sábado, 23 de julio de 2016
CAPITULO 8 : (PRIMERA HISTORIA)
—Muy bien, te voy a proponer algo muy gordo —comentó Paula.
—¿Muy gordo? —se asustó Pedro.
Hacía más de una hora que habían llegado al millón de dólares y Pedro debía admitir, humillado y apesadumbrado, que Paula había ganado casi todas las negociaciones, pero ¿qué iba a hacer un hombre cuando negociaba con una mujer que no llevaba bragas?
Al entrar en el baño, las había visto colgadas, secándose.
Obviamente, Paula había intentado ocultarlas porque las había colgado en el último rincón, pero Pedro era más alto y las había visto.
Aquello quería decir que la mujer que tenía sentada frente a él no llevaba nada bajo el vestido y aquello lo distraía de la negociación constantemente.
—Quiero mover el botellero —anuncio Paula.
—Bajo ningún concepto —contestó Pedro.
—Pero…
—¡Que no!
—Pedro, sé razonable, no está en el lugar perfecto. Hay que moverlo.
—¿Por veinticuatro pulgadas?
—Exacto.
—No.
—Pero arruina el conjunto de la estancia —se quejó Paula.
Pedro se quedó mirándola en silencio. Había cedido con la alfombra, las luces, los manteles e incluso con los uniformes de los empleados, pero aquello era demasiado.
—No —insistió.
—¿Qué quieres a cambio?
Pedro no contestó.
—Seguro que hay algo que te apetezca.
Sí, pero no lo iba a decir.
Había una cosa. Un favor que se le había ocurrido aquella noche. No, no era tenerla para él solo durante dos meses desnuda en una isla tropical, aunque aquello tampoco estaría mal. Se trataba de un favor personal que no tenía nada que ver con el restaurante.
—Muy bien. ¿Estás segura de que quieres que te lo diga?
Paula asintió.
Pedro se arrellanó en la silla y echó los hombros hacia atrás.
A continuación, agarró el montón de servilletas de papel en el que estaban reflejadas las negociaciones de más de veinticuatro horas.
—Nos olvidamos de esto. Las rompemos y nos olvidamos.
—No —contestó Paula sorprendida.
—A cambio, te doy carta blanca.
—¿Qué quieres decir?
—Que podrás hacer y gastar lo que quieras.
—¿Cómo? —se sorprendió Paula—. ¿Y qué quieres a cambio?
Pedro no contestó inmediatamente y Paula lo miró con recelo.
—No estaba pensando en sexo —le aclaró.
—Yo tampoco —contestó Paula.
—Ya…
Paula sonrió.
—Bueno, confieso que se me había pasado por la cabeza, pero sólo un momento.
Pedro también sonrió.
—Quiero que me lleves a tu casa y que me presentes a tu padre.
Paula se quedó mirándolo en silencio.
—¿Por qué?
—Por el contrato con Enoki Electronics.
—No puedo obligar a mi familia a firmar un contrato contigo.
—No te estoy pidiendo eso.
—Yo sólo tengo el cinco por ciento de la empresa, Pedro, y siempre he sido una socia silenciosa, toda mi vida.
—Yo lo único que quiero es tener oportunidad de hablar con tu padre fuera de la oficina, en un entorno cómodo. Lo único que tienes que hacer es decir que somos amigos. Ya sé que será duro, pero…
—No, no es duro fingir que somos amigos, pero no estoy dispuesta a comprometer a mi familia para obtener una ganancia personal.
—Te aseguro que no te estás comprometiendo a nadie. El contrato sería bueno para ellos también.
—¿Por qué necesitas mi ayuda? —preguntó Paula con recelo.
—Porque no creo que quiera escucharme después de que el año pasado bloqueé su solicitud de redistribución.
—¿Fuiste tú?
—¿Tu padre no sabe que fui yo? —preguntó Pedro esperanzado.
—Seguro que lo sabe, pero no presto mucha atención cuando me habla de negocios, la verdad.
El momentáneo optimismo de Pedro se evaporó.
—Bueno, entonces, entiendes por qué necesito tu ayuda. Mira, Chaves Electronics se hizo con el contrato para venderle a Enoki Communications los ordenadores para las trescientas tiendas que tiene en el Lejano Oriente.
—Por mucho que me expliques cuál es la propuesta, no me vas a hacer cambiar de opinión.
—La idea es crear una sociedad. Alfonso-DuCarter International tiene una licencia muy amplia en Asia. Si vuestra empresa y la nuestra llegan a un acuerdo, en lugar de vender genéricos, podríamos montar nuestra propia red y hacernos un hueco en el mercado de las comunicaciones inalámbricas. Lo único que te estoy pidiendo es que me presentes a tu padre —insistió Pedro—. Una presentación, una cena, y tú, a cambio, tendrás la reforma de tus sueños.
—Sí, a cambio de vender a mi familia.
—¡No venderías a nadie! —exclamó Pedro—. ¿No me has escuchado? Sólo quiero que me presentes a tu padre. Yo me encargo de todo lo demás. Si, después de proponerles mi idea, dicen que no, será que no.
Paula sonrió de repente.
—Te propongo otro trato.
Pedro tuvo la desagradable sensación de que iba a volver a perder.
«No pienses en que no lleva braguitas», se dijo.
—Estoy muerta de hambre, así que, si me haces la cena, te presento a mi padre —comentó Paula comenzando a escribir en otra servilleta.
¿La cena? ¿Lo único que quería era que le preparara la cena? Eso a Pedro no le costaba nada. Le podría preparar mil quinientas cenas sin problema. Pero no, allí había gato encerrado. Era demasiado fácil.
—Te haré la cena y te daré todos los millones de dólares que quieras si sellas el trato con un beso en lugar de por escrito —le propuso.
—¿No me lo vas a poner por escrito? —se sorprendió Paula.
—Soy un hombre de palabra.
Paula se quedó mirándolo muy seria y Pedro tuvo miedo de echarlo todo por la borda, así que se apresuró a improvisar.
—Te lo voy a poner fácil. Yo te hago la cena y tú le pones nota de cero a diez y, por cada punto, me das un beso.
—Muy bien —contestó Paula.
Pedro se dio cuenta, por lo rápido que había contestado, que no le iba a dar ni un beso, pero había ganado que le presentara a su padre y, en cualquier caso, habría hecho él la cena, así que…
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