sábado, 27 de agosto de 2016
CAPITULO 2: (QUINTA HISTORIA)
Paula había creído que estaba lista para ese momento.
Desde que había oído el mensaje de voz la noche anterior, había tenido tiempo para prepararse. Más de una vez se había maldecido por su impulsiva y temeraria reacción. Más de una vez se había planteado la posibilidad de dar la vuelta y volver a casa.
Pero ¿de qué habría servido? No había imaginado el tono agresivo del mensaje, ni tampoco la amenaza inherente en sus palabras. No había sido tan analítica como solía ser al decidir volar hasta allí, la impulsividad parecía dominar sus relaciones con Pedro Alfonso, pero había tomado la decisión correcta.
Después de cinco horas de viaje y análisis, la ansiedad inicial de Paula había adquirido un toque de indignación.
Tras ignorar sus llamadas durante semanas, aparecía, dos meses después, con amenazas que se acercaban peligrosamente al chantaje. Ella tenía mucho de lo que arrepentirse respecto a ese fin de semana y sus consecuencias, pero no era la parte culpable. Cuanto más pensaba en el mensaje de voz, más preguntas se planteaba.
Eso era lo que tenía en la cabeza cuando entró al gimnasio de The Palisades y se encontró con Pedro, desnudo de cintura para arriba, machacando al desafortunado saco de arena. Toda su indignación se evaporó al ver el oleaje de sus músculos. Se sintió vacía, mal preparada y muy susceptible a las sensaciones que le provocaba verlo de nuevo.
Cuando él se dio la vuelta y sus ojos se encontraron, golpeó sus sentidos con más fuerza que al saco de arena.
Fue justo como la primera vez que se vieron y que ella se convirtió en el único foco de esa fascinante mirada gris plata.
Experimentó la misma excitación, el mismo vuelco en el estómago, la misma explosión de calor en la piel.
Hechizada. Perdida. Lenta al reaccionar.
Tan lenta que él estaba ya ante ella antes de que comprendiera qué fallaba en la escena. Se parecía demasiado a ese primer encuentro; lo veía en su forma de contemplarla en silencio, no como un amante o un conocido, sino casi como si fuera un extraño.
Se preguntó qué estaba ocurriendo. Si era posible que no la recordara. Si realmente era el hombre del que se había enamorado a la velocidad del rayo ese frío fin de semana de julio.
—¿Pedro? —dijo, con incertidumbre.
—¿Esperabas a otra persona?
Con la cabeza ladeada, estrechó los ojos con un gesto tan conocido por ella como el ángulo de sus pómulos y el grosor de su labio inferior. Sí, era Pedro Alfonso. Con el cabello muy corto, el rostro más agudo y duro, expresión fría como el viento del Antártico, pero sin duda Pedro.
—Tras el tono de tu mensaje, no sabía qué esperar —contestó ella, batallando por recuperar la compostura—. Pero desde luego, no que me mirases de arriba abajo como si no me conocieras.
Él había alzado la toalla que llevaba al cuello para limpiarse el sudor del rostro, pero eso no ocultó el destello de emoción de sus ojos.
—¿Mi mensaje no quedó claro? —preguntó él.
—Francamente, no.
La toalla se detuvo. Por la tensión de su mandíbula y los labios apretados, Pedro comprendió que estaba controlándose. No era una actitud fría y distante; luchaba por ocultar su ira.
—¿Qué parte necesito clarificar?
—La parte en la que estás tan enfadado conmigo —dijo ella, atónita por su hostilidad.
—Puedes dejar de hacerte la inocente, Ricitos de oro. Ya sabes a qué viene todo esto.
«¿Hacerme la inocente? ¿Ricitos de oro?» La confusión de Paula se convirtió en irritación.
—Te aseguro que no me estoy haciendo nada.
—Entonces, deja que te lo aclare. Justo después de que pasáramos un fin de semana juntos, un fin de semana como empleada mía y a buen sueldo, mi puja para adquirir este complejo fue rechazada.
—Tu puja fue mejorada.
—Por el grupo hotelero Carlisle, que dirige tu buen amigo y compañero de negocios, Alex Carlisle.
—La puja de Alex fue legítima —afirmó ella.
—Eso me hicieron creer. Hasta que descubrí, hace una semana, que también es tu prometido. Dime —siguió con tono amable—, ¿te sugirió él que intentaras sacarme los detalles de mi puja? ¿Fue así como preparó una contraoferta tan rápida?
—Eso no tiene sentido —replicó ella, anonadada por la increíble acusación—. Tu recuerdo de ese fin de semana parece gravemente distorsionado.
—Tal vez deberías refrescar mi memoria —dijo él con voz serena, aunque su rostro se tensó.
—Tú me contrataste. Tuviste que convencerme para que aceptara el trabajo. Te advertí que podría haber un conflicto de intereses, dado que mi madre era propietaria de una gran parte de The Palisades. Pero insististe. Me querías a mí.
