jueves, 21 de julio de 2016
CAPITULO 3 : (PRIMERA HISTORIA)
¿Hacer las paces?
Paula miró Pedro y cerró los ojos.
—¿Cómo que hasta el lunes?
Pedro apretó los labios y no contestó. Paula se giró hacia la puerta y comprobó que estaba cerrada con llave. ¡Tomas los había encerrado en el restaurante!
—¡Tomas! ¡Tomas! —lo llamó.
No obtuvo respuesta.
Pedro suspiró exasperado.
—Se ha ido —declaró.
—Pero volverá —contestó Paula esperanzada—. Seguro que todo esto es una broma.
—A mí no me lo parece.
—Juliana no permitiría que nos dejara aquí.
—¿Y qué te hace pensar que ella lo sabe?
—Bueno… eh…
Buena pregunta.
—No creo que se lo diga —dijo Pedro.
—Pero es su esposa —protestó Paula—. Están casados y se supone que, cuando te casas, no le puedes mentir a tu cónyuge, ¿no?
Pedro se acercó también a la puerta, suspiró, sacudió la cabeza en actitud compasiva y le habló en voz baja.
—Pau, Pau, Pau…
—Te he dicho que no me llames así.
—Mi hermano cree que está salvando a su esposa.
—Por tu culpa.
—¿Cómo que por mi culpa?
—Juliana está disgustada porque no paras de hacerme la vida imposible, porque no paras de minar mis indicaciones.
—Te recuerdo que tengo derecho de veto.
—Sí, ya lo he visto. Sobre el color de la tarima, sobre los revestimientos y ahora sobre las dimensiones del botellero.
Si Pedro le hubiera permitido hacer su trabajo, no estarían en aquella situación. Paula era una mujer con la que era fácil llevarse bien.
—Sobre lo que a mí me dé la gana —contestó Pedro.
—Te estás pasando.
—No me has dejado más remedio. Me amenazaste con llevarme a la quiebra.
—Eso no es cierto —protestó Paula cruzándose de brazos—. Soy una profesional.
—Me dijiste literalmente: «Hemos firmado un contrato de tres millones y medio de dólares y tengo intención de gastarme hasta el último centavo».
Paula se revolvió incómoda.
—Eso lo dije porque estaba disgustada —admitió.
Desde luego, no había sido muy profesional por su parte, pero Pedro la sacaba de quicio.
—De buenas, todos somos muy profesionales. Se sabe cuándo una persona es profesional cuando las cosas van mal.
—A mí me parece que las cosas iban mal. Tu hermano y tú nos habíais mentido, estabais conspirando contra nosotras, nos habíais ocultado vuestras identidades…
—Tomas estaba en una misión.
—Sí, y también se estaba acostando con Juliana.
—Ella parece haberlo perdonado.
—Merecía que lo perdonara.
—¿Y yo, no?
—Tú sigues siendo un problema, Pedro.
—Pues ahora estás encerrada en el restaurante con el problema, Pau.
—Paula.
Pedro sonrió.
—Bueno, ya seguiremos discutiendo cuando hayamos salido de aquí.
—Buena idea —contestó Paula—. ¿Tienes la llave maestra?
—No creo que sirva para esta cerradura.
—Pero si es la llave maestra.
—Sí, pero esta puerta y esta cerradura son antiguas y únicas. Hace años que no cerramos el restaurante con llave.
—¿Y si la rompemos? —dijo Paula.
—Es de roble macizo y, además, ¿no me habías dicho que la puerta era el eje central de la sala o algo así?
—Efectivamente.
Sería una pena romper una puerta así, pero Paula estaba empezando a sentir claustrofobia. No era porque la sala fuera pequeña. De hecho, era enorme. El problema era que Pedro estaba demasiado cerca.
De repente, a Paula se le ocurrió una idea.
—Hay una puerta en la cocina —anunció cruzando el salón.
—Sí, pero está inutilizada porque han puesto la cámara frigorífica —contestó Pedro a sus espaldas.
—Vamos a ver.
—Pierdes el tiempo —insistió Pedro siguiéndola.
—Pesimista.
—Realista.
—Aguafiestas —declaró Paula al ver que, efectivamente, una inmensa cámara frigorífica imposible de mover bloqueaba la salida—. Estoy segura de que Juliana no tardará en subir.
—¿Tú crees?
—Sí, en cuanto se dé cuenta de que no estamos.
—A lo mejor no se da cuenta. Dicen que, cuando os casáis, las mujeres sólo tenéis ojos para vuestros maridos.
—No es mi caso —contestó Paula.
—No me sorprende.
Paula intentó mover la cámara frigorífica.
—No pienso quedarme aquí hasta el lunes. Tengo muchas cosas que hacer.
—¿Y te crees que yo no?
—Pues no lo sé, pero, por tu actitud, no lo parece —contestó Paula empujando con más fuerza.
—Pau…
—Que no me llames así.
—Pesa una tonelada.
—Enclenque.
—No, no soy enclenque —contestó Pedro sacando la garantía de la cámara de uno de los cajones—. Aquí lo dice. Pesa exactamente una tonelada. A veces, hay que aceptar la derrota.
—Me pregunto cómo has llegado a ser millonario con esa actitud.
—Y yo me pregunto cómo consigues que no se te vayan los clientes.
