sábado, 27 de agosto de 2016

CAPITULO 1: (QUINTA HISTORIA)




Así que había ido. Antes de lo que Pedro Alfonso había anticipado, teniendo en cuenta el clima y el desplazamiento necesario para llegar al remoto complejo vacacional. Pedro comprobó con satisfacción que estaba sola.


Bien.


Media sonrisa torció sus labios mientras contemplaba cómo rechazaba el enorme paraguas del botones y trotaba escalera arriba, hacia recepción. Bajo el techo del pórtico, se detuvo para saludar al portero y algo en el movimiento de su cabello rubio rojizo y de su mano le provocó una extraña sensación de déjà vu. Durante una fracción de segundo, vaciló entre pasado y presente, entre sueño y realidad.


Después entró en el edificio, como un vendaval de piernas largas e impermeable de diseño, dejando a Pedro solo y sin sonrisa.


Con un puño enguantado, golpeó la palma de su otra mano y rebuscó en su memoria, sin éxito.


—Menuda sorpresa —le dijo a una muda audiencia de aparatos de gimnasia.


Había identificado a Paula Chaves en cuanto la vio llegar a través de la ventana mojada por la lluvia. Pero eso se debía a las fotos que había visto en las últimas semanas de intensa investigación, los fotógrafos de sociedad australianos adoraban a la rica heredera; no al fin de semana que había pasado en su compañía. Pedro se apartó de la ventana, se sacudió para liberar la tensión de sus músculos y rodeó el saco de arena que había estado golpeando minutos antes.


Había volado desde San Francisco la mañana anterior, pero las veinticuatro horas que llevaba en The Palisades, en Stranger’s Bay, el complejo vacacional tasmanio donde supuestamente habían pasado aquel fin de semana no habían rellenado el agujero negro de su memoria. Diablos, había estado a punto de comprar el lugar y, aun así, nada le resultaba familiar. Ni el vuelo a Australia, ni el traslado en helicóptero al aislado complejo. Ni siquiera la primera impresionante vista de los chalés salpicados por lo más alto del rocoso promontorio que daba el océano sur.


Nada. Paf. Nada. Paf. Nada.


Pedro taladró el saco de arena con una letal sucesión de puñetazos que no consiguieron paliar su frustración. La persistente quemazón interna no se debía solo al fin de semana olvidado, o a haber perdido su opción a compra del complejo, superado por un grupo hotelero australiano. Se debía a cómo la había perdido.


Había recibido ese golpe bajo mientras se encontraba inconsciente en la UCI, incapaz de defenderse y menos aún de luchar. Paf. Una contraoferta imparable, perfectamente presentada y calculada. Paf. Y todo por culpa de una traicionera pelirroja llamada Paula Chaves. Pafpafpaf.


A pesar de la amenaza velada que le había dejado en el buzón de voz la noche anterior, no había esperado que apareciese tan pronto. En el mejor de los casos, había esperado una llamada. En el peor, otro «no te atrevas a volver a llamar» de su madre. El que Paula hubiera ido hasta allí sin previo aviso y sin compañía, sugería que él no había malinterpretado las pistas que tenía.


Él había puesto el dedo en la llaga, y no había perdido un minuto en ir a buscarlo al exclusivo gimnasio del complejo.


No la oyó entrar, pero captó el reflejo de un movimiento en el enorme ventanal. Un escalofrío recorrió su columna, lo bastante fuerte como para que el siguiente puñetazo solo rozara un lateral del saco de arena. Recuperó la compostura y lanzó una última combinación de golpes rápidos, fuertes y certeros, que lo dejó sin aliento..


Se quitó los guantes de boxeo y se puso una camiseta. 


Agarró la toalla y la botella de agua y, esquivando el saco de arena, que aún oscilaba en el aire, fue hacia la lujosa zona de recepción. Mientras andaba, bebía agua y bebía la imagen de la mujer.


De cerca, Paula Chaves impresionaba aún más que tras un cristal mojado. No era deslumbrante; su belleza tenía más que ver con la clase. Alta, esbelta y femenina. Labios generosos equilibrados por una nariz larga y recta. Cabello rojo dorado y piel clara, de las que enrojecían al sol. Ojos verdes rasgados hacia arriba y nublados por la inquietud.


Hasta ese momento había tenido dudas sobre cómo habían pasado los días, y las noches, ese fin de semana de julio. No recordaba un maldito detalle. Solo tenía la palabra de Miriam Chaves, tras una endiablada conversación telefónica, y su instinto. Y creía en su instinto. Cuando los ojos de ambos se encontraron, cuando detectó el calor reprimido en las profundidades verdosas de los de ella, su cuerpo reaccionó con un poderoso destello de reconocimiento. Y cuando se detuvo ante ella, su instinto zumbó como loco.


Sí, se había acostado con él, sin duda.


Y luego le había dado la patada.




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