miércoles, 17 de agosto de 2016

CAPITULO 20: (TERCERA HISTORIA)





El silencio con que ella aceptó su afirmación lo sorprendió por completo. Paula se limitó a asentir y después con firme determinación dijo:
—Voy a por el pasaporte, pero no creo que esté allí.


Pedro se metió las manos en los bolsillos y dejó caer los hombros por el peso de su incredulidad.


—No tienes que venir. No te lo he pedido.


—No es que no confíe en ti.


—Obviamente.


—Pero mi hermano es la única familia que me queda. Y yo soy la única familia que tiene. Alguien tiene que creer en él.


Podría haberle dado una patada en el estómago.


Una vez, había creído en él de ese modo. Toda esa maravillosa fe podía haber sido suya. Y la había tirado por la borda.


Si ella no quería que la tocara, era culpa de él. Las cosas podrían haber sido de otro modo. Pero el único consuelo que podía ofrecer era la tranquilidad de saber que encontraría a su hermano antes que los federales.


Cuando él asintió, ella cruzó corriendo el salón y se lanzó a sus brazos. Él la abrazó deseando ser el refugio y la fuerza que nadie en su vida había sido.


Le acarició la cabeza lentamente.


—Deberías quedarte aquí. Descansar unos días. Tomártelo con calma. Te lo haré saber si encuentro algo.


«Si encuentro algo», había dicho.



Pero claro, eso significaba «cuando encuentre a Ramiro».


Habría dicho que ella se sintió tentada. Que se quedaría en casa. Que seguiría con su vida. Volvería al trabajo el lunes. Se metería en los problemas de otras personas. Haría como si su hermano no estuviera metido en algo serio. Haría como si no la hubiera involucrado en algo ilegal, aunque hubiera sido sin querer.


Pedro rezó para que aceptara. Como todos los demás en su vida, él también le había fallado. Pero podía quitarle esa carga de encima. Encontraría a su hermano, lo llevaría sano y salvo a su casa aunque fuera para que afrontara las consecuencias de sus actos.


Sabía que ella nunca lo perdonaría por el papel que él tenía que representar en todo aquello, pero al menos ella no vería a su hermano entregarse a la justicia.


Pero claro, sabía perfectamente que ella no le dejaría hacerse cargo de todo. No era la clase de persona que huía de las cosas, no importa lo desagradables que fueran. 


Siempre se había enorgullecido de ser tan dura como hiciera falta. Pasara lo que pasara con su hermano, ella lo afrontaría.


Paula salió del abrazo.


—De acuerdo, voy a hacer el equipaje.


—Volveré en una hora para recogerte, si estás segura —dijo mientras se dirigía a la puerta.


—Sí, estoy segura. No puedo permitir que hagas esto por mí.


Pedro dudó con la mano ya en el picaporte de la puerta.


—Necesito que entiendas que no hago esto sólo por ti. Le debo a Messina todo lo que tengo.


—Lo sé —asintió con una sonrisa triste en los labios—. Y tu negocio lo es todo para ti. Lo comprendo. No esperaba… —dejó escapar un suspiro—. Bueno, no importa lo que suceda, sé dónde están tus prioridades.


Incapaz de ver la debilidad de ella un segundo más, salió por la puerta. Quizá un tiempo solos fuera bueno para los dos.


Pedro se imaginó que habría una buena oportunidad de estrangular a Ramiro con sus propias manos. Y tendría también buenas oportunidades de convencer al jurado del idiota en que se había convertido. Aunque no fuera capaz de defender su actuación, habría valido la pena.


Sentado al lado de Paula en el asiento trasero de la limusina que había contratado para que los recogiera, no podía dejar de notar cómo la habían afectado los últimos días. Estaba pálida. Tenía bolsas oscuras bajo los ojos que no había querido o podido ocultar con maquillaje. Se había recogido el pelo con un sencillo pasador, pero unos cuantos mechones colgaban libres. En realidad parecía como si se hubiera sujetado el pelo mientras hacía otra cosa para quitárselo de los ojos y después había olvidado que lo había hecho.


La diferencia entre como estaba en ese momento y como estaba el miércoles era muy marcada. Ese día había hecho un esfuerzo evidente para estar lo mejor posible. Ese esfuerzo no lo había hecho en ese momento. No era que le importase. Para él era preciosa se vistiese como se vistiese. 


Daba lo mismo lo agotada que estuviera.


No, lo que le importaba era que ella se merecía algo mejor. 


Se merecía una familia que la quisiese. No un padre que la había abandonado y un hermano que la utilizaba.


—No tienes por qué venir.


—Sí, pero quiero ir —insistió ella. Lo dijo sin dejar de mirar dentro del bolso en el que buscaba algo nerviosa desde que se habían metido en el coche—. Tengo un vecino que se hace cargo de los animales mientras estoy fuera. Tengo el monedero y el pasaporte —murmuró—. Esas son las dos cosas más importantes, todo lo demás puedo comprarlo cuando lleguemos, ¿no? —no esperó a que él respondiera antes de sacar la cartera y recorrer con el dedo el borde de dos tarjetas de crédito metidas en dos solapas—. Debería tener crédito suficiente en ésta. Es la de emergencia, pero jamás he comprado así un billete de último minuto. ¿Crees que será muy caro? Tengo un límite de cinco mil dólares. ¿Será suficiente?


