lunes, 29 de agosto de 2016
CAPITULO 8: (QUINTA HISTORIA)
—¡Escucha esa lluvia! Apuesto a que te alegras de haberte quedado.
La directora de reservas salió del cuarto de baño, donde había estado comprobando que Paula dispusiera de los artículos de aseo necesarios. Dado que ella había salido de casa con solo una pequeña bolsa, agradecía todo lo que el complejo pudiera ofrecer para su inesperada estancia nocturna.
Antes de que pudiera responder al comentario de Gabrielle, el repiqueteo de la lluvia en el tejado de hierro del chalé se intensificó hasta volverse ensordecedor. Paula cerró la boca. No estaba contenta de haberse quedado, pero la climatología le había robado cualquier otra opción.
Gabrielle se reunió con ella en el dormitorio y arrugó la nariz al mirar por la ventana.
—Hicimos bien convenciéndote para que no condujeras.
Paula había estado dispuesta a marcharse como fuera. Dado que el helicóptero no podía despegar, había querido alquilar un coche; incluso le había ofrecido a Jock, el portero y chófer del complejo, comprarle su todoterreno. Pero todos, desde Jock a la directora le habían dicho que era una locura realizar un trayecto tan largo con tan mal tiempo.
Habían sugerido la posibilidad de una barca para salir de allí si era «cuestión de vida o muerte» y Paula se había estremecido. Había una diferencia entre «querer» y «necesitar» irse. Para ella el límite estaba en el vasto espacio de olas turbulentas que la separaba de Appleton.
—Estarás cómoda aquí esta noche —Gabrielle terminó de ahuecar las almohadas de la cama y se enderezó—. Si la cosa se pone peor, estudiaremos la posibilidad del barco mañana.
—¿Hay posibilidades de que el helicóptero no pueda volar? —preguntó Paula, preocupada.
—Espero que no lleguemos a eso —la sonrisa de la mujer perdió fuerza—. Siento no haber podido instalarte en tu chalé habitual. Por desgracia, el otro huésped ya había reservado The Pinnacle.
—No hace falta que te disculpes, Gabrielle. No tenía reserva y me conoces lo suficiente para saber que no espero un trato preferente solo por mi apellido.
—Lo sé, pero gracias por decirlo. Menudo día hemos tenido.
—Sí —corroboró Paula, pensando que el día aún no había acabado—. ¿He oído bien cuando te has referido «al otro huésped»? ¿Somos los únicos hospedados aquí esta noche?
—Tuvimos una cancelación de última hora, por el tiempo; un grupo que había reservado casi todo el complejo para celebrar una reunión de motivación de la plantilla de empleados.
—¿Tan mala es las previsión meteorológica?
—¿Para juegos de playa y paseos por el monte? —Gabrielle ladeó la cabeza como si escuchara la lluvia—. Yo diría que sí.
Para cualquier actividad en el exterior, admitió Paula, contemplando la vista por la ventana. Pensó en el único otro huésped y en sus intenciones. Se preguntó por qué había vuelto en realidad a Stranger’s Bay y si realmente intentaba reconstruir aquel fin de semana.
Se le aceleró el pulso. Miró la cama y el vívido recuerdo de cómo habían pasado gran parte del tiempo provocó una llamarada en su vientre. La desechó recordándose dónde debería haber estado esa noche. La llama se transformó en escalofrío.
—¿Tiene algo de malo la cama? —preguntó Gabrielle, intrigada—. Si necesitas más almohadas, o algo…
—No, no —refutó Paula—. Estaba a kilómetros de distancia, pensando en otra cosa. Tenía una… cita… esta noche.
—Estoy segura de que él lo entenderá.
Paula no lo estaba en absoluto, pero siguió a Gabrielle a la cocina, donde la mujer comprobó el contenido de la despensa y del frigorífico.
—Hay todo lo básico, pero pediré una cesta de comida al catering y la enviaré en cuanto afloje la lluvia. En cuanto a la cena…
—Por favor, no te molestes más por mí —le imploró Paula—. Estoy segura de que la cesta será más que suficiente, no hace falta pedir cena.
