lunes, 5 de septiembre de 2016

CAPITULO 30: (QUINTA HISTORIA)




Paula sabía que había corrido un gran riesgo. Había tomado otra de esas decisiones instintivas y problemáticas, dejándose llevar por su corazón. A pesar de la fría recepción, seguía creyendo que había hecho bien.


Ese día él había enterrado a su mentora, socia y abuela, la persona por la que habría hecho cualquier cosa, y el dolor estaba grabado en cada línea de su rostro. Si estaba evitando a todo el mundo, como había sugerido Erin, si ésa era su manera de enfrentarse a la pérdida, tendría que esforzarse más. Ella no lo aceptaría.


—No voy a marcharme, Pedro —alzó la barbilla y lo miró a los ojos—. No he venido por el contrato; he venido por ti. He pensado que esta noche te vendría bien una amiga.


—¿Amistad? —soltó una risa seca—. ¿Eso consideras nuestra relación?


—Pensé que éramos más que eso. Al menos, creía que habíamos superado la etapa de hablar en el porche. ¿No va a invitarme a entrar?


Durante un momento creyó que se negaría, pero él abrió la puerta y le cedió el paso. Pero el brillo acerado de sus ojos no era nada amistoso. Paula se estremeció con un escalofrío que no tenía nada que ver con la lluviosa noche.


—¿Me das el impermeable?


La puerta se cerró de golpe y los nervios de Paula dieron un bote. Desabrochó el cinturón y los botones. Él, a su espalda, la ayudó a quitarse el impermeable.


—Gracias —murmuró, mirando a su alrededor.


Era su casa, temporal, pero aun así quería verla. Mientras estaba fuera la habían consumido los nervios y la angustia de la música que sonaba dentro. Solo tenía una impresión de paredes encaladas y terracota; comprobó que el tema mediterráneo se mantenía en el interior. Paredes blancas con texturas, arcos entre las habitaciones, alfombras tejidas, tiestos con palmeras y toques de color rojo, oro y negro en los muebles.


Se sintió irresistiblemente atraída hacia la cocina y el olor a comida. Sus nervios se calmaron al recordar la última noche en Isla Charlotte y la camaradería que habían compartido trabajando codo con codo.


—Lo que has cocinando huele delicioso.


Con la esperanza de identificar el plato, inhaló profundamente y comprendió que, el olor a carne guisada estaba matizado por algo dulce. Entonces vio las flores. 


Lirios blancos. La calma la abandonó de nuevo. Giró sobre los talones; Pedro seguía junto a la puerta, observándola.


—Lo siento mucho —dijo—. Cuando te marchaste de Melbourne no imaginé que le quedara tan poco tiempo.


—Nadie lo imaginaba.


—¿Ni siquiera tú?


—¿Crees que habría viajado a Australia y desperdiciado días en la isla de haberlo sabido?


La pregunta resonó en el corazón de Paula. Él lamentaba los días que habían pasado juntos.


—No fueron días desperdiciados —le dijo.


—¿Días pasados persiguiendo un trato sin sentido?


—No, no era un trato sin sentido. ¿Cómo puedes decir eso? Hiciste el viaje por Mac, para devolverle la propiedad del lugar que amaba. ¿Crees que ella habría querido que abandonaras eso? ¿No habría deseado volver a ver Isla Charlotte en manos de los MacCreadie?


—Yo no soy un MacCreadie —rezongó él.


—¿Es eso lo que pensaba Mac? Me dijiste cuánto había hecho para encontrarte. Admitió la verdad tras años de silencio sobre vuestro parentesco. Claro que te consideraba familia. Dime, si la compra hubiera llegado a término después de julio, ¿qué habría pasado ahora? ¿A quién le habría dejado la propiedad?


—Soy su único heredero —contestó él como si fuera algo indeseado e inmerecido.


Paula comprendió. Sintió dolor por su pesar e ira por sentirse como si hubieran vuelto a atracarlo. Él no quería el legado de Mac, quería tiempo para devolverle parte de lo que ella le había dado.


—Entiendo cuánto significaba Mac para ti y cómo debes sentirte…


—¿En serio? ¿Tienes idea de lo que es que nadie crea en ti excepto una mujer dispuesta a apoyarte con todas sus posesiones? ¿Sabes lo que es pasar treinta años sin saber de dónde vienes, encontrar las respuestas y a tu familia y perderlo todo semanas después?


Su voz sonó desolada y llena de fervor.


—Diablos, Paula. Ni siquiera estuve a su lado. La única vez que me necesitó, no estuve.


Paula no tenía respuesta. Lo que más deseaba era salvar la distancia que los separaba, rodearlo con los brazos y consolarlo, hacerle saber que no estaba solo. Que la persona que había perdido no era la única que lo amaba. 


Pero él lo impidió con su postura rígida y mirada hostil.


—¿Has considerado esto desde el punto de vista de Mac? 
—le preguntó—. ¿O solo desde el tuyo?


—Mac murió sola —dijo él con rostro tenso—. Es el punto de vista que considero.


«Oh, Pedro», pensó ella. Se estremeció. Como él no contestaba al teléfono, había supuesto que estaba junto a la cama de Mac. Había esperado que llegara a tiempo, al menos para despedirse.


—No lo sabía. Lo siento muchísimo.