Sus miradas chocaron un largo momento. El aire que los separaba chisporroteaba cargado de animosidad y también del calor que implicaban esas últimas palabras: «Me querías a mí». Era cierto, él no podía discutir la realidad de su deseo físico, pero había sido secundario ante la verdadera razón por la que había buscado los servicios de su empresa.
—Me querías porque mi madre era accionista —siguió ella—. Querías que te recomendara a ella, para que toda la junta votara a favor de tu oferta. Pero cuando me tuviste, te confiaste. Solo tendrías que haberte hecho el agradable un poco más y tu puja habría ganado.
—¿No fui agradable? —estrechó los ojos.
—Cuando regresaste a América no deberías haber filtrado mis llamadas. No te habría perseguido. Solo tenías que decir «Lo hemos pasado bien, Paula, pero no buscamos lo mismo. Dejémoslo estar». Si no hubieras creído que tenías el negocio en el bolsillo habrías aceptado mis llamadas en vez de esconderte tras tu secretaria…
Se detuvo, molesta por haber revelado cuánto le había dolido su silencio. Pero después cuadró los hombros y lo miró a los ojos con dignidad.
—Solo tenías que haber contestado al teléfono, Pedro. Por lo menos una vez.
Él siguió mirándola, con algo parecido a la frustración en el fondo de los ojos, y Paula se preparó para el siguiente ataque. Pero él movió la cabeza y caminó hacia la ventana.
La lluvia se había transformado en llovizna, y el cielo estaba pintado de un gris brumoso.
Ella pensó que era el mismo color que tenían sus ojos por la mañana. Entonces él giró y la taladró con esos ojos, sin rastro de la suavidad que recordaba.
—A ver si me aclaro. ¿Estás diciéndome que perdí un negocio de más de ocho dígitos, en el que llevaba meses trabajando, por no devolverte las llamadas? —Pedro resopló, incrédulo.
Dicho así sonaba a venganza infantil, sin duda. A Paula se le revolvió el estómago al comprender que tenía razón.
En su decisión había habido cierta parte de venganza, pero también otros muchos factores. Alzó la cabeza con orgullo.
—Fue más complicado que eso.
—La complicación se llama Alex Carlisle. Tu prometido.
—Eso fue solo una cosa —contestó ella con cautela. Había otra que Pedro Alfonso no debería saber.
—Eso nos lleva de vuelta a mi pregunta original.
Con movimientos pausados, regresó hacia ella. La determinación de su rostro hizo que Paula se estremeciera de ansiedad. No necesitaba que le dijera qué pregunta. Se refería a la que había dejado en su contestador la noche anterior: «¿Sabe tu prometido que te has acostado conmigo?».
La pregunta se alzó entre ellos como un muro. Paula no tuvo que decir nada. Sabía que él había leído la respuesta en sus ojos y que no merecía la pena negarla. Pero quedaba una cosa por decir, y muy importante.
—Entonces no estaba comprometida con Pedro.
—Sin embargo, has venido. Solo puedo suponer que quieres proteger tu oscuro y sucio secreto.
Los ojos de Paula se ensancharon ante esas palabras.
Quitaban todo valor a algo que ella había creído especial, si bien había sido una tonta de campeonato al creer que habían compartido algo más que una aventura de fin de semana.
—Como no te has puesto en contacto con Alex, he supuesto que quieres algo de mí, a cambio de mantener el silencio sobre mi… error de juicio.
Los ojos de él destellaron, heridos. Un punto para ella, que le dio alas a su maltrecho ego.
—¿Para qué has vuelto aquí, Pedro? —preguntó—. ¿Qué quieres de mí?
—Quiero saber cómo y cuándo se involucró Carlisle en esto. The Palisades no estaba en el mercado oficialmente. Hice todo el trabajo, yo les convencí para que vendieran —clavó los ojos en ella, despiadados—. ¿Le ofreciste tú el trato?
—Sí —admitió Paula un momento después—. Pero solo…
—Nada de peros ni solos. Si tú lo metiste en el negocio, puedes volver a sacarlo.
—¿Cómo esperas que haga eso? —alzó la voz, incrédula—. Chaves aceptó la oferta de Carlisle. Los contratos ya están redactados.
—Redactados, no firmados.
Por supuesto que no estaban firmados, no lo estarían hasta que se cumplieran las dos partes del trato que había negociado con Alex.
—Me da igual cómo lo hagas —dijo él. Se puso una sudadera—. Es problema tuyo.
Atónita por la audacia de su orden, Paula tardó unos segundos en comprender lo que significaba esa sudadera.
—¿Te marchas? —preguntó con alarma.
—Hemos dicho lo necesario de momento. Te dejaré para que hagas las llamadas necesarias.
Todos sus instintos clamaron que lo detuviera, que explicara la imposibilidad de hacer lo que pedía pero, aunque le disgustaba admitirlo, él tenía razón. Necesitaba pensar, considerar sus opciones y decidir a quién debía telefonear.
—Una de esas llamadas debería ser a tu madre —dijo él desde la puerta—. Pregúntale qué sabe sobre si devolví o no tus llamadas. Y, de paso, no iría mal que os pusierais de acuerdo sobre qué historia contáis respecto a tu compromiso.
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