martes, 30 de agosto de 2016
CAPITULO 10: (QUINTA HISTORIA)
«¿Relajarme y disfrutar? Lo dudo».
Pero cuando lo observó servir una generosa ración de sopa de pescado en su cuenco, su estómago decidió que sí, podía disfrutar. Estaba tan deliciosa como su aspecto y olor indicaban. Una vez solventó lo peor de su hambre, pudo relajarse lo suficiente para ver el lado positivo de la situación.
Mientras no pudieran marcharse, nadie podría llegar. Y lo único peor que estar allí atrapada con Pedro Alfonso, sería ser descubierta allí con él, por ejemplo, por Alex. No había telefoneado y su madre tampoco le había devuelto la llamada. Había esperado tener noticias a esas alturas…, pero tal vez no hubiera línea.
—¿Mencionó Gabrielle si había problemas con la línea telefónica?
—No. ¿Por qué lo preguntas? —dijo él, untando mantequilla en una rebanada de pan.
—Como ha llovido tanto y el mío ha estado tan silencioso —miró en esa dirección y luego se enderezó de repente—. No lo he oído sonar antes.
—¿Con el ruido que hacía el secador?
Eso era verdad, pero aun así…
—Me extraña que Gabrielle no mencionara la inundación cuando hablé con ella. Parecía muy optimista con respecto a mañana.
—¿Estás sugiriendo que me he inventado su llamada telefónica? —preguntó él. Dejó el cuchillo sobre la mesa y se recostó en la silla—. ¿Por qué iba a hacer algo así?
—Para retenerme aquí —contestó Paula.
—¿Secuestro? ¿No te parece algo exagerado?
A pesar del tono levemente divertido de su voz, la intensidad de su mirada hizo que el corazón de Paula latiera más rápido. Sus anteriores palabras resonaron en su mente.
«Harías cualquier cosa por conseguir The Palisades».
—¿A qué extremos crees que sería capaz de llegar para retenerte aquí? ¿Crees que te ataría, por ejemplo?
—Hipotéticamente hablando, optaría por el chantaje o alguna otra forma de coacción verbal. Eres demasiado hábil con la lengua para necesitar la fuerza física o las ataduras.
Él la estudió en silencio un largo momento, y ella se sonrojó intensamente. Se recriminó por haberle permitido llevarla por ese camino. Era demasiado sugerente, demasiado sensual.
—Ahora me has picado la curiosidad —se inclinó hacia delante y capturó su mirada—. ¿Entonces no hicimos nada de eso? ¿No tuve que atarte para aprovecharme de ti?
—Participé voluntariamente.
—En pasado.
—Por supuesto.
Los labios de él se curvaron con esa media sonrisa que la había vencido en tantas ocasiones. Alzó la copa de vino, con un gesto casi de saludo, como si apreciara sus cándidas respuestas. Pero sus ojos expresaban un aprecio distinto, uno del que ella no debería disfrutar, pero que suponía un reto que no podía rechazar.
—Ahora, en presente, si quisiera retenerte aquí tal vez tendría que atarte. O meterte en esa barca que mencionó Gabrielle y llevarte a la isla.
Paula simuló reflexionar sobre ello.
—¿Qué tal se te dan las cautivas que se marean terriblemente en un barco?
—¿Eso no es hipotético? —preguntó él, arqueando una ceja.
—Por desgracia, no.
—Entonces lo tendré en cuenta, si alguna vez deseo secuestrarte.
—Te lo agradecería —con una sonrisa serena, miró su cuenco—. ¿Has terminado con el primer plato?
Ella los recogió y, de camino a la cocina, percibió que él observaba cada uno de sus pasos. Seguía teniendo el corazón acelerado y le ardía la piel, pero le gustaba la intensidad de la sensación. Había olvidado cuánto disfrutaba con los juegos de palabras, de miradas y de sonrisas. Había olvidado que unas simples frases con ese hombre hacían que pasara de ser fría, cauta y compuesta a ser lista, aguda y sexy.
Y eso estaba mal. Ya había disfrutado más de lo que debía.
Metió los cuencos en el lavavajillas, lo cerró y volvió a la mesa, a la sensata y segura ensalada que había de segundo.
—Estoy intrigado por lo del barco —dijo él.
—¿Por qué? —preguntó Paula, sin alzar la vista del plato. El corazón le dio un vuelco.
—Dado que te dedicas al negocio de los viajes, suponía que serías una experta en todos los medios de transporte.
—Los contrato, no tengo que probarlos. Además, los viajes son solo una parte de A su servicio.
—¿Y cuáles son las demás?
—Quiera lo que quiera un cliente, se lo conseguimos. Viajes, transporte, alojamiento, diversión, compras, ayudantes.
—¿Así fue como conociste a Carlisle? —preguntó él—. ¿A través de tu empresa?
Paula no quería hablar de eso, pero siempre sería mejor que bromear sobre secuestros y ataduras. Le había prometido conversación, y era lógico que él se centrara en el conflicto que los ocupaba. Alex Carlisle, su contrato matrimonial, su contrato empresarial.
—Sí y no —tomó un sorbo de vino y dejó la copa sobre la mesa—. Nos hemos visto muchas veces en eventos sociales y de negocios a lo largo de los años. Cuando inauguré mi empresa, ese tipo de contactos eran vitales. El rápido crecimiento inicial fue por recomendaciones boca a boca, y presentándome a la gente que podía proporcionar la calidad de servicios que esperan mis clientes. El año pasado inicié una alianza con los Hoteles Carlisle.
