lunes, 15 de agosto de 2016

CAPITULO 13: (TERCERA HISTORIA)





J.D., siendo un mero empleado y no el director de Alfonso Security, no podía permitirse echarse a reír cuando le expusieron la posibilidad de que se intentara un robo esa noche en Messina Diamonds. Aun así su boca se torció mientras permanecía con las piernas separadas y los brazos cruzados antes de decir:
—Imposible.


—Eso es lo que le he dicho yo —aportó Pedro.


—Pero…


—No hay peros —J.D. asintió respetuoso—. Con el debido respeto, señora.


Paula estuvo a punto de responderle con un «no me llame señora», pero antes de que pudiera, J.D. hizo explotar un globo del chicle que mascaba como gesto simbólico. Sonrió encantado al hacerlo dándole la impresión de que en realidad esperaba que alguien lo intentara. Sin embargo, dado que ese alguien en particular era su hermano, Paula no podía sentirse tan optimista ante la perspectiva. Pedro asintió y después añadió:
—J.D., llámame si ocurre cualquier cosa fuera de lo normal. Sólo para estar seguros.


—Lo haré, jefe.


J.D se marchó sacando el móvil del bolsillo mientras Pedro agarraba el codo de Paula y la guiaba hacia el laberinto de pasillos que conformaba Messina Diamonds. Para entonces el evento ya estaba en marcha. El vestíbulo empezaba a llenarse de hombres de esmoquin y mujeres enjoyadas. Los camareros se movían entre la multitud con bandejas de champán y artísticos aperitivos.


—¿Te sientes mejor? —preguntó Pedro.


—Francamente, no me sentiré bien hasta que todo esto haya terminado. Supongo que debería sentirme agradecida porque Messina Diamonds esté bien, pero eso no significa que Ramiro no esté metido en otra cosa. O que no lo atrape la policía.


—Te tranquilizarás cuando echemos un vistazo al resto de empresas del edificio —dijo mientras se dirigían a los ascensores.


—Sí, así será —por primera vez en todo el día su tensión se rebajó.


El pesado silencio en el ascensor tardó en romperse unos segundos.


—Sobre lo de anoche… —empezó ella.


—Preferiría no hablar de anoche —interrumpió metiéndose las manos en los bolsillos antes de añadir sin mirarla—: Mi conducta de ayer fue incalificable.


—¿Es una disculpa? —bromeó, pero luego lo pensó mejor cuando él frunció el ceño. Añadió rápidamente—: No, no respondas. Asumo que lo ha sido y que tus intenciones eran buenas sin que tengas que negarlo o confirmarlo —después dijo en tono más serio—: Sí, ayer actuaste como un imbécil, pero hoy… —se encogió de hombros—. Bueno, no se puede decir que te hayas redimido del todo, pero hoy has hecho grandes avances. Gracias por tomarme en serio.


Antes de que él pudiera responder, el ascensor se abrió en el piso doce. Paula salió y se encontró frente a unos cristales en los que ponía Alfonso Security. Las mismas puertas ante las que había estado unos días antes. Antes de que pudiera contemplar lo mucho que habían cambiado las cosas en tan poco tiempo, las puertas del ascensor sonaron al cerrarse detrás de Pedro.


—No cometas el error de malinterpretar mi generosidad.


—Oh, lo siento. ¿Mis bromas han herido tus sentimientos?


—Mis sentimientos no tienen nada que ver con esto.


—Vaaale —se mostró de acuerdo verbalmente ya que no intelectualmente—. Te has portado mal. Lo admites. ¿Por qué firmarme un cheque si no te estás intentando disculpar? Tienes que sentir alguna culpabilidad.


Pedro ignoró el énfasis que había puesto en «sentir». Se estiró la manga del esmoquin y dijo:
—La culpa no tiene nada que ver con esto. Estabas desesperada y me aproveché de ello. Mi conducta ha sido… —evidentemente tenía que buscar una palabra que no implicase la culpa—, poco honorable.


El honor siempre había sido una prioridad para él. A diferencia de los demás chicos adolescentes que había conocido, quienes jamás dedicaban un segundo a pensar en esas cosas, él siempre había tenido un código ético, incluso con diecisiete años. El mundo y el destino lo habían tratado duramente. Conservar su honor había sido su única defensa contra la injusticia.


—Me alegro de que aún te importen esas cosas —dijo ella en un murmullo.


—A pesar de mi conducta reciente no soy un monstruo —respondió con una penetrante mirada.


—No he dicho que lo fueras —había pensado que su conducta no era la de un monstruo, sino la de una persona herida.


Tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no señalar que debía sentirse culpable, o quizá avergonzado, por comportarse de un modo tan poco honorable.


