miércoles, 31 de agosto de 2016
CAPITULO 17: (QUINTA HISTORIA)
Pedro no la creyó, pero controló su deseo de refutar la mentira. Presionarla para establecer la verdad sobre promesas del pasado haría que volviera a ponerse a la defensiva. En ese momento necesitaba, y quería, concentrarse en el presente; conseguir que siguiera en esa habitación, con él, era esencial para sus planes.
Impedir su matrimonio se había convertido en algo más que un medio para conseguir el trato. Durante la cena observó cómo comía, bebía y hablaba, sin dejar de pensar en esos labios bajo los suyos. No por el pasado, sino porque era lo que deseaba. En ese momento.
El deseo se fue acrecentando minuto a minuto, con cada pausa, cada vez que perdían el contacto visual. Y cada minuto también se afianzó su certeza de que ella sentía la misma dulce agonía de deseo. Lo veía en el rubor de sus pómulos, en el jugueteo de sus dedos sobre el mantel, en los comentarios superficiales, y falsamente risueños, que fueron bajando de frecuencia a lo largo de la cena.
Pedro podría haber tomado las riendas de la conversación, pero una parte perversa de él disfrutaba con la tensión de los silencios, cada vez más largos. Dejó que la situación se prolongara hasta que ella empezó a recoger los platos.
—Déjalos —dijo—. Los platos no se irán a ninguna parte. Seguirán ahí por la mañana.
—Y nosotros también —dijo ella con una chispa de rebeldía en los ojos—. ¿Cuántas mañanas más?
—¿Por qué no hablamos de eso junto a la chimenea —sugirió Pedro—. Haré café.
—No, gracias.
—De acuerdo, nada de café.
—Ni de conversaciones junto al fuego —añadió ella—. Por favor, Pedro, contesta a mi pregunta. ¿Cuándo volverá Gilly a recogernos?
—Cuando resolvamos este asunto.
—¿Este asunto? —ella se inclinó hacia delante, sin soltar los platos que aún agarraba—. ¿Cómo vamos a solucionar este lío aquí atrapados?
—No me refiero solo al negocio. Nosotros también tenemos asuntos que resolver.
Cuando ella comprendió lo que quería decir, sus ojos se convirtieron en un tormentoso mar verde oscuro. Negó con la cabeza.
—¿Niegas que hay algo entre nosotros? ¿Después de ese beso? —la voz de Pedro se cascó con el recuerdo, con el impacto, con la seguridad de que esa boca volvería a estar bajo la suya—. Aún lo siento, Paula. Tu sabor sigue latiendo en mis venas.
—Eso no cambia nada.
—¿No? ¿Y si no me hubiera detenido? ¿Y si el beso hubiera seguido como empezó? ¿Y si hubieras acabado desnuda conmigo dentro de ti?
—Entonces sabría que habías tenido éxito —contestó ella—. Me trajiste aquí por una razón. Quieres poner fin a mis planes de boda. ¿Qué mejor manera de conseguirlo que seducirme?
—No se trata solo del negocio, Paula. Estás obviando el fuego que hay entre nosotros.
—No lo obvio. ¿Cómo podría hacerlo? —la pasión teñía sus ojos, sus mejillas, su voz—. Pero por mucho que te desee, Pedro Alfonso, hay una cosa que no haré. Mi padre fue infiel, con la madre de Sara y solo Dios sabe cuántas mujeres más, he hirió a mucha gente en el proceso.
Lo miró con determinación antes de seguir.
—No le haría eso a Alex. Nunca le haría eso a nadie a quien respetara, y dudo que te gustara si lo hiciera. Ni siquiera por conseguir la isla para Mac.
CAPITULO 16: (QUINTA HISTORIA)
Cuando las sombras del crepúsculo cayeron sobre la casa, Pedro encendió fuego en la enorme chimenea abierta que dominaba la sala. Paula no había bajado, no sabía si lo haría, y durante un tiempo eso lo había alegrado. Necesitaba tiempo y soledad para calmar las emociones que ella había removido con sus preguntas.
Ya lo había conseguido, gracias a varios CDs de Vivaldi y los beneficios terapéuticos de trocear verduras. Sobre la cocina burbujeaba la salsa para una sencilla pasta marinara. Una botella de vino tinto respiraba sobre la encimera. Y se había recordado a sí mismo lo que realmente importaba.
