sábado, 20 de agosto de 2016
CAPITULO 4: (CUARTA HISTORIA)
Pedro se volvió, y se quedó sorprendido al ver a su jefa de obras encarándose con un joven obrero. No pudo escuchar las palabras, pero por la expresión del empleado no parecía una conversación demasiado agradable. Las mujeres dominantes le resultaban tremendamente atractivas… siempre y cuando él permaneciera al mando. Se concentró nuevamente en Karen.
—¿Para qué me necesitabas?
—Oh, solo quería avisarte de que tengo que hacer otro viaje. Me marcho ahora mismo. Tengo el avión esperando.
Lo miró con aquellos enormes ojos suyos, sonriente, y Pedro sintió un nudo especialmente incómodo en el estómago.
Siempre lo miraba de esa forma antes de pedirle un favor difícil de conceder. Ni siquiera deseaba saber a qué venía aquel brillo malicioso de su mirada, aunque tenía la sensación de que estaba a punto de averiguarlo.
—No —se adelantó antes de que ella pudiera hacerle cualquier pregunta o petición que rondara por su pequeña y preciosa cabecita. Ya lo había adivinado.
—Te enviaré por correo electrónico una lista detallada con todo lo necesario.
—No.
—Por favor…
—Si no lo haces tú, tendrá que hacerlo Matias —insistió con un delicioso mohín.
—Lo primero de todo, no soy yo quien va a casarse. Lo segundo, Matias nunca jamás le organizaría un homenaje a la novia. Una fiesta de chicas.
—Yo no te he pedido que lo hagas tú —suspiró, frustrada—. Solo necesito que te encargues de unos cuantos detalles de mi parte mientras estoy fuera. No será nada del otro mundo.
Pedro simuló una expresión aburrida, se cruzó de brazos y esperó, no sabía muy bien qué. No quería colaborar en planificar una fiesta de chicas, aunque se tratara de su futura cuñada. Él diseñaba y supervisaba estructuras de acero. No elaboraba tarjetas de invitación de frufrú y las decoraba con campanitas.
—Está bien… —consintió al final, y el gritito de deleite que soltó Karen mientras daba un salto y lo abrazaba le arrancó una sonrisa—. Sabías que acabaría cediendo, ¿verdad? —rezongó.
—Es que siempre lo haces: te resistes un poco pero al final terminas aceptando —se apartó de él—. Cuando esté en el avión te enviaré mi hoja de cálculo.
Pedro asimiló las palabras cuando su hermana ya se alejaba.
—¡Espera! ¿Hoja de cálculo, has dicho?
—Te veré dentro de una semana —gritó Karen por encima del hombro antes de sentarse al volante de su lujoso coche.
—Dios mío, Pedro, lo siento tanto…
Pedro se giró en redondo. Era Paula; su tono rezumaba frustración.
—Espero que no se haya marchado por culpa de Nate.
—¿Nate?
—Mi exempleado.
Pedro sacudió la cabeza.
—Ah, no te preocupes. Se marcha al aeropuerto, tenía prisa. Espera un momento… ¿has dicho exempleado?
—Lo he despedido.
Se la quedó mirando atónito.
—No me mires así —replicó, volviéndose para dirigirse a la oficina del remolque—. No pienso consentir en la obra comportamientos tan poco profesionales.
Pedro procuró alcanzarla.
—Teniendo en cuenta que esta también es mi obra, creo que yo también tengo algo que decir al respecto. Solamente ha silbado, Paula. Karen no se ha dado por ofendida.
Paula subió los escalones del remolque, aferró el picaporte y se volvió para mirarlo.
—Eso lo habría podido tolerar. Tal vez. Pero cuando me dirigía hacia él, estaba de espaldas y dijo unas cuantas cosas sobre ella y sobre mí que preferiría no repetirte. No pienso aceptar comentarios ofensivos contra las mujeres que procedan de mis trabajadores. Y de ti tampoco, por cierto.
Impresionado por la seguridad de su tono, la siguió al interior del remolque.
—Bueno, yo tampoco estoy dispuesto a tolerar ese tipo de comportamientos. Pero te agradecería que en lo sucesivo consultes conmigo todas las cuestiones que afecten al desarrollo de las obras.
De espaldas a él, Paula se inclinó para abrir el cajón superior y se puso a rebuscar entre unos papeles. Pedro no pudo menos que disfrutar de la vista.
—¿Hola? ¿Me estás escuchando?
Lo miró por encima del hombro.
—Te pido disculpas por no haberlo consultado antes contigo, Pedro, pero me pareció que era lo mejor.
—Y no te equivocaste. Solo recuerda que los dos estamos casados con este proyecto y que, como buen matrimonio, las decisiones importantes tenemos que discutirlas en común.