Si había esperado que él dijera algo más, estaría decepcionada. Se limitó a emitir un sonido sin sentido antes de sacar de un bolsillo su tarjeta de identificación y pasar por el lector de la puerta de cristal. Con un zumbido, la puerta se abrió. Pedro hizo un gesto galante para cederle el paso.


—Así que tú puedes entrar en cualquier oficina del edificio —comentó ella.


—Por supuesto.


Lo siguió a través de la zona de recepción y después por un pasillo, llegaron a un despacho lleno de ordenadores y un par de sillas.


—Aprecio que te tomes el tiempo de echar un vistazo a todo esto.


—Es mi trabajo. No lo hago por ti —se sentó frente a uno de los monitores y movió el ratón para que se pusiera en marcha el ordenador.


Paula se sentó en otra silla.


—Buena puntualización, aun así sé que esto no es fácil para ti.


—¿Qué se supone que significa eso? —la miró por encima del hombro.


—Que seguro que preferías estar haciendo otra cosa. Sobre todo sabiendo lo que sientes por mí.


—No siento nada por ti —dijo sin entonación—. No eres nada mío.


Debería haberlo dejado pasar. Realmente debería haberlo dejado, pero justo cuando se encendió el ordenador, se descubrió diciendo:
—No, no lo soy. Estuvimos enamorados, por Dios.  Estuvimos casados. Eso no es nada.


—No significas nada para mí —repitió más despacio.


—No me hables así.


—¿Así cómo? —preguntó inocente.


—Así. Como si fuese yo la que actuase como una idiota y no tú.


—Yo no… —pero ella no le dejó seguir.


—Hace un par de años me encontré con un antiguo novio de la universidad. Fuimos a tomar un café y me enseñó fotos de sus hijos.


—¿Adónde quieres llegar? —casi gruñó.


—Quiero llegar a que para él no significo nada. ¿Y sabes cómo lo sé?


—No —la miró desafiante.


—Ahí lo tienes —señaló con el dedo en dirección a su rostro—. Sé que no le importo a Jake porque ni una sola vez me miró así.


—¿Así cómo? —preguntó sintiéndose acosado.


—Como si la mitad del tiempo estuvieras deseando estrangularme y la otra mitad te estuvieras preguntando dónde esconderías el cuerpo si lo hicieras.


—No es en eso en lo que estoy pensando —mientras hablaba le dedicó una mirada llena de sentido.


Una especie de «quiero desnudarte ahora mismo y, si tuviera poderes telequinéticos, lo haría».


—Ésa no es la mirada de un hombre sin ninguna implicación emocional.


—Déjalo ya.


—Oh, lo siento —puso los ojos en blanco exagerando su exasperación—. ¿Se está volviendo la conversación demasiado personal? ¿Estoy pisoteando esos sentimientos que dices que no tienes por mí?


—Déjalo ya, Paula.


Esa segunda vez notó el punzante dolor que había en sus palabras. Había un ligero temblor en su voz. Una especie de ronquera que le decía que le había resultado duro pronunciar esas palabras. Solía aparecer ese tono en su voz cuando hablaba de su padre: «No, señorita Gosling», solía decir. 
«No he traído la autorización firmada. Mi padre no pudo firmarla anoche». Y todo el mundo en la clase sabía que «no pudo firmarla» significaba que estaba demasiado borracho como para sujetar un bolígrafo. Y que «anoche» significaba todas las noches.


Y lo decía con el tono sin importancia que permitía a todo el mundo hacer como que ignoraba la verdad. Una clase entera deseosa de ignorar que Pedro estaba abandonado hasta el punto de rozar el maltrato. Pedro se sentaba y rezaba para que nadie dijera que lo que había dicho era mentira. Ella estaba a su lado deseando poder hacer algo para acabar con la injusticia que sufría.


Claro, que sólo ella lo conocía lo bastante bien como para notar esa angustia en su voz. Esa casi inaudible emoción. 


Había vuelto a oírla en ese momento cuando había pronunciado su nombre. Y su corazón se rompió otra vez. 


No se pudo contener y le acarició el brazo.


—Siempre has sido tan orgulloso.


El tiempo pareció detenerse. El mundo pareció reducirse hasta el punto de contenerlos sólo a los dos.


Como si volvieran a ser unos muchachos. Entonces él rompió el contacto visual e hizo algo en el ordenador.


—Vamos a dejarlo.


Su rechazo dolió más de lo que debería haberlo hecho. 


Maldición, no quería volver a preocuparse por él. Eso no entraba en sus planes. Para ocultar su vulnerabilidad, bromeó:
—¿He vuelto a herir tus sentimientos?


—No, me acabo de dar cuenta de que hay una cámara desconectada en la planta once.


—¿Una cámara está desconectada? —preguntó sin aliento por el temor—. Entonces está sucediendo algo.


