINTA HISTORIA)
«¿Relajarme y disfrutar? Lo dudo».
Pero cuando lo observó servir una generosa ración de sopa de pescado en su cuenco, su estómago decidió que sí, podía disfrutar. Estaba tan deliciosa como su aspecto y olor indicaban. Una vez solventó lo peor de su hambre, pudo relajarse lo suficiente para ver el lado positivo de la situación.
Mientras no pudieran marcharse, nadie podría llegar. Y lo único peor que estar allí atrapada con Pedro Alfonso, sería ser descubierta allí con él, por ejemplo, por Alex. No había telefoneado y su madre tampoco le había devuelto la llamada. Había esperado tener noticias a esas alturas…, pero tal vez no hubiera línea.
—¿Mencionó Gabrielle si había problemas con la línea telefónica?
—No. ¿Por qué lo preguntas? —dijo él, untando mantequilla en una rebanada de pan.
—Como ha llovido tanto y el mío ha estado tan silencioso —miró en esa dirección y luego se enderezó de repente—. No lo he oído sonar antes.
—¿Con el ruido que hacía el secador?
Eso era verdad, pero aun así…
—Me extraña que Gabrielle no mencionara la inundación cuando hablé con ella. Parecía muy optimista con respecto a mañana.
—¿Estás sugiriendo que me he inventado su llamada telefónica? —preguntó él. Dejó el cuchillo sobre la mesa y se recostó en la silla—. ¿Por qué iba a hacer algo así?
—Para retenerme aquí —contestó Paula.
—¿Secuestro? ¿No te parece algo exagerado?
A pesar del tono levemente divertido de su voz, la intensidad de su mirada hizo que el corazón de Paula latiera más rápido. Sus anteriores palabras resonaron en su mente.
«Harías cualquier cosa por conseguir The Palisades».
—¿A qué extremos crees que sería capaz de llegar para retenerte aquí? ¿Crees que te ataría, por ejemplo?
—Hipotéticamente hablando, optaría por el chantaje o alguna otra forma de coacción verbal. Eres demasiado hábil con la lengua para necesitar la fuerza física o las ataduras.
Él la estudió en silencio un largo momento, y ella se sonrojó intensamente. Se recriminó por haberle permitido llevarla por ese camino. Era demasiado sugerente, demasiado sensual.
—Ahora me has picado la curiosidad —se inclinó hacia delante y capturó su mirada—. ¿Entonces no hicimos nada de eso? ¿No tuve que atarte para aprovecharme de ti?
—Participé voluntariamente.
—En pasado.
—Por supuesto.
Los labios de él se curvaron con esa media sonrisa que la había vencido en tantas ocasiones. Alzó la copa de vino, con un gesto casi de saludo, como si apreciara sus cándidas respuestas. Pero sus ojos expresaban un aprecio distinto, uno del que ella no debería disfrutar, pero que suponía un reto que no podía rechazar.
—Ahora, en presente, si quisiera retenerte aquí tal vez tendría que atarte. O meterte en esa barca que mencionó Gabrielle y llevarte a la isla.
Paula simuló reflexionar sobre ello.
—¿Qué tal se te dan las cautivas que se marean terriblemente en un barco?
—¿Eso no es hipotético? —preguntó él, arqueando una ceja.
—Por desgracia, no.
—Entonces lo tendré en cuenta, si alguna vez deseo secuestrarte.
—Te lo agradecería —con una sonrisa serena, miró su cuenco—. ¿Has terminado con el primer plato?
Ella los recogió y, de camino a la cocina, percibió que él observaba cada uno de sus pasos. Seguía teniendo el corazón acelerado y le ardía la piel, pero le gustaba la intensidad de la sensación. Había olvidado cuánto disfrutaba con los juegos de palabras, de miradas y de sonrisas. Había olvidado que unas simples frases con ese hombre hacían que pasara de ser fría, cauta y compuesta a ser lista, aguda y sexy.
Y eso estaba mal. Ya había disfrutado más de lo que debía.
Metió los cuencos en el lavavajillas, lo cerró y volvió a la mesa, a la sensata y segura ensalada que había de segundo.
—Estoy intrigado por lo del barco —dijo él.
—¿Por qué? —preguntó Paula, sin alzar la vista del plato. El corazón le dio un vuelco.
—Dado que te dedicas al negocio de los viajes, suponía que serías una experta en todos los medios de transporte.
—Los contrato, no tengo que probarlos. Además, los viajes son solo una parte de A su servicio.
—¿Y cuáles son las demás?
—Quiera lo que quiera un cliente, se lo conseguimos. Viajes, transporte, alojamiento, diversión, compras, ayudantes.
—¿Así fue como conociste a Carlisle? —preguntó él—. ¿A través de tu empresa?
Paula no quería hablar de eso, pero siempre sería mejor que bromear sobre secuestros y ataduras. Le había prometido conversación, y era lógico que él se centrara en el conflicto que los ocupaba. Alex Carlisle, su contrato matrimonial, su contrato empresarial.
—Sí y no —tomó un sorbo de vino y dejó la copa sobre la mesa—. Nos hemos visto muchas veces en eventos sociales y de negocios a lo largo de los años. Cuando inauguré mi empresa, ese tipo de contactos eran vitales. El rápido crecimiento inicial fue por recomendaciones boca a boca, y presentándome a la gente que podía proporcionar la calidad de servicios que esperan mis clientes. El año pasado inicié una alianza con los Hoteles Carlisle.
