lunes, 15 de agosto de 2016

CAPITULO 14: (TERCERA HISTORIA)




Le cedió el paso para entrar al interior de una sala dominada por una sucesión de monitores y ordenadores. Acercó una silla con ruedas y se sentó frente a uno de los ordenadores.


—Me crees, ¿verdad?


Pedro ignoró la pregunta mientras abría un programa fingiéndose más concentrado de lo que requería la situación.


Después de unos minutos se giró en la silla y dijo:
—Esto me va a llevar un momento. Después subiremos a la planta once.


—Nunca respondes a mis preguntas.


—¿Qué importa eso? —se encogió de hombros.


—A mí me importa —acercó una silla a la de él y se sentó. Él seguía mirando los ordenadores, así que le hablaba a su perfil—. Siempre supe qué harías cosas asombrosas. No lo dudé ni un minuto.


«No hagas caso», se dijo a sí mismo. «No vale la pena». 


Pero no lo dejó pasar.


—Lo que explica perfectamente por qué rellenaste una solicitud de anulación antes de que la tinta del certificado de matrimonio se hubiera secado.


—¿Es eso lo que has creído todos estos años? ¿Que puse fin a nuestro matrimonio porque no creía en ti?


Él seguía sin mirarla a los ojos. Había conversaciones que sencillamente era mejor no tener. Ésa era una lección que había aprendido hacía largo tiempo. Había sido una táctica que le había permitido sobrevivir en el ejército. Mantener la boca cerrada. Mantener la cabeza baja. Evitar las discusiones. Concentrarse en la tarea que había que hacer.
Así que en lugar de responder, siguió mirando los monitores como si las palabras «cámara 1121 desconectada» fueran la clave para comprender los misterios de la vida.


—Supongo que es eso lo que piensas —como no hablaba con ella, siguió hablando para sí misma, rellenando su parte de la conversación con un exageradamente pesimista punto de vista—. Debes de haber pensado que era una inconstante niña rica. Sólo interesada en pasarlo bien, hasta…


—No fue culpa tuya —dijo sabiendo que debería haber mantenido la boca cerrada.


—¿Qué? —pareció tan sorprendida por su interrupción que lo miró boquiabierta.


—He dicho que no fue culpa tuya. Claro que eras una malcriada. Así te habían educado. Habías tenido todo lo que habías querido. Era un hábito para ti rebelarte contra tu padre. Debería haberme dado cuenta de que nuestra relación…


—Oh, Dios —se puso en pie de un salto lanzando la silla hacia atrás—. Eso es lo que realmente crees —Pedro se giró para mirarla sorprendido por su vehemente reacción—. No puedo creer que realmente pienses eso de mí —la conmoción fue dejando paso al enfado gradualmente—. Que era una malcriada. Inconstante —puntualizaba cada adjetivo con un golpe—. Rebelde. Rica…


Pedro la agarró de la muñeca antes de que pudiera dar otro golpe.


—Eso realmente te ha dolido, ¿no?


Como seguía sentado, ella tuvo que agacharse para ponerse a la altura de sus ojos.


—Se supone que duele. ¿Cómo crees que se debe sentir una cuando descubre que el hombre del que estuvo enamorada te ha descartado como si fueras lo más despreciable?


—Si no querías que pensara que eras inconstante, entonces no deberías haber firmado la solicitud de anulación menos de veinticuatro horas después de prometerme amor eterno.


—Estabas en la cárcel. ¿Qué se suponía que tenía que hacer?


—Podías haber tenido un poco de fe —le lanzó la última palabra a propósito—. No iba a estar en la cárcel para siempre. Podías haber esperado. Pero supongo que tu visión del futuro no incluía un marido expresidiario.


—¿Eso es lo que realmente pensaste de mí? —la rabia empezaba a bajar y comenzaba a aparecer la confusión—. Que firmé la anulación sólo porque te habías vuelto… —buscó una palabra—, no sé, ¿inapropiado? ¿Por qué no te ajustabas a mis planes?


