lunes, 5 de septiembre de 2016
CAPITULO 31: (QUINTA HISTORIA)
—¿Te has preguntado alguna vez por qué te llamé tantas veces? ¿Por qué estaba tan desesperada por encontrarte, a pesar de creer que me estabas evitando?
Pedro se quedó quieto. Muy quieto.
—¿Estabas embarazada?
Ella asintió y tragó saliva para librarse del nudo que le atenazaba la garganta.
—Durante un breve periodo. Sí.
—¿No utilicé protección?
—Usamos preservativos, pero la última vez… había una posibilidad.
Él estudió su rostro un momento antes de apartarse. En silencio, perdió la vista en la oscuridad que había al otro lado de la ventana. Paula solo pudo imaginar lo que debía estar sintiendo. Asombro, incredulidad, la impotencia de comprender lo que podía haber sido.
—¿Yo lo sabía? ¿Te prometí llamarte?
—Sí.
—Pero no lo hice y no podía contestar a tus llamadas —se volvió hacia ella y la atacó con una frase fría y dura como granizo—. Y Carlisle llegó en el momento perfecto, con el trato perfecto, para ti y para mi bebé.
—¡No! —Paula movió la cabeza con vehemencia—. Había intentado localizarte, intentaba decidir qué hacer si tú no querías saber nada del tema. Perdí al bebé y me di cuenta de cuánto lo deseaba. Entonces Alex me hizo su propuesta. Por eso estaba abierta a su sugerencia.
—¿A su sugerencia de concebir otro bebé? Dime, ¿eso es como volver a subirse a una bicicleta después de una caída? Mejor hacerlo cuanto antes, para no olvidar cómo se hace.
—No —gimió ella, desolada por la cruda analogía—. No acepté casarme con él de inmediato. Le pedí tiempo. No me acosté con él.
—¿Esta vez querías una alianza en el dedo?
—Quería tiempo para reconsiderarlo, para pensarlo bien cuando no me sintiera tan vacía y desesperanzada. Quería asegurarme de que mi razonamiento era válido, no una reacción emocional a mi pérdida. Necesitaba estar segura.
—¿Segura de qué? —por primera vez, su helado control se rasgó, mostrando su ira en los ojos—. ¿De que querías un bebé? No importaba si era de él o mío, o si tu relación se basaba en amor o en avaricia o en un montón de hojas de contrato. Lo querías para ti. No pensaste en el bebé ni en cómo vería la relación de sus padres.
—No es verdad. Teníamos razones sólidas…
—Tan sólidas que huiste del día de tu boda. Tan sólidas que pasaste tu luna de miel en mi cama.
Paula, apabullada, se esforzó por mantener la cabeza bien alta. Por controlar las lágrimas.
—Sabes por qué fui a Tasmania.
—Porque puse en peligro tu farsa de boda… ¿o porque buscabas una excusa para no celebrarla?
—Porque me llamaste, porque oí tu voz en el teléfono, porque no pude evitarlo —contraatacó ella, con voz sonora y rebosante de fuerza—. Maldito seas, Pedro. No me limité a dejarme caer en tu cama. Estabas allí. Lo sabes.
—¿Por qué te acostaste conmigo?
—Por la misma razón por la que he venido aquí hoy, por la misma razón por la que no me marché al ver tu recibimiento. Por la misma razón por la que estoy aquí arguyendo sobre algo que no quieres oír. Porque te quiero.
—¿Me quieres? —resopló con cinismo—. ¿Pero no aceptas un contrato que te ataría a mí?
—No quiero estar atada a ti por un negocio —le devolvió ella—. Con Alex no importaba, contigo sí importa. Todo se amplifica. El breve júbilo cuando pensé que iba a tener tu bebé. No poder ponerme en contacto contigo y comprender que me habías utilizado ese fin de semana, que no ibas a alegrarte de la noticia. Tenía el matrimonio perfecto, la vida perfecta… en mis manos hasta que volviste.
Él estaba tan tenso que ella se preguntó si algo de lo que había dicho había penetrado esa barrera de resistencia. O no la creía, o no quería creerla. Igual daba que fuera una cosa o la otra.
Había intentado explicarle por qué había sido difícil rechazar la propuesta matrimonial de Alex. Si no aceptaba eso, ¿cómo iba a convencerlo de algo tan inexplicable como su amor?
—Sé que éste no es el mejor momento para desvelarte mi alma —le dijo—. No es la razón de que haya venido; no ha sido por mí ni por mis sentimientos, pero ahora lo sabes todo y no me arrepiento de haberlo dicho.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Tal vez porque sabía que llegaríamos a esto.
Durante un momento, el antagonismo de ese «esto» se alzó entre ellos, y fue demasiado. Antes de que él pudiera decir más, ella movió la cabeza negativamente, para detenerlo.
—Creo que los dos hemos dicho bastante. Llamaré a un taxi.
—¿Dejas caer esas bombas y lo dejas así?
—Hasta que ambos hayamos reflexionado, sí.
—¿Tienes que pensarlo más? ¿Cambiar de opinión otra vez? ¿Decidir si esto es amor verdadero?
Paula no tenía respuesta para esas crueles preguntas.
Estaba harta. No podía quedarse allí mientras él desgarraba su promesa de amor y se reía de las difíciles decisiones que había tenido que tomar esos últimos meses. Prefería irse mientras aún le quedara un poco de dignidad. Antes de que empezaran a brotar las lágrimas.
Sacó el teléfono del bolso. Había grabado el número y solo tenía que controlar el temblor de sus dedos para pulsar la tecla.
—No hace falta que llames a un taxi. ¿Dónde te alojas?
—En el Carlisle.
—Te llevaré —dijo él, apretando los labios.
Ella deseó decirle lo que podía hacer con su oferta…, pero prefirió no discutir. Desde su llegada, él había buscado la confrontación. Tal vez, como un animal herido, necesitaba atacar por el dolor de la pérdida de Mac. Ella lo había permitido, pensando que podía absorber parte del dolor con su cariño. Pero ya no podía más.
En el coche, cerró los ojos y lo borró de su mente, envolviéndose en el silencio mientras el coche avanzaba en la lluviosa noche. En el hotel, cuando él bajó para abrirle la puerta, se vio obligada a mirarlo… y a enfrentarse al hecho de que ésa podía ser la despedida definitiva.
En ese momento, su coraje se disolvió. No podía mirarlo a los ojos. Tampoco podía darse la vuelta y marcharse sin decir nada.
Era más fácil, mucho más, inclinarse hacia su cuerpo y besar su mejilla. Percibió su inmovilidad, la tensión de su mandíbula y la textura rugosa de su piel bajo los labios.
Curvó los dedos sobre la solapa de su chaqueta: un último contacto, una última oleada de su olor.
—Cuídate —le dijo. No tenía sentido decirle que la llamara o mantuviera el contacto. Eso ya lo había hecho dos veces, sin éxito—. Lamento tu pérdida —cuando se apartó para irse, él le agarró el brazo y sus miradas se encontraron un instante.
—Yo lamento la tuya, Paula. Ojalá no hubieras tenido que pasar por eso sola.
Las lágrimas asolaron sus ojos de inmediato, pero sabía que si dejaba escapar una, no podría parar. Asintió con la cabeza, se soltó y consiguió alejarse con cierta dignidad.
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