—Sabes que nunca eres una molestia —Gabrielle fue hacia la puerta—. Si cambias de opinión, o si necesitas cualquier otra cosa, solo tienes que telefonear. Y si dan algún parte meteorológico con novedades, te avisaré.
—Eso estaría bien. Gracias.
Después de cerrar la puerta, Paula fue de habitación en habitación, planteándose las consecuencias de tener que quedarse allí más de una noche. Se dijo, optimista, que al menos eso retrasaría enfrentarse a la ira de Alex. Por desgracia, no paliaba la inquietante contrapartida: Pedro Alfonso y ella estaban allí solos.
Saber que él se alojaba en el lujoso chalé que habían compartido aquel fin de semana la inquietaba. Era una sensación que conocía bien. Desde el momento en que había conocido a Pedro Alfonso, él había desestabilizado sus sentidos y su equilibrio.
Incluso en ese momento, cuando la cortina de lluvia añadía una capa de aislamiento más a los desperdigados chalés, cada célula femenina de su cuerpo sentía su presencia.
Ante la ventana, que daba a la bahía, alzó las manos para frotarse los brazos; tenía la piel de gallina. Necesitaba calor y estar seca. Pero antes necesitaba una larga ducha caliente.
Cuando salió del cuarto de baño lleno de vapor, media hora después, con el pelo envuelto en una toalla, se sentía tan caliente y relajada como era posible, teniendo en cuenta que el albornoz era idéntico al que había llevado puesto Pedro. Colgó su ropa en las sillas del comedor y se planteó encender la chimenea. Cuanto antes se secara la ropa, antes podría despojarse del albornoz, ese recordatorio de Pedro.
Inconscientemente, llevó la mano a la solapa y se le tensó el estómago al recordar el instante de descubrimiento. La cicatriz, su historia, las lesiones que había imaginado.
Una llamada en la puerta la sacó de su introspección.
Su primer pensamiento, «Es él», dio paso a un resoplido.
Sería el servicio de catering con la cesta de comida. Suspiró con alivio y su estómago rugió con anticipación. Había tomado un desayuno escaso y de eso hacía muchas horas.
—Un segundo —dijo, quitándose la toalla del pelo. Fue hacia la puerta y abrió. Esperaba ver a un sonriente empleado uniformado del servicio de catering del hotel, pero vio a Pedro Alfonso apoyado en el marco de la puerta.
Vestido con pantalones oscuros y camisa blanca, le resultó terriblemente familiar. Igual que la primera noche que pasaron en Stranger’s Bay, aparecía en su puerta sin haber sido invitado.
Mientras se enderezaba, sus ojos plateados la miraron de arriba abajo. Desde los pies desnudos a los rizos húmedos y revueltos. Toda la sangre del cerebro de Paula se trasladó a la superficie de su piel. La molestó y agitó esa descontrolada e indeseada respuesta de sus hormonas femeninas.
«Dejadlo ya», les advirtió. «No queréis verlo. Y menos recién salida de la ducha, sin ropa interior, sin maquillaje, sin defensas».
—¿Qué haces aquí? —preguntó seca.
Él inclinó la cabeza, señalando una enorme cesta, tipo picnic, que había a sus pies.
—Cenar, espero —aprovechando el desconcierto de Paula, Pedro agarró la pesada cesta y entró en la casa.
—Espera. Para —recuperándose, ella agarró la manga de su camisa.
Si hubiera querido, Pedro podría haberse librado de ese intento de impedirle la entrada. Pero se detuvo, con un pie dentro de la casa y a medio paso de su rostro. Por primera vez, notó las pecas que salpicaban su nariz, visibles porque no llevaba maquillaje.
Bajó la vista hacia su cuello y su pecho. Apenas visibles, bajo el rubor de su piel, más pecas salpicaban la profunda uve que dejaba a la vista el albornoz. Habría apostado toda su cartera de acciones a que no llevaba nada debajo… solo piel ruborosa salpicada por pecas doradas.
Percibió el rápido pulso de la vena de la base de su cuello cuando ella soltó su camisa para cerrarse más el albornoz.
