domingo, 28 de agosto de 2016
CAPITULO 4: (QUINTA HISTORIA)
Protegido a las miradas del exterior, en el jacuzzi de su chalé, Pedro observó el progreso del paraguas amarillo que subía y bajaba entre arbustos y salientes rocosos. Además de los caminos asfaltados que proporcionaban acceso a los vehículos, una serie de senderos para peatones cruzaban toda la propiedad. Pero dudaba que Paula estuviera dando un paseo revitalizador bajo la lluvia.
Pedro lo había intentado tras salir del gimnasio, más bien una carrera que un paseo, antes de sumergir sus cansados músculos en el agua. Para facilitar su relajación, tenía una botella de pinot tinto a su lado. La combinación había funcionado de maravilla hasta que vio ese paraguas.
Hacía hora y media que habían hablado. Noventa minutos para que ella hiciera sus llamadas, comparara opiniones y preparara su oferta. Si hubiera mucho en juego, no habría viajado hasta allí. No habría reaccionado a sus acusaciones.
Se habría encogido de hombros y le habría dado una tarjeta de Alex Carlisle.
Antes había estado tenso y en guardia, intentando ocultar su punto débil. Si ella hubiera aprovechado la inexactitud de sus recuerdos de aquel fin de semana, habría adquirido una gran ventaja. Pero pasado el encuentro inicial, si hacía las preguntas y observaciones correctas, ella rellenaría algunas lagunas de su memoria. Y, después de haberla visto, deseaba más que nunca recordar ciertas cosas.
No solo por su belleza, que había esperado por las fotos que había visto, sino por su actitud. No sabía si había utilizado la frase «¿cómo osas acusarme?», pero su postura defensiva y mirada altanera habían sugerido exactamente eso.
Lo sorprendía que esa pose de dignidad herida lo excitara tanto. Por no hablar de los ojos verdes que habían encendido su sangre.
A pesar de haber corrido kilómetros bajo la lluvia, a pesar del viento helado en la piel, el calor de su encuentro seguía acariciándolo. No era extraño que lo hubiera atraído a su cama ese fin de semana que él no podía recordar. O, si creía la versión de ella, cuánto había disfrutado él seduciéndola.
Sin duda, independientemente de quién hubiera propiciado el asunto, la conclusión había sido gloriosa.
Un saludo y una caricia de esos ojos lo habrían tumbado a sus pies.
Volvió a asaltarlo su incapacidad de recordar dónde, cuándo o cuántas veces, pero con menos fuerza que antes. La frustración quedaba atemperada por el desarrollo del primer encuentro y por la anticipación de cómo sería el siguiente.
Tenía intención de divertirse un poco.
Cuando vio que ella pasaba ante los arbustos que ocultaban su chalé de la vista, salió del agua. Durante un instante malévolo, se planteó ir a la puerta tal y como estaba: desnudo, mojado y, sabiendo quién era su visita, excitado.
Pero se puso un albornoz, no por modestia, sino por la misma razón que se había puesto una camiseta cuando ella llegó al gimnasio; no quería que ella viera las cicatrices o pensara en su origen. Prefería mantener esa carta oculta en la manga, solo la sacaría en caso de absoluta necesidad.
Fue hacia la puerta de la terraza y abrió. La brisa le pegó el albornoz contra los muslos húmedos.
Paula llevaba un impermeable cerrado de arriba abajo y su rostro expresaba determinación. Titubeó un segundo al ver el atuendo de él, pero luego lo miró a los ojos, firme pero sonrojada.
—Disculpa —dijo—. Estabas en la ducha.
—En el jacuzzi. ¿Te gustaría unirte a mí?
—Gracias —dijo ella, tras parpadear con sorpresa—. Prefiero dejarlo para un día no lluvioso.
Guapa, inteligente e irónica. Pedro sintió que su admiración por Paula Chaves crecía segundo a segundo.
—El jacuzzi está bajo cubierto, el agua caliente, la botella de vino abierta —alzó su copa hacia ella—. Y es bueno.