Él no contestó, pero vio que un músculo se tensó en su mandíbula. Después, se apartó de la puerta y fue hacia las ventanas que daban a la bahía.


—Desde otra perspectiva —dijo ella, cautelosa—. Imaginó que Mac estaba muy orgullosa de tu éxito. No habría invertido cuanto tenía, hace años, si no hubiera creído en ti. Ni te habría confiado su secreto ni su herencia si no te hubiera querido.


—Aun así, murió sola.


—No, Pedro. Estaba sola antes de encontrarte. Murió sabiendo que tenía un nieto que la quería y que, no lo dudo, la apoyó en todos los sentidos durante sus últimos años.


La mirada de él se perdió en el vacío.


—No lo bastante —dijo él—. Negocios, viajes, no pasé aquí el tiempo suficiente.


Pedro vio en el cristal cómo se acercaba, el movimiento de su cabello y del vestido azul verdoso que acariciaba las curvas de su cuerpo. Deseó concentrarse en esas curvas, en sus piernas, en el recuerdo de su piel desnuda y suave bajo su cuerpo. Pero eso le provocó la necesidad de sus brazos, de su consuelo, de su mirada asegurándole que estaba allí para él.


Fue una sensación demasiado intensa y Pedro se retrajo mentalmente. Había revelado demasiado, se había expuesto. Era muy fácil con ella, aunque no había hecho nada para merecer su confianza.


Ella llegó a su lado. Percibió cómo se preparaba para un nuevo, y fútil, intento de consolarlo. Cuando puso la mano en su hombro sintió una punzada de respuesta y el intenso deseo de más contacto.


—Si de veras quieres que me sienta mejor —dijo—, el dormitorio está tras ese arco.


—¿Eso hará que te sientas mejor?


—Desde luego no empeorará las cosas.


—De acuerdo —dijo ella tras una leve pausa, sorprendiéndolo—. Si eso es lo que hace falta.


—¿Lo que hace falta para qué? —preguntó Pedro, estrechando los ojos.


—Para que aceptes que estoy aquí por ti.


Él sabía lo que debería haber hecho. Debería haber puesto fin a la conversación apoderándose de su boca. Debería haber agarrado la mano que ella había retirado y vuelto a ponerla en su cuerpo. En un lugar mucho más volátil que su hombro.


Debería haber empezado a bajar la cremallera del discreto vestido y a apartar su ropa interior de encaje. Allí mismo, contra el ventanal.


Pero, maldita fuera, con esa simple afirmación había azuzado su desconfianza respecto a los motivos de su presencia allí.


—Dices que estás aquí por mí —se volvió hacia ella y la miró a los ojos—. Pero ¿qué me dices de tus propios intereses?


—¿Mis… intereses? —lo miró confusa.


—Tu madre, tú y la empresa Chaves perderéis mucho si no me convencéis para que reevalúe la compra de The Palisades. Has perdido a Alex Carlisle como comprador y como marido. No puede ser fácil encontrar compradores dispuestos a que los engañen con cláusulas contractuales.


—Eso no es justo —contraatacó ella. Sus ojos verdes destellaron—. Tú pediste las cláusulas adicionales. No fue cosa nuestra.


—Pedí lo mismo que Carlisle. Ni más, ni menos.


—Pero no me preguntaste a mí.


Se dio la vuelta para irse, pero él la detuvo. Puso las manos en sus hombros, la llevó hacia la ventana y bloqueó su retirada. Había demasiadas preguntas cuya respuesta necesitaba conocer.


—¿Por qué Carlisle? ¿Cuál era la atracción, Paula? —al ver que ella no contestaba, se acercó más, con la mirada fija en la curva de sus labios—. Ni siquiera os habíais besado, e ibas a…


—Te lo dije la semana pasada. Me ofreció todo lo que deseaba. Todo y un bebé.


Incluso mientras decía las palabras, Paula deseó haber callado. Vio el impacto que ejercían en él, sintió cómo se tensaban sus manos.


—¿Ibas a casarte con él para tener un bebé?


—Él iba a casarse conmigo para tener un bebé —corrigió ella. Cuando él siguió escrutándola en silencio, añadió—. Puede parecer un juego de palabras, pero hay una gran diferencia. Alex necesitaba un bebé para que su familia pudiera recibir la herencia de su padre.


—Una bonita razón para tener un bebé.


—Estaba motivado por lo mismo que tú, por una persona por la que haría cualquier cosa. En el caso de Alex, era su madre.


—Buscaba un pedazo de tierra —aseveró él—, no un hijo.


—El bebé no era un mero peón, Pedro —dijo ella. Tenía que explicarse, hacer que él comprendiera—. Los dos queríamos una familia; no un hijo sino varios, que crecieran juntos, pelearan y se quisieran. Una familia como la de los Carlisle, que harían cualquier cosa unos por los otros. No era una cuestión de dinero o apellido. Se unió el deseo de crear una familia, que yo hubiera cumplido veintinueve años y lo que supuse cuando no devolviste mis llamadas.


—¿Qué tiene esto que ver conmigo? —preguntó él, entrecerrando los ojos.


El corazón de Paula golpeteó con fuerza. No veía más opción que contárselo todo. Incluyendo lo que más desolación le causaba.





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