jueves, 18 de agosto de 2016

CAPITULO 25: (TERCERA HISTORIA)





Pedro se había enfrentado en su vida a muchas situaciones desagradables, pero jamás ninguna le había dado más miedo que aquélla: un turista quemado por el sol, con sobrero de paja, óxido de zinc en la nariz, calcetines bajo las sandalias, sentado en la terminal de Cayman Airways esperando un vuelo con destino a Cuba.


A esa hora temprana, la aerolínea tenía varios vuelos consecutivos, así que la terminal estaba llena de viajeros con tazas de café, leyendo periódicos y sentados sobre sus maletas. Todos los sitios de los raídos asientos de cuero estaban ocupados.


El turista de Pedro estaba sentado en un sitio al lado de una rubia, en edad de ir a la universidad que o bien sufría resaca o la fingía con la esperanza de librase de un tipo que no la dejaba en paz.



—Y yo siempre he querido viajar más —decía el tipo—. Así que tras el divorcio me dije, qué demonios, bien podría…


Alzó la vista cuando Pedro se paró delante de él, dejando la frase sin terminar. Pero maldición, era bueno. Ni siquiera parpadeó cuando lo reconoció. E incluso él tuvo que admitir que la transformación del urbano Ramiro al turista guiri que tenía delante era asombrosa, incluso a él se le habría pasado.


Pedro tendió un billete de veinte a la colegiala.


—Ve a tomarte un café —sugirió.


Agarró el billete y salió corriendo con aire de estar más que aliviada por poder escapar, aunque eso supusiera perder el sitio.


Tras unas gafas de cristales gruesos, Ramiro parpadeó como si hubiera sufrido un ataque de alergia. Después se sonó la nariz.


—Supongo —empezó con el mismo tono nasal que había usado con la chica—, que no ganaré nada haciendo que no sé quién eres.


—Y yo supongo que vas a hacer que esto nos resulte fácil a los dos.


—No sé por qué debería. Gran Caimán es un lugar muy tranquilo. Y aquí no tienes ninguna autoridad. Claro que, si hubieras venido con una tropa de agentes del FBI, eso sería diferente —se encogió de hombros—. Pero dado que te veo sólo a ti, supongo que sólo traes a un puñado de tus borregos del ejército. Lo que significa que quizá puedas llevarme, o quizá no.


Entre los pies de Ramiro había una bolsa de lona con el logo de una conocida marca de equipos de submarinismo. Lo bastante pequeña para que Ramiro la pudiera llevar. Pero un equipo de submarinismo era bastante pesado y nadie sospecharía de un turista escuálido arrastrando una pesada bolsa. Levantar un poco de peso definitivamente resultaba necesario ya que diez millones de dólares en diamantes eran muchas piedras.


—No te quiero a ti, sólo la bolsa —la señaló con un gesto de la cabeza—. Sólo las piedras.


Ramiro miró detenidamente a Pedro y agarró la bolsa con más fuerza.


—Jamás habría pensado algo así de ti.


—¿Que dejara escapar a un delincuente?


—Que te quedes los diamantes, me dejes escapar y luego digas que jamás me encontraste —hizo un gesto de cabeza mientras se ajustaba las gafas—. Dicho eso, ¿por qué no nos repartimos las piedras y cada uno sigue su camino?


—No estás en posición de negociar.


—Ah, sí, debe de ser así si estamos manteniendo esta conversación. Evidentemente eres reacio a llevarme contigo. Posiblemente no tienes esa autoridad, pero quizá hay algo más. Sea cual sea la razón, eso me concede ventaja.


—Dame la bolsa, podría hacer venir aquí a la seguridad del aeropuerto en menos de un minuto.


—Podrías —siguió mirándolo—, pero seguro que no lo haces. Recuperarás los diamantes, pero perderás a la chica.


El sistema de megafonía anunció que se iba a iniciar el embarque. La gente empezó a ponerse en pie y arrastrar sus equipajes.


Ramiro se pasó el asa de la bolsa de una mano a otra preparándose para levantarse.


—Bueno, si me perdonas, éste es mi vuelo.


Por un segundo, Pedro sintió una oleada de respeto por Ramiro. Había que tener mucho valor para andar por ahí con diez millones de dólares en una bolsa de buceo.


Al margen de la admiración, Pedro no iba a dejarle marcharse con los diamantes. Agarró a Ramiro del brazo.


—No te voy a dejar marchar. No te puedo dejar llevarte los diamantes y no te dejaré largarte con lo que le has hecho a Paula.