—¿Qué se suponía que tenía que pensar? Al día siguiente apareció tu padre. Me explicó que te había dado un ultimátum: si seguíamos casados, te desheredaría.


Antonio había estado fuera de la celda de Pedro más de una hora explicándole las cosas.


Con las botas camperas se había balanceado de atrás adelante, jugueteando con el borde del sombrero mientras le decía la clase de cosas que necesitaba una chica como Paula para ser feliz. Cosas que Pedro no había podido creer que necesitara Paula. Así que esperó a que ella apareciera y desmintiera las palabras de su padre. Pero eso nunca sucedió.


—No pensé que te importara —admitió en ese momento refiriéndose a las horas que había pasado en la cárcel del condado—. Pero unas horas después apareció tu abogado con los papeles de la anulación.


—Podías haber tenido un poco de fe —le devolvió sus palabras a propósito—. Firmé esos papeles porque tenía que hacerlo.


—Porque tu padre te desheredaría si no lo hacías —replicó él.


—No me importaba el dinero de mi padre —tenía los ojos muy abiertos, cubiertos de lágrimas—. Nunca me ha importado. Ese no fue el trato que me ofreció mi padre. Si firmaba la anulación, él retiraría los cargos contra ti. Firmé esos papeles porque, si no lo hacía, mi padre te denunciaría. Los cargos contra ti eran muy serios. Podrías haber ido a la cárcel.


Pedro se quedó en silencio un largo tiempo, absorbiendo sus palabras mientras una oleada de conmoción chocaba contra su propia angustia. Finalmente, con calma, dijo:
—Deberías habérmelo contado.


—No quería arriesgarme a que no firmaras los papeles. Te protegí del único modo en que supe hacerlo. Si no hubiera sido por mí, jamás te habrías visto envuelto en semejante lío.


Pedro se levantó y le alzó la barbilla para mirarla a los ojos. 


Sentía como si el corazón se le hubiera hecho pedazos. 


Habló lentamente y con suavidad.


—Los cargos que tu padre tenía contra mí jamás habrían sido admitidos.


Las lágrimas corrían por las mejillas de marfil. Su angustia era equiparable a la de Pedro.


—Puede que no, pero ¿y si sí? —su voz se quebró en la pregunta y tuvo que aclararse la garganta antes de continuar—: No podría haber vivido con eso. Además no pensaba que sería el fin de nuestra relación. Jamás pensé que serías tan terco y abandonarías la ciudad después de firmar los papeles —su voz se volvió más gruesa—. Pensaba que volverías conmigo.


—Tu padre me dijo que no querías saber nada de mí. Que no querías volver a verme.


—Esperé durante semanas… —se le volvió a quebrar la voz.


La imagen de ella esperándolo se quedó en su mente. Había estado en su dormitorio una sola vez. Era una delicada mezcla de finísimas redes y doseles fruncidos. Se la imaginaba en ese momento, sentada en esa cama, con las rodillas recogidas en el pecho, el cabello sobre los ojos.


Paula, que siempre trataba de ser tan dura, pero que era más frágil de lo que le gustaba admitir. Paula, que se había hundido tras la muerte de su madre, que había luchado desesperadamente por la más mínima atención de su padre.


Dios. La idea de ella esperando por su regreso y él no volviendo jamás…


Al pensarlo en ese momento, le costaba respirar. Como si el pecho se le aplastase por el peso de las emociones. Y ahí estaba, dedicándole una pequeña sonrisa a pesar de las lágrimas que le recorrían el rostro y del temblor de sus manos mientras se apartaba un mechón de cabello. Había tratado desesperadamente de simular que su deserción no le había roto el alma, pero él sabía que había sido así. En aquel momento había pensado de ella lo peor y aun así lo había matado dejarla. No podía imaginar cuánto más tenía que haber sufrido ella.


—Supongo que los dos fuimos unos estúpidos por creer las mentiras de mi padre —dijo encogiéndose de hombros.


¿Estúpido? Estúpido no describía ni de lejos cómo se sentía en ese momento.