—No vas a pagar nada.


—Por supuesto que voy a pagar. Siempre pago mi parte.


—Esta vez no.


Sería monstruoso hacerle pagar el billete cuando iba a ayudarle a detener a su hermano.


No era que tuviera la autoridad para detener a Ramiro cuando lo encontraran. Incluso el FBI tendría que trabajar duro para conseguir la extradición. No, en ese momento su objetivo era recuperar los diamantes y convencerlo para que volviera a Estados Unidos. Pensar en Paula presenciando todo aquello hacía que sintiera un nudo en el estómago.



—Desde luego que no te voy a dejar pagar —dijo ella con tanta fiereza que al instante él se sintió como un bellaco. 


Tanto orgullo e independencia. Ahí estaba ella, lista para sacar rápidamente su tarjeta de crédito con límite de cinco mil dólares.


—¿Eres siempre así de orgullosa o es que no quieres aceptar limosnas?


Se ruborizó y apretó las mandíbulas antes de decir:
—No acepto limosnas de nadie.


Pero había esperado demasiado tiempo para decirlo. Podía decirse que, aunque eso era cierto en general, se habría dicho que estaba particularmente vigilante cuando se trataba de él. Ya estaba bien. Había estado demasiadas veces del otro lado en esa conversación. Sentirse objeto de lástima sólo empeoraba las cosas.


Pero jamás había estado a ese lado de la conversación antes. Nunca había estado en la posición de querer ayudar y no tener modo de hacerlo sin herir el amor propio de la otra persona.


—Si te hace sentir mejor, puedes ocuparte de tus gastos una vez que estemos allí. Pero no puedes pagar tu billete de avión. Vamos en un avión privado.


Lo miró pálida antes de decir:
—¿Un avión privado? —repitió—. ¿Has alquilado un avión para esto?


—No he alquilado el avión, es un avión de la empresa.


—¿De Messina o de Alfonso?


—De Alfonso Security.


—Estupendo, es tu avión —dijo con los dientes apretados—. Tienes un avión.


—Es un avión de la compañía.


—Vale. Que estoy segura de que necesitas para ir a todas tus exóticas sedes internacionales —agitó en el aire una mano despreocupadamente como si el tema de conversación no le importara—. Así que la mitad del coste de un avión privado a las Islas Caimán es… —hizo una serie de gestos exagerados con los dedos como si contara con ellos—. Bueno, veamos, debe de ser alrededor de mi salario de un año. ¿Qué te parece, acierto?


—Así que no puedes pagar el billete de avión. No es tanto problema.


—No lo es para ti —remarcó como si el dinero fuera un problema entre ellos.


—Eh —le alzó la barbilla con suavidad para que lo mirara—. Siempre decías que el dinero no era importante. Que jamás se interpondría entre nosotros —lo había repetido una y otra vez cuando salían en el instituto—. ¿De verdad lo creías?


—¡Por supuesto que sí! —la indignación brilló en su rostro.


—Entonces ¿cuál es la diferencia ahora? Si el dinero no importa, no debería importar si es el mío o el tuyo.


No podía contar las veces que se había tragado el orgullo y le había dejado pagar a ella porque literalmente ella lo había pagado todo. Su sueldo de mecánico daba justo para vivir su padre y él. No para entradas de cine, ni hamburguesas, ni flores en San Valentín. Con diecisiete años eso lo había matado.


—Eso era distinto —su tono era escueto y no lo miró a los ojos.


—¿Distinto? ¿Porque era tu dinero y no el mío? ¿Porque no eras tú la que necesitaba ayuda?


—No —lo miró fijamente—. Porque entonces éramos pareja. Salíamos. Una cosa es aceptar ayuda de alguien de quien estás enamorado y otra…


No supo cómo terminar la frase, pero adivinó qué era lo que ella no quería decir en voz alta. Era algo completamente distinto aceptar ayuda de alguien de quien se estuvo enamorado.


Paula frunció el ceño, una expresión que tanto podría haber sido de culpa como de duda. Ya no la conocía lo bastante bien como para saberlo.


Pedro, yo…


—Lo entiendo —la soltó y miró hacia el frente—. Las cosas son distintas entre nosotros ahora. Pero no hay nada que pueda hacer sobre el avión. Está preparado. Podríamos esperar unas horas para tomar un vuelo comercial, pero el tiempo es esencial.


—Yo…


—No digas que me lo pagarás —dijo en un tono más cortante de lo que pretendía, pero ¿qué podía decir?


La limusina se detuvo en la pista de aterrizaje. En cuanto estuvieron sentados en el avión, Paula abrió la boca para decir algo, pero él habló antes.



—Estás agotada —le recordó—. Trata de dormir algo en el avión. Es un vuelo de casi cuatro horas.


Una vez en la isla dispondrían del suficiente tiempo juntos, en privado, para que ella le dijera con más detalle que ya no lo amaba. No era que hubiera pensado que lo amara, lo que no sabía era lo que le dolería descubrir que era así.


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