miércoles, 31 de agosto de 2016

CAPITULO 13: (QUINTA HISTORIA)




—Esto —fue la respuesta de Pedro a su pregunta. Se volvió hacia el diminuto trozo de tierra situado en mitad de Stranger’s Bay.


Hasta ese momento había mantenido la vista fija en Paula, no le costaba ningún esfuerzo, pero al mirar la isla se le encogió el pecho con la ya habitual frustración. A pesar de su importancia, a pesar de haber estado allí antes, no reconocía la rocosa costa ni las olas que golpeaban suavemente la arena, ni el tejado que asomaba por encima de las copas de los árboles.


No intentó librarse de la emoción que lo atenazaba. Dejó que se apoderase de él mientras el barco iba hacia el muelle. 


Una figura solitaria esperaba, saludando con la mano.


—Es el encargado —dijo Pedro, volviéndose hacia Paula—. Gilly va a llevarlo a la ciudad.


—¿Solo hemos parado a recoger a un pasajero?


—Y a dejar a uno. Voy a quedarme aquí un par de noches —observó cómo ella se relajaba al oír eso. Después, se subió las gafas de sol y le dirigió una mirada confusa.


—¿Qué has querido decir con «esto»?


—Esto es por lo que quiero The Palisades. Por lo que ninguna otra propiedad serviría.


—¿Quieres la isla, no el complejo vacacional? —soltó la barandilla para recogerse el pelo a un lado, justo cuando el barco se detenía. Perdió el equilibrio un instante, pero Pedro la sujetó poniendo una mano bajo su codo. 


Paula se estabilizó, pero Pedro no la soltó.


—¿No viniste aquí conmigo la última vez?


—No.


—¿Por tu aversión a los barcos?


—No viniste en barco, sino en helicóptero. Y no me invitaste a venir —añadió ella, encogiendo los hombros—. Supuse que querías un respiro.


—¿De ti? Eso tengo que dudarlo.


Sus miradas se encontraron y la implicación de las palabras de Pedro vibró entre ellos. Los ojos de ella se encendieron y Pedro sintió una oleada de calor en el bajo vientre. Alzó la mano y le colocó un mechón de su pelo alborotado tras la oreja.


—¿Por qué es tan importante la isla? —preguntó.


—Ven a estirar las piernas en tierra firme y te lo contaré —dijo él. Pedro deslizó la mano por su antebrazo y agarró sus dedos.


Poner los pies en un suelo que no se moviera y una respuesta a por qué se empeñaba en comprar The Palisades… Paula no podía resistirse a una doble invitación como ésa.


Una vez en tierra, comprobó que le temblaban las piernas, así que accedió cuando Pedro sugirió un paseo hasta la playa. Poco después sus piernas y cabeza volvieron a la normalidad.


—Por eso regresaste —musitó ella.


—¿Aquí? —preguntó él.


—A Stranger’s Bay. Si solo hubieras querido presionar sobre la oferta, podrías haber aparecido en mi casa de Melbourne, o visitar a Alex.


—Necesitaba volver aquí. Para ver si recordaba.


«Repetir sus pasos, recrear el fin de semana». La ansiedad que había sentido a ese respecto la noche anterior resurgió en forma de un escalofrío que recorrió su espalda y un cosquilleo en la palma de la mano. Justo en el punto que él había tocado unos momentos antes.


Había sido un roce insignificante, teniendo en cuenta la intimidad que ya habían compartido. Pero no lo sentía así. 


Tal vez porque se habían saltado los preliminares la primera noche para irse directos a la cama, tal vez porque había regresado como un desconocido, sin recuerdos de esa intimidad, o porque ese inocente roce le hacía recordar cada detalle de forma vívida y visceral.


Metió las manos en los bolsillos del impermeable y volvió a centrarse en él.


—¿Necesitabas venir aquí, a la Isla Charlotte, para comprobar si recordabas esa primera visita?


Él no contestó de inmediato. Habían recorrido una distancia considerable, el barco había quedado muy atrás, meciéndose en el agua.


—Dijiste que había mencionado a Mac.


—Solo de pasada, cuando te pregunté quién era MacCreadie en el consorcio Keane MacCreadie.


—Elaine MacCreadie —aclaró él. Siguieron andando—. Era mi cliente cuando trabajé en Wall Street, una mujer de negocios con muchas inversiones y un cerebro privilegiado. Yo le gustaba porque no me andaba con tonterías; cuando uno de los jefes me dio la patada, me animó a trabajar por mi cuenta. Ella puso el capital inicial y los consejos. Yo aporté las horas de trabajo —la miró—. ¿Te dije que es australiana?


—No.


—Es de aquí —señaló a su alrededor con la mano—. Nacida y criada en Charlotte.


—Quieres comprarlo por ella —Paula se detuvo bruscamente.


—Quiero comprarlo para ella —corrigió él—. ¿Hay alguien en tu vida por quien harías cualquier cosa que hiciera falta?


—Lo hubo —contestó ella sin dudarlo—. Mi abuelo, Pappy Chaves.


—Entonces lo entiendes.


—No estoy segura —empezó ella—. Hay mucha diferencia entre hacer algo y comprar algo.


—¿Crees que esto es eso? ¿Un regalo caro? —soltó un resoplido y perdió la mirada en el mar. Cuando volvió a hablar su voz sonó rasgada, rota—. Mac no está bien. Hace tiempo que no lo está. Probablemente ésta sea mi última oportunidad de hacer algo por ella, y lo único que tendría verdadero significado, sería que ella volviera a ver esta isla en manos de la familia MacCreadie.


—¿Tiene familia?


—Un nieto.


«Éste sería su legado para él, un vínculo con sus ancestros australianos», comprendió ella.


—¿Entiendes por qué no me rendiré sin luchar?


—Creo que sí —dijo Paula, con un nudo en la garganta—. Pero no entiendo por qué no me contaste antes lo de Mac.


—No es algo de lo que me guste hablar —dijo él. Era cierto que él siempre se había retraído cuando le había preguntado algo personal.


—¿Y por qué lo has hecho ahora? —insistió ella. Quería conocer al hombre por dentro.


—Tenía que hacer algo. Ibas a marcharte.


Ella comprendió lo quería decir. Se marchaba, iba a casarse con otro hombre y él perdería la última tenue posibilidad de hacer algo por Mac. Pero su corazón imaginó algo más en sus palabras, en el ardor de su mirada gris.


—No cambiará nada. No puedo detener lo que ya está en marcha.


—Sí puedes. Si no te casas con Carlisle —miró sus labios—. Quédate Paula. Convénceme de que realmente deseas ese matrimonio.


Eso era lo que ella había esperado la noche anterior, y se había preparado para el asalto. Pero en ese momento la pillaba desprevenida. Necesitaba respirar, tranquilizarse, pensar.


—No puedo quedarme, Pedro. No puedo.


—Me temo que no tienes otra opción.


—No sé… —su voz se apagó al detectar la determinación que expresaba su rostro. Se dio la vuelta rápidamente. El muelle estaba vacío y el barco a motor se alejaba de la isla.




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