viernes, 2 de septiembre de 2016

CAPITULO 23: (QUINTA HISTORIA)






Estaba segura, sí, pero no estaba bien.


Cuando cerró los ojos, su corazón parecía un conejito asustado que solo podía reconfortarse con el latido sólido y pausado del corazón de Pedro. Estiró los dedos de la mano que aún agarraba su camisa para apoyar toda la palma sobre ese reconfortante latir.


Eso funcionó uno o dos segundos. Su miedo se difuminó sintiendo la presión de sus labios en la cabeza, el calor que irradiaba su cuerpo, la caricia de sus manos en la espalda y el ritmo pausado de su corazón. Entonces movió los dedos unos milímetros, rozó la cicatriz y todo se paralizó.


Él, ella, el tiempo.


Ya no le extrañó que hubiera parecido tan afectado en el cuarto de baño, ni su necesidad de comprobar que estaba bien. No era solo porque se sintiera responsable de su seguridad.


—¿Estás bien tú? —se apoyó en un codo y observó su perfil y su expresión velada.


—Estás en mi cama —apretó la mandíbula—. Estoy muy bien.


—Sabes por qué lo pregunto.


Sí que lo sabía. Había hecho ese comentario incendiario para distraerla. Para que no preguntara por algo que hacía que él se sintiera vulnerable.


Ella captó el brillo determinado de sus ojos. Notó que la presión de su mano en la espalda aumentaba, y fue como una descarga eléctrica para sus células femeninas.


—Tengo cicatrices, Paula —dijo, con voz ronca—. Hubo cortes, puntos, varias operaciones. Podemos jugar a «enséñamelas», si quieres, pero si pones la mano en mi cuerpo, en cualquier sitio, lo interpretaré como que deseas algo más.


Paula lo miró a los ojos y se perdió en una agonía de deseo. 


Le dolían esas semanas perdidas, el haber pensado lo peor de él y no haber confiado en su corazón. Sabía que estaba mal y que se arrepentiría, pero no podía darle la espalda. Lo veía allí tumbado, camisa blanca, pantalón oscuro y ojos plateados, y todo su ser lo anhelaba.


Alzó una mano para tocar su rostro y él la interceptó, agarrando sus dedos temblorosos.


—Quiero que estés muy segura, Paula.


Ella asintió, con un nudo en la garganta. Quería decir las palabras, hacerle saber que había hecho esa elección, pero él se llevó la mano a los labios y le besó la palma. No hizo falta más.


Bajó los párpados para disfrutar de ese erótico segundo y volvió a alzarlos cuando él subió las manos a sus hombros y la tumbó de espaldas. Después la cubrió con su cuerpo y su beso.


La plenitud de ese contacto de ojos, labios y cuerpos, la engulló como una ola de calor. Adquirió conciencia de todos los puntos de contacto entre ellos. La presión de sus labios, el calor de sus manos, la textura de sus pantalones sobre sus muslos desnudos.


La lenta caricia de su lengua la llevó a abrir la boca, invitándolo, para que borrara de su corazón los últimos rastros de pánico, para que confirmara que estaba allí y la mantendría a salvo.


Él deslizó la boca por su mandíbula, mordisqueó su cuello y después el lóbulo de su oreja. Ella arqueó la espalda y él le susurró una promesa erótica, que se perdió entre el ruido de su respiración entrecortada y el tronar de su corazón.


Pero las palabras no importaban. Bastaba con que fuera Pedro. La caricia de su aliento en la piel, el sonido ronco de su murmullo, el saber que él, y solo él, podía dar vida a su cuerpo y llenar la dolorosa soledad de su corazón.


Él volvió a besarla, deslizando las manos hasta sus caderas y haciendo que sus cuerpos se fundieran el uno con el otro tanto como era posible sin quitarse la ropa. Después, sin dejar su boca, se tumbó de espaldas y la colocó sobre él.


