martes, 16 de agosto de 2016
CAPITULO 17: (TERCERA HISTORIA)
La siguió hasta el dormitorio. Se había quitado el vestido que yacía de cualquier manera sobre la colcha. En el otro extremo de la habitación había dejado la puerta sólo echada y por la rendija de luz que salía se oía el sonido de agua cayendo.
—Mira, sé que estás enfadada… —empezó.
—Oh, ¿sí? —se interrumpió el sonido del agua y un segundo después se abrió la puerta del baño.
Paula apareció en el umbral envuelta en un albornoz rosa oscuro con el cabello suelto sobre los hombros y el rostro sin maquillaje. Tenía una toalla entre las manos. Las mejillas llenas de rubor. La visión de ella allí, con el halo de luz detrás, casi lo dejó sin aliento, sin contar con que se le olvidó lo que iba a decir.
Ella sufrió un impacto similar. Se detuvo delante de él sólo un segundo antes de pasar de largo.
—Quizá has pasado demasiada parte de tu vida pensando mal de mí, pero yo jamás me implicaría en algo como esto.
En lugar de esperar su respuesta, se acercó a una cómoda y empezó a quitarse las joyas. Él se acercó hasta ponerse tras ella y la mano que se llevaba a una oreja se quedó quieta.
—No creo que estés involucrada —encontró su mirada en el reflejo del espejo—. No lo he pensado nunca. Pero en este momento, eres la mejor línea de investigación que tengo.
—Pero… —se volvió a mirarlo.
—Aunque niegues que tu hermano está implicado de algún modo, la policía lo buscará. Probablemente vigilará su casa. Aunque tienes razón, puedo echarme a un lado y no hacer nada.
—Así que has decidido quedarte conmigo —terminó el pensamiento de él con tono cortante—. ¿Por qué no has dicho eso antes? ¿Por qué dejas que me enfade sin razón y te grite?
—Has pasado una noche difícil —explicó él—. Tienes derecho a estar enfadada.
—Con mi hermano, él ha sido quien me ha metido en este lío, no contigo.
—Pero tu hermano no está aquí. Y necesitas gritarle a alguien.
—Oh —dijo con voz reverente—, eso es muy dulce.
—No —dijo con los dientes apretados—. No lo es.
—Siempre has sido muy caballeroso. Incluso cuando éramos niños —con lánguida lentitud se quitó el otro pendiente y lo dejó sobre la cómoda—. Jamás he entendido cómo podías ser tan amable y educado con la forma en que creciste.
—No era amable y educado.
Esas palabras hacían que pareciera débil, vulnerable. No lo había sido. Siempre había sabido cuándo alejarse de una pelea. Cómo pasar desapercibido.
Su padre había sido un alcohólico irredento, pero no una persona violenta. Pedro tenía nueve años la única vez que el Servicio de Protección de Menores se lo había quitado al padre. Dos semanas en un centro de acogida lo había convencido de que su casa no era peor que la alternativa. Además su padre lo necesitaba. Se había convertido en un experto en cuidar de sí mismo y en no atraer la atención. Cómo había conseguido atraerla a ella era algo que no había sabido jamás.
En ese momento ella lo miraba con la cabeza ligeramente inclinada.
—¿Te acuerdas cuando empezamos a salir?
Por supuesto que se acordaba. Había estado trabajando en Mann’s Auto y ella había ido a cambiar el aceite. Había pasado todo el tiempo discutiendo con su padre por el móvil. Cuando fue a la sala de espera a decirle que el coche estaba listo, lo había mirado de arriba abajo antes de decir: «Tú eres ese chico de mi clase de álgebra. ¿Quieres que salgamos el viernes por la noche?».
—Pasaron semanas hasta que me besaste —dijo, y dejó escapar una risita—. Creo que por eso seguí saliendo contigo. Si hubiéramos hecho el tonto esa primera noche, seguramente jamás hubiera ido a una segunda cita.