La había puesto en situación de desventaja apareciendo sin anunciarse, tal y como había pretendido.
El catering le había llevado su cesta de provisiones antes y, mientras conversaban sobre el tiempo, el camarero, Rogan, había desvelado que solo tenía que entregar una más.
—A una visitante de día que ha tenido que quedarse por culpa de la tormenta. El helicóptero no ha podido despegar.
Pedro había formulado su plan en un segundo.
Para no mojarse, había pedido a Rogan que lo llevara en la furgoneta, refinando su plan por el camino. Paciencia, finura, y sacar partido de la compasión que había visto en sus ojos antes. No había considerado que, de paso, podría disfrutar.
Mirándola ese momento, viendo el temblor de sus delgados dedos sujetando el albornoz, y el nerviosismo con que se humedecía los labios, Pedro supo que iba disfrutar más de lo que se merecía. Apoyó su peso contra la puerta entreabierta.
Por lo visto, sujetaba el pomo con tanta fuerza como el albornoz. Aplicó más presión hasta que la puerta se cerró.
Aunque la cesta de mimbre era una barrera entre sus cuerpos, ella se apretó contra la puerta de cedro, como si quisiera traspasarla.
Conteniendo una sonrisa, Pedro se apartó de la puerta.
Antes, cuando la había aprisionado contra otra puerta, no se había permitido más que inhalar su aroma. Esa vez, agarró uno de sus rizos y se lo puso tras la oreja, rozando su mejilla con el nudillo de un dedo, a propósito.
Su piel era tan suave y sedosa como lo fue el sonido que emitió al tomar aire, tan cálida como la reacción de la sangre en sus venas.
—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó ella rápidamente. La preocupación dibujó una arruga entre sus perfectamente delineadas cejas.
—No te preocupes, Paula —le dedicó una sonrisa lobuna y posó los dedos en esa arruga—. He venido a cenar, no a comerte a ti.
La dejó allí parada, boquiabierta e indignada, y fue a la zona de cocina del salón. Colocó la cesta en la encimera y empezó a vaciarla.
—¿Por qué?
Pedro alzó la cabeza. No había oído los pasos de sus pies descalzos, pero la vio rodear la isla central de la cocina, interponiéndola entre ambos. Sus mejillas seguían teñidas de rubor.
—¿Por qué, qué? —preguntó, examinando la etiqueta de la botella de vino, antes de dejarla en la encimera. Observó la desconfianza de sus ojos—. ¿Por qué voy a cenar, o por qué no voy a comer…?
—Por qué estás aquí —lo interrumpió—. Y por qué has traído tú mi cesta, en vez del catering.
—Rogan iba a entregarla, pero me dio lástima que el pobre hombre corriera bajo la lluvia.
—¿No tenía un vehículo? —preguntó ella.
—Sí, pero no es fácil mantenerse seco —Pedro miró la sala, a su espalda, donde la ropa de ella colgaba de todos los muebles disponibles—. Se diría que tú has tenido un problema similar.
—Tú lo has conseguido.
—Ah, pero yo soy rápido.
—No siem… —calló y apretó los labios. Pedro se quedó inmóvil.
—¿No siempre? —aventuró.
Sí. Eso era lo que había estado a punto de decir. Él vio la verdad en sus ojos incluso cuando ella negó con la cabeza.
Durante un segundo la posibilidad de explorar esas largas piernas y esos pechos asaltó su cerebro.
—Iba a decir que no a todos los empleados les molesta mojarse un poco.
Pedro tuvo que admirar su capacidad de improvisación.
—No creo que a Rogan le hubiera importado —siguió ella—. Creo que somos los únicos huéspedes, así que no tenía mucho que hacer.
—Como somos los únicos, le sugerí que se fuera a casa —sacó un sacacorchos del bien provisto cajón de utensilios y la miró interrogante—. ¿Qué vino abro, el tinto o el blanco?
—Mira, Pedro, no creo que esto sea buena idea —dijo ella, mirando de una botella a la otra.
—¿Por qué no? ¿No te fías lo bastante de ti misma como para cenar conmigo?
