viernes, 22 de julio de 2016
CAPITULO 5 : (PRIMERA HISTORIA)
—¿Te has planteado trabajar como chef? —dijo Paula tomando otro bocado de su deliciosa langosta y sonriendo encantada.
Pedro sonrió también, orgulloso.
—¿Y abandonar mi incipiente carrera como decorador de interiores? —bromeó.
—No te ofendas, pero creo que te irá mejor en la cocina.
—Vaya —suspiró Pedro en tono de broma.
Era la primera vez en muchas semanas que había tenido tiempo de cocinar, la primera vez en varios meses que no había tenido que salir corriendo a una reunión o a una conferencia después de cenar. Después de todo, le iba a tener que dar las gracias a su hermano por haberlo encerrado allí con Paula.
—Sí, lo siento, pero es cierto. Como decorador no tienes futuro. Debes aceptar la derrota con dignidad y gracia —sonrió Paula.
—Tú lo que quieres es que te deje en paz con tu proyecto de reforma del restaurante, ¿verdad? —comentó Pedro dándole un trago al vino.
—Exactamente —asintió Paula—. Deberías dedicar tu energía y tu dinero a otra cosa.
—Tú lo que quieres es que gane más dinero para poder gastártelo en este proyecto.
—Veo que nos vamos entendiendo —sonrió Paula acercándose.
Al hacerlo, la luz de las velas se reflejó en sus ojos verdes.
Por enésima vez aquella noche, Pedro quedó encandilado por su belleza.
—Podríamos tener una relación simbiótica —comentó Paula.
Al instante, Pedro sintió que el deseo se apoderaba de él.
—¿Me estás proponiendo algo?
—Simbiótica quiere decir que habría beneficio mutuo —le aclaró Paula.
—Ya lo sé —contestó Pedro.
Se le ocurrían un montón de cosas que hacer con ella en aquellos momentos que podrían entrar dentro de la categoría de beneficio mutuo.
—Te cambio la alfombra por las molduras —aventuró.
Lo había dicho por decir, sin pensar. Paula tenía la chaqueta, su chaqueta, abierta y, en el transcurso de la velada, el vestido morado había ido cayendo hasta que el escote había bajado tanto que casi le veía el pecho.
—¿La alfombra por las molduras? —se sorprendió Paula.
Se había sorprendido tanto que había dado un respingo y, al hacerlo, el vestido se había tensado. A Pedro le pareció que le había visto hasta una areola.
Pedro asintió y se apresuró a darle otro trago al vino.
—¿La alfombra Safavid hecha a mano?
—Sí.
—No te arrepentirás.
Ya se estaba arrepintiendo. La mayor parte de sus clientes no podrían diferenciar una Safavid de una alfombra de nylon.
Desde luego, en aquella ocasión, Paula se había salido con la suya, pero solamente porque estaba utilizando sus pechos como herramienta de negociación. Claro que ni se había dado cuenta.
—Hablemos de las luces —propuso Pedro.
Tenía ganas de que la balanza se inclinara de su lado.
—No pienso consentir que toques el candelabro de bronce y cristal —le advirtió Paula.
—Te he dado la moqueta que querías.
Paula negó con la cabeza y se puso en pie.
—¿Qué haces?
—Voy a por servilletas.
—No, ya voy yo. No quiero que te cortes —dijo Pedro poniéndose en pie y volviendo rápidamente con un manojo de servilletas de papel blanco.
—¿Qué haces? —le preguntó Pedro al ver que garabateaba algo en una de ellas.
—Poner por escrito las modificaciones que estamos haciendo para incluirlas en el contrato —contestó Paula—. Los revestimientos a cambio de la tarima y las molduras a cambio de la alfombra.
Pedro observó mientras Paula escribía.
—Firma aquí —le indicó ella.
—Esto es ridículo.
—Está fechado y firmado por los dos. Si fuéramos a juicio, tendría validez.
—Pero no vamos a ir a juicio.
—No pienso arriesgarme ni jugarme la alfombra Safavid.
—Soy un hombre de palabra.
Paula se cruzó de brazos y sonrió.
—Entonces no te importará firmar, ¿verdad?
Y Pedro firmó porque Paula se había cruzado de brazos y la vista era espectacular.
—Perfecto —sonrió Paula recogiendo la servilleta—. ¿Hay algo más que te interese que tratemos?
Pedro decidió en aquel mismo instante que, la próxima vez que tuviera una dura negociación entre manos, se llevaría a aquella mujer con él.
—Las luces —insistió apartando la mirada de su escote para no dejarse vencer de nuevo.
—El candelabro de bronce y cristal tiene carácter e historia —le explicó Paula—. Cuando los clientes entren en este restaurante, eso será lo primero que vean. Quiero que se sientan completamente encandilados por el glamour y el estilo clásico del entorno. El candelabro realzará…
—Es una luz… —la interrumpió Pedro.
—No es sólo una luz —protestó Paula indignada.
—Cuando vi lo que costaba, casi me caigo de la silla.
—Es una antigüedad.
—Pues compra una de imitación. Nadie se dará cuenta. Nadie lo sabrá.
—Tú lo sabrías.
—A mí me dará igual. Estaré muy ocupado gastándome el dinero que nos habremos ahorrado.
Paula se inclinó hacia delante. Al hacerlo, Pedro pensó que enseñar así el escote debería ser ilegal. Seguro que, si se lo decía, se cubriría.
No… ¿para qué?
—Yo sabría que no es una pieza verdadera —dijo Paula.
—¿Y? ¿Te quitaría el sueño?
—Por supuesto que sí. Los críticos gastronómicos se darían cuenta —contestó Paula sonriendo con aire triunfal—. ¿Quieres que digan que en tu restaurante hay reproducciones baratas o antigüedades de verdad?
Pedro no contestó.
—Te doy los azulejos —le ofreció Paula—. Los azulejos a cambio del candelabro.
—Los azulejos me gustan.
—Genial —contestó Paula escribiendo de nuevo.
—¿Qué estás poniendo?
—Que yo me quedo con el candelabro y tú con los azulejos.
—Pero…
—Anda, ve a por el mousse de chocolate, que no quiero cortarme un pie —sonrió Paula con dulzura.
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