Tenía esa primera cita grabada en la memoria. Desde el principio había sabido que lo estaba utilizando para recuperar a su padre. No hacía falta ser un genio para darse cuenta. Para ser sincero, tampoco le había importado. Era tan bonita.
—No —siguió ella—. Al final de la noche seguía esperando que hicieras alguna aproximación, pero ni siquiera me tocaste.
—Quería hacerlo —admitió.
Mientras estaban sentados en el coche bajo una farola, su piel había parecido de una suavidad imposible. Casi luminiscente. Igual que en ese momento. Había sabido que salir con él era algo a medio camino entre teñirse el pelo de negro, algo que había hecho y deshecho varias veces a lo largo de los años de instituto, y hacerse un tatuaje, lo que, hasta donde sabía, jamás había llegado a hacer, a pesar de sus numerosas amenazas. Había sabido que era poco más que una rebelión, pero no le había importado. Era demasiado guapa y se sentía demasiado afortunado por estar en su compañía como para que sus motivos le importaran. Con su cabello castaño rizado y su piel pálida como la luna, parecía una mujer de esos cuadros pre-rafaelitas que les mostraba la profesora inglesa.
Se había sentado a su lado en el coche sabiendo que esperaba que la besara. Como adolescente lleno de hormonas que era, había cientos, miles de cosas que quería hacer con ella. Y ella era lo bastante rebelde como para dejarle. Pero se miró las manos con las palmas rugosas y las uñas manchadas de grasa.
—Tenía las manos sucias —dijo.
Por qué lo admitió, no lo sabía. Quizá porque, de todas las cosas que quería decirle pero no podía, ésa era la que menos le costaba.
No podía estar con ella hasta que el asunto con su hermano estuviera resuelto. Hasta que supiera cómo terminaba todo no iba a hacer ninguna promesa que no pudiera mantener.
Así que en lugar de decir todo lo que no podía decirle a ella, habló de lo único que podía: cómo se sentía con ella en esa época en que sus vidas habían sido menos complicadas. Y eso que las cosas entre ellos no habían sido poco difíciles.
—¿Las manos? —lo miró divertida.
—Cuando trabajas en un taller, jamás consigues tener las manos realmente limpias.
Se acercó a él de un modo sensual meciendo las caderas debajo del albornoz.
—Ahora no tienes las manos sucias.
Pedro no pudo contenerse más. En lugar de eso, la atrajo hacia él y la besó. Su boca era cálida. Sus labios suaves y húmedos. Acogedores.
A diferencia de la noche anterior, no había rabia en su beso. Ni rebelión. Ni resistencia. Sólo una suave aceptación. A diferencia de antes esa misma noche, no había pena. Ni remordimiento. Ni penitencia. Sólo indicios de deseo. De esperanza.
Se apoyó contra él mientras un pie descalzo subía por la parte de atrás de su pierna. Siguiendo el ejemplo de ella, la agarró de las nalgas y la levantó frotando su erecto sexo contra la V que formaban sus piernas. Ella separó los muslos y él se metió automáticamente entre ellos llevándola hacia atrás hasta que su peso descansó sobre la cómoda. El albornoz se había abierto así que lo único que separaba sus cuerpos eran sus pantalones y un delicado jirón de seda.
Estaba a un paso del paraíso.
Deslizó las manos debajo del albornoz y la agarró de la cintura. Exploró su piel con hambrienta necesidad, deleitándose con las sacudidas de los músculos de su vientre, las rápidas subidas y bajadas de su pecho, el peso de sus pechos en las manos. Tenía que haber mil metáforas con las que describir lo desesperadamente que la deseaba.
Metáforas sobre hombres hambrientos y festines, travesías del desierto y oasis. Ninguna de ellas alcanzaba la profundidad de su deseo.
No quería solamente mantener relaciones sexuales con ella.
Quería consumirla. Envolverla con su cuerpo y absorberla a través de la piel. Poseerla tan completamente que no supiera dónde terminaba él y empezaba ella.