—No necesariamente —dijo para tranquilizarla aunque su alarma interior ya había saltado.


Sacó el móvil y llamó al segundo piso. El guardia que debería haber estado allí no contestó.


Apretó el botón de ratón un par de veces cerrando ventanas y saliendo del programa antes de empujar la silla y ponerse de pie.


—Seguramente no es nada —dijo para volver a tranquilizarla—. Cada cierto tiempo las cámaras se desconectan.


—Me habías dicho que éste era el mejor sistema de seguridad del mercado.


—He dicho que Messina tiene el mejor sistema de seguridad del mercado. No todos nuestros clientes se lo pueden permitir. El piso once es de Lee, Oban y Asociados, una firma de abogados. Su sistema es sólo muy bueno, pero hasta el mejor sistema puede sufrir un fallo técnico. Por eso tenemos sistemas redundantes.


—¿Qué hacemos? —preguntó ella siguiéndolo por el pasillo hacia los ascensores—. No vas a llamar a la policía, ¿verdad?


—¿Para comprobar una cámara estropeada? No —la miró de soslayo—. Bajaremos a la segunda planta para reiniciar la cámara. Después subiremos a la planta once para volver a comprobar que todo va bien.


—A lo mejor ésta es una pregunta estúpida, pero ¿no debería haber un guardia o alguien en el puesto de abajo? —miró el móvil de él—. ¿O ha sido ésa la llamada que acabas de hacer?


—Seguramente estará fuera haciendo una de las rondas —no tenía sentido decirle que aunque estuviera de ronda tenía que haber atendido el teléfono.


Si las oficinas de seguridad del edificio están en la segunda planta, ¿para qué necesitas tres pisos más? —preguntó mientras esperaban el ascensor.


—Son las oficinas de la empresa.


—Cuando dices las oficinas de le empresa te refieres a… —dejó la pregunta colgando.


—Las operaciones internacionales se llevan desde estas oficinas.


—¿Todas las operaciones internacionales? Ya —hizo una pausa antes de preguntar cómo sin interés—: ¿Cómo de grande es Alfonso Security?


—Bueno, tenemos oficinas en Los Ángeles, Nueva York, Chicago, San Francisco y San José. Y también algunas más pequeñas en Toronto, París, Amberes y Tokio.


—¡Oh!


Volvió a mirarla de soslayo y le pareció que mantenía una expresión muy neutra a propósito.


—¿Cómo de grande pensabas que era?


—Oh, así de grande, más o menos —las puertas del ascensor se abrieron en la segunda planta y lo siguió al salir—. Seguro. Eso era lo que pensaba.


—Pensabas que era sólo Messina, ¿no?


Durante bastante tiempo, cuando acababa de dejar el ejército, sólo había sido Messina Diamonds. La compañía minera había sido donde su empresa había madurado y donde había reunido el capital suficiente para aumentar el tamaño de sus operaciones. Randolph Messina, el padre de Dario, había pagado a Quinn en derechos sobre acciones de la empresa. Cuando Messina Diamonds había salido a bolsa unos años después, Alfonso Security se había convertido en un líder de las empresas de seguridad.


—Bueno —dijo ella—. Tampoco es que haya seguido de cerca tu trayectoria.


—El miércoles dijiste que sabías lo que hacía para ganarme la vida. Asumí que habrías hecho alguna investigación.


—Leo los periódicos. Es complicado evitar las referencias a tu empresa en la sección de negocios —el rubor se asomó a sus mejillas—. Pero normalmente trato de no prestarles atención —después, como si hubiese revelado más de lo que pretendía, añadió en tono alegre—: Me acuerdo de todas las veces que hablábamos de recorrer el mundo y despertarnos en países diferentes cada semana. Y ahora tú lo haces realmente.


Se acercaron a la puerta y Pedro sin pensarlo incumplió todo el protocolo de seguridad y la dejó pasar a la zona de recepción.


—Cansa al cabo de poco tiempo —admitió él. Entonces se dio cuenta de que había resultado patético y añadió—: ¿Y tú? Siempre quisiste ver el mundo. ¿Viajas mucho?


—Oh, claro —su tono fue un poco demasiado brillante—. Hace un par de años me fui con una amiga a Cancún un fin de semana.


—Suena bien.


—¡Fue estupendo! —dijo con más entusiasmo del que solía merecer un fin de semana en México—. Nos quedamos en un Holiday Inn muy bonito.


Debería alegrarse, pero en realidad lo entristeció que sus sueños no se hubieran cumplido. Las siguientes palabras salieron de su boca antes de que pudiera pensarlo.


—Supongo que ahora te arrepientes.


—¿Arrepentirme de qué?


—De no haber tenido más fe en mí.


—Siempre he tenido fe en ti.




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