jueves, 18 de agosto de 2016
CAPITULO 24: (TERCERA HISTORIA)
Se despertó en la cama que había compartido con Pedro, pero sin él a su lado. Aunque lo echó de menos, no se sintió privada de él porque lo había tenido a su lado toda la noche.
Después de hacer el amor la primera vez, la había llevado a ella y a su ropa de vuelta a la casa. La había dejado en la cama donde se había dedicado a su cuerpo con atención.
Habían hecho el amor voluptuosamente bajo la mosquitera.
Después se habían quedado dormidos, sus cuerpos juntos toda la noche.
Él había estado ahí cada vez que se había despertado. Sus cuerpos se movían al unísono. Algo más íntimo que nada que hubiera experimentado jamás. La noche de bodas que jamás habían tenido. No sólo por el sexo, sino por la familiaridad. La cercanía que jamás había tenido con ninguna otra persona.
Rodó sobre la cama y se cubrió el rostro con la almohada inhalando el aroma de Pedro. Después apartó las sábanas de una patada y sacudió los pies contra el colchón disfrutando de la sensación que tenía en la piel de haber sido amada. El aire estaba cargado de humedad, pero un rayo de sol se reflejaba en la tarima, prueba de que la tormenta había pasado. Desde la cocina, le llegó el ruido de sartenes y platos, el aroma de café.
Justo cuando estaba pensando en la posibilidad de desayunar en la cama, oyó voces. No la voz de Pedro, sino una conversación de varios hombres.
Se cubrió con las sabanas de un tirón. Maldición, eso significaba que nada de desayuno en la cama. ¿Quién estaba en la casa?
Se vistió a toda prisa con un vaquero corto y una camiseta verde grisáceo. Dado que hacía más fresco del que se podía esperar en el Caribe, se envolvió en una camisa blanca de Pedro y se la ató en la cintura.
Pedro no estaba en la cocina, pero sí había media docena de hombres. Uno estaba al mando de los fogones con una montaña de huevos en una sartén y beicon en otra. Otro servía humeante café en unas tazas. Los demás habían instalado ordenadores portátiles en la mesa de la cocina conectados con unos cables que corrían por el suelo y un módem inalámbrico al lado de un enchufe.
J.D. fue al único que reconoció, así que fue derecha a él. La saludó con una inclinación de cabeza y después se la presentó a los demás. Olvidó sus nombres rápidamente, pero supo que todos eran empleados de Alfonso. La presentó como la «ex de Pedro». Pero debían de saber más de ella, porque todos aceptaron su presencia sin mucha curiosidad.
—¿Me he perdido algo? ¿Cuándo han llegado todos? —preguntó a J.D. mientras éste sacaba un plato de un armario y empezaba a llenarlo de huevos y tostadas.
—Esta mañana temprano.
J.D. le tendió el plato y ella lo aceptó, más por instinto que por hambre.
—¿No eran para usted? —preguntó ella.
—No. Para usted —él clavó un tenedor en los huevos—. Rick y Jax estaban en Canadá. Volaron a Dallas anoche y se reunieron con el resto.
—¿Dónde está Pedro? —preguntó por fin.
Llevaba levantada más de diez minutos y no lo había visto.
—Ha salido —dijo simplemente J.D. No la miró a los ojos.
—Quiere decir que está fuera buscando a mi hermano —de pronto los huevos sabían menos buenos. Dejó el tenedor en el plato y lo apartó a un lado. Dado que J.D. no parecía dispuesto a decirle mucho más, atacó—: No me gusta que me manejen. Evidentemente están aquí para ocuparse de mí mientras Pedro va a buscar a mi hermano.
J.D. mantuvo el rostro inexpresivo, pero, a menos que hubiera visto mal, sus músculos estaban tensos.
—Está bien —dijo ella aunque no lo estaba—. Puede ser sincero. No voy a alucinar ni nada así —era cierto, había alucinado todo lo que se podía la noche anterior—. Sé que Pedro ha venido aquí a detener a mi hermano o lo que sea.
—Técnicamente no podemos detenerlo. No tenemos esa autoridad, ni siquiera en los Estados Unidos. Sólo podemos animarlo a volver con nosotros a Estados Unidos donde se lo entregaremos a las autoridades.
—Lo que se me escapa —continuó ella—, es por qué hacen falta tantos para tenerme controlada. ¿Trajiste a demasiados o algo así y los que se han quedado no tienen otra cosa que hacer?
—No —J.D. parecía hablar sin separar los dientes—. En realidad, estamos todos aquí.
—Entonces Pedro ha ido solo. Eso no puede ser.
—Lo es —se pasó una mano por la nuca.
Paula se dejó caer en una silla y mordió una tostada. Así que Pedro había encontrado a su hermano y había ido solo a agarrarlo. Pensar en los dos hombres más importantes de su vida enfrentándose era desasosegante.