Sus manos parecían estar en todas partes a la vez.
Enterradas en su cabello, agarrando sus nalgas.
Desabrochando su cinturón. Su piel estaba caliente. Deslizó una mano bajo la sedosa tela de las bragas y encontró su húmedo centro. Cuando pasó el pulgar sobre el punto de su deseo, ella apartó la boca de él, echó la cabeza para atrás y rugió. El sonido gutural partió del fondo de su garganta y su cuerpo se estremeció en respuesta.
Simplemente no podía tener suficiente de ella. Podría haberla poseído allí mismo, sobre la cómoda, si no hubiera notado una persistente vibración en el bolsillo. Su móvil.
Trató de ignorarlo. Sonó. Después sonó el localizador, después un mensaje. Cuando la secuencia completa volvió a empezar, interrumpió el beso, apoyó la frente en la de ella intentando recuperar el control de su cuerpo. De pronto volvió a sentirse con diecisiete años. Desesperado, necesitado, indigno.
Sacó el teléfono del bolsillo. En lugar de apagarlo, como quería hacer, miró el mensaje de texto. Lo leyó: Noticias sobre RC. J.D.
Pedro se había apartado de ella tan rápidamente que la cabeza le daba vueltas. En un momento la estaba besando y al minuto estaba cerrándole el albornoz y separándose de ella. La dejó sentada en la cómoda. Jadeando, deseosa, necesitada.
Se quedó de pie con gesto tenso de espaldas a ella un momento. Cuando se dio la vuelta se estaba abrochando la chaqueta. Se colocó el pelo con una mano.
—¿Qué…? —empezó ella.
—Este no es el momento —su voz estaba llena de deseo, deseo que podía haber saciado en ese momento, pero había decidido que no. ¿Por qué?
Se dirigió a la puerta. Prácticamente corriendo. Lo alcanzó en la puerta de la calle.
—¿Adónde vas? Pensaba que era tu mejor línea de trabajo. Que ibas a permanecer pegado a mí hasta que Ramiro se pusiese en contacto conmigo.
Sus ojos buscaron el rostro de ella y por un momento pensó que se iba a derrumbar, pero entonces dijo:
—Vigilaré la casa desde el coche. Confío en que me lo hagas saber si llama.
—Espera un segundo. Después de todo lo que has dicho sobre lo peligroso que es mi barrio, ¿vas a pasar la noche en el coche? Es una locura.
—Supongo que has conseguido convencerme de que es seguro —sonrió.
«O piensas que estar aquí dentro es más peligroso».
Una vez más Pedro la había dejado insatisfecha. ¿Era un paso más de su retorcida venganza? ¿O era demasiado honorable como para aprovecharse de ella?
Ninguna de las dos preguntas era buena para su mente. Si era sincera consigo misma, se sentía un poco de vuelta al instituto, otra vez hecha un lío. Deseó poder hacer como si lo que sentía en ese momento fuera una ilusión. Un mero eco de sus sentimientos de entonces. Pero se temía mucho que las cosas habían ido más lejos que todo eso.
El muchacho que fue Pedro había hablado a su yo adolescente de un modo que nadie lo había hecho. Su tranquila seriedad, su respetuosa atención, casi adoración, su profundo sentido del humor. Todo eso había sido un bálsamo para su alma inquieta. Ese nuevo Pedro adulto tenía muchas de esas buenas cualidades, pero también había algo más. Su abrumadora presencia. Su fuerza. Y el sentido del honor, que había conseguido mantener a pesar de su cinismo. Podía ser desconfiado, pero no era frío. No era poco sensible. De hecho, parecía que casi sentía las cosas más profundamente.
Y nada de eso era bueno para ella. No quería volverse a enamorar de Pedro. No cuando había tantas cosas que se interponían entre ellos.
Después de todo, entre proteger a su hermano y proteger a Pedro, ¿cómo iba a hacer para proteger su propio corazón?
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