—Por mi parte —siguió ella—, había asumido que cuando salieras de la cárcel irías a buscarme. Cuando no lo hiciste, pensé…


No la dejó terminar. La rodeó con los brazos y la besó poniendo en ese beso todo el arrepentimiento y las disculpas que no era capaz de poner en palabras. Jamás podría reparar el daño que le había hecho. Sólo las palabras no serían capaces de expresar su arrepentimiento. Habría podido seguir besándola eternamente. Estaba a punto de decírselo cuando un destello de luz en el monitor atrajo su atención. La alimentación de la cámara volvía a funcionar y la imagen en la pantalla no era lo que esperaba.


El monitor mostraba una toma en gran angular del laberinto de despachos de las oficinas de los abogados en la undécima planta. Casi estaba lo bastante distraído para no notarlo, pero algo en un extremo de la imagen atrajo su atención.


Dejando a Paula donde estaba, se sentó en la silla y amplió la imagen. Y allí, casi fuera del foco de la cámara, lo vio. Uno de los paneles de aislamiento acústico del techo estaba torcido. Como si alguien lo hubiera quitado y después vuelto a poner sin fijarse en si se había quedado igual.


Pedro sacó su teléfono y llamó a J.D.


—Tenemos un asunto en el once. Quiero que te acerques a la caja fuerte y eches un vistazo a los diamantes.


J.D respondió al instante diciendo que le informaría en cuanto lo hubiera hecho, pero Pedro apenas escuchó sus palabras, confiaba en su capacidad para manejar esa situación. En lugar de eso, fue dolorosamente consciente de la presencia de Paula mientras ésta apoyaba una mano en su hombro y se inclinaba para ver la imagen del monitor.


—Es eso, ¿no? —preguntó señalando con un dedo.


—Quizá —acercó la imagen tratando de poner en marcha la cabeza, buscando otras inconsistencias—. O quizá no sea nada. Es una oficina demasiado delicada para un grupo de abogados. Andan siempre colgando carteles, banderines de la universidad y tonterías del techo. Seguramente habrá sido simplemente un descuido.


—Pero tú no lo crees —adivinó ella—. O no habrías llamado a J.D. —cuando no confirmó su teoría, preguntó—: ¿Entraría alguien en un despacho de abogados?


Sabía cómo funcionaba la cabeza de Paula y habría dicho por la mirada de sus ojos que algunas escenas de las novelas de John Grisham le recorrían la mente, con dinero blanqueado, papeles confidenciales triturados en medio de la noche.


—No, pero el piso once está justo debajo de Alfonso Security.


Le llevó un instante comprender el significado. Cuando lo hizo, Pedro notó los músculos de su mano tensarse sobre el hombro.


—Lo que significa —dijo en voz alta—, que el piso más cercano a los diamantes no es ni parte de Alfonso ni de Messina.


Exacto. Con las herramientas adecuadas y alguna noción de escalada, alguien pequeño podría acceder a ese reducido espacio y desde allí reptar. Es una larga subida hasta el piso veintiuno, pero no imposible.


Mientras recorrían el camino de vuelta a los ascensores, deseó poder tranquilizarla un poco. Pero qué podía decir.


—Has dicho que no había ningún diamante aquí esta noche.


—He mentido.


Sonó el teléfono de Pedro como si fuera el fatal eco de sus palabras. Cuando respondió, Paula pudo oír una cadena de juramentos desde el otro lado. J.D. acababa de revisar la caja. Los diamantes no estaban.


Sintió una náusea mientras la sangre se le subía a la cabeza. Sin pensarlo, buscó una silla. Algo en lo que apoyarse. Algo que la sostuviera.


Entonces notó un brazo de Pedro bajo la mano. Su voz era un temblor grave que sonaba más bajo que el timbre que atronaba sus oídos. La llevó hasta una silla mientras Pedro terminaba la conversación con J.D.


