miércoles, 27 de julio de 2016
CAPITULO 22 : (PRIMERA HISTORIA)
Paula no tenía ninguna intención de ver a cierto Alfonso-DuCarter, así que decidió que, si se daba prisa, podría visitar el sótano ella solita.
Llegó al spa sin problema y, a continuación, salió al jardín tranquilamente. En efecto, allí localizó rápidamente una escalera de cemento que conducía a una puerta vieja.
Perfecto. Lo único que tenía que hacer era cruzar la pradera, sortear las flores y los parterres, bajar las escaleras y abrir la cerradura con su tarjeta de crédito. Lo había visto hacer muchas veces en televisión. No creía que aquella puerta fuera a ser muy resistente teniendo en cuenta que se accedía a ella a través de un jardín interior.
Paula pasó junto a una pareja que estaba sentada en un banco de madera. Un par de mujeres mayores le sonrió mientras admiraban las rosas floridas.
Paula miró hacia atrás. No parecía que nadie le estuviera prestando atención, así que bajó las escaleras. A medida que las iba bajando, la temperatura se iba haciendo más fría.
El cemento de las escaleras había saltado en algunos lugares y había musgo en los rincones más húmedos.
Paula se encontró con una puerta de madera cerrada con una barra de hierro de la que pendía un viejo candado que, para su suerte, estaba abierto.
Paula miró por última vez hacia el jardín, quitó el candado y abrió la puerta.
Bingo.
Si, al final, aquello de la decoración no le daba de comer siempre podría contactar con la CIA.
Una vez dentro, palpó la pared en busca de un interruptor que no tardó en encontrar. Con la luz fluorescente encendida, Paula vio que estaba en una habitación muy grande cuyo techo estaba cruzado por tuberías metálicas y cables eléctricos. Había unas calderas enormes a un lado, pero estaban frías, lo que indicaba que ya no se utilizaban.
Abrió una puerta, encontró otro interruptor y vio que se encontraba en la antigua sala de lavandería pues había lavadoras y secadoras de tamaño industrial. Nada de interés histórico. Avanzó por el pasillo y fue descubriendo los vestuarios de los empleados, una rampa de servicio y el cuarto de contadores.
Cuando ya creía que se iba a ir de allí con las manos vacías, fue a parar a una pared entera de armarios blancos. Al abrir el primero, se encontró con una hilera de uniformes polvorientos, pero en sorprendente buen estado. En la estantería superior había delantales y cofias y en el suelo había varios pares de zapatos intactos colocados por tallas.
Paula sonrió y siguió abriendo puertas. En el siguiente armario encontró botellas de lejía, detergente líquido, escobas y mopas. En el tercer armario encontró menús antiguos y pensó que, tal vez, al chef actual le gustara tenerlos para incluirlos en la carta.
Con la idea en la cabeza de crear un menú histórico, se giró hacia la última estantería, donde encontró los libros de registro del hotel.
La emoción se apoderó de ella.
Paula se arrodilló y siguió buscando. Pronto encontró un montón de registros de los clientes del Quayside. Por las fechas, se dio cuenta de que eran de las primeras épocas del edificio. Un montón de gente conocida se había alojado allí.
—Póngase en pie despacio —dijo una voz masculina a sus espaldas—. Y apártese del armario.
Paula sintió que el estómago se le encogía. Al girarse, vio a un joven guarda de seguridad con una mano sobre la funda de la pistola.
—Señora, por favor, deje ese libro donde estaba y aléjese del armario.
—No lo entiende —contestó Paula—. Trabajo aquí. Sólo estaba…
—¿Tiene la identificación?
—Por supuesto.
—Deje ese libro en su sitio.
—Sí —contestó Paula dejando el libro en la estantería y abriendo el bolso.
—Despacio —insistió el guarda mirándola con recelo.
Paula intentó sonreír mientras buscaba su cartera.
—Se lo puedo explicar todo. Estoy haciendo un informe histórico sobre el hotel y…
—De momento, déjeme ver su identificación, señora.
Paula le entregó el carné de conducir.
—Este es su carné de conducir —comentó el guarda mirando la fotografía.
—Sí.
—Lo que le estoy pidiendo es su tarjeta de empleada del hotel.
—No soy empleada del hotel. Soy…
—Venga conmigo —le indicó el joven echándose a un lado para dejarla pasar.
—Pero…
—Por favor.
—Hay mucha gente en el hotel que me conoce y que puede dar referencias sobre mí.
—Las llamaremos en cuanto lleguemos a la oficina de seguridad —contestó el guarda hablando por el interfono—. ¿John? He encontrado una intrusa en el sótano. Sube conmigo. Llama a la policía.
¿La policía? Paula se estaba enfadando.
—No soy una intrusa. Me contrató Henry Wenchel. Llámelo a través de ese artilugio y él se lo dirá.
Por cómo la miró, Paula comprendió que el hombre no la creía.
—Ya lo llamaremos desde arriba.
—¿Ah, sí? ¿Antes o después de esposarme? —se burló Paula.
—Por favor, señora, pase —le indicó de nuevo.