No llenar su mente con detalles de Paula Chaves; borrar de su mente la decepción o las lágrimas de sus ojos; proteger su orgullo masculino de nuevas heridas.
Si Paula bajaba a cenar, aprovecharía la compasión que hubieran generado sus revelaciones para perseguir su objetivo. Si no bajaba, tenía la opción de subirle una bandeja. Esa vez estaría preparado. No permitiría que su vulnerabilidad desnuda lo trastornara; la utilizaría para sus fines.
Por más que lo atrajera la idea de cenar junto a la chimenea, la imagen de ella tumbada en la cama con la ropa que le había llevado, ropa de él rozando su piel…, encendía otra clase de fuego en su interior. Sintió un pinchazo de decepción al oír pasos en la escalera. La alternativa del dormitorio había sido muy atractiva.
Cerró la puerta de la despensa, tras sacar un paquete de linguini. Verla bajar la escalera borró su decepción de un plumazo.
Se preguntó qué habría pensado ella de la intimidad que implicaba ponerse su ropa… sobre todo sus calzones. Pero allí estaban, asomando bajo el borde de su sudadera. Le llegaba casi hasta las rodillas, pero aun así exponía lo bastante de sus largas y esbeltas piernas como para que a él se le secara la boca.
Cuando le quedaban dos escalones por bajar, ella vio cómo le miraba las piernas y se detuvo. La tensión chisporroteó en el ambiente, hasta que Pedro desvió la mirada. Si quería ganarse su compasión, tenía que hacer que se sintiera cómoda. Mantener la vista por encima de su cuello sería un buen principio.
—Te sienta bien —dijo, señalando su conjunto con la cabeza y dejando la pasta en la encimera.
—Agradezco tener algo limpio que ponerme. Gracias —dijo ella, aún con expresión inquieta.
—Tengo mis momentos.
—Éste ha sido uno de los buenos —concedió ella. Sus ojos se encontraron. Los de ella denotaban una mezcla de cautela y agradecimiento. Pedro pensó que era un buen principio. Pero después ella cuadró los hombros y fue hacia la cocina con determinación—. Voy a llevarme algo para comer en mi dormitorio.
—No hace falta. La cena casi está. ¿Por qué no te sientas ante el fuego? Hay entremeses para ir haciendo boca. Y vino, cerveza o refrescos para beber, lo que prefieras.
Ella titubeó y olisqueó el aire.
—Linguini marinara. Mi especialidad.
—¿Has cocinado tú? ¿Desde cero? —preguntó ella con sorpresa.
—No es tan asombroso.
—En julio me dijiste que viajabas demasiado para mantener una casa. Que comías fuera o pedías comida a domicilio. Sí, me asombra que tus dotes culinarias hayan pasado de calentar algo en el microondas a tener una especialidad.
—Pasar semanas sin trabajar tenía que tener alguna ventaja.
—Me alegra que sacaras alguna cosa positiva de esa experiencia —dijo ella con seriedad.
—Aprender a manejarme en la cocina fue una de ellas —contestó él—. ¿Por qué no te sientas? El camarero llegará enseguida.
Ella solo titubeó unos segundos antes de ir hacia la chimenea y sentarse sobre un almohadón, en el suelo. Pedro vio las preguntas que asomaban a sus ojos y supo que había picado su curiosidad. Se quedaría a cenar con él y hablarían. Borraría la aprensión de sus ojos, igual que la noche anterior.
Con la diferencia de que él no se iría.
—¿Vino?
—Sí, gracias —giró desde la cintura y lo miró por encima del hombro. La curiosidad que había captado en sus ojos antes, renació mientras lo observaba servir las copas y ponerlas en una bandeja—. ¿Servir mesas es otra destreza que adquiriste mientras estabas inmovilizado… o no te hizo falta aprender?
—Vivo solo, si eso es lo que estás preguntando.
—Creí que, dadas las circunstancias…
—¿Habría tenido que contratar servicio interno?
Ella se recolocó en el almohadón, seguramente para no destrozarse el cuello mirándolo por encima del hombro. La nueva postura le ofreció una perspectiva fantástica de sus piernas, pero la distracción duró muy poco.
—En realidad, me preguntaba si te habrías instalado con Mac. Es tu única familia, ¿no?
Él había supuesto que retomaría el tema de su relación con Mac, pero no había esperado ese tono ligeramente ácido en su voz.
