martes, 13 de septiembre de 2016

CAPITULO FINAL: (SEXTA HISTORIA)




Se separaron por un solo motivo. Para respirar. 


Cuando Pedro agachó la cabeza otra vez, Pau apoyó una mano temblorosa contra su pecho para detenerlo.


Respiró hondo y dijo:
Pedro, espera. Tenemos que hablar.


—Podemos hablar más tarde —dio un paso adelante y la acorraló contra la pared—. Primero tenemos cosas más importantes que hacer.


—No —negó con la cabeza y levantó la mano para separarlo—. No, Pedro. No he venido para acostarme contigo —soltó una risita—. Al menos, no solo para eso.


—Está bien. ¿Qué es lo que quieres?


—A ti.


—Pero acabas de decir…


—Te quiero a ti, ¡maldita sea! —lo miró a los ojos—. Quiero ser tu pareja, en todos los aspectos de tu vida. En el matrimonio, en el trabajo… Y me refiero a las cacerías… Y también en la cama.


Pedro arqueó una ceja y la miró fijamente.


Ella lo imitó y dijo:
—No me mires así. No me impresionas, ni me intimidas. Oh, Pedro —murmuró, y le acarició el rostro—. Te quiero. Y quiero estar contigo.


—No puede salir bien —dijo él, y le cubrió la mano con la suya—. Te pondrás muy nerviosa esperándome en casa, preocupada por mí. Y algunos trabajos requieren que me ausente durante semanas. Diablos, he estado más de un mes en Los Angeles.


—No me has escuchado, Pedro—lo regañó—. He dicho que quiero estar contigo en todos los aspectos —le acarició la mejilla y sonrió al ver que relajaba la expresión de la cara—. Eso incluye las cacerías. Necesitas a alguien que te cubra las espaldas, y yo estoy dispuesta a ser ese alguien.


—Sí, ¿no? —se acercó un poco más y presionó el cuerpo contra el de ella—. Un anillo en tu dedo y otro en mi nariz, ¿no?


—Oh, no seas tonto —dijo ella, y sonrió mientras acariciaba el contorno de sus labios con un dedo—. Los anillos en la nariz están pasados de moda —se calló cuando él le atrapó el dedo con los dientes y se lo metió en la boca.


Con sus cuerpos pegados, Pau podía sentir que estaba listo para ella. Había llegado el momento de sacar su última arma.


Pedro, te quiero. Y seguiré queriéndote independientemente de que estés aquí o de cacería. Preferiría morir contigo en una búsqueda que vivir sin tenerte a mi lado.


—No juegas limpio —murmuró él, y la besó en el cuello.


—No cuando juego con una apuesta elevada —arqueó el cuerpo contra el de él y notó su miembro erecto—. Dame una respuesta ahora mismo o te prometo que me iré pitando.


—No, no lo harás —le sonrió.


—No —admitió ella, y le rodeó el cuello con los brazos—. No lo haré.


Él se rio.


—Estás un poco loca, pero me gustas así. Paula, mi amor, ¿te casarás conmigo y me cubrirás las espaldas durante las cacerías?


—Oh, Pedro, sí, sí, sí —le plantó un beso en los labios. Al ver que él comenzaba a desabrocharle la blusa, le agarró la mano y dijo—: Espera, hay algo más.


Pedro se quejó.


—Paula, me estás matando. Estoy a punto de salir ardiendo.


—Oh, cielos, no —dijo ella.


—Entonces, ¿qué? —preguntó impaciente.


—¿Podemos hacerlo en la cama esta vez?


Pedro comenzó a reírse a carcajadas, la tomó en brazos y la llevó hasta el dormitorio.


—Oh, mi amor, tengo una cama para ti.


Era una cama enorme. Perfecta para dos amantes apasionados.


Pedro le hizo el amor a Paula con el sombrero puesto.