—Es la segunda vez que comparas este proyecto con un matrimonio —observó ella, arqueando una ceja con expresión de curiosidad—. Tratándose de un soltero de fama mundial como tú, me sorprende que sepas algo de eso.
Pedro maldijo para sus adentros. Tenía razón.
—No me endoses ese estereotipo, Paula. La gente no siempre es lo que parece o lo que dicen los demás que es.
—Tienes razón. A veces la gente es todavía peor —dejó sobre el escritorio la carpeta que había sacado y se acercó a él—. Por cierto que tú todavía no me has dado las gracias por haber defendido a tu hermana.
De repente Pedro no supo qué deseaba hacer más: si aplaudirla por haberse solidarizado con su hermana, besarla hasta hacerle perder el sentido o estrangularla por haberlo sumido en aquel estado de confusión. Cualquier mujer capaz de hacerle frente en una discusión, o de igualar la pasión que ponía siempre en todo, seguramente podría hacer lo mismo en otros terrenos más fascinantes.
—Me sorprende que le hayas despedido sin la menor vacilación —observó.
—Eso es porque no me conoces en absoluto, Pedro —volvió a mirar los papeles que tenía sobre el escritorio—. Si así fuera, sabrías que no soporto a los hombres que van exhibiendo por ahí su testosterona.
Aquella declaración confirmó sus sospechas iniciales. Algún imbécil le había dado motivos para sentirse amargada con todo el género masculino.
—Paula, dado que vamos a vernos prácticamente cada día durante meses, creo que es mejor que aclaremos algunas cosas —se interrumpió a la espera de que se decidiera a mirarlo—. Esa susceptibilidad tuya hacia mí tiene que desaparecer. No hay manera de que trabajemos juntos en esto y no terminemos implicándonos a nivel personal de alguna manera. Si tienes algo que decirme, suéltalo de una vez. Sé que has tenido una mala experiencia. Llevas el síndrome de la damisela amargada escrito en la cara.
Esperó a que lo corrigiera o se defendiera. Lo que no esperaba era que la muy osada esbozara una sonrisa. Un gesto que tuvo que sumar a la lista de cosas que admiraba en ella.
—¿Has terminado de analizarme? —le preguntó, ladeando la cabeza—. Puede que estés habituado a lucir esa sonrisa del millón de dólares con mujeres que luego caen rendidas a tus pies, pero no esperes que yo vaya a implicarme contigo en cualquier otro nivel que no sea el puramente profesional. No tengo ningún secreto y oscuro pasado del que tú necesites preocuparte, ni tampoco soy una… ¿cómo me has llamado? ¿Una damisela amargada? ¿Acaso necesitas alguna excusa para acudir a rescatar a una dama al galope de tu corcel, Pedro? Bueno, pues sigue cabalgando. Yo no estoy interesada.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó, sin molestarse en reprimir una sonrisa.
—¿Qué? —arqueó las cejas, sorprendida.
—¿Te sientes mejor después de haberme puesto en mi sitio?
Poniendo los ojos en blanco, Paulaa se echó a reír.
—Dudo que alguien te haya puesto alguna vez en tu sitio. Solo quería que supieras que no tiene sentido que desperdicies tus sonrisas y tus flirteos conmigo. Eso no ha sido nada profesional, pero tú me has preguntado y yo nunca miento.
Pedro apoyó la cadera en el escritorio, sin mostrar la menor prisa por marcharse.
—¿Y si a mí no me parece un desperdicio flirtear contigo?
Paula, que se disponía a rodear la mesa, se quedó paralizada.
—¿Estás bromeando, verdad? ¿Acaso no podemos seguir adelante con este proyecto sin ponernos los dos en ridículo?
—Claro. Con una condición —esperó a que se volviera nuevamente a mirarlo y, por alguna razón, pronunció sin pensar—: Necesito que me ayudes a planificar un homenaje de novia. El de mi futura cuñada.
Paula sacudió la cabeza como si no hubiera oído bien.
—¿Perdón? ¿Un homenaje de novia? No sabía que te hubieras dado al pluriempleo.
—Mi hermana es la que se encarga de ello, pero ha tenido que marcharse de viaje —de repente se preguntó por qué le estaba contando todo aquello. ¿Desde cuándo iba por el mundo dando motivos para que se burlaran de él?—. Me ha pedido que la ayude.
—¿Y por qué me lo pides a mí? Yo no me he casado nunca.
Pedro se echó a reír.
—Bueno, pero eres una mujer.
—Me alegro de que te hayas dado cuenta —repuso secamente.
—Oh, claro que me he dado cuenta —recorrió con la mirada su esbelta figura, incapaz de detenerse en un lugar específico: toda ella era perfecta—. Y mucho.