—Ah —sonrió—, así que tenía razón. Siempre ha sido tu mayor debilidad —se soltó el brazo—. En ese caso, deberías darme las gracias en lugar de robarme.


—¿Robarte? —preguntó incrédulo.


—Son míos, no tuyos —dio una palmada en la bolsa—. No puedes ni imaginarte el tiempo que me ha llevado planearlo. Le he dedicado años de trabajo. Es imposible que te los dé. Y si pretendes quitármelos, vas a tener que recurrir a algo más fuerte que un «por favor».


Pedro lo miró un largo momento considerando sus opciones. 


¿De verdad estaba dispuesto a dejarlo escapar, con los diamantes, por hacer feliz a Paula?



Si lo detenía y lo devolvía a los Estados Unidos, pasaría una larga temporada en la cárcel. Y él perdería a Paula para siempre.


Por otro lado, había alrededor de diez millones de dólares en diamantes colgando de un hombro de Ramiro. Era demasiado dinero para dejarlo ir. Y no era sólo dinero, era dinero que pertenecía a su mejor amigo. Era la reputación de su empresa. ¿Iba a arriesgar todo eso por hacer feliz a Paula?


Se había levantado esa mañana diciéndose que, si recuperaba los diamantes, dejaría escapar a Ramiro. Era el trato que había hecho consigo mismo. Dejaría escapar al hermano si le devolvía las piedras. Pero parecía que se iba a quedar sin las dos cosas.


Pedro se puso en pie, se metió las manos en los bolsillos mientras observaba a Ramiro mezclándose con la gente que subía al avión.


Sí, así era.


Ella significaba para él más que todo lo demás. El dinero se ganaba y se perdía todos los días. Su amistad con Dario podía sobrevivir a aquello o no, pero tenía la sensación de que sí.


Paula, sin embargo, era única. Significaba para él más que ninguna otra mujer que hubiera conocido. Y no iba a volver a perderla.


Se dio la vuelta dispuesto a volver hacia la terminal del aeropuerto, pero en ese momento vio a Paula moviéndose entre la gente.


Se detuvo justo delante de él jadeando como si hubiera ido corriendo todo el camino desde el control de seguridad. En la mano llevaba un billete como el que había comprado él para acceder a la puerta de embarque.


—¡No me digas que es demasiado tarde!


—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó él justo antes de que apareciera J.D.


—¿Lo hemos perdido? —preguntó J.D.


Paula ignoró la pregunta y se puso de puntillas para mirar entre la gente.


—¿Lo veis? ¿Está aquí? ¿Ha estado aquí? —en lugar de esperar a que Pedro respondiera, se subió a la silla que acababa de dejar libre para poder mirar mejor. Entonces señaló hacia la puerta—. J.D. ¡allí! Le están revisando el billete justo hora. El del sombrero de paja y la camisera roja.


J.D. salió corriendo hacia la puerta con varios de los hombres de Alfonso detrás. Antes de que ella también saliera corriendo, Pedro la agarró del brazo.


Ella lo miró indignada mientras se soltaba con un movimiento brusco.


—No puedo creer… —lo golpeó en el bíceps—, que fueras a recuperar los diamantes y dejar escapar a Ramiro. De todas las estupideces… —no terminó la frase, miró al suelo a su alrededor—. Espera un momento. No veo ninguna bolsa. J.D. me ha dicho que sería grande —hizo con las manos un gesto para señalar el tamaño de la bolsa—. Y que sería pesada —lo miró con los ojos entornados—. ¿Por qué no veo una bolsa grande y pesada por ningún sitio?


Cerca de la puerta se oyó una pelea. Sin duda J.D. y los demás habían agarrado a Ramiro.


Paula estaba pálida.


—Señor, no me digas que lo ibas a dejar marcharse con los diamantes.


—Me pilló el farol —admitió Pedro. La miró en silencio un instante. Finalmente asintió en dirección a la puerta—. Sabes lo que has hecho, ¿verdad? J.D. va a recuperar los diamantes, pero tu hermano…


—Mi hermano por fin va a tener que asumir su responsabilidad. Él solito se ha metido en esto.


Antes de que pudiera detenerla, se dirigió a donde estaba su hermano. Pedro la siguió unos pasos por detrás. Cuando llegó a la puerta, J.D. tenía la bolsa en la mano. Uno de sus ayudantes tenía agarrado a Ramiro. Los demás hablaban con los de seguridad del aeropuerto.