—¿Por qué tengo la impresión de que no creerás mi respuesta?
—En julio dijiste que no tenías familia. Te creí.
—En julio no tenía familia.
—¿Y ahora, de repente, sí?
—Es otra cosa positiva que saqué de esto.
—¿Sacaste una abuela? —ella movió la cabeza lentamente, entre confusa y exasperada.
Eso resumía la situación bastante bien. Si se concentraba en lo bueno, en vez de en el torbellino de rabia y frustración que bullía en su interior, era capaz de hablar con serenidad.
—Mac tuvo un embarazo no planeado cuando era adolescente. Una hija que dio en adopción. No la buscó hasta hace diez años. Para entonces mi madre había fallecido hacía mucho tiempo.
—¿Pero te encontró a ti?
—Me buscó y se convirtió en mi cliente. No pensaba confesarme nuestro parentesco.
—¿Por qué no? —ella lo miró con ojos cargados de emoción; justo del tipo que él quería evitar, porque lo revolvía por dentro—. ¿Por qué se molestó en buscarte si no quería reclamarte como familia suya?
—Quería conocerme y ayudarme, pero vio que me iba bastante bien sin familia.
—¿Entonces por qué decírtelo ahora? —insistió ella. Un segundo después chasqueó la lengua, comprendiendo—. Contesté a esa pregunta antes, en el dormitorio, ¿verdad?
—Sí, se está muriendo —alzó los hombros, pero eso no palió la tensión de sus músculos—. Pero no fue solo por eso. Cuando me desperté con amnesia, en el hospital, me ayudó a descubrir qué recordaba y qué no. Mientras me recuperaba hablamos mucho. No solo de negocios, política o economía. Me habló de su pasado. De sus errores. Cuando empezó a hablar de mi madre, todo lo demás afloró.
—Debe haberte impactado mucho.
Él se acercó con la copa de vino y se inclinó para dársela.
Luego se sentó en el suelo, lo bastante cerca para que sus rodillas se rozaran. Él agradeció la respuesta física al contacto, eso podía controlarlo y no le atenazaba las extrañas.
—No sientas lástima de mí, Paula. Como muy bien has dicho, conseguí una abuela.
—Una abuela que vas a perder —dijo ella con emoción. Él iba a distanciarse de esa emoción cuando ella se inclinó hacia delante y lo miró a los ojos—. Dijiste que no podía entender por lo que habías pasado, pero esta parte la entiendo.
—¿Por tu abuelo?
Ella asintió.
—Le gustaba pescar. Ésa era su forma de escapar de la tensión de la vida empresarial y las exigencias sociales. Odiaba los eventos a los que estaba obligado a asistir…, y las conversaciones superficiales. Un fin de semana se fue a pescar y no regresó.
—¿A eso se debe tu aversión a los barcos?
—No, eso es porque me mareo. Aunque a un psicólogo la conexión le parecería una mina de oro —esbozó una leve sonrisa—. Pappy Chaves era… mucho más que el magnate aprovechado que pretendían describir los medios de comunicación.
—Lo siento.
—Yo también lo sentí. Me dejó su cabaña en la montaña, donde dormíamos cuando me llevaba a pescar truchas —la expresión de añoranza de su rostro provocó una emoción desconocida en Pedro. En parte por empatía con ella, en parte porque deseó paliar su dolor, borrar los nubarrones que nublaban sus ojos.
—¿Pescas? Si crees que voy a creerme eso… —movió la cabeza, exagerando su sorpresa.
—Mi abuelo me enseñó a pescar cuando era poco más alta que un saltamontes.
Pedro enarcó las cejas y la contempló desde esa nueva perspectiva. Incluso con su ropa, Paula rezumaba clase y estilo cosmopolita. Era incapaz de imaginársela pescando.
—Estoy impresionado.
—¡Ni la mitad que cuando me viste pescar ese pez en las rocas!
Era una referencia al fin de semana que Pedro no recordaba. Podría haber seguido con ese tema, pedido más detalles. Pero contemplando los reflejos del fuego en su cabello y las sombras en sus ojos, dejó de interesarle el pasado. Quería conocerla a ella, no recuperar su memoria ni pensar en la compra de The Palisades; quería ese momento para él.
—¿Vas a esa cabaña a menudo? —preguntó.