Ramiro no era grande. Pedro, con sus anchos hombros y sus músculos seguramente pesaría ocho o diez kilos más que él. Aun así no tenía sentido.
—Pedro no es un hombre despiadado —dijo en voz alta—. ¿Por qué iría solo? Claro, que es más fuerte que mi hermano, así que poda animarlo a meterse en un coche con relativa facilidad. Pero hay demasiadas variables. ¿Por qué arriesgarse a perder el control de la situación? Mi hermano podría escaparse.
J.D. bebió de su café en silencio, pero en su gesto se había instalado un gesto de desaprobación.
Lo estudió un largo minuto y después recorrió la cocina con la mirada. La energía de los nervios zumbaba en el aire. En su trabajo conocía a muchos policías, no siempre estaban del mismo lado en la pelea, pero había trabajado con los suficientes para saber cómo se comportaban. Sabía la clase de silencio nervioso que los cubría cuando algo estaba a punto de suceder. Así estaba ese grupo de hombres en ese momento.
Atravesando a J.D. con la mirada, dijo:
—Saben algo que no me están contando. ¿Qué es?
Pero si le hubiera pasado algo a Ramiro, Pedro se lo habría dicho. No se habría desvanecido por la mañana y la hubiera dejado allí al cuidado de sus hombres.
—¿Qué es? —probó otra vez—. ¿Qué pasa aquí?
Finalmente J.D. habló:
—Pedro no está pensando en traer a su hermano.
La inesperada respuesta hizo que tardara un cierto tiempo en registrarla.
—Eso es ridículo.
—Claro que lo hará.
—No, no lo hará.
—El plan es recuperar los diamantes y dejar escapar a su hermano.
—¿Le ha dicho él eso?
—No ha hecho falta —se echó hacia delante y la perforó con la mirada y, por primera vez, vio el brillo del resentimiento en sus ojos—. Antes de que él saliera para aquí, teníamos un plan —golpeó la mesa con un dedo—. Recuperar los diamantes, detener al tipo y entregar ambas cosas al FBI. Así todos ganábamos.
Todo el mundo que no fuese de su familia.
—Entonces hemos llegado esta mañana —siguió J.D.—, y el plan se ha ido a la…
No dijo nada más, pero no hacía falta. No hacía falta ser un genio para ver que el cambio de planes tenía que ver con que Pedro y ella se hubieran acostado esa noche.
—Mire —dijo ella—. Sea lo que sea lo que está pasando, no tiene nada que ver conmigo.
—Claro que sí —interrumpió—. Ramiro es su hermano. ¿Qué otra razón tendría Pedro para dejarlo escapar?
—Eso es lo que estoy diciendo. No hay modo de que Pedro deje escapar a Ramiro. No es su forma de ser.
Pedro tenía un sentido de lo que estaba bien o mal más fuerte de lo que ella había visto nunca. Había sido víctima de muchas injusticias muchas veces a lo largo de su vida, tanto como hijo de un alcohólico como durante su breve período de marido de ella. A causa de ello su férreo código ético se había hecho inquebrantable.
—Dejar escapar a un delincuente estaría mal —dijo echándose hacia delante y apoyando los brazos en la mesa—. Pedro jamás hará algo así.
—Entonces ¿usted no le ha pedido que lo haga?
Alzó las manos frustrada antes de decir:
—Por supuesto que no. ¿Es eso lo que cree? ¿Que he venido aquí para convencer a Pedro de que no encuentre a mi hermano? Oh, ya sé, quizá es esto: he venido hasta aquí fingiendo ayudar a Pedro a encontrar a mi hermano, pero en realidad lo que hago es distraerlo para que Ramiro pueda escapar.
Al oírla despotricar, J.D. pareció más aliviado al tiempo que un poco irritado.
—Pensaba…
—Pues simplemente se equivocaba.
—Me alegro —dijo con una sonrisa.
—Y también se equivoca con respecto a Pedro. Jamás haría algo en contra de su naturaleza.
—Lo haría por usted —dijo tranquilamente, pero con tanta confianza que la dejó sin palabras.
Paula se puso en pie.
—¿Sabe dónde ha ido Pedro? —preguntó a J.D. La mirada que él le dedicó estaba llena de desconfianza. Paula puso los ojos en blanco.
—Mire, sólo trato de ayudar —al ver que la desconfianza no desaparecía, añadió con más énfasis—: De ayudar a Pedro. Si deja escapar a Ramiro, jamás se lo perdonará. Y si lo hace porque cree que eso es lo que quiero yo, tampoco me lo perdonará a mí.
J.D. sonrió.
—Bueno, al menos en eso estamos de acuerdo —se puso en pie y se acercó al resto del grupo—. Recoged, chicos. Nos vamos.
En menos de cinco minutos estaban en una furgoneta recorriendo la costa. Sólo esperaba que llegaran a tiempo.
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