miércoles, 17 de agosto de 2016
CAPITULO 21: (TERCERA HISTORIA)
Paula estaba segura de que no sería capaz de dormir en esas circunstancias. A pesar de eso, poco después de despegar se quedó dormida en uno de los lujosos asientos de cuero. El cómodo asiento combinado con el sonido del avión, la ayudó a dormirse.
Se despertó unas horas después y vio a Pedro aún sentado en uno de los asientos del otro lado del avión hablando, por el manos libres del móvil. Hablaba en un susurro mientras tecleaba en un portátil.
Por la ventanilla no se veía nada más que el mar y algunas nubes aquí y allá. Pedro estaba tan concentrado que no se dio cuenta de que se había despertado, así que tuvo la oportunidad de mirarlo sin que él lo supiera. Cuando habían llegado al avión, había ido al aseo. Había sido imposible ignorar el mal aspecto que tenía. Aunque se había hecho algunos arreglos rápidos en el cabello, esperaba que el sueño hubiera cambiado su aspecto de dar miedo a presentable.
Naturalmente Pedro tenía un aspecto fantástico. Llevaba un traje negro carbón que parecía que se lo hubiesen hecho directamente sobre los hombros. Por lo que sabía, quizá habría sido así. En su rostro se notaban señales de preocupación como las de ella, pero las arrugas lo hacían parecer más resistente que macilento.
Antes de que se deprimiera por completo por esa constatación, Pedro se puso en pie y cruzó la cabina para sentarse a su lado.
—Tienes mejor aspecto. ¿Has dormido bien?
Se sentía tan emocionalmente en carne viva que no podía soportar su amabilidad.
—Parece que estabas trabajando, ¿has sabido algo nuevo? —dijo en lugar de responder.
—Pronto aterrizaremos. No tiene sentido darle vueltas al tema hasta que estemos instalados en la casa.
—Preferiría… —empezó.
Pero él la ignoró.
—¿Por qué no me cuentas cómo fue que te dedicaste al trabajo social?
Era evidente que estaba tratando, otra vez, de cambiar de tema. ¿No quería hablar de su hermano? Bien, por eso era por lo que había preguntado ella, ¿no?
De los cuatro asientos que se miraban unos a otros, Pedro se sentó en el que estaba en diagonal con el de ella. Así que giró un poco para mirarlo. Cruzó una pierna sobre otra y preguntó:
—¿Por qué haces esto?
—¿Hago qué?
—Ser tan bueno. Tan amable. Como si fuera una especie de triste compromiso social. Porque deberías saber que me estás fastidiando de verdad.
La miró con unos ojos que expresaban como ganas de echarse a reír. Pero también había algo triste en la mirada. Así que la conducta educada que encontraba tan molesta debía de estar motivada por algo que le gustaba aún menos.
Se sintió humillada.
—No me digas que lo haces porque te doy pena.
—No me das pena —su tono fue firme, pero había algo más en su mirada.
Ella inclinó la cabeza a un lado y estudió su expresión tratando de descubrir exactamente qué era lo que veía en sus ojos.
—No, no te doy pena —murmuró—. Hay algo más. Es culpa —eso era casi tan malo como la pena—. ¿Pero de qué tienes que sentirte culpable? Tu padre no trató de meterme en la cárcel.
—Paula —se inclinó ligeramente hacia delante. Y a pesar de lo que ella acababa de decir, había algo de lástima en su mirada—. Sé que tu vida no ha salido exactamente como planeabas.
—¿Mi vida? —se apoyó en el respaldo del asiento.
—Ibas a viajar. A recorrer Europa con una mochila. Querías vivir en Nueva York y trabajar en la industria de la moda. En lugar de eso tu padre y tú os peleasteis por mí. Tuviste que pagarte la universidad. Incluso fuiste a la universidad pública de Mason un curso.
Lo que era imposible que supiera si no había estado investigando sobre ella. No era que no se lo esperara, después de todo tenía una empresa de seguridad. Era normal que accediera a esa clase de información. Más cuando le había dicho que había investigado sus finanzas.
Aun así, le pareció poco limpio.
Se giró a mirar por la ventanilla para ocultar sus sentimientos.
—Supongo que sabes todo lo que he hecho desde que te marchaste de Mason.
—No, todo no. Sólo lo justo para preguntarme cómo has terminado aquí.
Por un momento consideró recurrir a uno de los trucos de él y evitar la pregunta, pero si lo que lo motivaba era la culpa, quería cortar aquello de raíz.
—Fue por culpa de tu padre, en realidad.
—¿Mi padre?
La sorpresa en su voz atrajo su atención, así que se volvió a mirarlo. La confusión en su rostro era evidente. Así que era verdad que no sabía todo lo que había hecho.
—Después de que te marcharas de Mason pasé una temporada bastante hundida, había discutido y estado de mal humor y en general actuado como una niña. La verdad era que no sabía qué otra cosa hacer —su padre había ganado—. Te habías ido —dijo en voz alta—. Y nadie más en la ciudad parecía haberlo notado.