—Parece que siempre estoy demasiado ocupada —movió la cabeza y chasqueó la lengua—. Pero no es excusa. Una vez llevé a Sara. Le enseñé la forma tradicional de pescar con mosca, como Pappy Chaves. Se le dio muy bien.
—¿Tu abuelo no la enseñó?
—No conoció a Sara. Es mi hermanastra —su sonrisa se tiñó de tristeza—. Nos conocimos hace unos años, cuando llegó buscando a su padre.
—¿Y te encontró a ti?
—Sí, afortunadamente.
Desvió la mirada y se perdió en la introspección. El vino y los aperitivos quedaron olvidados. Pedro quería seguir alimentándose con la reconstrucción de la mujer que había tras ese pulido exterior. La mujer que parecía más cómoda con una sudadera y descalza, que con un impermeable de diseño abotonado hasta el cuello.
—¿Tu hermana es como tú?
Ella tomó un sorbo de vino y lo miró por encima de la copa, antes de bajarla. Algo había cambiado en el ambiente en los últimos dos minutos. La desconfianza se había templado con comprensión y empatía.
—Me hiciste la misma pregunta la primera vez que te hablé de mi familia.
—¿Y qué contestaste?
—Dije que en absoluto. Sara es despampanante. Alta, rubia, bellísima. Estudia Medicina, es muy inteligente y quiere dedicarse a la investigación médica. Por si eso fuera poco,
también es atlética y trabaja como entrenadora física a tiempo parcial. Si no la quisiera tanto, seguramente la odiaría por ser tan fantástica.
—Imagino que os parecéis más de lo que quieres admitir —Pedro sonrió para sí.
—Ésa es la misma respuesta que diste la primera vez.
—¿Estás sugiriendo que soy predecible? ¿Poco original? ¿Aburrido?
Ella dejó escapar una risa suave y profunda que hizo que él mirara sus labios, brillantes por el vino. Sintió la satisfacción de saber que la vibración que existía entre ellos en ese momento, era única y personal.
—Oh, no. Eres muchas cosas, pero ninguna de ellas es aburrida.
Tras esa admisión sus miradas se encontraron en una oleada de energía sensual, tan delicada, multifacética y embriagadora como el pinot noir que ella se llevó a los labios.
—¿Antes también hubo esto entre nosotros? —movió la mano, indicando la sutil tensión que se extendía entre ellos y que no podía definir con palabras.
—Sí. Siempre.
La sinceridad de su respuesta careció de artificio o titubeo. Y bien porque ella comprendió que había sido demasiado ingenua, o porque vio la intención en su mirada, su expresión se volvió cauta cuando Pedro le quitó la copa de la mano y, sin dejar de mirarla, la dejó en el suelo.
Él sintió una intensa satisfacción al ver cómo sus ojos se ensanchaban. El calor que sintió al posar la mano en su rodilla, despertó algo mucho más primitivo en su bajo vientre.
Se inclinó hacia ella.
—No —susurró ella.
Él no le permitió más objeciones. No quería oír el nombre del prometido que se interponía entre ellos. Alzó su barbilla con la mano y silenció cualquier queja con sus labios. Ella se tensó, con sorpresa o rechazo, y él cambió de objetivo. Ya no solo quería probarla, quería su respuesta, su colaboración y participación.
Su beso.
Tomó su rostro entre las manos y redujo la presión inicial de su boca. Trazó la forma de sus labios, besó las esquinas de su boca, su barbilla y la hizo cautiva con su mirada, antes de
reclamar su boca con una larga y lenta seducción. Se perdió en sí mismo mientras memorizaba su sabor y la textura sedosa de su piel.
Ella, que inicialmente había alzado las manos para apartarlo, agarró su camisa y emitió un ronroneo satisfecho, de rendición. El evocativo sonido y la primera caricia de su lengua provocaron un cortocircuito en las neuronas de Pedro.
Recordó la boca de ella bajo la suya, sus manos enredadas en sus rizos mientras la colocaba bajo su cuerpo y la luz del sol atravesando el cristal y convirtiendo su cabello rojo dorado en un fuego equivalente a la pasión que pulsaba en sus venas. Y recordó el eco de su voz.
«Ahora te tengo exactamente donde quería».
Interrumpió el beso bruscamente, y sacó a Paula de su ensueño sensual con el latigazo de una palabrota. Ella lo miró desconcertada. Un segundo antes había estado entregado al beso, acariciando su pierna; al siguiente la soltaba.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué ha ocurrido?