—¿Ellos te rascan la espalda y tú se la rascas a ellos? —apuntó él con tono frío.
—Solo cuando es lo mejor para un cliente.
—Los hoteles Carlisle tienen sus propios conserjes.
—Sí, pero nuestros servicios están a otro nivel. A veces me llaman para que ayude en el hotel, o recomiendan a sus clientes que se pongan en contacto conmigo si tienen una petición inusual.
Vio en sus ojos una expresión que conocía bien y se preparó para oír otro de sus desdeñosos comentarios. Posiblemente respecto a la petición de una esposa de Alex.
—¿Por qué una empresa de contratación de servicios personales? —dijo él, en cambio.
—Porque en eso residen mis puntos fuertes: un apellido conocido, toda una vida de experiencia en el mercado de servicios de lujo y una agenda electrónica rebosante de buenos contactos.
—Ésa sería la respuesta obvia, pero te tomas muy en serio tu empresa. O no te estarías esforzando tanto para salvarla.
Aunque parecía relajado e indiferente, Paula percibió un interés real. Por ella, la mujer, independiente de los negocios.
«Cuidado», se dijo, notando la reacción de su cuerpo a ese interés. «No te dejes engañar por esos ojos y esa lengua de plata».
—Es importante porque es mía —contestó sencillamente, aunque la verdad no era tan simple—. Yo la concebí, busqué el capital para crearla y su éxito o fracaso depende de mí.
—¿Crees que puedes tener éxito en un ámbito tan especializado, con un rango de posibles clientes limitado?
—En eso se diferencia mi empresa —afirmó ella, entregándose a su tema favorito—. Mi clientela no se limita al mercado de los millonarios. A su servicio está disponible para todo el mundo, para cualquier servicio, no solo extravagancias de lujo que se compran con un cheque desorbitado.
—¿Servicios de asistencia para el público en general? —lo dijo tan dubitativo que Paula sonrió y puntualizó su descripción.
—De acuerdo, no para «cualquiera». La mayoría de mis clientes son profesionales con una agenda demasiado atiborrada, o ejecutivos de visita con problemas de tiempo. Mi trabajo no solo consiste en satisfacer peticiones concretas sino también acceder a lo que el cliente desea en realidad… aunque no lo sepa.
—¿Por ejemplo?
—Un lugar como Stranger’s Bay. Una experiencia de aislamiento y belleza natural, escapar de la civilización sin sentirse incivilizado. Se satisface cada deseo, pero sin ostentación. El servicio, es de primera y discreto. Eso resulta atractivo para algunos clientes, mientras que otros desean alguien siempre a su espalda y atención continua. Mi destreza es saber qué experiencia va mejor con cada cliente.
—Tu destreza es satisfacer las necesidades de otras personas —sugirió él.
—Sí —sonrió—. Supongo que podría decirse eso.
Fue un momento de conexión y sinceridad, hasta que Paula se recordó, otra vez, que no podía caer en la trampa de compartir demasiado con él, de sentir demasiado y reaccionar ante el hombre equivocado.
La cena se había acabado. Era hora de volver al mundo real.
Se puso en pie con la intención de empezar a recoger la mesa, pero él la detuvo poniendo una mano en su brazo.
—Déjalo. Quédate y háblame.
—No puedo —susurró ella. Él se puso en pie y, rodeando su muñeca con los dedos, la atrajo a su lado de la mesa.
—Sí puedes. Me dijiste que me contarías las cosas importantes.
—Dije que lo intentaría —corrigió Paula, mientras él la acercaba a su cuerpo centímetro a centímetro. El calor de su mano traspasaba su piel y recorría sus venas.
Terminó parada junto a sus zapatos de cuero negro.
Descalza, ella apenas le llegaba a la barbilla, y sus ojos a la altura del cuello abierto de su camisa. Se sentía ridículamente débil, incluso antes de que él soltara su muñeca, deslizara la palma por su brazo hasta el codo, y luego la bajara para agarrarle la mano.
—¿Es ésta la parte que ibas a tener problemas para recordar? —murmuró contra su sien—. Porque cuando estoy tan cerca de ti, me cuesta creer que lo que quiera que hiciésemos juntos no sea memorable.
Paula no lo había olvidado. Nada. Ni tampoco por qué no debería estar allí, pensando en tocarlo. Pensando en besarlo. Alzó la mano libre hasta su pecho y empujó hasta que él se vio obligado a soltarla.
—Ésta es la parte que no voy a permitirme recordar —afirmó—. Ahora, deberías irte.
—Tienes llamadas telefónicas que hacer.
—Así es —asintió Paula—. Si voy a pasar más de una noche aquí, hay gente que debe saberlo.
—¿La familia?
—Mi hermana. Hermanastra —se corrigió—. Y mi vecina. Se preocupa —cerró los dedos, atrapando el calor que aún sentía en la palma de la mano por su contacto—. Buenas noches, Pedro.
La sorprendió dándose la vuelta para marcharse. Pero luego se detuvo y la miró.
—Si estás pensando en llamar a Gabrielle, esta noche está libre. Dijo que, aun así, puedes llamar cuando quieras. Recepción tiene su número.
—Gracias, pero no la molestaré en su casa. Sé que me llamará si hay nuevas noticias.
—¿No quieres verificar mi historia?
—Te creo. ¿Quién iba a inventarse una historia como ésa?
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)