CAPITULO 24: (SEXTA HISTORIA)




Pau se quedó a cenar en casa de sus padres. Durante la cena, con Dani a su lado, les explicó lo que pensaba hacer.


Sus planes provocaron una pequeña discusión durante la cual, sus padres le mostraron su preocupación y, aunque Dani no dijo nada, sonrió y levantó los pulgares indicándole que ella la apoyaba.


Al final, por supuesto, Pau se mantuvo firme en su decisión. 


Al día siguiente, metió sus cosas en el maletero y en el asiento trasero del coche y se dirigió hacia el oeste.


Pau se disponía a hacer su propia cacería.


Era media tarde cuando Pau entró en Durango después de un largo viaje. Antes de registrarse en el Strater Hotel, como había hecho otras veces, se detuvo en el primer sitio de aparcamiento que vio, sacó el teléfono del bolso y llamó a casa de Pedro. Para su sorpresa, él contestó al segundo timbrazo.


—Alfonso al habla.


Aliviada por saber que él había regresado sano y salvo, lo saludó.


—Hola, Alfonso, ¿cómo estás?


—¡Paula! ¿Has recibido mi mensaje?


Ella frunció el ceño.


—¿Qué mensaje?


—Te llamé ayer, a los diez minutos de llegar a casa, y te dejé un mensaje en el contestador.


Pau se quejó para sí. Siempre revisaba los mensajes del contestador automático, pero el día anterior no lo había hecho.


—No, no lo he oído. Es que no estoy en casa, Pedro.


—¿Dónde estás? —preguntó sorprendido.


—Estoy aquí, en Durango, a poca distancia de tu casa.


Él se quedó en silencio un momento.


—Entonces, ven ahora mismo. ¿Me has oído?


Ella sonrió.


—Sí, Pedro, te he oído. Estaré ahí en unos minutos.


—Más te vale.


Pau solo sacó dos cosas del coche. Llevaba una en cada mano cuando llamó al timbre de casa de Pedro. Cuando se abrió la puerta, comenzó a reír.


Pedro estaba apoyado en el marco de la puerta. En una mano, tenía una bolsa de chocolatinas. En la otra, las tiras doradas de las sandalias que ella llevaba puestas el día que él la recogió.


—Hola —dijo él, y la dejó pasar.


—¿Dónde las has encontrado? —preguntó ella—. Me he vuelto loca buscándolas.


—Estaban metidas bajo el asiento de mi coche —se rio él—. Si lo recuerdas, las tiraste a la parte de atrás cuando te pusiste las botas.


—Gracias por encontrarlas, son mis favoritas.


—Las mías también —miró sus manos—. ¿Y tú qué llevas ahí? —señaló la tela doblada que llevaba en una mano y la sombrerera redonda que llevaba en la otra.


—Esto, creo que es tuyo —le entregó la tela.


Él reconoció el pañuelo que le había prestado la última noche de cacería.


—Y esto es un regalo para ti —le dijo, y le entregó la sombrerera.


Él la miró asombrado.


—¿Un regalo para mí? ¿Por qué ibas a comprarme una sombrerera antigua?


Ella lo miró y suspiró con impaciencia.


—Ábrela y descúbrelo por ti mismo, Pedro.


Pedro le entregó las sandalias, el pañuelo y la bolsa de chocolatinas. Después agarró la sombrerera y la dejó sobre el sofá. Desató los lazos y abrió la tapa con cuidado.


—¿No va a saltarme nada a la cara?


Pedro, ¡por favor! —Pau negó con la cabeza—. Eres un tipo duro. Abre la maldita caja.


Riéndose, él abrió la tapa y sacó un sombrero Stetson con cuidado.


—Paula… ¿Porqué?


—Ese no tiene un agujero de bala —dijo ella con una sonrisa—. Yo me he comprado uno exactamente igual.


—Eres tremenda —dijo él, y se puso el sombrero antes de estrecharla entre sus brazos y agradecérselo con un beso apasionado.