miércoles, 3 de agosto de 2016

CAPITULO 9: (SEGUNDA HISTORIA)




Más tarde esa mañana dieron un largo paseo por la playa, coqueteando con las olas y el uno con el otro, jugando en el agua y tomando el sol hasta que sintieron hambre. Alfonso llevó a Paula a su suite, al otro lado del hotel. La suite más grande del Wind Breeze. Comieron en la terraza y después se metieron en el jacuzzi.


Paula disfrutó del sol durante toda la tarde mientras él, diligente, le ponía crema solar… en sitios donde el sol no le daría nunca. Pero después de dos horas necesitaba ducharse y Pedro le ofreció su cuarto de baño.


La ducha ocupaba la mitad de la habitación. Era una ducha moderna con grifos y chorros por todas partes. Y antes de que se diera cuenta, Alfonso estaba a su lado, con un solo objetivo en mente.


—¿Qué te parece la ducha? —sonrió, con expresión inocente.


Una cosa que Paula había aprendido era que no había nada inocente en Alfonso, el hombre misterioso. Tenía mucha experiencia y ella se alegraba de ser la persona que disfrutaba de sus vastos conocimientos.


De modo que, sin timidez alguna, rodeó su miembro y le devolvió la mirada inocente.


—Es una ducha estupenda. Creo que todo funciona perfectamente —murmuró, deslizando la mano arriba y abajo. Y Alfonso lanzó un gemido ronco que resonó contra el mármol italiano.


—Cariño, sí… estás apretando los botones adecuados.


A Paula le gustaba su sentido del humor. Le recordaba que también ella lo tenía. Pero cuando la apretó contra el frío mármol de la pared, todos los pensamientos humorísticos desaparecieron. Alfonso tenía ese brillo en los ojos y Paula sabía que iba a hacerle el amor otra vez.


De la manera más deliciosa.


Pasaron el resto de la tarde en su habitación, durmiendo a ratos, llamando al servicio de habitaciones cuando tenían hambre y bebiendo cerveza. Paula ganó a Alfonso en cinco juegos de canasta y, divertida, descubrió que a su encantador extraño no le gustaba perder.


Por la noche dieron un paseo a la luz de la luna y luego nadaron un rato en la piscina. Paula le contó algo más sobre los problemas de su padre y, aunque no le reveló su identidad, descubrió que le resultaba muy fácil hablar con él. 


Alfonso escuchaba y no hacía demasiadas preguntas ni daba su opinión. ¿Quién habría pensado que al atractivo extraño no le importaría oírle hablar de su amor por la fotografía o su falta de interés por el negocio de su padre?


Después, volvieron a hacer el amor. Saciada, Paula sintió que podía seguir adelante. Nunca antes había tenido una aventura y seguramente nunca tendría otra, pero Alfonso había sido exactamente lo que necesitaba. Además, ¿cómo podía otra aventura compararse con aquélla? Había conocido al hombre perfecto para olvidar un corazón roto.


Sólo una parte de ella deseaba algo más con Alfonso. O quizá más tiempo para estar con él antes de decirle adiós. 


Pero tenía que dejar la isla al día siguiente.


Por la mañana, él la despertó muy temprano.


—Vístete, Paula —le dijo—. Y no olvides tu cámara.


—¿Por qué? ¿Dónde vamos?


—A la casa del sol —contestó Alfonso, dándole un azote en el trasero—. Vamos, cariño. Arriba.


A las nueve en punto, Paula se encontró en el cráter de Haleakala, absolutamente fascinada por el paisaje. Hizo montones de fotografías del cráter que, según la gente de la isla, tenía dos millones de años, antes de bajar en bicicleta hasta la playa porque, según Alfonso, no podía perderse esa excursión antes de irse de la isla.


Y tenía razón. Con cascos y protección para las rodillas bajaron por la tierra volcánica parando sólo para hacer fotografías. En un momento determinado, las cinco islas eran visibles desde una de las estribaciones.


—Esto es increíble. Nunca había venido aquí.


—Pensé que te gustaría. El paisaje es fantástico —sonrió él, dándole un beso en la punta de la nariz—. Y el paisaje desde donde yo estoy tampoco está nada mal.


Paula le hizo una fotografía, con el casco en la mano, pero era la mirada de admiración en sus ojos lo que ella quería capturar.


—Estoy de acuerdo —sonrió.


Después de dejar a Jeremias plantado en la iglesia sólo hacía fotografías que no requerían ningún esfuerzo o investigación por su parte; tenía el corazón demasiado dolido como para hacer esfuerzo alguno. Y en cuanto a su confianza en sí misma… era bastante precaria después del fiasco.


Pero aquello… aquel descubrimiento era un sueño. Había hecho algunas fotografías extraordinarias aquel día y se lo debía a Alfonso.


Cuando llegaron al hotel, Paula se dio cuenta de que sólo le quedaban unas horas con él. Y no quería perder el tiempo. Había visto el brillo de sus ojos y sabía que él pensaba lo mismo.


De modo que cayeron sobre la cama con urgencia. Bocas hambrientas, cuerpos ardientes y caricias locas los hacían jadear. Alfonso la acarició hasta que llegó al orgasmo y ella le devolvió el gesto tomándolo en su boca y llevándolo hasta el borde del precipicio. Alfonso se controló, sin embargo, tumbándola de espaldas y colocando sus piernas sobre sus hombros para entrar en ella… llevándolos a los dos al orgasmo en cuestión de segundos.


Más tarde, volvieron a hacer el amor. Esta vez más despacio, de forma deliberada, un adiós final. Alfonso tuvo mucho cuidado y le dejó el tiempo que necesitaba para aceptar el final de su fin de semana juntos. Sus besos eran largos y perezosos mientras acariciaba su cuerpo con la ternura con la que uno acariciaría un tesoro.


Paula estaba segura de que nunca encontraría un amante mejor. Alfonso la excitaba como nadie. La excitaba y la hacía reír. Pero él no la haría llorar, se dijo a sí misma. Sabía cuando decidió dar el paso adelante que aquello no tenía futuro. No tenía sitio en su corazón para intentarlo otra vez.


Gracias a Jeremias Overton, no tenía confianza en ninguna relación sentimental. Quizá nunca volvería a tenerla.


Así que cuando Alfonso miró el reloj y se ofreció a llevarla al aeropuerto, Paula declinó la oferta.


Ya se habían despedido.


Él la besó apasionadamente en los labios y, mirándola a los ojos, dijo algo que le sonó muy misterioso:
—Has sido una sorpresa para mí, cariño.


Y luego la dejó sentada en la cama, sujetando una sabana de satén contra su pecho, el pelo despeinado alrededor de la cara, preguntándose qué habría querido decir con eso.



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