Se frotó los ojos para aclarar sus ideas. Claro que él había mentido diciendo que no había diamantes. Eso se lo había dicho su intuición antes. Pero había tenido la esperanza de equivocarse. En ese momento, lo que quería era poder recuperar su concentración y seguirlo.


—¿Estás bien? —preguntó él.


—Sí —se soltó de él aunque parecía que era lo único que la anclaba al mundo.


—Parecía como si te fueses a desmayar.


—Yo no me desmayo —sintió una ridícula oleada de resentimiento—. ¿Por qué no estás enfadado? Deberías estar tan preocupado por esto como lo estoy yo.


Pero en cuanto lo dijo se dio cuenta de que él sólo estaba agitado, pero lo mantenía enterrado bien dentro. Tenía los ojos entornados y la mandíbula tan apretada que parecía cincelada en granito. El pétreo silencio era más expresivo que su casi desmayo.


—Lo siento —murmuró ella haciendo un esfuerzo para ponerse de pie—. Seguramente querrás volver a Messina Diamonds.


Pedro asintió y le apoyó una mano en la espalda para guiarla hacia el ascensor. Cuando la puerta empezó a cerrarse, dijo:
—Paula, sobre tu hermano…


—Lo sé: Si está implicado, vas a tener que hacer todo lo posible para encontrarlo y detenerlo.


—¿Si está implicado?


—Sí —dijo ella—. Si está implicado.


—Paula, no puedes permitirte ser ingenua. No después de todo lo que ha pasado. Tu hermano definitivamente está implicado.


—No. Eso no los sabemos. Aún no. Lo único que tenemos son conjeturas.


—Eh, has sido tú la que ha venido a mí —señaló Pedro.


—Sí, exactamente —se volvió a mirarlo cruzando los brazos sobre el pecho para reprimir un escalofrío—. Recurrí a ti porque pensaba que podrías ayudarme. Y me juraste que el sistema era imposible de romper. Que Messina Diamonds tenía un sistema de la más alta gama. Ramiro no podría robar un penique del mostrador de recepción. ¿No fue eso lo que me dijiste?


No respondió, pero entornó aún más los ojos. Paula respiró hondo tratando de concentrarse. Pedro no era el enemigo. Aquello tenía que haberlo golpeado a él con tanta fuerza como a ella.


—Es lo que he dicho. Debe de haber alguien dentro —dijo despacio, como si lo estuviera descubriendo en ese momento—. Si no, no podría haber roto el sistema. Alguien ha tenido que desconectarlo.


—¿Quién?


—No lo sé. Hasta que lo descubra, todo el mundo es sospechoso.


—Bueno, así no es como lo veo yo. Hasta que no puedas demostrarme lo contrario, voy a pensar que mi hermano es inocente.


—No seas idiota.


—Ramiro es la única familia que tengo. Y yo soy la única familia que tiene él. No voy a dejarlo tirado cuando más me necesita. No voy a abandonarlo como…


«Como tú me abandonaste a mí».


Dejó las palabras sin pronunciar. Había cosas que era mejor no decir en voz alta. Dolían demasiado. Revelaban demasiado.


—Todo el mundo necesita tener a alguien que crea en él sin reservas. Alguien que lo quiera sin importar lo que haga. 


Para Ramiro yo soy esa persona.


—Tú has sido la primera en sospechar de él —le recordó—. Hace un minuto lo creías capaz de esto.


—Creía que podían manipularlo para que colaborara en el robo —por el brillo cínico en los ojos de Pedro pudo apreciar que él no veía la diferencia. ¿Cómo explicarle lo que apenas comprendía?—. Por supuesto que creo posible que esté implicado. Pero sigue siendo mi hermano. Tengo que tener fe en él. Tengo que creer que no ha hecho esto por propia voluntad. Hasta que traigas las pruebas, pruebas contundentes…


Nunca supo cuál era la reacción de Pedro ante su declaración de fe inquebrantable en Ramiro. Las puertas del ascensor se abrieron y los dos se vieron lanzados al ruido de una gala que avanzaba. Ninguno de los invitados sabía aún lo que había sucedido. Apenas lo sabía ella.

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