El beso tomó un nuevo rumbo, se convirtió en un estallido de pasión. Él bajó las manos de sus caderas a sus nalgas, atrayéndola; ella forcejeó con los botones de su camisa, frenética por desnudar su pecho y acariciarlo. Él abandonó su boca para mordisquear la delicada piel donde se unían hombro y cuello.


—Uno de mis puntos erógenos —musitó ella, que se había estremecido de pies a cabeza con el contacto—. ¿Cómo lo has sabido? ¿Te acordabas?


Pedro había actuado por instinto. No reconocía esa intensidad, esa necesidad de complacerla, de pasar el resto de su vida dentro de ella.


Era total y tremendamente nueva.


Para huir de lo desconocido, se aplicó a lo que sí conocía. El deseo abrasador. Abrió el último botón de la camisa, exponiendo sus pechos. Con una caricia, larga y lenta, de su lengua, mojó cada pezón y luego utilizó los dientes con suavidad, hasta que ella gritó su nombre.


Pedro.


Adoraba oírla decir su nombre, y cuando lo repitió su acento australiano penetró la barrera de su mente y resonó en su memoria una y otra vez: el grito febril de una mujer llegando al clímax


Movido por la desesperada necesidad de volver a oírlo, la tumbó de espaldas y acarició la sedosa piel de la parte interna de sus muslos. Deslizó los dedos dentro del calzón y la encontró húmeda y ardiente. Vio que ella aferraba la sábana como si necesitara un punto al que anclarse; la imagen le resultó sumamente erótica.


El cuerpo de ella vibraba bajo sus dedos, y en sus ojos ardía el deseo. No necesitó más invitación. Con rápida eficiencia, le quitó el calzón y se sentó en los talones para admirarla.


Todo, desde la curva de su codo a la de su cintura era pura perfección femenina.


Deseó aullar como un perro en luna llena, dominado por la frustración. No podía recordar esa imagen embriagadora, que lo estaba hechizando. ¿Cómo podía no recordarla?


La acarició con la mirada una vez más, guardando cada detalle en su mente, luego fue al cuarto de baño para apagar la luz.


Paula había olvidado lo intensa que era la oscuridad en ese lugar tan aislado, libre de los millones de luces de la ciudad y del destello de aparatos electrónicos.


Una oscuridad total.


En julio habían hecho el amor de noche y a plena luz del día. 


No había habido justificación para la modestia en Stranger’s Bay y menos la había en Isla Charlotte. Mientras él se desnudaba, a Paula se le encogió el corazón.


Se preguntó si él la consideraba tan vana como para despreciarlo por sus cicatrices. Comprendió que el problema no eran las cicatrices en sí, sino cómo reaccionaría ella. Tras un día tan intenso, tenía los nervios a flor de piel y ni ella misma sabía cuál sería su reacción. Tal vez le diera por pensar en sus lesiones, su dolor, su mortalidad.


—¿Te molesta la oscuridad? —preguntó él, al notar que se estremecía.


—Solo si impide que me encuentres —contestó.


El colchón se hundió con su peso; estaba a su lado, acelerándole el corazón. Él puso una mano en su cadera y la giró de costado, hacia él.


—Te encontré.


Merecía una respuesta burlona, pero a Paula no se le ocurrió ninguna. Estaba allí, desnudo, suyo, y esa enormidad invadió cada célula de su cuerpo, inflamándola de deseo. 


Quiso demostrárselo. Deslizó las manos por sus brazos, sus hombros, por su espalda.


Cuando descendió más, él aprisionó una de sus piernas con las suyas. Sus ojos se buscaron y encontraron, a pesar de la oscuridad; sus cuerpos estaban tan cerca que no pudo dudar de su viril reacción. Sus muslos se encontraron e iniciaron una danza de pasión y deseo incontrolable.


—Necesito estar dentro de ti.