—Creo que… —calló, se mesó el caballo y exhaló con fuerza. Empezó a darse la vuelta, pero Paula agarró su manga y lo obligó a prestarle atención—. Por un momento, menos de un segundo, tuve una… visión.
—¿Recordaste?
—No lo sé. No sé si fue un recuerdo real o una… —alzó un hombro y lo dejó caer con frustración—. No sé lo que reconocí. Fue como una impresión de ti y una frase.
—Yo no he dicho nada. No podía —aparte de que su lengua había estado ocupada, el impacto del beso le había quitado la capacidad de pensar—. ¿Recordaste algo que dije yo?
—No, tú no, yo. Y no sé si es algo que te dije a ti. Apareció en mi mente, claro como una luz, y luego se fue… —chasqueó los dedos—… así. Ha sido como un punto de luz en una gran oscuridad y no sé si es un recuerdo o una fantasía.
El reflejo de esa fantasía destelló en sus ojos, y Paula comprendió que era de naturaleza erótica. Soltó su manga.
No quería saber más. Quería levantarse y echar a correr; huir de todo lo que ese hombre evocaba en ella, lo físico, lo emocional, el antes y el después.
Sabía que no podía tenerlo; que nunca podría contarle lo que habían compartido durante ese breve espacio de tiempo.
Pero ver la frustración que atormentaba sus ojos le encogió el corazón. No podía darle la espalda sin intentar ayudarlo.
—Puede haber sido un recuerdo —apuntó, con cautela. Escondió los dedos, temblorosos, tras el almohadón que tenía debajo. Tensó los muslos y recogió las piernas en un vano intento de apagar el fuego que había encendido en su cuerpo—. ¿Quieres decirme cuál era la frase?
Él la miró largamente, con obvia tensión.
—Dime solo una cosa. ¿Te hice alguna promesa?
El corazón de Paula golpeteó dentro del pecho. No podía decírselo. Reabrir esa herida de su corazón no tenía ningún sentido. Reunió todo su coraje, lo miró a los ojos y, por primera vez en su vida, le mintió.
—No hubo promesas, Pedro. Ninguna.
CAPITULO 15: (QUINTA HISTORIA)
Pedro prolongó la excursión fotográfica todo lo que pudo, hasta que ella perdió la compostura y estalló. Estaba ayudándola a bajar por un empinado camino, hacia una playa virgen que había visto desde el porche. Ella le puso la cámara en la palma de la mano, con un golpe.
—Creo que tienes fotos más que suficientes. No soy una cabra montés. No estoy vestida para hacer marcha. Voy a la casa a darme una ducha.
Dos horas después, Pedro llamó a la puerta de su dormitorio. Al llegar, le había ofrecido el dormitorio principal, en la planta superior, y tras dudar un momento, ella lo había aceptado.
Volvió a llamar, pero no hubo contestación. Con su horror a los barcos, dudaba que intentara escapar, aun así sintió cierta preocupación. Abrió la puerta. Tal vez estaba en el balcón…
No. Envuelta en una enorme toalla, estaba sentada en el centro de la cama, las largas piernas desnudas y el cabello convertido en una masa de rizos húmedos, con el rostro vuelto hacia la excelente vista de árboles y océanos que ofrecían los ventanales. La imagen que presentaba, no su belleza y su piel perfumada tras la ducha, sino su fragilidad, hicieron que algo se removiera en el interior de Pedro.
Había sentido algo parecido en la playa, cuando ella lo había mirado con decepción; entonces había deseado consolarla y ella lo había rechazado. Así que se tragó las ganas de hacerlo, y esperó a que lo saludara.
No lo hizo.
—¿Sigues enfurruñada? —preguntó, impaciente.
—Estoy pensando.
—¿En qué?
—En nuestra conversación de la playa —giró la cabeza unos centímetros; los rayos del sol tocaron su cabello y lo convirtieron en puro fuego. Él se quedó sin aliento al ver humedad en sus pestañas.
Había estado llorando.
—Cuando me preguntaste si había alguna persona por quien haría cualquier cosa, contesté reflexivamente. Hay más por las que caminaría sobre ascuas. Sara dice que debería desarrollar un poco de egoísmo sano. Le parezco muy blanda.