No había sido fácil aceptar las explicaciones pedestres y facilonas que la gente daba a su marcha: «Siempre he sabido que se marcharía en cuanto tuviera oportunidad», decían algunas personas, lo que era lo más parecido a un cumplido que habían dicho sobre Pedro alguna vez. Otros decían cosas como: «¡Con viento fresco!». O: «Con un padre así, estamos mejor ahora que se ha ido».
—Así que empecé a pasar algo de tiempo con la única persona a la que le importaba que te hubieras marchado.
—Mi padre —dijo serio.
—Sí, tu padre.
La expresión de disgusto que cruzó el rostro de Pedro fue tan profunda que casi se echó a reír. Aunque al mismo tiempo sabía lo que estaba pensando. Era inimaginable que ella, Paula Chaves, hubiera puesto sus pies de pedicura en la caravana en la que él se había criado.
Bueno, también había sido una sorpresa para ella la primera vez que lo había hecho. Cuando Pedro vivía en la ciudad no la había dejado acercarse ni a cien metros. La primera vez que había visitado a su padre, había comprendido por qué.
Francamente, se había sorprendido de que el sitio no hubiese sido declarado en ruina años antes. Si hubiera habido algún adulto en la ciudad al que le hubiera importado el bienestar de Pedro, lo habría sido.
—Tampoco fue para tanto. Me pasaba una o dos veces por semana. Me aseguraba de que tuviera algo de comer. Ingresaba los cheques del ejército que tú mandabas —su ceño fruncido se había transformado abiertamente en una mueca, así que dijo—: Mira, seguro que hay una razón por la que pensar en mí ayudando a tu padre te hace irritarte, pero ni siquiera me imagino cuál es.
En lugar de responder a su pregunta, él siguió a lo suyo:
—Así que los semestres que fuiste a la universidad pública antes de ir a la de Texas…
Ah, así que lo había descubierto.
—Sí, no me marché de Mason y fui lejos a clase hasta que tu padre murió —admitió—. No me parecía bien dejarlo allí sin nadie que lo cuidase.
—No deberías haber sido tú —dijo con calma.
—¿Entonces quién, Pedro? ¿Tú? —podía ver la culpabilidad en su rostro, pero no quería que se hundiera en ella.
Ya tenía demasiados remordimientos.
Y cuidar de su padre había sido tan bueno para ella. La había sacado de su propio dolor. Le había dado algo en qué pensar. Algo más allá de su pequeño mundo de riqueza y soledad.
—Tú no podías hacerlo —señaló—. Tuviste que dejar la ciudad por mi culpa. Parecía lo justo que yo me hiciese cargo de la tarea. Y, ya lo sabes, me alegro de que fuera yo y no tú. Me resultaba más fácil a mí verlo beber hasta morir de lo que te habría resultado a ti.
—Si hubiera estado allí, a lo mejor habría…
—¿Podido evitarlo? Ni mucho menos. Tu padre era lo que era. Un alcohólico autodestructivo. Estaba en la senda de la autodestrucción mucho antes de que te marcharas. Había sido su elección. Suya, no tuya. No puedes salvar a todo el mundo, Pedro.
—Eso resulta gracioso viniendo de ti.
—¿Qué se supone que significa eso? —se puso rígida.
—Estabas dispuesta a acostarte conmigo para conseguir el dinero para salvar a tu hermano.
—Oh, por favor —agitó una mano en el aire—. Jamás habría dejado que las cosas llegaran tan lejos y tú eres el último hombre en el mundo que habría seguido adelante con un trato como ése. Ninguno de los dos queda especialmente bien cuando hablamos de ese incidente, así que será mejor que lo olvidemos.
—De acuerdo —asintió—. Aun así, tú eres la trabajadora social. Ayudas a la gente a sobrevivir. Y admites que retrasaste tus estudios en la universidad por hacerte cargo de mi padre, alguien a quien odiabas.
—Jamás he odiado a tu padre —admitió—. Odiaba que fuera un mal padre para ti, pero jamás lo odié como persona.
Pedro quedó un largo rato en silencio mientras consideraba lo que ella había dicho. Se pasó una mano por la nuca, una clara señal de que le costaba encontrar las palabras adecuadas, así que lo animó:
—Vamos, Pedro, dime lo que estás pensando.
La miró con gesto de fastidio.
—¿Por qué no me dices tú lo que se supone que estoy pensando? Porque no sé qué se supone que tengo que hacer con todo esto.
—No se supone que tengas que hacer nada. No ayudé a tu padre porque esperase algo a cambio.
—Entonces, ¿por qué lo hiciste?
—Porque era tu padre. Era culpa mía que se hubiese quedado solo. Decidí hacerme cargo de él. Al final fue una gran experiencia que encontré reconfortante, así que decidí hacer trabajo social. De nuevo una decisión mía, no tuya —le dedicó una mirada directa esperando su respuesta, pero él no respondió.
En lugar de responder, sin mirarla a los ojos dijo:
—Parece que vamos a aterrizar. Será mejor que te abroches el cinturón.
Y una vez más fue él quien puso fin a la conversación. Era realmente bueno evitando los temas de los que no quería hablar. Su padre siempre había estado el primero en la lista de esos temas.
Bueno, podía comprenderlo; tampoco quería ella hablar de su familia en ese momento. Por fin estaban de acuerdo en algo.
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