domingo, 28 de agosto de 2016

CAPITULO 5: (QUINTA HISTORIA)




Desde que había abierto la puerta, Paula se había sentido en desventaja. Todo, desde el albornoz mal abrochado, al brillo burlón de sus ojos y a la sugerencia de que se metieran desnudos en el jacuzzi, le traía recuerdos que no deseaba. 


Estar en el chalé empeoraba las cosas. No podía concentrarse teniendo a la vista todos los lugares donde se habían besado, acariciado y desnudado.


Se había obligado a mantener los ojos clavados en su rostro, y la conversación la había ayudado a no pensar.


Hasta ese momento.


Cuando se acercó, ella fue muy consciente de la poca ropa que él llevaba encima y de lo expuesta que se sentía. El corazón golpeteó contra sus costillas. No sabía qué quería él, por qué se había puesto en pie ni por qué había mirado con tanta atención su…


—¿Por qué no llevas anillo?


Paula abrió la boca, no encontró respuesta y volvió a cerrarla. Él agarró su mano izquierda.


—¿No es eso lo habitual cuando uno está comprometido para casarse? ¿Lucir un diamante en este dedo?


Acarició su anular con la yema del pulgar. Fue un roce leve, pero estaba tan cerca de ella que captó el calor masculino de su piel y su cuerpo se estremeció con recuerdos mucho menos inocentes. Se ruborizó levemente.


—No tengo anillo de compromiso.


—¿Carlisle no te ha comprado un diamante? ¿Qué te ha dado entonces? ¿Un paquete de acciones? ¿Capital para expandirte? ¿Un acuerdo de exclusividad para utilizar los servicios de tu empresa en su cadena hotelera?


Su voz sonó suave y burlona, pero no dejó de mirarla ni un segundo. Ella se recordó que había ido hasta allí para decirle la verdad. Para explicar por qué no podía darle lo que pedía. Aunque sentía un cosquilleo en el estómago, tenía que intentarlo.


—Me ofreció ayuda para rescatar mi negocio.


—¿Tienes problemas financieros?


Paula liberó su mano, pero la calidez del contacto siguió cosquilleando en su piel. Eso la avergonzaba tanto como admitir los problemas de su empresa. Sabía que se había ruborizado.


—Me expandí demasiado rápido, tenía ideas grandiosas y quería demostrar que podía triunfar sola. Pedí un préstamo poco ventajoso y, sí, me resulta muy difícil solventar la deuda.


—Eso me parece difícil de creer. Eres una Chaves. Tus padres…


—No quería su ayuda —interrumpió ella—. No quería utilizar dinero de mi padre. De eso se trataba. Ya sabes por qué.


Ella le había contado la vida secreta de su padre y por qué había abandonado el negocio familiar para montar su propia empresa, pero la expresión de él le hizo pensar que era otra de las cosas que había olvidado de aquel fin de semana.


—¿Aceptar la ayuda de tus padres es distinto a aceptar la de tu futuro marido?


—Sí —dijo ella con fiereza—, desde luego. Esto es un trato entre dos partes.


—¿Qué recibe Carlisle a cambio?


—A mí.


Sus miradas se encontraron. Algo chispeó en los ojos de Pedro, un atisbo de ira o negación que ocultó rápidamente. Se echó hacia atrás y la estudió con obvia desaprobación.


—Así que se ha comprado una esposa. Una Chaves de sangre azul con las mejores credenciales, y un complejo vacacional por añadidura.


El dardo hizo diana, pero Paula no pestañeó. Sabía qué clase de contrato matrimonial había aceptado. Entendía los términos, había pasado una semana diseccionándolos antes de llegar a una decisión. Alzó la barbilla.


—Alex cree que es un trato muy ventajoso.


—Pero no lo sabe todo sobre ti, ¿verdad?


—No sé a qué te refieres.


—Sí lo sabes —su voz sedosa desentonaba con su mirada acerada—. ¿Qué opina Alex de que su esposa se acueste con los clientes?


—Puede que su esposa haya hecho malas elecciones en el pasado, pero fue antes de hacer votos de fidelidad. Cuando se entregue a un hombre, no lo engañará. Sabe bien el daño que eso causa a todos los implicados.


—¿Has hecho muchas malas elecciones como ésa?


—Solo recuerdo una.


—No puede haber sido todo malo —dijo él. Sus miradas se enfrentaron un segundo. Ella no podía mentir, pero no se le ocurría una respuesta. Ni siquiera sabía si estaba consiguiendo que sus ojos no reflejaran la verdad que ocultaba en el pecho.


«Recuerdos. No son más que recuerdos engañosos», se dijo, antes de hablar.


—No. No todo fue malo. Aprendí varias lecciones valiosas sobre las decisiones precipitadas: que me va mejor cuando me dejo guiar por mi naturaleza cautelosa. Y que debo
pensar en las consecuencias finales de mis actos. Aprendí a preguntarme «¿Por qué me desea este hombre?» Y a responder honestamente.


—¿No crees que podría haberte deseado a ti, sin más? —una llama chispeó en sus ojos plateados.


—Me deseabas, y te aseguraste de conseguirme. Pero no desvelaste tus verdaderos motivos hasta después de tenerme.


Los labios de él se tensaron y un músculo se movió en su mejilla. Durante una fracción de segundo, ella creyó ver un destello de arrepentimiento en sus ojos. Entonces él se dio la vuelta y fue hacia la cocina. Había dado media docena de pasos cuando giró en redondo.


Su expresión volvía ser inescrutable, pero sus angulosos pómulos y su boca recta le daban un aire peligroso y duro. 


Ella se puso en estado de alerta nuevamente.