No cruzó las manos sobre el pecho, como habrían hecho la mayoría de las mujeres. Con las manos en los costados, ladeó la cabeza y puso los ojos en blanco como si su compañía lo estuviera aburriendo mortalmente.
—¿Debería sentirme halagada de que me hayas incorporado a la lista de las mujeres afortunadas a las que has dejado entrar en tu vida?
—Oh, Paula —se echó a reír—, definitivamente no te pareces en nada a las otras mujeres de mi vida, eso te lo aseguro. Tú destacas entre todas las demás por méritos propios.
Vio que abría mucho los ojos. Y que se le dilataban las aletas de la nariz.
—¿Por qué no volvemos al momento en que me suplicaste ayuda? Mi corazón no puede soportar tanta frase romántica.
La miró fijamente a los ojos. ¿Qué sería lo que la había vuelto tan dura, tan amargada?
—Karen me va a enviar una lista de tareas por correo electrónico —explicó—. ¿Qué te parece si quedamos a cenar después y hablamos tanto del homenaje de novia como del proyecto?
—¡Tienes que estar de broma! ¿Esperas que salga contigo para que te ayude a organizar el homenaje de novia de alguien a quien ni siquiera conozco? ¿Es así como te lo montas con las mujeres?
—Olvídalo —cambió de opinión. No iba a suplicarle ni a mostrar debilidad alguna, por mucho que necesitara su ayuda. Indudablemente la lista de Karen sería prolija y detallada, pero se las arreglaría solo—. Y no te sientas tan halagada. No te estaba pidiendo que salieras conmigo. Solo era un asunto de trabajo.
—¿Trabajo, dices? —para su sorpresa, Paula pareció reflexionar—. Está bien. Te veré en Hancock a las seis. Es el único restaurante que conozco desde que estoy aquí y la comida es buena. Si te retrasas un solo minuto, me largaré.
Pedro dio un paso adelante. Estaba tan cerca que Paula tuvo que alzar levemente la cabeza para mirarlo.
—Te recogeré en tu apartamento; mi secretaria tendrá tu dirección. Yo me encargaré del restaurante. Esta noche, Paula… probarás algo distinto. Ya lo verás.
—Yo no estoy buscando probar algo distinto.
Pedro cerró los dedos sobre sus finos hombros desnudos y la atrajo lentamente hacia sí.
—Yo tampoco. Antes.
—No te atreverás… —bajó la mirada a su boca.
—No, porque este no es un buen momento —murmuró—. Considéralo una advertencia para cuando surja la ocasión adecuada.
Podía ver que el pulso que latía en la base de su cuello, bajo su piel bronceada, era casi tan rápido como el suyo. Se había humedecido los labios con la punta de la lengua y Pedro sabía que estaba excitada. «Bienvenida al club», pensó.
El pitido del móvil que Paula llevaba a la cintura casi lo sobresaltó. Retrocedió un paso, permitiéndole que contestara. Vio que le temblaba la mano cuando sacó el aparato de la funda.
—¿Sí?
En menos de un segundo, su expresión pasó de la pasión y la curiosidad a la severidad y a la rigidez.
—Ahora mismo estoy ocupada.
Interesante. Pedro se alegró de no ser el destinatario de aquel tono helado.
—Te llamaré en cuanto pueda. Ahora estoy trabajando.
Cortó la comunicación, volvió a guardarse el móvil y vaciló por un momento antes de volver a mirarlo.
Pedro se preguntó quién tendría la capacidad de enfadarla tanto con una simple llamada de treinta y dos segundos. Indudablemente había alguien, y en el proceso había acabado con el modesto progreso que había hecho él para debilitar sus defensas.
—¿Todo bien? —le preguntó, cada vez más incómodo con su silencio.
Paula alzó la mirada, desaparecida ya la expresión que había asomado a sus ojos apenas unos minutos atrás.
—Sí —le espetó—. Y ahora, tal y como le decía a mi padre… tengo que trabajar.
Su padre. Obviamente no estaba muy encariñada con él.
Una punzada de dolor atravesó el pecho de Pedro cuando evocó los imborrables recuerdos que tenía del suyo. Sacudió la cabeza, poco dispuesto a escarbar en el pasado cuando tenía un presente y un futuro en los que concentrarse.
Incapaz de resistirse a tocar su fina y acalorada piel una vez más, y movido también por la necesidad de borrar aquella helada mirada de sus ojos, deslizó un dedo por su mejilla.
Sonriente, la tomó del mentón hasta que vio que las comisuras de su boca se alzaban un tanto.
—Te veré a las seis —la soltó y se dirigió a la puerta—. Ah, y no hace falta que te lleves el cinturón de herramientas.
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