La oscuridad y el deseo habían acabado con la timidez de Paula, que contempló cómo se ponía un preservativo, con ojos firmes y sentimientos caóticos. Un segundo después la mano de él acariciaba su rostro, sus labios, mientras se situaba entre sus muslos. Sus ojos se encontraron mientras él se introducía lentamente en su cuerpo; Paula olvidó todo cuando el anhelo y el amor se fundieron en un torbellino que tomó posesión de cuerpo, mente y alma.


Lo aceptó, duro, fuerte y vital. Para ella solo había ese hombre; ningún otro podía encajar así con su cuerpo, completarla en su deseo.


Vio en sus ojos un destello plateado, satisfecho, cuando la penetraba hasta lo más profundo de su ser. Después se quedó quieto y emitió un gruñido, suave y al tiempo salvaje, que a ella le pareció delicioso. «Esto es lo que me he perdido», pensó, mientras se besaban y sus cuerpos se unían. El beso fue un eco del ritmo de sus sexos unidos, y no se detuvo hasta que sus pulmones necesitaron aire y sus jadeos rompieron la oscuridad y el silencio.


Cuando ella pensaba que sus exquisitas caricias no podían acercarla más al cielo, él atrapó su labio inferior con los dientes y se quedó quieto. Rígido sobre ella, a punto de perder el control, la miró. Y ella supo que había recordado algo.


Alzó la mano y acarició su rostro; él empezó a moverse de nuevo, penetrándola con fuerza. Paula se resistió a dejarse ir, no quería que acabara, lo quería dentro de ella, quería que el momento durase eternamente.


Después habría palabras, culpabilidad, confesiones, y todo cambiaría de nuevo.


Lo rodeó con las piernas, posesiva. Y eso fue lo que pudo con ambos. El orgasmo llegó rápidamente, atrapándola en su dulce y salvaje grito y lanzándola al infinito. En ese vuelo, repitió su nombre una y otra vez, como una letanía.


Él la penetró profundamente una vez más y se tensó al liberar su descarga. Ella lo abrazó, con brazos, piernas y un corazón desbocado; acarició su espalda y frotó la cara en su cuello, inhalando su aroma viril, impregnándose de él.


Después, sus cuerpos saciados se acoplaron en una fusión perfecta de ángulos y curvas. El brazo de Pedro la unía a su costado y su aliento en la sien hizo que unos pelillos cayeran sobre sus ojos.


Si Paula hubiera tenido energía, los habría apartado. Pero estaba felizmente rendida, incapaz de mover más que los dedos de la mano que reposaba sobre el pecho de él.


—¿Eso te ha hecho recordar? —preguntó con voz suave, recordando el instante de tensión que había visto en su rostro.


—No —contestó él, relajado e imperturbable.


—¿Y no te molesta?


—Ya no.


Ella no supo cómo interpretar esa respuesta. En Stranger’s Bay la frustración de no recordar había reverberado a su alrededor como un campo eléctrico. Bajó la palma notó el borde de una de las cicatrices que cruzaban su abdomen. 


Aunque le había advertido que no preguntara, en ese momento estaba relajado. Era buen momento.


—¿Y el asalto? ¿Te molesta no recordarlo?


—Me molesta que me pillaran desprevenido y me ganaran la partida —el brazo que rodeaba su cintura se tensó.  Paula contuvo la respiración hasta que volvió a relajarse—. Ahora al menos sé por qué podría haber estado despistado.


—¿Por mí?


—Por todo un fin de semana contigo. Sí.


—Me gusta la idea de que estuvieras pensando en mí, pero odio lo que te ocurrió por esa razón.


—¿Las cicatrices?


—Las heridas que causaron las cicatrices —corrigió ella—. Lo que tuviste que sufrir y todo lo que ocurrió después.


—Eso podemos arreglarlo —dijo él.


—¿Podemos?


—Mañana.


—¿Y ahora?


Paula notó que la mano que tenía en la cintura abría los dedos y la abrasaba. Las piernas de él la atraparon contra la cama con su peso.


—Ahora… —su voz se convirtió en algo parecido a un gruñido felino—… hay otras cosas que prefiero rememorar.







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