jueves, 1 de septiembre de 2016
CAPITULO 18: (QUINTA HISTORIA)
Pedro no tenía argumentos contra eso. Si forzaba el tema, perdería su respeto y, en algún momento de las últimas veinticuatro horas, su respeto había adquirido una importancia vital.
Sin embargo, todo en él se rebelaba a la idea de rendirse.
Había estado paralizado casi dos meses. Impaciencia, impotencia, deseo reprimido y una docena más de aborrecibles ingredientes fermentaban en su estómago. La larga noche de insomnio, durante la que había oído a Paula, en la planta superior, dar vueltas hasta el amanecer, no había mejorado su perspectiva.
Tampoco ayudaron las nubes tormentosas que oscurecían el cielo. Llegaron de repente a media mañana, como si su turbulento estado de ánimo las hubiera convocado. Había intentado relajarse corriendo por la playa. Pero el efecto solo había durado hasta que regresó a la casa.
Pensando en la comida que iba a preparar tras darse una larga ducha, empezó a quitarse la camiseta húmeda de sudor en cuanto entró. Paula estaba acurrucada en el sofá. Había un libro abierto sobre su regazo, pero tenía la mirada perdida hasta que oyó sus pasos.
Miró su torso desnudo y la relajación de Pedro se evaporó bajo el escrutinio.
Cuando los ojos verde mar miraron su rostro, ella debió leer el significado de su expresión. Mujer inteligente, no dijo una palabra de las cicatrices, pero él notó que esos ojos seguían cada uno de sus pasos de camino al dormitorio.
—¿Vendrá Gilly hoy? —preguntó ella.
—No —su mal humor lo llevó a detenerse con la mano en el pomo de la puerta—. Si te preocupa el mal tiempo que se avecina, hay una lancha pequeña en el cobertizo. Podemos irnos ahora.
—¿Cómo de pequeña?
Él se dio la vuelta. Sus dedos aferraban el libro, pero aún alzaba la barbilla con orgullo. A pesar de su miedo, estaba considerando la opción. Mientras Pedro se duchaba, recordó la conversación de la tarde anterior: su abuelo había salido a pescar y no había regresado nunca.
Salió del dormitorio un cuarto de hora después, con una disculpa preparada, pero ella se había ido. Desde el porche la vio junto al cobertizo. Se preguntó si estaría comprobando el tamaño de la lancha y se maldijo por haberla mencionado.
Dos horas después, aún no había regresado. Lo atenazó la preocupación. No podía haber hecho algo tan estúpido. No solo no le gustaban los barcos, la aterraban.
Entonces vio un movimiento en el camino. El blanco de la camisa que, con unos pantalones cortos, había dejado junto a la puerta de su dormitorio esa mañana. Volvía, pero sin prisa.
Su pecho se tensó con una contradictoria mezcla de alivio y enfado. Si no aceleraba el paso, la tormenta la atraparía.
Justo en ese momento, se oyó un trueno y empezaron a caer las primeras gotas. Pedro bajó las escaleras al trote.
La encontró un par de minutos después, justo cuando empezaba a diluviar. Llegaron a la casa empapados y Pedro tenía ganas de pelea. El terreno de la isla era abrupto en el mejor de los casos. Habría sido fácil que se perdiera o cayera.
—¿Es que no tienes instinto de supervivencia? —atacó, ya a cubierto bajo el porche.
—Creo que sí —dijo ella, recogiéndose el pelo mojado con la mano—. No me fui en la lancha.
«Diablos. Se lo había planteado en serio», pensó Pedro. El miedo lo paralizó un momento. Cuando se reunió con ella en la puerta, vio que tiritaba de frío. Abrió la puerta e hizo que entrara.
—Estás helada —cerró y señaló el dormitorio vacío con la cabeza—. Esa ducha es la más cercana. Ve a calentarte bajo el agua. Te buscaré ropa seca.
—Puedo usar…
—No discutas, o te levantaré en brazos y te meteré en la ducha yo mismo.
Al ver que apretaba los labios, testaruda, dio un paso hacia ella. Ella retrocedió y alzó las manos para que se detuviera.
Le temblaban.
—Ya voy. Puedo hacerlo sola.
Pedro no estaba tan seguro. Estrechó los ojos y la observó. A pesar del temblor de sus manos, empezó a desabrocharse la camisa por el camino.
—¿Puedes con los botones? —preguntó.
Ella se dio media vuelta en la puerta y él notó lo que antes no había visto. La lluvia había calado el tejido, que se pegaba a su piel y transparentaba la forma de su sujetador de encaje y las generosas curvas de sus senos. Sintió tal oleada de deseo entre los muslos que se quedó clavado en el sitio.
Una imagen destelló en su cerebro. Sus manos desabrochando los botones, la sombra de la aureola de un pezón bajo el encaje, el beso de su piel sedosa bajo la lengua.
Lentamente, alzó la vista. Sus ojos se encontraron. Ella se le encaró con orgullo y contestó a la pregunta que él ya había olvidado.
—Sí, puedo con ellos.
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