—No me fío de ti —replicó ella—. Has aparecido sin avisar, y sé que esto no tiene nada que ver con cenar o con evitarle trabajo a Rogan. Siempre tienes una agenda oculta.
—¿Y qué crees que puede haber en mi agenda, aparte de una cena, compañía y conversación?
—Lo que te trajo a Stranger’s Bay inicialmente. Una compra por un importe de ocho dígitos, por la que trabajaste mucho y que no quieres perder.
—Hay muchas cosas que no me gusta perder, Paula —dijo él—. Sobre todo cuando la batalla no es justa.
—Entiendo que tengas esa sensación, pero…
—¿Sí? ¿Entiendes lo que es perder días de vida? ¿No saber lo que uno ha dicho, hecho o compartido?
Los ojos de ella brillaron un segundo y luego desvió la mirada.
—Supongo que compartiríamos cena, comida y conversación aquel fin de semana, en un chalé como éste —se concentró en abrir la botella de vino, mientras elegía sus palabras para que tuvieran el mayor efecto posible—. Tu prometido no puede quejarse de lo que han provocado las circunstancias. Dices que es un hombre justo. ¿Se opondría a que cenaras conmigo y me ayudaras a recuperar algo de lo que he perdido?
—Ayudarte… ¿cómo? —preguntó ella, con voz intranquila.
—Me preguntaste cómo me estaba enfrentando a este vacío en mi memoria. Te dije que había dado marcha atrás, recogiendo información, recreando acontecimientos. He recuperado casi todo… excepto los días que pasé aquí.
—Lo siento, Pedro. No puedo hacer eso. No puedo ayudarte a recrear ese fin de semana.
—Solo te pido que hables conmigo, que me digas dónde fuimos, qué hicimos —sirvió una copa del vino dorado y la deslizó por la encimera—. Puedes decirme dónde comimos, qué bebimos.
Vio cómo ella vacilaba y su fuerza de voluntad disminuía.
Estiró el brazo y tocó el dorso de su mano con el dedo índice, para que volviera a mirarlo.
—Tal vez no puedas ayudarme con nada más de lo que perdí, pero puedes ayudarme en eso.
Aunque no contestó de inmediato, vio que sus expresivos ojos verdes capitulaban. Sintió un latido satisfecho en sus venas, pero esperó, simulando tranquilidad, a que ella hablara.
—Puedo intentarlo —alzó la barbilla un poco—. Pero quiero dejar claro que solo te daré datos.
—No espero más.
—Y no puedo prometer que lo recuerde todo.
—Estoy seguro de que recuerdas lo importante.
Ella bajó la vista y se frotó el brazo con una mano. Él se preguntó si era por frío o por nervios.
—Podemos hablar mientras cenamos, pero después tengo cosas que hacer.
—Lavarte el pelo, hacer la colada —murmuró Pedro. Ella ya había ido a recoger las prendas que había alrededor de la mesa. Una falda rosa y un suéter blanco. Un sujetador de encaje blanco. Algo diminuto que debía ser un tanga.
Sujetó la ropa contra su pecho y lo miró desde el otro lado de la mesa, obviamente molesta por su comentario.
—Tengo llamadas que hacer.
«A Carlisle», pensó Pedro, «el hombre que ha ganado lo que yo he perdido».
Ese pensamiento puso fin a su satisfacción. No pudo resistirse a soltarle una última pulla antes de que ella se marchara con la ropa en los brazos.
—No hace falta que te cambies por mí. Imagino que te he visto en albornoz antes… y sin él.
—Ésa es precisamente la razón de que esta cena me parezca una mala idea —contestó ella desde la puerta del dormitorio.
—¿El que te haya visto desnuda?
Ella se sonrojó, pero su mirada se mantuvo fría y firme.
—El que no me fío de que no vayas a mencionarlo.
—¿Y eso te incomoda?
—Estoy comprometida para casarme con otro hombre. Por supuesto que me incomoda.
—¿Crees que intentaría seducir a la prometida de otro hombre? —preguntó Pedro, que no necesitaba que le recordase ese hecho.
—Creo que harías cualquier cosa para conseguir The Palisades.
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