—No has mencionado esto —señaló a su alrededor con la mano—. ¿Cómo encaja en la fusión Carlisle-Chaves?


—No entraba al principio, no hasta que Alex se declaró.


—¿Y cuándo fue eso?


Paula apretó los labios y calló el «No es asunto tuyo», que pugnaba por salir de su boca. Quería datos y se los daría. 


Tal vez entonces comprendería la imposibilidad de lo que buscaba.


—A finales de julio, después de nuestro fin de semana. Estaba un poco… furiosa por esa experiencia.


—¿Pero fuiste receptiva a una fría declaración, equivalente a un contrato empresarial?


—Fui receptiva a la honestidad —contestó ella. La alegró ver un destello de irritación en sus ojos; se merecía un golpe bajo, él ya había dado bastantes—. Sopesé los pros y los contras. Hablé con mi madre y, de paso, le conté lo que había ocurrido entre nosotros. Decir que no la hizo feliz sería un eufemismo.


—¿Tu madre es quien da la aprobación a tus amantes?


—No le gustó que me hubieras utilizado para que ella recomendara tu puja. Retiró su aprobación.


—Ella solo es un miembro de esa junta directiva —la miró con dureza—. ¿Estás diciendo que todos los demás estuvieron de acuerdo?


—No de inmediato, pero como viuda de Edgard Chaves, su opinión tiene mucho peso. Arguyó en contra de tu falta de escrúpulos de negocios; la escucharon pero querían vender. Así que mi madre pidió que le concedieran una semana para encontrar a otro comprador.


—Entonces encontró a Carlisle y añadió una cláusula al contrato matrimonial: «Tendrás a mi hija solo si mejoras la oferta que tenemos por The Palisades» —soltó una risa ronca y dura—. Y ahí entraste tú, que conocías perfectamente mi puja.


—No —objetó Susannah con vehemencia—. Yo no tuve nada que ver.


—¿Estás diciéndome que todo lo arreglaron tu madre y Carlisle? ¿Sin tu conocimiento?


—Acepté el contrato matrimonial. Acepté todas las cláusulas, incluyendo la de The Palisades. No quería que te quedaras con este lugar. No quería volver a verte nunca —vio una objeción en los ojos de él y se apresuró a seguir—. Pero no desvelé nada respecto a tu puja. ¿Cómo iba a saber qué divulgar, por Dios santo? ¿Crees que te leo el pensamiento, o que murmuraste cifras millonarias mientras dormías, o que miré tus archivos?


Paula calló y sus ojos se ensancharon al ver su expresión pétrea. Sí que lo creía. Movió la cabeza y dejó escapar una risa incrédula.


—¿Cómo crees que podría haberlo hecho? Pasamos todo el tiempo aquí… —señaló a su alrededor con el brazo—… en el chalé que había reservado yo. ¿Acaso crees que después de agotarte en el dormitorio, saqué la llave de tu habitación del bolsillo y bajé por el acantilado en plena noche para espiar en tu ordenador portátil?


Él arrugó la frente con consternación, pero Paula ya no quería diseccionar qué pensaba, sentía o simulaba no sentir. 


Siempre se había enorgullecido de su habilidad para contener sus emociones, para presentar sus argumentos con lógica y claridad. Sin embargo, en ese momento sentía ira y decepción.


Cuando él había dicho que no todo podía haber sido malo, se había permitido recordar fugazmente lo bueno. Lo estimulantes que habían sido sus conversaciones, tanto si eran en tono de broma como de debate. El placer de pasear a su lado, de la mano. El placer más complejo de sentir su cuerpo unido al de ella, trasportándola a lugares y sentimientos hasta entonces desconocidos.


Había creído que lo ocurrido después, las consecuencias, el que no contestara a sus llamadas había destruido los buenos recuerdos, pero no era así. Algunos seguían vivos, y él los había aprovechado para lanzarle esas insultantes acusaciones. En ese momento se sentía enfadada, amargada y profundamente decepcionada con él y con su propio mal juicio. Tomó aire para decir lo que quedaba por decir.


—Estaba a punto de contarte por qué accedí a añadir The Palisades al contrato matrimonial, pero me ahorraré el aliento. Es obvio que no recuerdas nada de mi carácter, de
mi pasado, ni de lo que compartimos ese fin de semana. Empiezo a preguntarme si me recuerdas en absoluto.


De repente, sintió frío y un intenso cansancio. Quería un hogar y la seguridad de la vida que había elegido, sensata, agradable y ordenada. Rodeó la mesa del comedor y fue hacia la puerta.


Él la llamó, pero siguió andando. Cuando oyó sus pasos en el suelo, fue más rápido. Con dedos temblorosos, abrió la puerta. Pero una enorme mano se apoyó en la jamba y volvió a cerrarla.


Ella miró su pulgar, mientras su corazón se aceleraba y su cuerpo captaba la familiar calidez de él a su espalda. 


Demasiado cerca, demasiado familiar. La cólera se desató en su interior.


—Déjame salir —masculló. Apretó los dientes.


—Aún no —su voz sonó grave y conciliadora. Ella sintió su aliento en la mejilla.


La traicionera respuesta de su cuerpo incrementó aún más su ira. Se negaba a que la convenciera con falsas disculpas.


—Tienes tres segundos antes de que me ponga a gritar como una loca. Aunque lo hayas olvidado todo, al menos recordarás la potencia de uno de mis gritos —cerró los ojos y empezó a contar. Él empezó a hablar cuando iba por el dos.


—No lo recuerdo, Paula. No te recuerdo a ti, no recuerdo tu grito, no recuerdo nada.



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