viernes, 29 de julio de 2016
CAPITULO 27 : (PRIMERA HISTORIA)
Pedro se obligó a sí mismo a permanecer alejado de Paula durante los tres días siguientes.
Tenía muy claro que quería volver a acostarse con ella y, cuando se proponía algo, siempre lo conseguía, así que la única manera de frenarse era no acercarse a Paula.
Hablaron por teléfono y se enviaron varios faxes sobre la presentación, pero no se vieron. Pedro se encontró dedicándole mucho tiempo al proyecto de Paula y teniendo que recuperar aquellas horas por la noche en casa.
El viernes por la tarde, lo llamaron sus hermanos y lo convencieron para ir a la última barbacoa en la playa de la temporada.
Pedro estaba muy cansado pues aquella semana había trabajado mucho y se acercó a Juliana para decirle que se iba a ir, pero, en aquel momento, vio llegar a Paula y se dijo que sería de mala educación por su parte irse justo cuando ella llegaba. Además, se dijo que no había peligro, que estaban en un lugar público y que no pasaría nada.
Paula se bajó del coche, buscó a su amiga con la mirada y, al verla, sonrió encantada. Al ver a Pedro a su lado, se le borró la sonrisa del rostro.
—¿No le habías dicho a Pau que iba a venir yo también?
—¿Pau? —sonrió Jenna.
—Paula —se corrigió Pedro.
—¿Tendría que habérselo advertido? ¿Tan mal os lleváis?
—No, nos llevamos mal —le aclaró Pedro—. Somos amigos.
—¿Sólo amigos?
—Sí, no quiere nada más conmigo —admitió Pedro.
—Es que te tiene miedo.
Aquello hizo reír a Pedro. Qué ridiculez.
—Paula no tiene miedo de nada. Es una mujer muy dura —contestó Pedro viendo por el rabillo del ojo que la aludida estaba luchando para sacar una gran nevera roja del coche— Ahora mismo vuelvo. Voy a ayudarla —concluyó corriendo a su lado—. Hola. ¿Te ayudo? —añadió arrebatándole la nevera sin esperar su contestación.
—Hola —lo saludó ella—. ¿Qué tal estás?
—Muy bien —contestó Pedro dándose cuenta de repente de que era cierto que se encontraba muy bien.
Debía de ser porque estaba a su lado.
—Me he leído la versión final de la presentación esta tarde. Parece que estamos listos para darles guerra.
—Acabo de terminar hace una hora de escanear las últimas fotografías —contestó Paula.
—¿Quieres que quedemos mañana por la mañana para echarle un último vistazo al proyecto? —propuso Pedro llegando a la arena.
—¿Tú crees que merece la pena?
—Sí, hay que ensayar. ¿Quedamos en mi despacho?
—Muy bien.
Pedro sonrió encantado. Se encontraba estupendamente.
—Voy a dejar esto a la sombra.
—Gracias.
—De nada.
Juliana y Eliana se reunieron con Pau mientras Tomas y Santiago miraban a su hermano y sonreían. Pedro apretó las mandíbulas y dejó la nevera.
—El hecho de que vosotros no sepáis comportaros como Dios manda, no quiere decir que yo no sea un caballero.
—Ya —murmuró Tomas.
—¿Jugamos al voleibol? —propuso Juliana.
—¡Sí! —exclamó Pedro.
De repente, sentía la imperiosa necesidad de quemar energía. Tras jugar varios partidos, las mujeres se tumbaron en las toallas a tomarse un cóctel de frutas mientras Pedro jugaba al disco con sus hermanos.
Cuando Tomas hacía una buena parada, Juliana lo animaba y, cuando Santiago conseguía atrapar el disco, Eliana gritaba emocionada. Pedro intentaba que no le importara que después de sus paradas no hubiera gritos de júbilo.
Sin embargo, después de una parada espectacular en la que rodó por la arena con el disco blanco apretado contra el pecho, no pudo evitar mirar a Paula.
Paula le sonrió y levantó los pulgares.
Pedro se sintió como si hubiera parado el gol que daba la victoria a la selección de su país en los mundiales de fútbol.
Se puso en pie rápidamente con una sonrisa bobalicona en los labios y le volvió a lanzar el disco a su hermano Santiago.
Para cuando terminaron de jugar y, después de haberse tomado unas hamburguesas, había oscurecido y encendieron una fogata alrededor de la cual colocaron toallas y mantas.
Hacía una noche maravillosa y las estrellas brillaban como diamantes en el cielo. Eliana se recostó en Santiago y Juliana se perdió entre los brazos de su marido.
Pedro pensó que a él le encantaría colocarse al lado de Paula, sentarla entre sus piernas y apoyarla contra su pecho, aspirar el aroma de su pelo y sentir el calor de su cuerpo, pero no podía ser porque su relación…
¿Qué relación? Entre ellos no había ninguna relación.
Pedro se apresuró a apartar aquel pensamiento de su mente, pero lo cierto era que se sentía solo.
Al mirar a Paula, comprendió que ella se sentía incómoda con las dos parejitas haciéndose arrumacos y hablando en susurros.
—¿Quieres que vayamos a dar un paseo por la playa? —le propuso.
—Claro que sí —contestó Paula visiblemente aliviada.
Los otros cuatro apenas se percataron de su ausencia. Una vez junto al agua, Pedro le agarró la mano y ella no la retiró, lo que hizo que Pedro se sintiera bien.
—Juliana me ha dicho una cosa antes que me ha hecho pensar —comentó Pedro.
Paula dio un respingo.
—Me ha dicho que tienes miedo de mí.
—¿Cómo? —exclamó Paula parándose en seco.
Pedro se giró hacia ella. La luz de la luna bañaba su rostro, no iba maquillada y a Pedro le pareció la mujer más guapa sobre la faz de la tierra.
—No quiero que me tengas miedo, Paula —susurró Pedro.
Paula sonrió levemente y sacudió la cabeza.
—No te tengo miedo…
—Ah, bueno.
—… exactamente.
—¿Qué quiere decir «exactamente»?
—Me haces perder el equilibrio —admitió Paula.
Pedro la tomó de la otra mano y la miró a los ojos.
—¿Por qué te excito?
—Porque nunca sé lo que estás pensando.
—¿Quieres saber lo que estoy pensando en estos momentos?
—No estoy segura.
—Estoy pensando que eres preciosa.
—Pedro.
—Estoy pensando que quiero besarte.
—No digas eso…
—Claro que me paso el día pensando en que quiero besarte, así que no es nada nuevo…
Dicho aquello, se inclinó sobre ella y la besó. Paula no se retiró. Pedro le pasó los brazos por la cintura y Paula le pasó los brazos por el cuello. Se besaron lenta y tiernamente.
Aquello era exactamente lo que Pedro había deseado en la hoguera. Tenerla entre sus brazos, a su lado, besarla, sentirla cerca.
—Vente a dormir a mi casa —le dijo.
—Pero…
—Te necesito, Paula.
—¿Y los demás? ¿Qué van a pensar? —contestó Paula mirando hacia la hoguera.
—Me da igual lo que piensen.
—No podemos…
—Claro que podemos —insistió Pedro mirándola a los ojos—. Podemos hacer lo que nos dé la gana—. ¿Quieres que nos vayamos a mi casa?
El viento había cesado.
Las olas no hacían ruido al llegar a la orilla.
Paula lo miró a los ojos.
—Sí —contestó.
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