—Yo soy una persona de lo más razonable.
—Pero si estás intentando mover una cámara frigorífica de una tonelada…
Aquello hizo sonreír a Paula.
—¿Y qué?
—No es muy razonable por tu parte, ¿no?
—¿Tú crees que estamos atrapados?
—Sí, completamente.
—¿Tú y yo aquí toda la noche? —exclamó Paula presa del pánico.
No, no podía ser. ¡Pedro y ella toda la noche juntos!
—¡Tenemos que salir de aquí!
Desde luego que tenían que salir de allí.
Pedro tenía un montón de trabajo y, además, Tomas estaba a punto de recibir una llamada de Ray Yamamoto, pero lo peor era que estar cerca de Paula era peligroso. Treinta y seis horas a su lado. Podría ocurrir cualquier cosa, estaba fantástica con aquel vestido morado tan apretado.
No era la primera vez que Pedro se sentía atraído por ella.
Paula Chaves era una mujer inteligente, alegre, una mujer que lo hacía pensar, sentir y anhelar.
Pasar la noche con ella, los dos solos, era una locura, un suicidio.
—Voy a ver si encuentro las herramientas de los obreros —declaró.
—¿Para qué?
—Para ver si puedo sacar la puerta de las bisagras.
—Buena idea.
—Vaya, ¿un cumplido?
—Que no se te suba a la cabeza.
Pedro chasqueó con la lengua y volvió al salón. Una vez allí, miró por todas partes en busca de las herramientas. Sabía que los obreros solían recogerlas para el fin de semana, pero tenía la esperanza de que hubieran dejado alguna.
—¿Ha habido suerte? —le preguntó Paula desde la cocina.
Se había quitado los zapatos y a Pedro le pareció de lo más sensual verla descalza. Además, se le habían salido varios mechones de pelo del recogido que llevaba, lo que le confería un aire de lo más sexy.
—De momento, no —contestó Pedro.
—¿Por qué se le habrá ocurrido a tu hermano hacer esto?
—Para proteger a Juliana —contestó Pedro.
Estaba intentando cubrir a su hermano, pero lo cierto era que lo que había hecho no tenía perdón.
—No tiene que proteger a Juliana de mí. Soy su socia y su amiga. Incluso fui su madrina de boda.
—Tu relación con ella no es problema. El problema es cómo nos llevamos tú y yo. Ése es el problema. Nuestra relación.
—Entre tú y yo no hay ninguna relación —contestó Paula acercándose.
—Juliana está harta de que nos peleemos. Ponte los zapatos.
—No puedo. Tengo los pies hinchados y no me entran.
—Pues, entonces, siéntate —le indicó Pedro ofreciéndole una silla junto al ventanal—. Lo último que nos hace falta es que te cortes o algo.
—El perfecto caballero.
Pedro colocó otra silla y una mesa.
—Efectivamente.
Paula cruzó la estancia y se sentó. A Pedro le sorprendió y le agradó que, por fin, hiciera algo de lo que le pedía.
—¿Has encontrado algo que nos sirva?
—Nada. Nadie se ha olvidado el destornillador.
—¿Y no podríamos romper la puerta?
—¿De verdad quieres romperla?
—No —suspiró Paula—. Es una puerta preciosa.
Los dos permanecieron en silencio un rato.
—¿Tú crees que la cosa estaba tan mal entre nosotros como para merecernos esto? —preguntó Paula
—Mi hermano ha exagerado.
—A lo mejor se da cuenta y vuelve dentro de un rato.
—A lo mejor —contestó Pedro aunque no lo creía así.
—Genial. ¿Qué hacemos mientras esperamos? —preguntó Paula mucho más tranquila.
—¿Tienes hambre? —le preguntó Pedro.
Paula lo miró confusa.
—Te recuerdo que estamos en un restaurante.
—¿La cocina funcionará?
—Sí, yo creo que sí —contestó Pedro poniéndose en pie.
A lo mejor, estaba equivocado y en un par de horas su hermano acudía a liberarlos. Hasta entonces, era absurdo pasar hambre.
—¿Y tú sabes utilizar esa cocina? Parece muy complicada —objetó Paula.
—Si tienes hambre, te preparo algo.
—¿De verdad?
—No, te estoy tomando el pelo.
—No me extrañaría.
—Venga, te llevo en brazos —contestó Pedro acercándose.
—No, gracias.
—Mira, Pau, ya tenemos bastantes problemas. No quiero que te claves un clavo en la planta del pie.
—¿Un clavo? —se asustó Paula.
—Estamos en una obra —le recordó Pedro.
—En ese caso, está bien —cedió Paula dejando que Pedro la tomara en brazos.
Al cabo de un par de segundos, se relajó y se apoyó en su pecho. Pedro sentía sus dedos en la nuca, su trasero en la tripa, y su piel era cálida.
—¿Puedo hacer un comentario obsceno? —bromeó Paula.
—No a no ser que te quieras encontrar en una postura obscena en un abrir y cerrar de ojos.
Paula bajó la mirada y permaneció callada y Pedro se dio cuenta de que, cuando la hacía sentirse sexy, se recataba.
No debía olvidarlo.
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Parecen perro y gato jajajajaja. Ya me atrapó esta historia.
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