Pedro no quería que ella tuviera que enfrentarse a su hermano. Personalmente le habría encantado despedazarlo para que nadie tuviera que volver a tratar con él, pero ella seguía diciendo que no hacía falta que la protegiera. Así que se echó atrás y dejó que se enfrentara a Ramiro.


Se detuvo a unos centímetros de su hermano.


Temblaba entera por la emoción. Pedro contuvo la respiración. Una parte de él quería que ella le diera un puñetazo. Otra esperaba que rompiera a llorar. La traición de Ramiro casi había acabado con ella y él lo primero que tendría que hacer sería ocuparse de eso.


Pero Paula, por ser Paula, no hizo ninguna de las dos cosas. 


Se plantó delante de él y le preguntó:
—Ramiro, ¿cómo has podido?


Ramiro sonrió malévolo.


—¿Quieres una descripción paso a paso? Porque eso me puede llevar un rato y no creo que estos caballeros quieran esperar.


Paula parpadeó sorprendida por su caballeresca actitud, aunque eso no sorprendió a Pedro.


—¿Entonces lo admites?


—Vamos, hermanita. Tienes que reconocer que estás un poco impresionada.


Entonces le dio una bofetada tan fuerte en la mejilla que la sangre le asomó en la comisura del labio.


—Supongo que eso es un «no» —dijo él.


—Me he preocupado por ti. Fui a suplicar a nuestro padre. ¿Puedes imaginarte lo duro que ha sido eso para mí?


Por un momento, la duda apareció en el rostro de Ramiro, y Pedro se preguntó si no estaría más arrepentido por lo que había hecho de lo que él creía. Pero Paula se había lanzado a la diatriba y ya no veía nada.


—Y después de todo lo que he hecho por ti, te ibas a largar así —hizo un gesto en dirección al avión—. Ibas a largarte y dejarme sola. Sin una sola explicación. Ibas a dejarme sola.


Su voz se quebró. Pedro dio un paso adelante y le apoyó una mano en el hombro. Al sentir su mano, parte de la tensión que sufría se suavizó y se apoyó en él ligeramente.


Ramiro le dedicó otra de sus sonrisas arrogantes. Su mirada se clavó en Pedro.


—Pero si no te dejaba sola, ¿ves? Ésa era la genialidad del plan. Incluso tú tendrás que admitir que es un toque genial.


Pedro oyó ruido hacia el fondo del aeropuerto, se volvió a mirar y vio a los guardias de seguridad que iban hacia allí. 


Paula los vio también y se apresuró a preguntar:
—¿Por qué, Ramiro? Eres una persona inteligente. Podrías haber hecho cualquier cosa. ¿Por qué ladrón?


—Es lo que hago, hermanita. Y soy realmente bueno.


Y entonces los guardas estaban allí. Pedro volvió a Paula contra su pecho para que no tuviera que ver cómo detenían a su hermano. Pasara lo que pasara, J.D. se haría cargo.


Cuando estaban lo suficientemente lejos, se soltó de sus brazos y dijo:
—¡No puedo creer que fueras a dejarlo escapar!


—No puedo creer que hayas arruinado mi gran sacrificio.


—¿En qué estabas pensando?


—No pensaba —se encogió de hombros—. Cuando llegué hasta él, simplemente no pude detenerlo. Creo que él sabía que no sería capaz. Al final, no sólo jugaba contigo, también conmigo.


—No podía saber eso —protestó.


La miró y le tomó la cara entre las dos manos.


—Quizá nos conoce a los dos mejor que nosotros mismos —le pasó un brazo por los hombros—. Larguémonos de aquí antes de que se compliquen las cosas.


—Pero Ramiro —farfulló—. Los diamantes.


Algo en el pecho de Pedro se tensó por su indignación.


—J.D. puede manejarlo —mientras decía eso más guardias corrían hacia la terminal—. A menos que quieras pasarte aquí las próximas doce horas mientras se resuelve todo esto. ¿O prefieres volver a la casa y decirme cuáles son mis cualidades que más te gustan?


—Eh —lo golpeó en el hombro—. ¿Qué tal mis cualidades que te gustan a ti?


Se detuvo a poca distancia de la puerta y la volvió para que lo mirara.


—Intrépida —la besó en los labios—, y generosa —otro beso—. Y valiente —otro—. Y me gusta tu disposición para dejarte presionar para una boda rápida.


—¿Una boda rápida?


—He esperado casi quince años por la noche de bodas. No pienso esperar ni un minuto más.


—¿No quieres saber qué pasa? —preguntó mirando hacia el escenario de la detención.


—Ya sé lo que pasa: me quedo con la chica.







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