—No he traído traje de baño.
—Yo tampoco —dijo Pedro—. No me parece un problema.
—Ni a mí, pero nuestros días de jacuzzi pertenecen al pasado —afirmó ella, aunque el rubor de sus mejillas subió de tono.
—Supongo que es mi compañía lo que rechazas, pero estás aquí.
—Seré breve. Me voy a las cuatro.
—¿Siempre eres tan estricta con tus horarios?
—Solo cuando tengo un vuelo reservado —contestó ella.
Pedro comprendió que hablaba de marcharse del complejo, no de su puerta. La tormenta había impedido el despegue de los helicópteros todo el día, pero supuso que ella se enteraría antes o después. No dijo nada.
—Es una pena que rechaces el jacuzzi, pero sigue estando el vino. ¿Por qué no entras y tomas una copa? —abrió la puerta de par en par.
Ella lo miró como si la hubiera invitado a entrar en una guarida de lobos. A él le costó no enseñarle los dientes como un perro rabioso.
—Tú debes estar calentita con tu impermeable, pero a mí se me están helando… las partes, aquí.
—Tal vez deberías vestirte —sugirió ella. Con cuidado de evitar sus «partes», entró en la casa.
«No», pensó Pedro, perverso, «prefiero el albornoz porque te pone nerviosa».
—¿Por qué no te quitas el impermeable? —sugirió, admirando el bamboleo de sus caderas —. Estás en tu casa. Te serviré una…
—No es una visita social —repuso ella, paseando por la sala como si no supiera dónde plantar los sensuales tacones de sus botas—. No quiero vino.
—Luego es de negocios —Pedro dejó su copa en la mesa—. Me impresionas. No creía que pudieras conseguir hablar con Carlisle tan rápido.
Eso hizo que ella se detuviera ante el sofá de cuero. No se sentó. Cuadró los hombros y alzó la barbilla antes de volverse hacia él.
—Aún no he hablado con Alex. Probablemente no lo localice hasta el lunes.
Pedro apoyó las caderas en la mesa del comedor y se cruzó de brazos.
—¿No puedes localizar a tu prometido durante el fin de semana? —preguntó.
—No contesta a sus teléfonos, y eso significa que no está en la oficina ni en casa. Seguiré probando su móvil, pero si no tiene cobertura… —encogió los hombros—… no puedo hacer más.
—Muy conveniente.
—No especialmente —repuso ella sin pestañear, aunque sus ojos se aguzaron—. Preferiría poder localizarlo.
—¿Y tu madre? ¿Contesta ella a sus teléfonos?
—Sí. He hablado con ella y me ha dicho que llamaste la semana pasada. Lamento que no me diera el mensaje, y más aún que te diera una idea equivocada sobre mi compromiso.
—¿Estás diciéndome que no estás comprometida con Alex Carlisle? —preguntó Pedro tras escrutar su rostro unos segundos.
—No lo estaba en julio. Ahora sí —aclaró—. ¿Por qué tengo la sensación de que no me crees?
—Porque, aparte de tu madre, no he conseguido encontrar a nadie que lo sepa. Mucha gente os menciona a Carlisle y a ti en artículos de negocios y sociedad, pero no se habla de compromiso.
—Así es como nos gusta que sea —dijo ella con rabia. Después, como si se arrepintiera de esa muestra de mal genio, apretó los labios y se recompuso antes de seguir—. Nuestras familias son muy conocidas, sobre todo los Carlisle, y no queremos que nuestros planes de boda se conviertan en un circo. Alex decidió, los dos lo hicimos —corrigió—, no hacer el anuncio hasta después de la boda.
—¿Y cuándo será eso?
—Yo… no hemos decidido la fecha aún —movió la mano izquierda con vaguedad.
—¿Será pronto? —los ojos de Pedro examinaron su mano y, satisfecho, se puso en pie.
—Sí —dijo ella—. Muy pronto.
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