Paula sacudió la cabeza, tomó aire con frustración y salió por la puerta. Aquello era lo último que le apetecía. Había descubierto un tesoro y se moría de ganas por seguir investigando a ver si encontraba más cosas en los armarios.
Sentía al guarda de seguridad detrás de ella, muy cerca, como si creyera que pudiera hacer algo. Claro, era obvio que era una delincuente profesional que había entrado en el hotel para robar productos de limpieza y uniformes antiguos.
Una lógica aplastante.
Paula mantuvo la cabeza alta muy dignamente mientras cruzaban el jardín y el balneario. Cuando llegaron a la oficina de seguridad, el guarda le indicó que pasara. Paula se sentó y, para su asombro, oyó que el joven cerraba la puerta con llave y se iba.
—Llame a Henry Wenchel —le gritó.
Paula permaneció sentada en la silla con la frente apoyada en las manos, diciéndose que todo aquello se resolvería en breve. Aquella situación era de lo más vergonzosa. Ojalá Henry apareciera pronto.
Él que apareció fue el guarda de seguridad de nuevo.
Menos mal.
—… no sé qué estaría haciendo ahí abajo —les estaba diciendo a dos agentes de policía uniformados—. Como el embajador va a llegar en breve, no he querido arriesgarme.
¿El embajador? ¿Qué embajador?
—¿Ha llamado a Henry? —insistió Paula.
—No he podido dar con él —contestó el guarda de seguridad.
Los agentes de policía cerraron la puerta.
—¿Le importa que le hagamos unas preguntas?
Paula mantuvo su atención en el guarda de seguridad, haciendo como que los policías no estaban allí.
—Llame a Tomas Alfonso. Él le dirá quién soy.
—Primero, tendrá que contestar a nuestras preguntas —dijo uno de los agentes sacando una libreta.
—Si llaman a Tomas Alfonso, no habrá necesidad de que conteste a sus preguntas —contestó Paula.
—¿Qué estaba usted haciendo en el sótano? —preguntó el otro agente.
—Estaba buscando información para hacer un proyecto sobre la historia del hotel.
—¿Para qué es ese proyecto?
Paula no contestó inmediatamente. No estaba segura de si podía confiar en el guarda de seguridad. Si, al enterarse de que iban a pedir la declaración de Patrimonio Histórico para el hotel, se lo contaba a los demás empleados, el efecto sorpresa para cualquier campaña de publicidad que daría anulado.
En aquel momento, se abrió la puerta y apareció Pedro, que miró a su alrededor hasta que sus ojos se posaron en ella.
—Ya me ocupo yo de esto —les dijo a los agentes tendiéndoles la mano—. Gracias por acudir tan rápido.
—¿Conoce usted a esta mujer? —le preguntó uno de ellos.
—Sí, la conozco —contestó Pedro.
El guarda de seguridad palideció.
Los policías se marcharon y Pedro se giró hacia el joven para estrecharle la mano.
—Buen trabajo.
El joven se relajó.
—Esta mujer tiene permiso para moverse libremente por el hotel —le explicó Pedro.
—Lo siento mucho…
—No pasa nada —lo tranquilizó Pedro dándole una palmada en el hombro—. Lo ha hecho bien —añadió abriendo la puerta e invitándolo a irse.
Una vez a solas, Pedro se apoyó en la puerta y sonrió. Era obvio que estaba haciendo un gran esfuerzo para no estallar en carcajadas.
—¿Lo ha hecho bien? —se burló Paula, que no sentía ningunas ganas de reírse.
—Sí, el guarda de seguridad ha hecho bien su trabajo —contestó Pedro—. No iba a ignorar a una mujer a la que no conoce que está deambulando por el sótano abandonado. Podrías haber estado poniendo una bomba.
—Estaba leyendo menús antiguos.
—Sí, pero él no lo sabía.
—Podría haber indagado un poco antes de llamar a la policía. Ya me veía esposada en la comisaría central.
—No te preocupes, yo habría pagado tu fianza —le aseguró Pedro dando un paso al frente.
Paula se puso en pie.
—Muchas gracias.
—¿Qué estabas haciendo ahí abajo?
—Estaba buscando información y objetos antiguos para la presentación de la solicitud de Patrimonio.
—¿Y has encontrado algo?
—Sí —contestó Paula olvidándose del episodio que acababa de vivir y recuperando el entusiasmo de los hallazgos—. He encontrado los libros de registro originales. Voy a volver a bajar ahora mismo.
—Vamos.
—¿Vamos?
—Sí, voy contigo, no quiero que te vuelvan a arrestar.
—No me han arrestado.
—Casi —sonrió Pedro—. Tendría que haber esperado para verte con esposas.
—Pervertido.
—Cómo lo sabes —contestó Pedro con un brillo divertido en los ojos.
Paula intentó ignorar el escalofrío que le recorrió la columna vertebral.
—¿Y no tienes ninguna reunión o algo así? —se extrañó.
—No —contestó Pedro.
—¿Ninguna conferencia ni ningún documento que firmar?
—Nada. Anda, vamos.
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