—¿Sara es tu hermana?
—Sí. También está en mi lista de personas por la que haría cualquier cosa, pero Pappy fue el primero en quien pensé, aunque falleció hace diez años. Tal vez porque no tuve oportunidad de hacer nada por él. Murió de repente —alzó la vista y lo miró a los ojos—. Se está muriendo, ¿verdad?
La franca pregunta dejó mudo a Pedro. No hizo falta que contestara, su expresión lo dijo todo.
—Lo suponía —apretó los labios y volvió la cabeza de nuevo—. ¿Has venido solo a preguntar por mi estado de humor, o a algo más?
—Te he traído ropa. He pensado que tal vez te gustaría cambiarte para cenar —la dejó sobre la cómoda y fue hacia a la puerta para no revelar la emoción que empezaba a desatarse en su interior.
—Mac es tu abuela, ¿verdad? Tú eres el nieto —dijo ella cuando ya llegaba al umbral
Él, asombrado por su perspicacia, no contestó. No se dio la vuelta. Siguió andando.
CAPITULO 14: (QUINTA HISTORIA)
—¿Me has traído aquí, me has convencido para que bajara del barco, y ya habías arreglado con Gilly que se marchara sin mí?
Pedro había sabido que se enfadaría. Estaba dispuesto a enfrentarse a su ira y contestar a sus acusaciones, pero la decepción que vio en sus ojos lo golpeó con fuerza.
—Eh —musitó—, tenía buenas razones.
Cediendo a la tentación de tocarla, tranquilizarla y abrazarla, dio un paso hacia ella, que retrocedió hasta el borde del agua, levantando las manos en un gesto de rechazo.
—Anoche pasé mucho tiempo preguntándome por qué habías accedido a marcharte sin discutir. No encajaba con un hombre que siempre va por lo que quiere. Ahora lo entiendo. Ya habías planeado esto. Bromeaste sobre ataduras, fuerza y secuestro…
—Espera un segundo —interrumpió él.
—Pero no te hizo falta recurrir a la fuerza, ¿verdad? —siguió ella—. Era mucho más fácil manipular mis emociones.
Enviarme pastillas contra el mareo, ser atento en el barco y
culminar la escena con la historia de Mac. ¿Sabes qué? Habría preferido que me trajeras a la fuerza. Al menos eso habría sido honesto.
—¿Crees que te he mentido?
—Creo que me has manipulado.
Pedro estrechó los ojos ante esa acusación.
—Después de cómo manipulasteis tu madre y tú a Carlisle, yo me lo pensaría antes de lanzar piedras desde una casa de cristal, Paula.
Tras un momento de silencio, ella alzó la barbilla y él vio que la decepción de antes se había transformado en desdén.
—¿Cuánto tiempo vas a tenerme prisionera?
—El que haga falta.
—¿Para?
—Impedir que te cases con Alex Carlisle.
El equipaje de Pedro, la bolsa de Paula y provisiones para su estancia ya habían sido enviadas a la casa que había en el acantilado más alto de la isla. La casa de madera en la que Mac había pasado su infancia se había convertido en la residencia del encargado. Hacía unos años, el complejo vacacional había añadido la lujosa cabaña de madera a la isla privada; el último refugio de la civilización, sin teléfonos, televisión o conexión de Internet.
—¿Has estado aquí alguna vez? —preguntó Pedro, reuniéndose con Paula en el amplio porche. La vista panorámica del agua incrementaba la sensación de aislamiento mayestático, de estar en el centro del turbulento océano sur. Ella no contestó y él lo dejó pasar. Suponía que se le pasaría el enfado, antes o después—. Me gustaría pedirte un pequeño favor.
—¿Un favor? —sonó casi como un insulto.
—Voy a ir a hacer unas fotos.
—Diviértete.
—Quiero llevarle fotos a Mac.
—¿No se te ocurrió la otra vez ? —lo miró con incredulidad—. Trajiste la cámara cuando viniste.
—Sí, tenía una cámara. Tenía fotos. Pasado.
—¿Te quitaron la cámara? —preguntó ella, comprendiendo de repente. Él no contestó.
—¿Me ayudarás con las fotos?
—¿Para qué necesitas mi ayuda?
—Mac quiere ver fotos de mí aquí.
—Ayudaré. Pero que sepas que lo hago por Mac, no como favor para ti.
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