—¿Ellos te rascan la espalda y tú se la rascas a ellos? —apuntó él con tono frío.
—Solo cuando es lo mejor para un cliente.
—Los hoteles Carlisle tienen sus propios conserjes.
—Sí, pero nuestros servicios están a otro nivel. A veces me llaman para que ayude en el hotel, o recomiendan a sus clientes que se pongan en contacto conmigo si tienen una petición inusual.
Vio en sus ojos una expresión que conocía bien y se preparó para oír otro de sus desdeñosos comentarios. Posiblemente respecto a la petición de una esposa de Alex.
—¿Por qué una empresa de contratación de servicios personales? —dijo él, en cambio.
—Porque en eso residen mis puntos fuertes: un apellido conocido, toda una vida de experiencia en el mercado de servicios de lujo y una agenda electrónica rebosante de buenos contactos.
—Ésa sería la respuesta obvia, pero te tomas muy en serio tu empresa. O no te estarías esforzando tanto para salvarla.
Aunque parecía relajado e indiferente, Paula percibió un interés real. Por ella, la mujer, independiente de los negocios.
«Cuidado», se dijo, notando la reacción de su cuerpo a ese interés. «No te dejes engañar por esos ojos y esa lengua de plata».
—Es importante porque es mía —contestó sencillamente, aunque la verdad no era tan simple—. Yo la concebí, busqué el capital para crearla y su éxito o fracaso depende de mí.
—¿Crees que puedes tener éxito en un ámbito tan especializado, con un rango de posibles clientes limitado?
—En eso se diferencia mi empresa —afirmó ella, entregándose a su tema favorito—. Mi clientela no se limita al mercado de los millonarios. A su servicio está disponible para todo el mundo, para cualquier servicio, no solo extravagancias de lujo que se compran con un cheque desorbitado.
—¿Servicios de asistencia para el público en general? —lo dijo tan dubitativo que Paula sonrió y puntualizó su descripción.
—De acuerdo, no para «cualquiera». La mayoría de mis clientes son profesionales con una agenda demasiado atiborrada, o ejecutivos de visita con problemas de tiempo. Mi trabajo no solo consiste en satisfacer peticiones concretas sino también acceder a lo que el cliente desea en realidad… aunque no lo sepa.
—¿Por ejemplo?
—Un lugar como Stranger’s Bay. Una experiencia de aislamiento y belleza natural, escapar de la civilización sin sentirse incivilizado. Se satisface cada deseo, pero sin ostentación. El servicio, es de primera y discreto. Eso resulta atractivo para algunos clientes, mientras que otros desean alguien siempre a su espalda y atención continua. Mi destreza es saber qué experiencia va mejor con cada cliente.
—Tu destreza es satisfacer las necesidades de otras personas —sugirió él.
—Sí —sonrió—. Supongo que podría decirse eso.
Fue un momento de conexión y sinceridad, hasta que Paula se recordó, otra vez, que no podía caer en la trampa de compartir demasiado con él, de sentir demasiado y reaccionar ante el hombre equivocado.
La cena se había acabado. Era hora de volver al mundo real.
Se puso en pie con la intención de empezar a recoger la mesa, pero él la detuvo poniendo una mano en su brazo.
—Déjalo. Quédate y háblame.
—No puedo —susurró ella. Él se puso en pie y, rodeando su muñeca con los dedos, la atrajo a su lado de la mesa.
—Sí puedes. Me dijiste que me contarías las cosas importantes.
—Dije que lo intentaría —corrigió Paula, mientras él la acercaba a su cuerpo centímetro a centímetro. El calor de su mano traspasaba su piel y recorría sus venas.
Terminó parada junto a sus zapatos de cuero negro.
Descalza, ella apenas le llegaba a la barbilla, y sus ojos a la altura del cuello abierto de su camisa. Se sentía ridículamente débil, incluso antes de que él soltara su muñeca, deslizara la palma por su brazo hasta el codo, y luego la bajara para agarrarle la mano.
—¿Es ésta la parte que ibas a tener problemas para recordar? —murmuró contra su sien—. Porque cuando estoy tan cerca de ti, me cuesta creer que lo que quiera que hiciésemos juntos no sea memorable.
Paula no lo había olvidado. Nada. Ni tampoco por qué no debería estar allí, pensando en tocarlo. Pensando en besarlo. Alzó la mano libre hasta su pecho y empujó hasta que él se vio obligado a soltarla.
—Ésta es la parte que no voy a permitirme recordar —afirmó—. Ahora, deberías irte.
—Tienes llamadas telefónicas que hacer.
—Así es —asintió Paula—. Si voy a pasar más de una noche aquí, hay gente que debe saberlo.
—¿La familia?
—Mi hermana. Hermanastra —se corrigió—. Y mi vecina. Se preocupa —cerró los dedos, atrapando el calor que aún sentía en la palma de la mano por su contacto—. Buenas noches, Pedro.
La sorprendió dándose la vuelta para marcharse. Pero luego se detuvo y la miró.
—Si estás pensando en llamar a Gabrielle, esta noche está libre. Dijo que, aun así, puedes llamar cuando quieras. Recepción tiene su número.
—Gracias, pero no la molestaré en su casa. Sé que me llamará si hay nuevas noticias.
—¿No quieres verificar mi historia?
—Te creo. ¿Quién iba a inventarse una historia como ésa?
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